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BARCELONA CALLING

Amiguetes y amiguetas, espero verles a todos este miércoles en la Fnac de Plaza de Catalunya.

En la crónica de este sarao, que escribiré a la vuelta, añadiré un despiece titulado Vila-Matas, ¿por qué me odias? Pero eso lo contaré después.

Mientras yo me muevo por la España plural y preapocalíptica, mi novela viaja en el tiempo y en el espacio.

Aquí la tienen, por ejemplo, presidiendo una comida en casa de mi amigo, el puntilloso crítico de teatro (y dramaturgo cuya obra vamos a ver publicada muy pronto) Joaquín Melguizo.

Sí, el de la foto de la botella de vino también soy yo. Y no es broma: Torrelongares comercializa cuatro modelos diferentes con cuatro microcuentos míos. Otro día les cuento, por si no se han enterado.

La señora de la foto es Helene Weigel, que fue también señora (tormentosa y a ratos) de Bertolt Brecht. Formaban pareja artística: Brecht escribía y Weigel interpretaba sus escritos en el Berliner Ensemble. Pero Weigel era, además de actriz de genio, una excepcional cocinera, y cuando terminaba la función, invitaba a un montón de gente a su casa y les preparaba guisos de su Austria natal. Era muy famoso su gulasch, un guisote que nadie debería comer a las dos de la madrugada.

Quienes hayan leído mi novela sabrán que el gulasch es una referencia extraña y recurrente. Se cocina los domingos y lo cocinan mujeres. Es así por Helene Weigel y porque creo que el gulasch es uno de esos platos que representa el respeto por la herencia paterna: en su salsa se liga la tradición familiar. Una tradición fuerte, centroeuropea, recia. Podría haber escogido el cocido o las croquetas, más ibéricas, pero como soy un raro y un esnob, escogí el gulasch. Por eso, Joaquín y su mujer, Zoya, nos invitaron a un ídem. En honor a mi novela y a Helene Weigel. Estoy convencido de que lo hizo más bueno que los de la mujer de Brecht.

Este es el viaje en el tiempo de mi novela, pero también ha viajado por Europa, o lo que queda de ella. Mi amigo Javier Rodrigo, historiador de la Universidad Autónoma de Barcelona, se fue hace unos días a dar una conferencia de sus cosas de historiador a Dublín y, en vez de llevarse una petaca de Anís del Mono o un montón de cocaína, como cualquier persona razonable, prefirió viajar acompañado de mi novela. Le hizo esta foto en la puerta del celebérrimo Trinity College, donde él oficiaba.

Es lo más cerca que mi obra va a estar nunca de las glorias académicas.

Vengan a la Fnac Triangle de Barcelona este miércoles, lo pasaremos bien.

LA SANIDAD DE TODOS

Una tal Cristina Delgado, con quien no me une relación alguna y con quien jamás he tenido un hijo, publica hoy esta columna en las páginas de opinión de Heraldo de Aragón. Si esta les sabe a poco, que sepan que podrán encontrarla cada dos miércoles en esas mismas páginas (Nota al margen: está escaneada porque, como el resto de contenidos de la edición impresa, no se puede encontrar en la web).

CONTRA LA NOSTALGIA DEL RASTRO

Tenía ganas de leer a Javier Pérez Andújar, que venía recomendado desde varios frentes, y decidí empezar por su primera novela, Los príncipes valientes. Novela cuya lectura he abandonado en la página 109, aproximadamente la mitad del libro, que tiene 233. Por tanto, debería abstenerme de emitir juicio alguno. No es profesional ni honesto poner a parir (digo, analizar desapasionadamente) una obra que no se ha leído de principio a fin, pero como es domingo, calzo pantuflas y no me he lavado el pelo, me voy a permitir el lujo de hacerlo. Creo que con advertirles del punto kilométrico en el que me rendí cumplo con los muy laxos criterios de honestidad que inspiran este su blog.

Alguna vez he escrito por aquí y en otros sitios sobre la diferencia que hay entre un recuerdo genuino y uno falseado o reducido a su mínimo común denominador. El ejemplo clásico es una versión de un mismo libro-idea firmado por dos autores: Joe Brainard y Georges Perec. Ambos escribieron sendos libros titulados Me acuerdo (I remember y Je me souviens). El de Brainard es mejor no sólo porque fue el original y el de Perec un plagio, sino porque se compone de recuerdos personales e íntimos, mientras que Perec se dedica a citar títulos de películas, nombres de políticos y programas de la tele. La memoria de Brainard estaba llena de primeras pajas, de primeras broncas paternas, de primeras tetas entrevistas. La de Perec, de campeones del Tour de Francia y de titulares de periódico amarilleados y rancios.

Sin embargo, el libro que se ha hecho famoso es el de Perec, porque dicen que es un retrato generacional de la Francia de los sesenta y setenta. Y yo respondo, recurriendo a los estándares más sofisticados de la crítica comparada: ¡y una mierda! En todo caso, es una reducción al mínimo común denominador de una supuesta experiencia colectiva. Con la reiteración de titulares de periódico y de repasos a las carteleras antañonas se construye una sensación de pertenencia marcadamente chovinista cuyo único mensaje posible es un complaciente y aldeano: «cómo mola ser francés».

Lo que transmite Brainard es mucho más sofisticado y mucho menos complaciente. Brainard, al exponer su experiencia íntima, desprovista o podada de referencias pop, está abismándose en el misterio del recuerdo y acaba trascendiéndose a sí mismo. Explorando su propia condición revela algo de la condición humana. De lo individual a lo universal. En otras palabras: si no eres un francés nacido en la posguerra, necesitas muchas notas al pie para entender las referencias y las citas de Perec, pero el libro de Brainard no requiere explicación ni comentario: cualquiera puede entender a ese chaval que se hace pajas.

El recurso de saturar un relato con referencias pop es uno de los tópicos más cansinos no sólo de las series como Aquellos maravillosos años y Cuéntame, sino de obras que pretenden hacerse pasar por alta literatura como Los príncipes valientes. Pero yo me pregunto, al igual que lo hago con Perec, si eso es literatura o si no es más que una trampa planteada con varios fines. Yo creo que esto tiene más que ver con la memorabilia o la quincallería del Rastro que con la literatura o el arte —si se entienden estos como una forma de asomarse a nosotros mismos y de entender de qué cojones va la vida—.

Los príncipes valientes cuenta la infancia de un niño hijo de emigrantes sureños en el extrarradio de Barcelona en los años del tardofranquismo. Es decir, un trasunto del autor, una autobiografía ficcionada. Hasta ahí, nada que objetar, soy muy partidario de las novelas iniciáticas y de utilizar los propios recuerdos infantiles como plataforma narrativa. El problema es qué se hace con esos ingredientes, y Javier Pérez Andújar guisa con ellos un comistrajo propio de un bloque de lumpenproletarios charnegos de Badalona. Algo incomible con textura de zapato viejo, mucho colorante artificial, maizena para que engorde una salsa sin sustancia y un camión de dientes de ajo que hacen que la comida esté toda la tarde repitiendo en el estómago. Tenía la materia prima adecuada para componer un La ciudad y los perros, de Vargas Llosa, y ha decidido preparar un mal episodio de Cuéntame.

En el libro, hasta donde he llegado (la mitad), no pasa absolutamente nada. Pero nada de nada. He transitado por cien páginas de presuntamente poéticas descripciones del extrarradio, con su río Besós espumeante de mierda química tirada por las fábricas, alternadas por una serie encadenada de miniensayos críticos de cultura popular tardofranquista. De hecho, me rendí al final de una de esas disquisiciones, que va de la página 89 a la 107. Durante casi veinte interminables páginas, el narrador divaga sobre las semejanzas entre el teniente Colombo y Don Quijote, analiza los rasgos cervantinos del detective televisivo y hasta llega a hacer un estudio etimológico de su nombre vinculándolo con Cristóbal Colón, sin olvidarse de citar a Sartre y lo mucho que tiene de existencialista y bla, bla, bla. Y mientras leo, termino por recorrer las páginas en diagonal preguntándome irritado —y en inglés, que ya que uno se irrita, ha de hacerlo de una forma que entienda todo el mundo—: «What’s the point, man? What’s the fucking pont?».

Y llego a la conclusión de que no hay point. De que todo es una sucesión de Colombos, series de dibujos de la RDA, novelas de kiosco del oeste, tebeos de Roberto Alcázar y Pedrín y tesinas sobre el significado alegórico de la segunda parte del Lazarillo de Tormes. Y mucho cervantismo. Y mucho tío andaluz que ha vivido mucho y tiene las manos muy ásperas de currar y fuma muchos cigarros y mira mucho por el balcón y tiene mucha sabiduría en sus arrugas de trabajador sufrido pero que, hasta la página 109, no hace nada de provecho narrativo más que posar para que el escritor le describa.

Porque el prota de esta historia, aparte de leer tebeos y libros —y contarnos sus impresiones, más propias de un doctorando en Filología Semítica que de un chaval de diez años—, contempla el mundo que le rodea, pero ese mundo parece estático: es un cuadro donde nadie se mueve, donde no hay tramas ni acciones. Uno se desespera esperando el momento en que alguien se líe a tiros o viole a uno de los niños o, por lo menos, le toque el culo a la mujer del vecino. Porque ya está bien: ni siquiera el extrarradio barcelonés más genuinamente obrero podía ser tan aburrido.

Pero hay otro problema aún más grave que la ausencia de trama y de sustancia narrativa (esto, de hecho, puede despacharse como un rasgo posmoderno), y es que Pérez Andújar explica en lugar de narrar. Intelectualiza cada escena en vez de relatarla. Y peor aún: hace pasar por reflexiones de un niño lo que no son más que los análisis que el adulto medita a partir del recuerdo infantil. Es decir: que nos quiere vender pensamientos del niño que en realidad lo son del adulto que narra. Bastará un ejemplo:

En mi ruborizarme con la presencia de Marta, con su alejamiento de mujer joven, voy a descubrir que su indiferencia es únicamente un gesto, es exclusivamente una actitud que ella adopta, y así me convenceré de que tal vez la indiferencia nunca alcance a tener categoría de materia prima; pues lo que de forma tan clara percibo detrás de la indiferencia de los ojos hermosos de Marta es la mirada fanfarrona del desprecio con que un leopardo humilla a un cazador de rifle, y también la altivez irrefutable del que ha llegado primero a un sitio o al mundo en general.

Además de un problema estilístico —que ahora comentaré— hay un error garrafal en el planteamiento del punto de vista: si es el niño quien mira, hay que respetar la mirada del niño y no enmierdarla con las elucubraciones del adulto. Como lector, me interesa saber qué ve en María el niño, no lo que el adulto cree haber visto treinta años después. No sé si me explico. En cuanto al problema estilístico, tiene que ver con una cansina tendencia a prolongar las frases con cláusulas reiterativas encerradas por comas. La adjetivación barroquizante y el abuso de la subordinada fatigan muchísimo la lectura y hacen mucho menos interesante un texto que, de por sí, no es más que un muestrario de memorabilia.

Ignacio Martínez de Pisón sí que es un narrador eficaz capaz de conjugar un repertorio de referencias pop históricas y insertarlas en un relato vivo, rico y apasionante. Esa es la diferencia entre escribir una novela y un episodio de Cuéntame o una tesina sobre cómics del tardofranquismo.

GAUDÍ

Hay cosas que no se pueden decir en voz alta. La sociedad tiene mucho aguante y, pese a las apariencias de la corrección política, consiente casi todo a casi todo el mundo.

Respeta a los que nos aburrimos con el fútbol.

Respeta a los que no vemos Telecinco.

Respeta a los que no jugamos a la lotería.

Respeta a los que escuchamos música que no está en politono.

Respeta a los que leemos cosas que muy rara vez aparecen en una lista de los más vendidos.

Respeta, en fin, a los que escribimos blogs de madrugada entre semana porque ninguna oficina nos espera por la mañana, y además hemos elegido nosotros que no nos espere, sin dar chance a que la oficina decida prescindir de nosotros.

Todos los que nos encuadramos en estos supuestos podemos llevar una vida más o menos normal sin miedo a que nos agredan o nos escupan por la calle o nos persigan masas enfurecidas con antorchas.

Pero hay algunas cosas que siguen vetadas, cuya confesión puede condenar al confesor al destierro y al desprecio inapelables.

Hoy quiero confesar una de esas cosas.

Señoras, caballeros: no me gusta Gaudí.

Diré más: me repatea el orto Gaudí, me marean sus curvas, me empalagan sus trencadises y me relinchan sus arcos y sus columnas torcidas.

El otro día, paseábamos mi doña, mi cachorro y yo por el paseo de Gracia y vimos anunciadas unas espléndidas veladas de jazz en la azotea de La Pedrera. Me acordé de inmediato de mi amigo Ángel, carabanchelero de pro, a quien una vez le confesé que había asistido a varias veladas en una especie de café cantante muy esnob y muy decadente de la calle Huertas de Madrid que se llamaba —y se seguirá llamando— La Fídula.

—¡Hostia, macho, no me jodas! ¡Qué coñazo, las noches de La Fístula! —me respondió.

Para mí, La Fídula ya no fue nunca más La Fídula. Quedó convenientemente rebautizado.

En ese paseo barcelonés no me limité a recordar mentalmente la anécdota, sino que decidí compartirla con mi doña imitando las carcajadas de Ángel y añadiendo que, para mí, pasar una exquisita velada de jazz en La Pedrera sería como si me sacaran una fístula. Luego siguió una de mis habituales e hiperbólicas andanadas contra el genio de Reus que improviso con el exclusivo fin de chinchar a Cris.

Lo dije demasiado alto y me sorprendió la cantidad de personas que había en la cola de La Pedrera que entendían el español. Va a ser verdad que está de moda estudiarlo entre los guiris. Miraron a mi doña y a mi chico con lástima infinita: “Pobres, parecen listos y aseados, qué pena que tengan que sufrir a ese australopithecus que no muestra el debido y babeante respeto ante Gaudí”.

Sí, sé que ustedes también lo piensan, que no podrán mirar a este blog a la cara a partir de ahora.

Maldigo a Japón, porque sin japoneses, los edificios de Gaudí hoy serían gratos mamotretos desarrollistas, torres de vidrio mate con sucursales del Sepu y oficinas de Verti Seguros. A punto estuvieron: en la honda noche estética del desarrollismo, los inquilinos de esas hoy idolatradas construcciones las modificaban como les daba la gana, con el tradicional respeto hacia la arquitectura que los promotores inmobiliarios y los comerciantes españoles han demostrado siempre. Pero llegaron los japoneses, que flipaban mucho con Gaudí, y Gaudí se convirtió en un sacaperras más rentable que un casino de Las Vegas: los japos llegaban, soltaban la mosca, echaban unas fotos y se iban. Y no sólo eso: pusieron buena parte de la pasta que hacía falta para terminar esa oda monstrenca al horror vacui que es la Sagrada Familia.

Juro que cuando se debatía el trazado del AVE por Barcelona y se ponía el grito en el cielo por que podía afectar a la Sagrada Familia yo estaba por besar al ingeniero firmante del proyecto del túnel. Seguro que era de los míos, un benefactor de la humanidad, alguien a quien no dejaron usar su tuneladora para hacer un favor estético a todos y eliminar ese coso gigantesco.

Con Gaudí ha pasado algo parecido a lo que sucedió con Eugenio Sué, un mediocre folletinista parisino del siglo XIX que escribió un best-seller titulado Los misterios de París. Era pura bazofia reaccionaria, un panfleto sentimentaloide y gazmoño a cuyo lado los libros de autoayuda de Punset son alegatos bakuninistas. Y, sin embargo, el público semiágrafo al que iban dirigidos lo interpretó como una llamada a la acción directa, como un catecismo revolucionario. Se cree que pudo tener cierta influencia retórica en la Comuna de París, y Umberto Eco lo citó como ejemplo clásico de decodificación aberrante.

Gaudí también ha sido aberrantemente decodificado. Ni una sola de las lecturas que el arquitecto quería que se hicieran de su obra domina ni es relevante para los espectadores de hoy. Es difícil que los turistas que acuden embelesados a extasiarse ante tal derroche de fantasía piensen que esa arquitectura se erigió al servicio de dos ideas: el integrismo católico y un catalanismo rancio y teocrático inspirado en buena medida por el obispo de Vic, Torras i Bages, que quería hacer de Cataluña una especie de Irán católico, custodio de las esencias de la cristiandad e iluminador del orbe cristiano con su piedad y devoción sumas.

Pocos artes se han construido tan a la contra de su tiempo como el de Gaudí, puesto al servicio de un fariseísmo industrial y paternalista en una ciudad cuya población vivía en unas condiciones no muy diferentes de las que puede vivir un trabajador de Bombay o de una gran ciudad en expansión china, entregado al capricho de un mecenas tan mesiánico como el propio artista, Eusebi Güell.

Lo que hoy se lee como audacia y modernidad no era más que aroma de sacristía y teocracia, aderezado con un nacionalismo feroz —con leyenda del Santo Grial incluida— cuya expresión política no habría desagradado a un ayatolá o a un Karadzic. Fariseísmo kitsch, vaya.

Es posible que le debamos a Dalí y a los surrealistas la visión amable y juguetona que disfrutamos hoy, pero los japoneses han contribuido mucho más.

Y bien, me dirán, ¿qué más da? Se puede gozar de Gaudí prescindiendo de las circunstancias. También gozamos del Vaticano o de la Capilla Sixtina sin considerar el espíritu fanático de la contrarreforma.

Pues sí, se puede. Yo, desde luego, soy incapaz, pero reconozco que es un problema estrictamente mío.

También se puede gozar del entrañable Walt Disney obviando lo mucho que deseaba exterminar a todos los judíos y lo simpatiquísimo que le caía Adolf Hitler. Se puede, sin duda, pero cuando se sabe que ciertas cavernas invocan a ciertos dioses y que ciertos personajes rubios y con ojos azules hablan de la belleza de una raza superior, qué quieren que les diga.

Es decir, cuando el medio es el mensaje, cuando la obra no sólo es expresión de un sentir y un pensar, sino que es una herramienta al servicio de su realización, a mí me es difícil desligar artista y arte. Y no digo que eso sea lo que me repugne de Gaudí: podría pasarlo por alto si su obra me transmitiera una emoción que no fuera el desprendimiento de retina.

Soy un chaval de barrio de gustos sencillos. Ahora, sí, péguenme si quieren.

MIL VECES MENOS QUE MIL PALABRAS

Hace tiempo que me convencí de que hay pocas formas más eficaces de mentir que con la verdad de una fotografía. A lo largo del siglo XX, pero especialmente a partir de los años 30, cuando se inaugura el reporterismo moderno -cuando las nuevas cámaras portátiles, las Leica, permiten al fotógrafo salir del estudio y captar escenas espontáneas in situ-, se fue creando el mito de que la fotografía es capaz de transmitir una realidad vedada a los relatos construidos con palabras. Si estos requieren un narrador y una estructura, la fotografía ofrece la verdad desnuda, sin manipulaciones: lo que impresionó el negativo era lo que sucedía en ese momento y en ese lugar.

Los primeros que no se tragaron eso fueron los propios fotógrafos, que aprovecharon el prestigio de esa inmediatez virginal para vender como instantes puros lo que no eran más que construcciones estéticas al gusto del consumidor. Desde los años 30 hasta hoy, la corriente dominante de la fotografía periodística tal y como la han practicado sus más reputados profesionales ha consistido en detectar el sentido de las vetas de los prejuicios del discurso dominante para serrar a favor de ellas. ¿Es casualidad que  los grandes hitos del fotoperiodismo tiendan a confirmar lo que pensamos sobre lo fotografiado? La imagen casi siempre refuerza, y rara vez refuta, el discurso construido con anterioridad a ella.

Robert Capa y Agustí Centelles, pioneros del reporterismo gráfico, lo sabían muy bien. Por eso hacían posar a sus modelos. Muchas de sus tomas espontáneas están escenificadas.

Centelles vivió los primeros tiros de la guerra en Barcelona. Cogió su Leica, una de las pocas que había en España por aquel entonces, y se pateó la ciudad de arriba abajo tomando algunas de las estampas más célebres de todo el conflicto. Entre ellas, la del guardia de asalto apostado en la esquina de las calles Diputación y Lauria, en el Ensanche:

Es bien sabido que el guardia no combatía de verdad, sino que posaba siguiendo las indicaciones de Centelles, que aprovechó las cualidades estéticas de la esquina y del sol de julio que sobre ella caía. La refriega ya había terminado cuando Centelles sacó su Leica.

Lo mismo pasó con esta otra, mucho más famosa y tomada en la misma calle Diputación:

Es otro posado. De hecho, es un recorte de un posado. La foto original es esta:

En el momento del disparo (fotográfico) se le coló este espontáneo que quería chupar cámara, y Centelles lo recortó en la copia que entregó a Newsweek y que salió finalmente publicada en Estados Unidos.

Centelles estaba allí en el momento de la batalla. Las balas le pasaron al lado, vio los combates, vio los muertos caer y sintió la mugre de la guerra en las calles de Barcelona. Pero lo que retrató en estas imágenes sucedió cuando los fusiles habían callado y no había peligro. Él mismo lo confesó muchas veces, pero no hacía falta que lo aclarara: resulta evidente que esas fotografías hubieran sido imposibles de hacer en pleno tiroteo, pues el fotógrafo está colocado en la línea de fuego. O mejor dicho: las habría podido disparar, pero habrían sido las últimas de su carrera.

No todo son posados ni construcciones a posteriori. Hay millones de fotos espontáneas que retratan momentos únicos y condensan mucho dramatismo. Las más de las veces, sin que su autor lo pretenda, por pura casualidad, como en la famosa estampa de Cerro Muriano de Capa. Pero la sospechosa cantidad de fotos ‘montadas’ para complacer cierta mirada, y la sospechosa cantidad de veces que esas fotos montadas han encontrado hueco en las portadas de la prensa llevan a pensar que lo que transmite el fotoperiodismo, muchas veces, no es más que una mentira complaciente con la verdad que dice sostener el que redacta el titular. Nos gustan y nos emocionan porque transmiten la imagen que creemos tener de la realidad. Esa barricada de carne de caballo muerta, esos guardias enclenques con camisa y tirantes y esos fusiles ya viejunos para esa época transmiten la imagen justa de brutalidad, miseria y heroísmo que el público norteamericano tenía (creía tener) de lo que estaba sucediendo en España. Por eso Centelles cortó al espontáneo trajeado de la pistolita, porque le rompía el cliché. En la guerra de España, entérense, no hay lugar para señoritos con pinta de gángster. Esta es una guerra del pueblo, obligado a parapetarse tras sus propias monturas destripadas. Por eso se elimina lo que descuadra, lo que no encaja en ese lecho de Procusto. Centelles conocía a su público y sabía darle lo que quería.

Y, en general, los grandes reporteros gráficos saben darle a su público lo que quiere, aunque para ello hayan tenido que indicar poses, buscar luces de ocaso y, ya en nuestros tiempos, ejecutar sutiles correcciones con Photoshop para intensificar el efecto dramático. Ya sabemos que un cielo rojo africano es más africano con un poquito más de rojo, y que un malvado es más malvado con un poco más de contraste.

En 2003 hubo un gran debate en torno a una foto del premio Pulitzer Javier Bauluz tomada en la playa de Tarifa en 2000.

Un inmigrante muerto al fondo y una pareja en primer plano disfrutando de un apacible día de playa, ajenos a la tragedia. El drama de la inmigración y el egoísmo frívolo de Occidente ante la muerte cercana.

Arcadi Espada acusó a Bauluz de falsear la foto, de manipular el encuadre y la profundidad de campo para fingir que el inmigrante estaba más cerca de lo que estaba, ya que lo más probable era que no pudiera ser visto por la pareja. Tras un enconado debate en el que intervino hasta Saramago (a favor de Bauluz), el Consejo de Información de Cataluña dictaminó que la foto “refleja la tragedia de la inmigración de una manera verídica y ajena a cualquier tipo de manipulación”. También consideró que Espada había infringido varios artículos del código deontológico periodístico catalán.

Supongo que Arcadi Espada se fumó un puro con los artículos.

La cuestión, para mí, va más allá de si la fotografía está “montada” o sutilmente alterada para dar a entender algo que quizá no pasó (si la pareja era capaz de pasar un tranquilo día de playa a la vista del cadáver o si estaban tranquilos porque ignoraban su existencia). La cuestión está en la frase del Consejo de Información de Cataluña donde dice que la imagen “refleja la tragedia de la inmigración”. Ni siquiera usan el verbo ‘ilustrar’, mucho más apropiado. Hace tiempo que la fotografía dejó de ser mero acompañamiento del discurso para ser su sustancia, por eso no ilustra, sino que refleja.

A mi modo de ver, la imagen de Bauluz no explica ni refleja nada. Simplemente, confirma una determinada visión de las cosas construida con anterioridad a la foto. El fotógrafo va a la playa de Tarifa buscando una realidad que conoce de antemano, y factura  su trabajo para confirmar lo que ya piensan o lo que ya creen saber quienes van a ver la imagen. No vale más que mil palabras, no vale ni una palabra: es centrípeta, no se proyecta hacia afuera, no facilita la comprensión del fenómeno ni da herramientas para profundizar en él. Simplemente, confirma un cliché. Que esa confirmación respete o no la deontología periodística es completamente irrelevante porque el problema está más allá de los usos y costumbres, es una cuestión ontológica que afecta a la fotografía como testimonio válido de la realidad.

Un último icono. En los años 30, Dorothea Lange recibió el encargo gubernamental de fotografiar los campamentos de refugiados del éxodo del Dust Bowl, los campesinos de Oklahoma (despectivamente, los okies) arruinados que huyeron a California e inspiraron la novela Las uvas de la ira. Una de las fotos que tomó se convirtió en símbolo de pobreza, marginación y desesperación. La tituló Migrant Mother y representaba a una okie con su prole.

Lange confesó más tarde que no sabía ni el nombre ni la historia de esa mujer. Que sólo le preguntó su edad, 32 años, y que le contó que se alimentaba de verduras que cogían en los huertos y de pajarillos que cazaban los niños. Sin embargo, en su cuaderno de campo oficial, Lange no recogió ninguno de estos datos.

Pasaron los años y la madre migrante se convirtió en una de las fotos más reproducidas y comentadas.

En 1979, Emmett Corrigan, un reportero del periódico local de Modesto, en California, localizó a la mujer de la foto en la caravana del trailer park del pueblo en la que vivía con sus hijas. Se acercó y las retrató de nuevo:

Corrigan no se limitó a tirar la foto, sino que entrevistó a su protagonista, y se descubrió que la hasta entonces conocida como migrant mother se llamaba Florence Owens Thompson. Además, desmintió los pocos datos que Dorothea Lange había dado de ella, pero sin llamarla mentirosa, arguyendo que probablemente confundió su historia con la de otra inmigrante. Pero sí que insistió en dos cosas: que Lange no se había molestado en anotar ni su nombre, y en que había posado para ella después de que la famosa reportera le prometiera que la foto tenía un fin puramente administrativo y que no iba a ser publicada en ningún medio.

La foto apareció poco después de ser hecha en la portada del San Francisco News y se asoció a varios reportajes de John Steinbeck. Florence, que en 1979 vivía con sus hijas no muy lejos de donde Dorothea Lange la retrató en 1936, afirmó sentirse molesta e incómoda, que nunca quiso convertirse en icono de la miseria, y que si hubiera podido elegir, no lo habría consentido. Pero ella, un ama de casa residente en un recinto de caravanas, no sabía a quién recurrir para manifestar su protesta, ni cómo expresarla.

Una última reflexión: es curioso que la práctica dudosa o, cuando menos, sospechosa de manipulación, se produzca aquí en una profesional de talla mundial y la corroboren prestigiosos medios internacionales, y que tenga que ser un modesto gacetillero de provincias quien, con un trabajo paciente de reporterismo canónico, acabe desvelando la verdad que los figurones falsearon.

A veces, mirar no es una cuestión de enfoque o de encuadre, sino de distancia.

W

En el empeño de hacer de Barcelona un Benidorm sin viejos, Ricardo Bofill diseñó el hotel W, un rascacielos con forma de vela sobre el viejo rompeolas del puerto.

Así, la ciudad parece vigilada por una enorme W, que bien podría ser el emblema de un superhéroe, pero que es algo mucho mejor: un homenaje inconsciente y la manifestación real de un delirio literario.

En la primera parte de El día del Watusi, de Francisco Casavella, se narra la jornada en la que presuntamente asesinan al Watusi, un matón a sueldo de la mafia marsellesa y de los bajos fondos de Barcelona a quien toman como chivo expiatorio en un lío de hampones de Montjuïc el 15 de agosto de 1971. El Watusi (o alguien vestido como él) acaba flotando boca abajo en las aguas del puerto de Barcelona. Así comienza la novela.

En la segunda parte, Fernando Atienza, protagonista de la trama y testigo accidental e incómodo del follón del día del Watusi, se obsesiona con ello y se dedica a suplantar la identidad del delincuente muerto, a hacer creer a los quinquis que sigue vivo. El Watusi -o lo que el Watusi representaba- marcaba su territorio pintando grandes W en los muros de la ciudad vieja y de la Barceloneta, para alertar a las bandas rivales y alejar a molestos imprudentes. Atienza empieza a pintar W al azar por los muros de Barcelona. Y pronto le surgen imitadores. Al final, toda la ciudad se llena de W que nadie sabe qué significan, pero que obsesionan a todo el mundo y traspasan los límites de Barcelona. Se ven W por toda Cataluña y también por Madrid. Partidos políticos, grupos de música, diseñadores, publicistas y demás gremios adoptan la W como símbolo. Al final, esa W acaba convertida en las dos gaviotas del logo del Partido Popular.

Que uno de los símbolos de la nueva Barcelona, que tanto detestaba Casavella, sea un rascacielos con una gran W sólo puede interpretarse como una confirmación de la literatura casavellista. El narrador de Pueblo Seco tenía razón y la realidad encaja en su acelerado y vitriólico discurso.

Por desgracia. Porque nos iría mejor a todos si Casavella no tuviera razón. En general, seríamos todos más felices si las buenas novelas estuvieran siempre equivocadas.

Pero ahí está esa mole sobre el rompeolas, dando la razón como solo los tontos saben darla. Y seguramente sin que ninguno de sus promotores y responsables haya reparado en la ironía. Para ello tendrían que haber leído El día del Watusi, y no creo que ninguno esté dispuesto a invertir tantas horas en una actividad no lucrativa.

LA CIUDAD IMPOSIBLE

Paseo por una playa que perdió su nombre y lo acaba de recuperar, como atestiguan unos paneles y muy pronto lo harán unos monolitos.

Las olimpiadas se llevaron los últimos restos del chabolismo barcelonés. De las barracas. Lo que hoy es la Villa Olímpica era la playa del Somorrostro, y lo que hoy es el Fórum era el Campo de la Bota. En la primera nació Carmen Amaya y fue el escenario de Los Tarantos (y si no saben nada de flamenco y esta peli no les suena, devuelvan ahora mismo su pasaporte). El segundo fue el lugar escogido por el franquismo para fusilar a 1.700 personas entre 1939 y 1952. En el mismo sitio en el que este finde se celebrará el Primavera Sound.

Tras las olimpiadas, rematada la Villa Olímpica y remozada la playa con sus espigones y sus terrazas de diseño, el nombre de Somorrostro fue eliminado del nomenclator municipal como parte de esa operación retórica que acabó convirtiendo a Peret en un artista posmoderno. Pero unos pocos vecinos -reubicados en pisos de VPO en Badalona y por ahí- no reblaron y exigieron que se reconociese su pasado: que las generaciones venideras supieran que esa playa no siempre fue una juerga y no siempre hubo en ella mojitos ni chill out. Que allí se pasó hambre, que allí murieron en sucesivos golpes de mar los peones de las fábricas de Poblenou. Que aquello era Dickens en pleno desbarre lacrimógeno y que no todos los que nacieron en el Mediterráneo lo hicieron como Serrat, recitando a Machado y con un ajuar Adlib.

La protesta la lideró una mujer condenada por su nombre a ser guerrillera antinapoleónica: Julia Aceituna. Se creó una comisión ciudadana para la memoria de los núcleos de barracas y ahora se empiezan a señalizar y a recordar.

Hoy he visto las fotos de lo que fue la playa de Somorrostro en los años 50 y es imposible reconocer un solo grano de arena en la estampa de hoy, con sus torres de hoteles, sus esculturas piscineras, sus terrazas de todo a millón y sus francesas en topless (benditas francesas en topless, poniendo en entredicho a Newton con sus tetas ingrávidas).

Y he leído las reflexiones de Francisco Casavella, hijo de Pueblo Seco, en las faldas del también chabolista Montjüic, ante las obras de finales de los 80 que preparaban las olimpiadas del 92 (en la sensacional, salvaje, inabarcable y nunca suficientemente loada El día del Watusi):

[Las obras respondían a] la imperiosa necesidad de cubrir de argamasa y escombros, de hormigón y mentiras, los sedimentos adolescentes de una ciudad, su hedor de años, el material de derribo que formaba el idioma imposible mal enterrado, por el centro y por las afueras, sin que nadie percibiera que la locura provinciana era el único bien de la provincia, que se estaban quedando con lo peor, con la finalidad de las cosas; el tiempo sólo transcurre para demostrar que somos eficientes. Vallas, colinas de cascotes, martillos neumáticos. Ya no había lugar para lo irracional, lo irracional se extinguía; se acababan los juegos sin fin, tensos, en ciudades olvidadas del mundo con el único pretexto de que alguien pusiera en evidencia que la normalidad era un camelo.

Propuesta para una tesis doctoral: comparar la literatura de Casavella con la obra de Ivá y vincularlas como la crónica imposible de una ciudad que puede que nunca existiera.

Yo sólo sé que esta tarde, feliz por la marcha de los acontecimientos con mi hijo, me he sentado en el espigón de Somorrostro y he dejado que me diera el sol hasta que Montjüic se ha convertido en una silueta negra. Y sólo he lamentado dos cosas: rechazar la “servesa fría, coul bier, uan iuro” que me ha ofrecido un pakistaní con una mochila y estar allí solo amando esa ciudad imposible de colinas y barracas fantasma, sin poder compartir ese amor con Cris y con mi hijo.

Pronto podré, y lo contaré. Seré como Julia Aceituna y no dejaré que los brillos de los rascacielos borren para siempre los días en los que todo era una putada.

MIL NOVECIENTOS SETENTA Y NUEVE

Escribo el año 1979 en letra para dejar claro que fui uno de los últimos españoles que cursó el Bachillerato Unificado Polivalente y el Curso de Orientación Universitaria (conocidos como bupicou, todo junto). Soy un producto anterior a la Logse, lo que me convierte en uno de los últimos españoles capaces de ganar un quesito amarillo en el Trivial, de situar Portugal en un mapa mudo de la península y de escribir numerales tanto ordinales como cardinales. Después de mí, vino la Logse. Después de mí, vino la nada (me repito para que los de la Logse puedan seguir el hilo).

1979 -ahora sí, con número- es el año en que nací. En un sarao en el que coincidimos, Carlos Castán reparó en la solapa de uno de mis libros, que empezaba con el convencional y obligado “Sergio del Molino (Madrid, 1979)”, y me dijo: “Ja, ahora es muy molón poner el año de nacimiento. Ya llegarás a mi edad y lo quitarás”. Y es cierto, hay muchos escritores que obvian ese dato cuando peinan canas o ya no peinan ninguna. Yo le respondí -y no me creyó- que pienso mantenerlo siempre, pues el lugar y la fecha de nacimiento de un autor me parecen una información básica que no se debería hurtar al lector o al potencial lector. A mí, al menos, me gusta saber la edad y el origen de los escritores que leo, no me parecen detalles menores.

Fin del excursus (para la gente de la Logse: fin de la digresión, es decir, de esa parrafada que no tiene que ver con el hilo fundamental del texto. No os preocupéis si no entendéis todo al principio, es normal que os maree ver tanta letra junta. Respirad hondo y tuitead un rato antes de seguir, os sentará bien).

1979 es el título de la exposición que acabo de ver en el Palau de la Virreina de Barcelona. Un monumento en instantes radicales es su feo subtítulo.

Como un esquizofrénico embobado porque siente que los semáforos hablan de él, me he metido en la Virreina creyendo que la fiesta era en mi honor. Qué detalle: una antológica de mi año. Y ni siquiera es un aniversario redondo ni está cerca mi cumple.

Me desengañé al poco de entrar: la cosa iba del año 1979 en serio. Los comisarios de la expo consideran -y argumentan- que esa fecha marca un punto de inflexión en la historia de Occidente, y que por eso se aproximan a ella desde una perspectiva oblicua y artistera. No se trata de exponer recortes de periódicos ni de recordarnos el careto de Margaret Thatcher. Tampoco hacen mención alguna a mi milagroso nacimiento en el hospital de La Paz de Madrid (los tíos no aportan ni un documento al respecto, y mira que mi madre podría haberles servido cosas: desde mi pulserita identificativa hasta la mantita con la que me arroparon). Partiendo de fotos, de pelis y de libros producidos en 1979, intentan dar una forma visual y fragmentaria a ese año. Al año en el que empezaron a demolerse las certezas del siglo XX y se insinuaron las grietas e incertidumbres del XXI. La postmodernidad, amigos, mucho antes de que Fernández Mallo la descubriera y la vistiera de puta.

Desigual e interesante. Me ha llamado la atención que, en asuntos nacionales, centrados prácticamente en las calles de Barcelona y su ruina postindustrial (un Poblenou lleno de fábricas cerradas o a punto de cerrar que nada sabía del Primavera Sound ni del Fórum, un Barrio Chino ruinoso y poblado por chirleros que nada sabían de cafés chill out y un puerto donde los estibadores estibaban, decían tacos y se emborrachaban como sólo sabe emborracharse un estibador), la exposición elude la tentación de tirar de hemeroteca. El relato es sutil y marginal, muy logrado, con una selección muy cuidada de piezas y de artistas. Pero, al final, hay unas salas dedicadas a asuntos internacionales (que si el ayatolá Jomeini, que si los sandinistas de Nicaragua, que si los milicos argentinos, que si Mugabe…), y en ellas sí que recurren al tópico, al documento periodístico, al relato manido, a lo que todos sabemos ya o a lo que han querido enseñarnos. Su intento por construir una versión alternativa y poliédrica de la historia se cae a pedazos en esas salas, y es una pena.

Ya fuera, camino del piso, decido ambientar la marcha con una obra musical de 1979 no mencionada en la expo: el London Calling, de The Clash. Y allí me tropiezo con mi entrañable y risible Spanish Bombs, que quiere ser una especie de homenaje solemne a los republicanos españoles del 36, pero que sólo produce vergüencica.

Tras las referencias al “black car of the Gardia Civil” (sic), a “Fredrico Lorca (sic), dead and gone” y a unas bombas españolas que estallan “in the Costa Rica” (sic), llega el glorioso estribillo:

Spanish bombs, yo te quiera y finito,
yo te cuerda, oh, ma corazón.

Y, que yo sepa, Joe Strummer no fue escolarizado bajo la Logse.

En cualquier caso, tiene mucho mérito hacer una expo de 1979 sin la colaboración de Miguel Ríos, que estará rabiando por que no le hayan llamado para interpretar Qué noche la de aquel año.

MAGDALENAS A PUÑADOS

Supongo que habrá una explicación psicológica o similar para ese fenómeno por el cual, en los momentos críticos de nuestra vida, nos ponemos hasta arriba de magdalenas de Proust, como una adolescente americana se pondría hasta arriba de helado Ben & Jerry después de que su novio le pusiera los cuernos. Hay una pulsión por volver al vientre, por volver a visitar los lugares donde intuiste ser feliz o, más bien, donde no era concebible el dolor de ahora.

Yo no muerdo la magdalena: me zampo bolsas enteras y las mojo en un café con leche proustiano, de puchero, de cuando no había cafeteras Nespresso y la leche no se apellidaba “entera” porque no había otra. A ratos, sólo a ratos, cuando la soledad y la holganza lo permiten, intento rememorar lo que fui, y la epifanía no siempre se forma.

Escucho a Leño y a Barricada mientras pateo Barcelona. Me compro libros que leí a mis 15 años, como el Don Juan de Torrente-Ballester, donde encontré una verdad que me ha acompañado siempre: el ángel le dice a Don Juan que cada cual es la música que escuchó en su juventud, y que algunos tienen suerte y crecen con coros celestiales -como el ángel que habla-, y que otros, como el prota, se tienen que conformar con boleros y cancioncillas de tercera. Y no hay educación que cambie eso. Por mucho que uno se intente cultivar después, por mucho que se refine y se reinvente, esa música le acompañará siempre.

Creo que Flaubert venía a decir algo parecido en La educación sentimental.

Yo soy Leño y Barricada. Y aunque ya apenas los escuche y mi iPod esté lleno de tipos con tupé de Los Ángeles y de virtuosos del folk rock de la América profunda, vuelvo a ellos cuando quiero tener algo sólido en lo que reconocerme.

Así que camino por Barcelona y escucho música antibarcelonesa. Como un infiltrado: camino entre los modernos del barrio de Gracia sin que ellos sospechen que lo que suena en mis oídos tiene aliento de litrona y garrulez proletaria satisfecha.

Y también pienso en Celso Castro, un escritor del que hace tiempo que quería hablar aquí. Un escritor con dos obras en prosa sensacionales, ambas en Libros del Silencio y primera y segunda parte de una trilogía, tituladas El afinador de habitacones y Astillas. Debería escribir el afinador de habitaciones y astillas, pues Celso Castro es minusculista, no usa las mayúsculas y maneja los signos de puntuación con un sentido puramente estético, sin atenerse a norma o costumbre alguna.

Pero lo importante de su literatura, y la razón por la que me viene a la cabeza, es que son historias de adolescencia, de formación. Es decir, historias de descerebrados, en el sentido de que su protagonista tiene el cerebro a medio hacer y lo maltrata con drogas, como todo adolescente que no pertenezca a las Juventudes Socialistas. Es un relato en primera persona de la vida cotidiana de un chaval de 17 años de La Coruña. Un chaval que vive en la casa de su abuela con el fantasma de su madre suicida y empeñado en mezclar sus primeros escarceos sexuales con un alcoholismo desatado, una creciente afición por las anfetaminas y una soledad a la que intenta poner coto a base de poemas que anota en un cuaderno que él llama escombrera.

En uno de los talleres literarios que imparto llevé unos pasajes de el afinador de habitaciones con la ilusión de que los talleristas lo disfrutasen como yo. Y no les moló nada. Lo percibieron embolicado y extraño. Aunque luego alguno me confesó que había sacado el libro de la biblioteca (Marx nos libre de comprar libros) y le había gustado mucho. Supongo que a Celso Castro hay que degustarlo en soledad.

Yo no tenía afición por las anfetas y mi letraheridismo se ha expresado siempre en prosa, pero, en líneas generales, me identifico bastante con ese chaval coruñés que convive con fantasmas.

Y quién no.

Es fácil identificarse con la literatura de Celso Castro porque está escrita con las entrañas, con un estilo depuradísimo que destila verdad, que se aproxima de forma intangible a la oralidad más beoda y delirante.

Los leí en el hospital, como todo lo que leo últimamente, y pensaba en ese yo que ya no es más yo, pero que es capaz de sostener todavía a este yo que apenas se mantiene, especialmente si enchufa una de Barricada o de Leño.

Lo de Celso Castro, me temo, también es zamparse magdalenas proustianas a puñados. Magdalenas con forma de anfeta y coñac, pero magdalenas al fin.

PD.- Las cosas marchan bien: mi hijo Pablo ya tiene en su cuerpo su nueva médula. Ahora sólo nos queda esperar que injerte y que empiece a trabajar. Cruzar los dedos por que funcione y, en el ínterin, no surjan complicaciones. Son semanas chungas las que nos quedan por delante, pero mientras tenga mi música, creo que podré sobrellevarlas.

EL MEDIO ES EL MENSAJE

Si eres un escritor/letraherido, vives en Calahorra y te da por hacer un blog, escribirás sobre los atardeceres de los campanarios, el sonido que hacen las cigüeñas (como se llame lo que hagan las cigüeñas, aparte de cagar zurullos del tamaño de un niño) y el rumoroso rumor que rumorea en los rumores rumorosísimos que rumisquean en la rumorosa mañana.

Sin embargo, si eres un escritor/letraherido, vives en Barcelona y te da por hacer un blog, escribirás sobre paradojas semióticas, intertextualidad, fusión de géneros, postmodernidad narrativa, metaficción y autoficción.

Ya lo dijo Marshall McLuhan: «El medio es el mensaje». La mayoría de la gente piensa que ese «medio» de la frase mcluhaniana era un medio o soporte de comunicación, pero yo creo que se refería al medio natural. El medio del primer escritor/letraherido es Calahorra, luego su mensaje es Calahorra. El medio del segundo escritor/letraherido es Barcelona, luego su mensaje es Barcelona.

¿Por qué no hay escritores/letraheridos en Calahorra que escriban sobre paradojas semióticas, intertextualidad, fusión de géneros, postmodernidad narrativa, metaficción y autoficción? Porque, en el mejor de los casos, acabarían en el pilón. Y, en el peor, colgados junto a los galgos.

¿Y por qué no hay escritores/letraheridos en Barcelona que escriban sobre los atardeceres de los campanarios, el sonido que hacen las cigüeñas (como se llame lo que hagan las cigüeñas, aparte de cagar zurullos del tamaño de un niño) y el rumoroso rumor que rumorea en los rumores rumorosísimos que rumisquean en la rumorosa mañana? Porque acabarían en un sitio mucho peor que el pilón: la casa de la cultura de Castelldefels o el salón de actos del Centro Gallego de L’Hospitalet. En cualquier caso, muy lejos de la programación cultural de la librería La Central y vetado en los saraos del CCCB.

Javier Avilés, digámoslo ya, tiene un nombre que podría pasar por el de un escritor/letraherido de Calahorra, pero es un escritor/letraherido de Barcelona. Y esto es meritorio: en Barcelona tienes que tener un apellido compuesto y con guión o dos k en el nombre para ser un escritor/letraherido de ley. Llamarse Javier Avilés es un handicap grande: los del CCCB saben que un nombre así no luce bien en su cartelería. Javier, ni siquiera Xavi, y Avilés, con esa hiriente tilde aguda que suena como un portazo asturiano, como un martillazo en un astillero, proletaria y ruda.

Pero nada es imposible en la ciudad de Gaudí (Gaudí, eso sí que es un nombre para Barcelona, suena casi extranjero, casi francés, se puede vender en Nueva York sin que parezca mexicano), y hasta un Javier Avilés puede llegar a lo más alto del parnaso si se lo propone.

Avilés tiene un blog, llamado . Y resulta que ese blog lo lee Vila-Matas. Eso no es noticia: Vila-Matas lee todos los textos donde le citan. De hecho, está leyendo éste ahora mismo: hola, Enrique, muy buena Dublinesca, insuperable, magistral. ¡Y la compré con mi dinero y todo! 19 eurazos me costó, que ya os vale, con lo mal encuadernada que está. Esto… que soy un joven escritor que busca padrino y tal. Si te interesa, consumo poco y no tengo muchos kilómetros. Te hago un precio.

En fin, que Vila-Matas lee . Pero no sólo lo lee. Vila-Matas va y comenta. Y se enreda en discusiones meta y autoficcionales con Javier Avilés. Y Javier Avilés dale que te pego a la postmodernidad literaria y a la imposibilidad de narrar y a que si Cervantes esto y a que si Pessoa lo otro y a que si Kafka lo de más allá. Y así, discute que te discute, Javier Avilés acabó componiendo un libro que no tenía título. ¿Pero quién quiere un título teniendo a un Vila-Matas? Don Enrique acudió al rescate y le sugirió que lo titulase Constatación brutal del presente (Libros del Silencio).

Es una frase del libro. El problema es que la frase aparece en las primeras páginas, muy al principio. Coño, Vila-Matas, escoge una frase que esté en la página 82. O en la 103. Que parezca que te lo has leído entero.

En fin, no importa: Vila-Matas acierta siempre, es infalible. Y con la elección del título no ha hecho una excepción. Es un título perfecto para mantener alejado al vulgo, un título para hablar entre mayores. Entre escritores mayores.

Lo diré para despejar dudas: Constatación brutal del presente me ha gustado. Mucho incluso. Pero dudo que sea literatura. ¿La reflexión sobre la literatura es literatura? ¿La metaliteratura es literatura? No sé dónde está el límite, la verdad. Sé que en el libro hay una trama lo bastante dibujada y unos personajes lo suficientemente redondos para etiquetarlo en el epígrafe de ficción narrativa, pero no sé si lo bastante dibujada ni lo suficientemente redondos como para merecer el calificativo de novela.

No voy de purista ni de pureta. No es eso. Simplemente, me pregunto si los artefactos narrativos postmodernos suponen la tan anunciada muerte de la novela o, simplemente, son un género narrativo nuevo (relativamente nuevo) que debe ser juzgado con otros baremos. En este caso, no supondrían amenaza alguna para la novela, pues discurrirían por un camino paralelo.

Porque estos libros empiezan a ir más allá de la mezcla de géneros y de la confusión del ensayo, la novela y el cuento. Tienen algo de tratado filosófico y algo de juguete intelectual y puede atisbarse en ellos algo parecido a un canon: tienen modelos que imitan (en España, Vila-Matas es referente) y una poética cada vez más definida.

Constatación brutal del presente es un libro para escritores y para chalados de la literatura. Es droga dura para iniciados, para quienes gustan de marear la perdiz y se preguntan qué sentido tiene esto de narrar historias, a quién puede interesarle, por qué las narramos como las narramos y si son útiles para comprender la realidad. Y aún más: si eso que llamamos realidad lo es de verdad, y si hay alguna forma literaria de aproximarse a ella, no ya de aprehenderla o de interpretarla o de transformarla. Simplemente, de aproximarse, de constatarla.

Todo el libro está atravesado por una referencia insoslayable: Stanley Kubrick, que en 2001 también se planteó (nos planteó) muchas de estas cuestiones. Rodrigo Fresán, en su última novela, El fondo del cielo, también se refiere mucho a Kubrick.

Con lo olvidado que parecía el pobre Stanley.

Pero yo, mientras lo leía —y con todos mis respetos a Kubrick, cuyo cine sigo defendiendo ante el desprecio miserable de mi señora: a mí me sigue emocionando ese astronauta atrapado en Júpiter o más allá del infinito— pensaba en F For Fake, un falso documental de Orson Welles sobre el mayor falsificador de la historia del arte. Un juego de espejos, un juguete intelectual sobre el concepto de verdad en el arte. Especialmente, porque uno de los hilos (más que leitmotivs) de Constatación… es un documental titulado Sigma 2, que denuncia un fraude masivo y demuestra que algo que todo el mundo cree que sucedió no pasó en realidad.

En definitiva, un artefacto literario propio de Barcelona. Si a alguien de Calahorra se le ocurre escribir algo así lo tiran del campanario.

RARA AVIS

Por lo visto, esta es la versión corregida y aumentada de Níquel, un libro de 2005 que me pasó completamente desapercibido y del que tengo noticia ahora. Nunca es tarde.

Francisco Ferrer Lerín, aspirante a escritor maldito, compilado por Enrique Vila-Matas en Bartleby y compañía, es una rara avis. Y, desde que el Fat Man usó esa expresión latina en El halcón maltés, nunca se había utilizado con tanta propiedad. Ferrer Lerín es un pájaro extraño, un poeta metido a ornitólogo, un barcelonés metido a provinciano pirenaico, un divino metido a mortal.

Brevísimo contexto para quienes no hayan leído mi artículo heraldiano de hoy: Francisco Ferrer Lerín nace en Barcelona en 1942, en familia güena, de las que cortan el bacalao, pero venida a menos. En los años 60, que coinciden con sus dulces y universitarios 20, empieza a despuntar como poeta exquisito, junto a Pere Gimferrer y Félix de Azúa. De hecho, Castellet está a punto de incluirle en su antología Nueve novísimos poetas, pero al final se cae de ella porque deja de escribir, se convierte en un no-poeta. Y no sólo deja de escribir, sino que, ya en los 70, deja Barcelona, se instala en Jaca y se convierte en un reputado ornitólogo especialista en rapaces, participando en los incipientes programas de recuperación del buitre.

Esto —desaparecer de la divina Barcelona en pleno estado de gracia, cambiar los gintonic en Bocaccio por unas papas bravas en la calle Mayor de Jaca y la gloria mundana de la literatura por los cadáveres putrefactos de los muladares— le convirtió en un ser de leyenda, en una especie de Salinger a lo ibérico.

Pero llegó Vila-Matas, le nombró en una novela y redespertó el interés por él. En 2005 volvió a publicar, y desde entonces ha sacado unos cuantos volúmenes, manifestando una incontinencia impresa cercana a la de César Vidal. El último de estos libros, recién salido del horno, es Familias como la mía (en la exquisita Tusquets: una editorial que es a la gauche divine lo que la guillotina a la Revolución Francesa), que acabo de terminar ahora mismo entre grandes risotadas.

Familias como la mía es un cachondeo culterano. Leerlo es como irte de cañas con un amigo que te haga reír mucho y muy bien. Está cargado con un humor socarrón y fluido, expresado en un lenguaje antinovísimo, directo, casi de informe de espías.

Porque eso es Familias como la mía: el informe de un espía infiltrado en la sociedad y dispuesto a averiguar en qué puntos hay que colocar las cargas explosivas para dinamitarla. Es de lo más políticamente incorrecto (y ya odio mucho la expresión políticamente incorrecto, pero no se me ocurre otra) que he leído en meses. Por sus espejos deformantes —mucho más dañinos y menos retóricos que los del callejón del Gato— asoman los nacionalistas, los ecologistas y algunos letraheridos. Es muy guarrete, y el sexo es depravado, detallista e inverosímil, y finamente inteligente. Y a lo mejor esto último —la inteligencia, no la guarrería— es uno de sus lastres: si el libro tiene algún fallo es que acaba empachando por reiteración y acumulación. Hasta de las mejores comidas se harta uno.

Familias como la mía tiene dos partes. La ya aludida Níquel y Nora Peb. La primera, mucho más lograda que la segunda. De hecho, la segunda parece un premio para los lectores de la primera, ya que no aporta nada nuevo a la trama, pero sí que amplía algunos pasajes y narra la historia de personajes secundarios sólo insinuados en la primera. Níquel es el diario de Pablo Amatller Moragas, trasunto de Ferrer Lerín, en el que se cuenta cómo se apasionó por la ornitología y cómo cayó en las redes del servicio secreto para convertirse en su agente y cómo combinó ambas facetas. Resumiendo: los planes de recuperación del buitre acaban sirviendo para deshacerse de cadáveres molestos en un sistema casi industrial.

Entre medias, se cuelan muchos juicios absolutamente inaceptables para la mojigatería ambiente. Por ejemplo: el autor dice que detesta eso en lo que se ha convertido Barcelona, y se ridiculiza sin recurrir a la caricatura la obsesión ecologista de nuestros tiempos, que tiene más de hipocresía y de utilitarismo que otra cosa.

Copio un pasaje reflexivo sobre Barcelona que aparece en las primeras páginas. Un pasaje contrario a la historia oficial de la ciudad y de este país. Un pasaje que, se comparta o no, da que pensar —y en eso consiste la provocación bien hecha—:

Nadie entonces hablaba en catalán, me refiero a nadie que yo tratara. Se conocía la existencia, eso sí, de una bolsa de menestralía en el barrio de Gracia, pululaban tambén algunos miembros de una secta denominada La Seva y entre las personas mayores era corriente oír la ingrata fonética. Mis padres se expresaban de esa manera pero, todos, incluso los totalmente inmersos, reconocían el carácter rústico y provinciano del idioma. Recuerdo la aseveración rotunda, muchos años después, hecha desde el púlpito, del cura párroco de Vallgorguina, mosén Vespino: “¡Sí, es nuestra lengua, pero es una lengua de misa y fútbol!”; mi pade, oriundo de La Cerdaña, que cuando hablaba en castellano todos creían que hablaba en catalán, nunca abrigó dudas acerca de la imposibilidad de conseguir nada importante utilizando esa herramienta. En mis primeros años de bachillerato, en los jesuitas de Sarriá, se estigmatizaba, con el regocijo de los mentores, a los pocos alumnos que, desde luego involuntariamente, proferían en lemosín alguna frase o siquiera palabra: se les llamaba payesas, enfatizando con el cambio de género el tono denigrante del calificativo. Pero las cosas cambiaron. Un programa de Radio Barcelona llamado La comarca nos visita fue la premonición de lo que se nos venía encima. Gentes del interior de Cataluña, hasta ahora inexistentes en nuestras vidas barcelonesas, empezaron a abandonar sus campamentos agrícolas y arropados con títulos, incluso universitarios, desembarcaron en los foros ciudadanos, cada vez con menor recato: ante la dificultad para expresarse —para competir— en castellano optaron por hacer del catalán su modo único de comunicación, encontrando, frente a todas las previsiones, el apoyo de los emigrantes de segunda generación, especialmente aragoneses, que así creían subir un peldaño en la escala social y dejaban de ser unos parias: los llamados cariñosamente charnegos.

ROSAS Y COCAÍNA

Estoy escuchando mi último pequeño cuelgue musical, una moza canadiense llamada Carolyn Mark que hace ese country rock americano tan grato al oído (a mi rústico oído, al menos). Su último disco lo ha hecho a medias con un colega de Toronto llamado NQ Arbuckle, que tiene una voz levemente rasgada, como de rockero viejo de bar de carretera, y una de las que canta él, Too Sober To Sleep, empieza así:

God blessed those girls from Barcelona
Who smelled the roses and cocaine.
I hope they know their parents missed them,
So did the sunny shores of Spain.

Es decir, más o menos:

Dios bendiga a esas chicas de Barcelona
que olían/esnifaban rosas y cocaína.
Espero que sepan que sus padres las echaban de menos,
las soleadas costas de España también (las echaban de menos).

¿Dónde estarán esas chicas? En Barcelona, no, ya lo dice la canción. Quizás en Toronto, haciendo un postgrado en Filología Inuit. Y por Toronto andan desmelenadas dándole a las rosas y a la farlopa. Es muy tierno el paternalismo del rockero, que piensa en los padres de las criaturas. Esos mecánicos de la Renfe o esos prejubilados de la Seat que, en un piso mal iluminado del barrio de Sants, se meten en el Facebook de sus hijas y les preguntan si necesitan que les envíen más dinero por Western Union para pasar el mes. Si supieran que estas mocitas se están puliendo los ahorros familiares en rosas y cocaína…

¿Dónde han quedado los rockeros que, cuando ven a una chica de Barcelona en Toronto a las cuatro de la mañana puesta hasta las trancas de cocaína, en lo último que piensan es en sus padres? ¿Qué le está pasando al rock? ¿Están todos viejos chochos y cuando ven a una chica ya no ven una vagina a la que hay que tomar al asalto, sino a la hija que nunca tuvieron? Que se pare el mundo, que me bajo, que yo con unos rockeros así de tiernos no quiero saber nada.

MÁS PADRES E HIJOS

Hace unos días hablé aquí de Maus y de otras obras que exploran la difícil y dolorosa relación entre padres e hijos desde la perspectiva del hijo. Y aquí estoy, emocionado perdido de nuevo, después de ver el pase que La 2 ha emitido de Bucarest: la memoria perdida. Ya no me arrepiento de haberme quedado en casa y no haber ido a un concierto que me apetecía mucho ver (me remordía la conciencia aparcar al cachorro con su madre, qué le voy a hacer, y además, me ha fallado el colega con el que iba a ir). El documental ha hecho que mereciera la pena el muermo hogareño.

No sé por qué no lo vi en su día. Hoy, recién muerto Jordi Solé Tura, era obligada su emisión. Albert Solé, periodista e hijo de Jordi, decidió rodarlo cuando a su padre le diagnosticaron Alzheimer. Es un sencillo, honesto y dolorosísimo buceo en la vida de su padre, cuyos recuerdos se van descomponiendo. Hablan sus viejos camaradas, sus enemigos, las mujeres que le amaron y los tipos que le detestaron políticamente. Es una obra muy extraña en estos lares. Los españoles, tan aparentemente expansivos, somos muy pudorosos al explorar nuestros sentimientos y nuestros conflictos más punzantes. La desnudez con la que Albert se muestra y a la que expone a su familia es rara en una sociedad acostumbrada a encerrar el dolor en casa.

Es precioso, una declaración de amor devastadora e incondicional. Una catarsis que no sé si habrá ayudado a Albert a pasar el trance de la desintegración de su padre con menos dolor, pero que seguro que le ha servido para entender, con una clarividencia nunca antes sentida, el verdadero e invisible cordón umbilical que le ha unido a su padre. Supongo que el dolor será el mismo, no creo que haya consuelo alguno en estos casos, pero al tratar de comprender quién fue su padre, ha estado más cerca de él de lo que nunca estuvo en los momentos de expansión y lucidez.

Muy cercano al entorno de Solé Tura, el de esa clase media universitaria barcelonesa del tardofranquismo, me viene a la cabeza el libro de memorias de Pepe Rivas, Los 70 a destajo. Es una crónica del primer Ajoblanco, y, con la excusa, aparece retratada la Barcelona de la transición, con un montón de personajes entre los que aparecen también Jordi y Albert Solé. En ese libro, Rivas se desata y se confiesa sin ningún pudor, conflictos sexuales incluidos, y creo que algunas de las páginas más emocionantes de la obra son las que dedica a la relación con su padre, viejo burgués de la vieja Barcelona ligado al franquismo. Partiendo del desacuerdo más radical, del desencuentro más absoluto, Rivas va narrando cómo, poco a poco, las líneas divergentes de la brecha generacional fueron convergiendo hasta el entendimiento mutuo. Ambos se admiraban y se reconocían, y para Pepe, ese reconocimiento tuvo mucha importancia.

Los padres dan para mucha literatura (como narración, incluyo Bucarest: la memoria perdida en la categoría de literatura). Y, cuando se traza con sencillez y honestidad, generalmente es buena literatura. Intensa, de altísima carga emocional, una de las más terribles exploraciones de nuestra condición humana: desmontar y volver a montar a esos personajes siempre oscuros, que siempre guardan algún secreto, a los que a veces odiamos y con los que casi nunca estamos de acuerdo nos tiene que enseñar por fuerza muchas cosas de nosotros mismos. Y todo aprendizaje, si se hace bien y hasta sus últimas consecuencias, es doloroso.