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HERE COMES A REGULAR

Este es el vídeo (amateur y en plano fijo, aviso, pero se ve y se oye admirablemente bien) de la presentación de El restaurante favorito de Nina Hagen en Los Portadores de Sueños el miércoles pasado.

Fue un día excepcional, y creo que no le he agradecido lo suficiente a Ana Usieto (a otra gente tampoco, pero mi deuda es mucho más grande con Ana) el cariño y el esfuerzo gastados. Le hice pasar un mal rato y en algún momento me he sentido culpable por haberla puesto en ese brete, pero cuando aceptó me hizo muy feliz, y lo que dijo y cómo lo dijo me hacen temblar aún las canillas, sean lo que sean las canillas.

Es cierto que nuestra relación funciona mejor en el registro somarda que en el floral, pero el miércoles estuvo sublime e hizo de la presentación lo que yo quería que fuera: una celebración, un abrazo colectivo, un cariño desprejuiciado. Para disquisiciones académicas y comentarios de texto filológicos ya están los pelmazos de siempre: yo quería compartir ese rato con mis amigos, con la gente a la que quiero y que me quiere. Y Usieto ocupa uno de los sitios más altos y cómodos de ese escalafón.

En las entrevistas y crónicas sobre el libro que han ido saliendo esta semana en los medios se ha destacado mucho la ocurrencia del pijama. Y está bien, resume estupendamente el espíritu de la obra, pero yo quería aprovechar este post para llamar la atención sobre una cosa que parece protocolaria y que todo el mundo pasa por alto —yo el primero— cuando lee un libro: la cita inicial.

No es extraño, porque, como muchas otras historias de la liturgia librera, ha perdido buena parte del sentido y ha quedado como un ritual vacío o un mero adorno para que el autor exhiba la longitud y profundidad de sus insondables lecturas. Pero en mi caso no es así. O no he querido que fuera así. La que encabeza El restaurante favorito de Nina Hagen no es un verso de un gran poeta ni una sentencia de un filósofo tremebundo, sino unas palabras de un songwriter yanqui (lo siento, traduciría songwriter por cantautor, pero es que, en España, cantautor es un término tan roñosamente cargado de connotaciones que me parece un insulto equiparar la actitud y el trabajo de un songwriter americano con la mediocridad melosa de un cantautor patrio): Paul Westerberg. Es una estrofa de una canción titulada Here Comes A Regular que dice así:

Here comes a regular.
Call out your name.
Here comes a regular.
Am I the only one who feels ashamed?

El regular de la canción se erige en contraposición a los specials. En otro verso dice: «Everybody wants to be special here». Todo el mundo aquí quiere ser especial. Pero la canción planta en el centro del cuadro a un regular, a un tipo corriente, y remite a una estética invernal y springsteeniana con la que me siento muy cómodo. Un sitio de cerveza y pantalones vaqueros, un espacio de gente conformada, pero no por ello conformista. Frente a los que se desviven por epatar, por pisar el cuello del vecino y por llamar desesperadamente la atención para alimentar egos voraces y desquiciados, nos situamos los regulars, los que poblamos las canciones de John Mellencamp, los que no tenemos miedo de enseñar los dientes en una carcajada.

Y es esa la estética que me pertenece y a la que pertenezco. Una estética cómoda y amigable, ajena a las modas, mucho más parecida a la de un pub cervecero que a la de un club minimalista. A todas estas cosas remite el concepto “pijamista”. Y creo que la presentación del miércoles fue un punto de encuentro para los que nos sentimos cercanos a esa forma calmada y amigable de vivir la vida.

Hoy me he cruzado con un bicho venenoso, con una de las pocas personas que conozco que considero nocivas y cuyo trato desaconsejaría vivamente a cualquiera. Alguien a quien he visto hacer cosas miserables y de la que sospecho cosas muchísimo más miserables, la típica persona que no querrías tener a tu lado en el caso de que surja un Cuarto Reich, pues sabes que te delatará a las SS en cuanto tenga ocasión. Me ha preguntado por este libro y he tratado de ser educado. Se ha sorprendido cuando le he dicho que la librería estaba llena a reventar y me ha mirado con lástima impostada. Yo le he dejado atrás afianzado en mi actitud de regular y plenamente consciente —por intuición pura— de que el desgraciado es él. Porque yo, pese a no tener de mi hijo más que sus fotos y el recuerdo de su olor, soy un tipo afortunado, porque la gente que me quiere así me hace sentir. Y esta persona, en cambio, tiene que caminar mirando hacia atrás por miedo a ser apuñalada por alguna de sus víctimas.

Dice un proverbio árabe que si te sientas en la puerta de tu casa verás pasar el cadáver de tu enemigo. Yo me contento con adivinar la soledad y la envidia en sus ojos.

Durante la enfermedad y muerte de mi hijo he descubierto lo mejor de las mejores personas y he terminado por despreciar lo peor de las peores. Y tiene cojones que yo, que soy un regular derrotado y dolorosamente consciente de mi derrota, me sienta envidiado por uno de esos specials que tan claro han manifestado siempre su desprecio.

Los regulars, los pijameros, llevamos la razón. No dejéis que uno de estos petimetres os la quite.

ME HAN PILLADO EN PIJAMA

Lo que pego a continuación es la entrevista que sale hoy en las páginas de Cultura de Heraldo de Aragón. El que está tirado en el suelo soy yo, y el que formula las preguntas y me hace parecer un poco menos idiota de lo que en realidad soy es Mariano García, un tipo que empieza a merecerse un monumento (y no por esta cosa, precisamente). Lo digo sin hipérbole ni ánimo de halagar: esta entrevista es una de las cosas que más orgullo me han hecho sentir desde que publiqué mis primeras letritas. Qué cojones: yo sólo hacía libros para que algún día me entrevistara Mariano García. Ya lo he conseguido. Ya me puedo retirar.

Creo que hoy también me sacan en una radio y en los informativos de la tele autonómica. Y, a las 20.00, si andan por Zaragoza, están todos invitados a un brindis en vaso de plástico en Los Portadores de Sueños (c/Blancas, 4). Si la emoción me lo permite, diré algunas palabritas y charlaré en público con Ana Usieto (otro honor igual de grande que esta entrevista).

No sé qué alegría tan grande siente uno el día de su boda, pero dudo mucho que sea mayor que la que siento yo hoy, con tanta buena gente alrededor.

SIENTO SER PESADO, PERO…

EL VICTORIANO POSTMODERNO

El título de este post podría ser el nombre de una tienda de ropa para siniestros, pero pretende describir (usando más o menos sus propias palabras) al escritor barcelonés Javier Calvo, cuya última novela, Corona de flores, reseñé ayer en el Artes y Letras, texto que se puede leer hoy en el blog literario de Heraldo, De Reojo.

Me gusta mucho Javier Calvo. Su literatura, quiero decir. De sexo no hablamos. Por eso no me quise perder la ocasión de conocerle cuando vino a presentar su libro a Zaragoza hace unas semanas, con Ignacio Martínez de Pisón de maestro de ceremonias en la siempre entrañable librería Los Portadores de Sueños. Cuando terminó el sarao, unos pocos nos fuimos al Páramo -un garito de la calle de la Paz que es lo más parecido a un antro americano que hay en mi ciudad-, donde Javier iba a leer su cuento Estrella del norte. En teoría, se trataba de un espectáculo rollo spoking word, pero con un músico. Más que un recitado, era una performance. Pero el músico le falló y lo único que llevaba Calvo como atrezo eran unas velas que había comprado en unos chinos.

-Haremos miedo -me dijo abriendo una bolsa de plástico y enseñándome su contenido satánico de baratillo.

Sinceramente, no sabía qué esperar del espectáculo, pero el personaje me estaba pareciendo muy gracioso, había compañía agradable, el bar es uno de mis favoritos y los gin-tonics no estaban mal servidos. Si la actuación resultaba un bodrio, siempre podría tirarme a la bebida y a la conversación. Ahí estaba el siempre grato (especialmente, porque acompaña en la bebida, no se queda atrás como esos insufribles abstemios que te dejan parlotear tonterías toda la noche mientras ellos beben agua y Fanta limón) Miguel Serrano Larraz, seudónimo de Ste Arsson, para una charleta entretenida.

Pero es que el espectáculo salió bien. Muy bien, de hecho.

Cuando arrancó, la cosa pintaba mal. Reconozco que tengo ciertos prejuicios ante las escenificaciones literarias. Soy un clásico que piensa que la literatura está, básicamente, para ser leída. Y si es en casa, en pijama o con una camiseta con churretones, mejor. Cuando empezó la lectura, Miguel Serrano y yo nos miramos y echamos mano a nuestros respectivos cubatas para que no se nos notaran los pensamientos.

Pero, conforme la lectura iba avanzando, el extraño poder hipnótico de Javier Calvo iba creciendo y apoderándose de nuestros oídos y de nuestras voluntades. Llegó un momento en el que consiguió callar a todo el bar, incluso a los varios grupos que habían ido allí de copas, sin saber que había un rollo literario ni nada. Todos escuchábamos atentamente, sin perder ni un detalle.

Cuando la voz del orador proclamó que a la protagonista del cuento le gustaban sus propias pústulas, el silencio era casi helador.

De verdad que sólo pude rendirme al genio escénico de Calvo, sustentado en un texto cuidadosamente trabajado para la oralidad, en el que nunca pierdes el hilo de la historia -una historia sórdida y cruel, como a él le gustan-, con un crescendo suave y un clímax potente.

Lo mejor, en cualquier caso, fueron las copas de después. En ellas cometí un error imperdonable: decirle que me había gustado mucho su libro Los ríos perdidos de Londres. Tomad nota, chicos: no le digáis a un escritor que os ha gustado una obra suya que la crítica ha tachado como menor dentro de su repertorio.

Calvo me miró con sorpresa, casi incrédulo:

-¿Te has leído Los ríos perdidos de Londres?

Dios mío, qué poquito se ha tenido que vender ese libro para suscitar esa pregunta. Reafirmé mi elogio.

-Vaya, me alegra mucho. Es un libro que a mí me gusta mucho -repuso él.

Uy, qué peligro: una obra menor (un libro de cuentos, morralla, detritus literario, algo que en las editoriales no sirve ni para calzar mesas cojas) a la que el autor tiene cariño es elogiada por un lector que, en vez de fijarse en sus grandes títulos, ha escogido ese divertimento sentimental.

Está claro que Calvo pensó que estaba ligando con él, que quería hacérmelo con él ahí mismo, a lo bestia. Y ya no podía dar marcha atrás para deshacer el malentendido. Ya no podía recular para decirle que me gustaba mucho más Mundo maravilloso o El dios reflectante. Si hacía eso sólo me hundiría más en mi propio fango.

Urgía cambiar de tema, así que hablamos de fútbol y de su pasión culé. Fingí un rato que me interesaba el Barça, apuré la copa y me despedí a la finlandesa, que es como despedirse a la francesa, pero dando tumbos de borracho.

Ya sabéis, amiguitos: tened cuidado con los elogios a los escritores, que enseguida piensan que les estás tirando los tejos.