A Rafael Reig le gusta desconcertar, rizándole el rizo a los jugueteos cortazarianos, que eran mucho más serios de lo que decían ser. ¿Qué es La fórmula Omega? ¿El delirio de un ingenioso farsante con la suficiente técnica de trilero literario como para vendernos gato por liebre? ¿O quizá lo que propone su subtítulo, “una de pensar”? Creo que, sencillamente, es una muy divertida novela. Y ojo, que lo digo desde mi más profunda admiración y en agradecimiento a las carcajadas que me ha provocado. Porque en este país de cachondos imitadores de Chiquito, si un libro no te pone cara de estreñido rodiniano, procede mirarlo con condescendencia. Parece mentira que un pueblo que dice llevar tan a gala su vocación lúdica como hecho diferencial frente a los estirados del norte de los Pirineos relegue el humor al inframundo de la subcultura. Incluso yo, que hago muchos esfuerzos por no caer en esa concepción grave y ridícula, no puedo evitar clasificar inconscientemente obras como la de Rafael Reig en la estantería de “literatura menor”. Qué estupidos somos a veces.
La fórmula Omega es muy graciosa. Carcajeante a ratos, aunque seguro que habrá por ahí gente que no le verá la gracia por ningún lado, pero es el riesgo que tiene el humor: sabemos con qué tenemos que llorar o quedarnos con cara de circunstancias, pero con las travesuras no sabemos a qué carta quedarnos, y las comunidades de vecinos están llenas de amargados.
Sin desvelar nada sustancial de la trama, diré que La fórmula Omega cuenta el exilio de los actores principales de un culebrón de Venezolandia (sic) que deben huir ante una rebelión leninista de personajes secundarios. La nobleza del culebrón acaba exiliada en Madrid, donde tropieza con un taxista obeso obsesionado por el ajedrez y por San Bobby Fischer. Y hasta ahí puedo leer. Es fácil adivinar que Reig busca un poco el “efecto Quijote”: superar cierta seudoliteratura adocenada a través de la parodia y el absurdo. En fin, el tan traido y llevado lema cortazariano que dice: “Sólo viviendo absurdamente se podrá deshacer algún día este absurdo infinito”. Pero sin trascendencias, sin aforismos de baratillo encajonados en las páginas. Simplemente, predicando con el ejemplo y liberando toxinas a través de la risa.
Y china-chano, sin darnos cuenta, Reig nos la mete doblada al volver la página y nos sacude mazazos como este:
“Claro, Mari, por supuesto. Malasaña ya no era Malasaña, la movida no era la movida, la izquierda no era la izquierda, los viajes no eran como aquellos viajes, porque Marruecos tampoco era Marruecos y ni siquiera las constelaciones seguían en la misma posición, lo que sin duda iba a complicar la astronomía. Oquéis, Maribel, recibido. Cambio y corto.
Sus amigos, unos años mayores, habían llegado a todo justo a tiempo (cuando las cosas eran todavía las cosas) y ahora disfrutaban la merecida recompensa a la puntualidad. Se habían hecho parlamentarios, subsecretarios, publicitarios, empresarios y hasta comisarios de la policía, como Torrecilla, quién lo iba a decir. Los amigos de Antonio, en cambio, estaban dando clases de recuperación en academias, empleados en ferreterías, viviendo en casa de sus padres y subrayando oportunidades de ganar un mínimo de 250.000 pesetas (superables) tricotando en su propio domicilio (paterno)”.
En honor a la verdad, la resolución de la historia no está a la altura del planteamiento, e incluso huele a chapucilla improvisada de autor que se desespera pensando “dios mío, a ver cómo vuelvo a liar la madeja que he desliado”, y acaba haciendo un nudo cualquiera antes de enviarlo al editor. Una pena. En el haber, sin embargo, tiene la valentía de ir a por todas con un humorismo sin complejos y, en mi balance personal, apuntaré el placer de recorrer con la mirada de Reig las calles de Chamberí, donde se desarrolla buena parte de la trama, y de encontrar cada capítulo sembrado de pequeños guiños que sólo entenderán quienes alguna vez hayan vivido y amado este Madrid. Los demás, tendrán que conformarse con las risas.
PS en forma de batallita del abuelo: recuerdo a Bernardo, que tiene un bar en Bravo Murillo donde nos poníamos tibios de buena cerveza. Él no se proclamaba madrileño, sino habitante de la República Independiente de Chamberí, y era amigo de un francés que apenas hablaba castellano y a quien amenzaba con enviarle al alcalde de Móstoles si se ponía tonto. “En Francia no os enseñan quién fue el alcalde de Móstoles, ¿verdad? Pues un tío que le dio dos buenas hostias a Napoleón”. En fin, porque Santiago Segura no frecuentaba ese bar, que si no, acababa la mitad de su parroquia en Torrente IV.