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LAMENTACIONES DE UN PREPUCIO

El humor como estrategia demostrativa. O mostrativa. Un humor que no esconde, que no opera como elipsis para no encarar el dolor o para no exponerlo, sino para mostrarlo en toda su crudeza, sin eufemismos ni alegorías.

Supongo que un autor europeo encararía las cosas que se cuentan en Lamentaciones de un prepucio (espléndida edición de Blakie Books, aunque creo que necesita una revisión ortotipográfica más esmerada) con amplias perífrasis conceptuales, con páginas de alta densidad lírica, con recursos de psicoanálisis y con toda la artillería existencialista aprendida en los libros.

Para empezar, un europeo no titularía su libro Lamentaciones de un prepucio.

Shalom Auslander cuenta en esta autoficción su infancia y adolescencia en una familia judía ortodoxa. Lo hace alternando dos planos temporales: el presente, en el que el narrador tiene 35 años y va a tener un hijo con su mujer no judía, y el pasado en una comunidad pequeña eminentemente judía y notablemente aislada del entorno. El libro —como todo libro honesto, diría yo— es un intento por comprender (iba a poner una tentativa de comprensión, pero luego he recordado que no estoy escribiendo para una revista literaria) la propia vida y sus contradicciones: Auslander ha acabado asqueado del rollo judío, ha hecho todo lo posible por ofender y transgredir la religión heredada de sus padres, odia todo lo que huela a religión y ha construido su vida adulta en los términos más laicos y no kosher posibles. Pero, a pesar de todos sus esfuerzos por desjudaizarse, no ha conseguido erradicar de su mente el miedo al castigo divino. Está convencido de que todos los pecados que ha cometido tendrán sus consecuencias, y que éstas no las sufrirá sólo él, sino que afectarán a su mujer y a su todavía no nacido hijo.

De hecho, una prueba prenatal indica que el feto tiene muchas posibilidades de tener síndrome de Down, y aunque luego se demuestra que ha sido un error de los médicos, que han interpretado mal los análisis, Auslander sigue convencido de que eso ha sido una advertencia divina que anticipa la devastadora furia del porvenir.

Y así vive, maldiciendo a Yahvé (al cabrón de Yahvé, al hijo de puta de Yahvé… En el libro se refiere a él de muchas maneras) y esperando con miedo su venganza inevitable.

Lamentaciones de un prepucio cuenta cosas muy duras de un modo muy divertido —impagables las páginas en las que se atiborra a escondidas de comida basura hecha de carne de cerdo o cuando encuentra la Piedra de la Pornografía—. Es un drama en tono de comedia, y funciona muy bien porque probablemente la comedia sea la forma más eficaz y directa de contar un drama. Habla de una familia opresiva, de un padre violento y alcoholizado, de una madre anulada, de una educación religiosa embrutecedora y brutal, de un empeño de vivir de espaldas al mundo y de lo doloroso que es elegir entre el mundo o tu familia.

La conclusión, aun expresada en tono humorístico, no puede ser más devastadora: Auslander cree que hay daños irreparables. Aunque los adultos podamos reinventar nuestra vida y luchar por convertirnos en algo parecido a lo que queremos ser —o, al menos, en distanciarnos lo máximo posible de lo que no queremos ser de ninguna de las maneras—, hay reductos inexpugnables, hay heridas que no podemos sanar. Pueden ser más grandes o más pequeñas, pueden afectar a un órgano vital o ser arañazos superficiales, pero existen, están ahí y tenemos que aprender a vivir con ellas como se vive con una minusvalía.

Y lo más importante de todo: son heridas causadas por quienes nos trajeron al mundo. Heridas que traemos de las casas de nuestros padres.

Un libro divertidísimo y hondo. Un libro que ningún europeo escribiría jamás, tienes que ser un judío norteamericano para que te salga bien algo así.

LA CULTURA COMO RELIGIÓN

Un comentarista que firma como Javier subraya en el anterior post el carácter religioso de los lamentos de CAM sobre los que volqué las miasmas de mi resaca. Yo calificaba el artículo de CAM de homilía y de sermón, pues está lleno de lamentos sobre el inminente apocalipsis y de llamamientos a la salvación.

No se insiste lo bastante en el carácter religioso de la cultura, pero es obvio que lo que en Occidente conocemos como cultura cuenta con todos los atributos de una religión: tiene sacerdotes, inquisidores que mantienen a los ortodoxos en el buen camino y queman a los heterodoxos —los cuales, a su vez, pueden crear sus propias sectas marginales fuera de la pompa oficial, pero con idéntico fanatismo— y fieles creyentes. También dispone de un aparato estatal que se legitima en ella y sostiene sus ritos y sus jerarquías a cambio de la pleitesía cortesana. Con reales academias, con premios nacionales, cátedras y ediciones conmemorativas.

Tomemos como ejemplo clásico la presentación de un libro. Su liturgia es calcada de una misa: hay un oficiante, un objeto que se reverencia —el propio libro, forma sagrada— y unos fieles que comulgan con él. Y, con muchísima frecuencia, hay un representante del poder terrenal (un concejal, un alcalde, un ministro, un decano de Filología Románica o un académico de la RAE) que legitima la celebración como parte nuclear del statu quo.

Y, como en toda religión, la liturgia es hueca, hace mucho tiempo que sus oficiantes dejaron de creer en ella (que levante la mano el obispo que cree de verdad en dios). Se escenifica por costumbre y porque se considera necesaria para conservar el poder que otorga el carácter sagrado de la cultura, pero ni el autor, ni el presentador, ni los concejales, ni buena parte del público se creen una mierda de lo que está pasando.

Para que una religión funcione, es imprescindible que sus responsables no crean en ella. Cuando cae en manos de los fanáticos, se convierte en un poder en sí mismo, no en lo que debe ser sociológicamente una religión: una garantía, un instrumento de dominación al servicio del poder, pero no la dominación misma.

Esa es la cultura cuya extinción lamenta CAM, aunque está por ver que vaya a extinguirse. La corte necesita cortesanos. El poder sin su representación no existe, porque no tiene capacidad de imponerse más que por la fuerza. Y la cultura ha demostrado tener la suficiente potencia sagrada como para fomentar el respeto del vulgo, mientras que sus responsables han demostrado ser lo suficientemente mansos y cumplidores con las exigencias del poder. Pero si llega el día en que las novelas, las canciones y los cuadros se escriben, se componen y se pintan porque sí y no por el prestigio y el aura sacerdotal que imponen a sus hacedores, a la gente como CAM se le acabará el chollo. Ese día está lejos. De momento, quien escribe una novela, compone una canción o pinta un cuadro simplemente por la pulsión de escribir una novela, componer una canción o pintar un cuadro, sigue siendo un hereje, alguien forzado a vivir en los márgenes de la cultura. Como Céline. Como Genet. O como todos esos artistas suicidas que nunca llamaron a la puerta de ningún ministerio.

NO COMMENTS

Terrorífico. No tengo palabras. La teocracia está a la vuelta de la esquina.

Juicio oral y fianza de 192.000 euros contra Javier Krahe por “cocinar a Cristo”

Todos callados, todos arrodillados, todos en procesión. La Justicia ha hablado. Amén.

Lo de que no tengo palabras lo digo en serio: estoy seco, anonadado, bizqueo de puro susto.

BARRICADAS

Soy un tiparraco indeciso y voluble que cada día tiene menos certezas y se encoge más de hombros. No creo que sea un síntoma de pusilanimidad -aunque quién sabe-, sino que tiendo a pensar que todo es más complicado de lo que parece y que siempre hay un matiz que no se tiene en cuenta.

Muchas veces me divierto llevando la contraria. A algunos amigos les revienta esa costumbre, porque me dedico a defender una postura en la que no creo sólo para contradecir, por el gusto de buscar las cosquillas. Sólo lo hago cuando me plantean argumentos monolíticos que parecen no tener vuelta de hoja. Y en esta vida hay muy pocos absolutos, prácticamente no hay nada incontestable. De eso estoy convencido.

En los tan denostados Estados Unidos se valora mucho que los chicos salgan de las high schools con unas nociones de retórica. Los famosos clubs de debate enseñan a los chavales a ponerse en la piel de alguien que no piensa como ellos, les obligan a mirar las cuestiones desde otro punto de vista. Quizá -y sólo quizá-, prácticas como estas sean las responsables de que, pese a que el debate político en Estados Unidos muchas veces es terriblemente agresivo y ruin, (mucho más que en España: las cosas que se leen y se oyen en muchos medios norteamericanos no las diría Jiménez Losantos ni después de meterse cuatro anfetaminas y una botella de JB), no tengan una guerra civil desde mediados del siglo XIX.

Esta semana ha habido dos cuestiones políticas que han puesto a prueba la paciencia de la gente pachorra y biencarada (grupo humano en el que creo encuadrarme). Una ha sido de ámbito nacional, y la otra, autonómico: la aprobación de la reforma de la Ley del Aborto y la aprobación de la Ley de Lenguas en Aragón.

Lo cierto es que, pensado en frío, que es como mejor se piensa -o la única manera posible de pensar-, no tengo una postura definida en ninguno de los dos casos. Me parecen cuestiones complicadas -la del aborto más que la de la ley de lenguas- en las que hay demasiados puntos a tener en cuenta. En el aborto, quiérase o no, y al margen de religiones y fanatismos, aletea una cuestión ética (e incluso filosófica) insoslayable, que no se puede suprimir por decreto. Establecer límites y plazos en algo que afecta a uno de los bastiones irreductibles del pensamiento y la conciencia humanas es terriblemente peliagudo. Es un campo conceptual minado que obliga a caminar de puntillas.

En el caso de la Ley de Lenguas (la norma que reconoce, casi treinta años después de que empezara a plantearse, que en Aragón se hablan otras dos lenguas además del castellano: el aragonés en el norte y el catalán en el este) tampoco tengo claras las cosas. Es evidente que hay que legislar el asunto, lo que no sé muy bien es de qué manera, quién es competente y hasta dónde debe llegar la ley.

¿Qué sucede con esas dos leyes? Pues que como ambas han tenido una contestación tan fanática, desproporcionada, agresiva e insultante, me han obligado -a mí y a otros muchos pusilánimes- a tomar partido sin medias tintas.

Porque si matizar y hacer un llamamiento a un debate sereno da alas y poder a ciertos colectivos con tufillo totalitario que van armados con una cruz o con cualquier otro símbolo sagrado con el que pretenden empalarnos a todos, renuncio al matiz. Me entran ganas de abortar yo mismo delante de ellos y de no emplear otro idioma que no sea el catalán (el aragonés no lo hablo, pero puedo aprenderlo con relativa rapidez si alguien me da unas clases a cambio de unas cervezas y un plato de migas).

Nos hemos tenido que oír tantas gilipolleces y tantos insultos a la inteligencia de los ciudadanos que pasaban por allí que no nos queda otra que pensar: “Si me buscan, me van a encontrar”.

Es cierto que mis consideraciones son de matiz y que, en líneas más que generales, creo necesaria una legislación del aborto en la que la mujer (sí, la mujer, no su pareja ni sus padres ni, mucho menos, el obispo de la diócesis) tenga una capacidad de decisión lo más plena posible, y que es de locos que los hablantes de esas dos lenguas que llevan hablándose en esas zonas de Aragón desde que desapareció el latín merecen que la Administración que sostienen con sus impuestos articule medidas para su enseñanza, preservación y difusión.

Yo no planteo enmiendas a la totalidad, no estoy en contra de ninguna de las dos leyes porque me parece que sólo se puede contraargumentar de plano a sus planteamientos -de mínimos y de puro sentido común- desde la mala leche y desde las ganas de joder a la gente. O desde el cerrilismo. Las tres posiciones son poderosas para contraargumentar, que conste, y siempre encontrarán palmeros y jaleadores. Sin tanto barullo histérico, quizá podríamos exponer esos matices y escucharnos unos a otros -y, especialmente, a la gente que se dedica a estudiar estos temas y tiene opiniones fundadas- para intentar hacer las cosas lo mejor posible. Como eso no parece posible, sólo queda el “trágala”, al que parece que los españoles tenemos mucha afición.

Tuve tiempos ha un profe de guitarra muy chuleta, fardón y un poco tontorrón que contaba siempre la misma anécdota: “Tuve una novia que me dijo: ‘Estoy harta, Romualdo (nombre más que falso). O la guitarra, o yo’. Y elegí la guitarra, por supuesto”.

Al margen de lo chusca y de lo pasada de rosca de la anécdota, contiene una gran enseñanza vital: la libertad y la convivencia no admiten ultimátums. Y la democracia tampoco admite el estás conmigo o contra mí. Como dice otro dicho popular: “O jugamos todos, o se rompe la baraja”. Eso sí que lo he tenido claro: quien me obligue a elegir, me tendrá siempre enfrente de él.

Porque si la alternativa es instituir una República Católica Hispana o un Aragón lingüísticamente puro (limpieza lingüística mediante, entiendo yo, pues es la única forma de conseguir una pureza que hoy no existe), tengo muy claro de qué lado de la barricada me voy a colocar.