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FRANKITSCHMO

Me ha cautivado Metamaus, el libro de conversaciones con Art Spiegelman a propósito del vigésimo quinto aniversario de su obra Maus. Dice cosas muy interesantes acerca de su concepción, de su proceso creativo y de la conmoción que supuso su éxito, que ha determinado la vida posterior del dibujante y de su familia. Interesantes y mosqueantemente cercanas a reflexiones y sentimientos que yo mismo he tenido —no como triunfal y prestigiosísimo autor de cómics ni como hijo de un superviviente del Holocausto, claro, pero sí como lector y como escribiente que se ha formado una opinión y ha cultivado una actitud con respecto al arte y sus miserias, y puede que con respecto a la paternidad y a las relaciones filiales también, pero esa es otra historia—. No deja de ser inquietante sentir que tengo mucho más en común con un señor neoyorquino treinta años mayor que yo y a quien ni siquiera conozco que con la mayoría de las personas de mi generación con las que trato a menudo. Es preocupante y debería hacérmelo mirar. Quizá lo haga algún día.

No voy a entrar en pormenores, sólo quiero rescatar un par de citas sobre la relación entre el arte y el genocidio judío de la Segunda Guerra Mundial. Las pongo primero en inglés y luego las paso al castellano con la mejor de mis voluntades, pidiendo disculpas de antemano por mi impericia y desaliño como traductor amateur.

Dice Spiegelman:

A lot of popular culture about the death camps turns into Holokitsch. It sentimentalizes, it allows people a facile route back to just how life-affirming life is or something.

Esto es, para los que se fumaron las clases de inglés:

Mucha de la cultura popular acerca de los campos de exterminio se ha vuelto Holokitsch. Se sentimentaliza, ofrece a la gente una sencilla explicación de hasta qué punto la vida es una afirmación de la vida o algo así.

Me encanta el neologismo Holokitsch. Creo que resume bastante bien todas esas producciones literario-cinematográficas en las que ustedes están pensando.

Sigue Spiegelman, unos párrafos más abajo:

The Holocaust has become a trope, sometimes used admirably, as in Roman Polansky’s The Pianist, or sometimes meretriciously, like in Roberto Benigni’s Life is Beautiful. Almost every year there’s another documentary or fiction film up for some Academy Award in this category.

Esto es:

El Holocausto se ha convertido en un leitmotiv, utilizado admirablemente en ocasiones, como en El pianista, de Roman Polansky, y chabacanamente otras veces, como en La vida es bella, de Roberto Benigni. Casi cada año aparece otro documental o película de ficción para algún premio de la academia en esta categoría.

Bien, ahora voy a introducir unos sutiles cambios en ambos párrafos. Observen:

Mucha de la cultura popular acerca de la guerra civil se ha vuelto frankitschmo. Se sentimentaliza, ofrece a la gente una sencilla explicación de hasta qué punto la vida es una afirmación de la vida o algo así.

Y también:

La guerra civil y la posguerra se han convertido en un leitmotiv, utilizado admirablemente en ocasiones, como en Canciones para después de una guerra, de Basilio Martín Patino, y chabacanamente otras veces, como en Amar con huevos revueltos, de Yoquemesé Loquesea. Casi cada año aparece otro documental o película de ficción para algún premio de la academia en esta categoría.

Banalidad, mistificación, cursilería, mal gusto, ñoñez, melodrama barato y exprimidor de glándulas lacrimales de señoras seniles. Estas son algunas de las objeciones gruesas que se podrían hacer a buena parte de los títulos que se amontonan sobre un asunto del que algunos tienen aún la desfachatez de denunciar que existe un manto de silencio sobre él. Con los metros de película que se ha rodado sobre la guerra civil se podría alcanzar la luna, y con los libros que se han publicado sobre el tema se llenaban dos Everests.

Y, sin embargo, es cierto que no se ha escrito aún el gran relato que fije ese episodio histórico. No existe nada parecido —pero ni por el forro— a Lo que el viento se llevó o a Guerra y paz. Quizá argumenten algunos que la época de los grandes relatos quedó atrás, que ahora vivimos en tiempos de canapés y libros bajos en grasa, pero no deja de ser sintomático que la inmensa mayoría de lo que se produce sobre el particular sea gazmoño y vergonzante. Es tan grande el empacho que sufrimos que es muy probable que haga imposible la aparición de una obra grande y reveladora. Si alguna vez hubo un Tolstoi español con el talento y la disposición de ánimo necesarias para tal empeño, lo más seguro es que haya desistido de él, completamente asqueado de tanta cursilería barata. Han agotado el drama hasta reducirlo a su más esencial caricatura. Creo que, con honestidad artística, sólo se puede abordar la guerra civil hoy en día como parodia. La única aproximación seria que se puede hacer es a través del humor. Es el único flanco inexplorado, el único resquicio que la corrección oficialista ha dejado para buscar vetas literarias.

Ya se saben la fórmula: Comedia = tragedia + tiempo.

La cuestión aquí no es si el tiempo transcurrido es el suficiente para que, sumado a la tragedia, dé como resultado la comedia, sino si tiene algún interés literario volver a remover las mismas mierdecillas que tantos cursis y fatuos han removido con anterioridad. ¿No será mucho más honesto dejarlas estar? Como escribidor y como lector, creo que los autores que vuelven una y otra vez sobre este leitmotiv lo hacen con un marcado talante oportunista. No tanto por un oportunismo crematístico, sino para acaparar los premios, porque es mucho más fácil ganar un Goya con una peli en la que una actriz de moda vestida de miliciana enseña una teta que con una historia actual cuyo tema no sea el mismo que el del editorial de El País.

Cuando Art Spiegelman publicó Maus aún no había una saturación tan enorme de novelas y pelis sobre el Holocausto. Pero, a pesar de eso, según cuenta en Metamaus, le preocupaba mucho que su obra se deslizase hacia esa vertiente lacrimógena y maniquea —Holokitsch—. Sin embargo, tampoco quería que, en el empeño, su libro rezumase un cinismo que no sentía. La clave para encontrar el tono se la dio su terapeuta —qué judío, qué neoyorquino, qué woodyallenescamente apropiado—, otro superviviente de los campos de exterminio. Este psicólogo era de los más reputados de Manhattan, pero cobraba poco y tenía fama de excéntrico. Dedicaba muchas horas a trabajos sociales con chavales de la calle y en centros comunitarios, y por la noche tenía una consulta privada muy informal. A veces, trataba a Spiegelman mientras paseaba a su perro, y en uno de esos paseos le confesó que él —el psicólogo—, en realidad, era un nihilista.

¿Cómo un nihilista?, le dijo Spiegelman. Entonces, ¿por qué dedicaba tanto tiempo a estos trabajos sociales y a ayudar gratis a gente que lo necesitaba? «Bueno —respondió—, decidí que comportarme éticamente era la cosa más nihilista que podía hacer».

Este pensamiento inspiró a Spiegelman para componer Maus en una estética austera, que no subrayara la tragedia (pues todo subrayado es una banalización) pero que tampoco la tratara con desapego. Todo en Maus está muy medido, todo es muy sutil y, por ello, todo acaba sonando honesto. Hay una voz muy poderosa que no busca nuestra lágrima ni nuestro acuerdo. Una voz que, simplemente, busca expresarse.

Eso echo yo de menos en las obras sobre la guerra y la posguerra en España. El día que encuentre una así, me reconciliaré con el género. Hasta entonces, diré: qué coñazo viejuno de fascistas malos y de milicianos buenos.

METAMAUS

Yo soy muy fan de empresas inhumanas y despiadadas, como Amazon.com. No me importa que esclavicen a sus trabajadores, que hundan a su competencia con prácticas casi ilegales o directamente mafiosas, que provoquen guerras civiles en países africanos y que usen lágrimas de niños en la manufactura de sus artículos. No les reprocharé nada siempre y cuando cubran mis caprichos. Y Amazon.com los cubre: en dos días me sirve en mi casita, a coste cero, un libro publicado la semana anterior en Nueva York. Si para eso tienen que ser malvados y sanguinarios y causar la extinción de cuatro especies de anfibios y dos idiomas minoritarios, pues que lo hagan. Ande yo caliente.

Hoy he recibido esta pequeña maravilla, y estoy encantado:

Explicaría lo que es, pero como ya lo hice ayer en mi homilía dominical de Heraldo de Aragón, me limitaré a pegarla aquí para que entiendan mi placer. Les dejo con mi versión heraldiana.

(Nota al margen: no pensaba colgarlo, por aquello de que me gusta diferenciar los artículos que hago para la prensa de los que escribo aquí, quiero que cada uno tenga su espacio y su tiempo, pero el gran Óscar Senar ha tuiteado algo al respecto de esta pieza y me he animado).

Un gran clásico moderno

 Justo antes de ponerme a escribir este artículo he comprado en Amazon ‘Metamaus: A Look Inside a Modern Classic, Maus’, que acaba de salir en Estados Unidos. Contraviniendo toda la cultura ‘low-cost’ que impera en internet y que también me enseñaron mis padres, hasta he pagado un poco más para que me lo manden antes a casa, confiando en tenerlo ya en mis manos cuando este texto salga publicado. No escatimo en mis pasiones, ni siquiera miro sus precios.

Y eso que este extraño y lujoso libro va en contra de una de mis creencias más firmes en torno al arte y la literatura: que al autor no le conviene explicarse demasiado, porque se supone que todo lo que quería decir lo ha dicho en su obra. De hecho, tenía un amigo poeta que rechazaba ser entrevistado o mantener encuentros con sus lectores porque aseguraba que lo que quería decir ya lo había dicho en sus versos y que no sabía decirlo de otra forma, que esa expresión no podía traducirse, resumirse o transmitirse en otras palabras. ‘Metamaus’ hace justamente lo contrario: ahondar en las entrañas creativas de la que creo que es una de las obras más influyentes de la cultura popular occidental de mi generación y de la que la precede: ‘Maus’.

¿Y qué diantres es ‘Maus’ y por qué debería importarme?, se preguntarán algunos de ustedes. Pues ‘Maus’ es un cómic. De hecho, es el cómic contemporáneo por antonomasia, el que consagró el concepto de ‘novela gráfica’ para adultos y consiguió que el arte de las viñetas dejara de ser considerado una subcultura analfabeta para integrarse en el reino del arte de verdad, con todas sus consecuencias. Firmado por Art Spiegelman y publicado por primera vez en 1973, fue el primer cómic que ganó un premio Pulitzer y ha marcado a todos los autores serios del género desde entonces. El libro que sale ahora es un estudio que relata su proceso de creación, sus claves y cómo cambió la vida de su atormentado y complejo padre.

‘Maus’ es autobiográfico. En él, Spiegelman, hijo de víctimas judías del Holocausto, se propone contar la vida de su padre y de su familia desde que los alemanes invaden Polonia hasta que termina la guerra y emigran a Estados Unidos. Pero el cómic empieza en el presente, con el propio Spiegelman visitando a su padre en su casita de Queens, en Nueva York, para que le cuente sus recuerdos. Sin embargo, conforme avanza el libro, los recuerdos del Holocausto pierden importancia y Spiegelman se centra en la dura y adusta relación que mantiene con su padre, incapacitado para el cariño. Durante casi trescientas páginas, intenta comprender por qué su padre es una persona tan distante y enrocada y el libro entero acaba siendo una indagación en las heridas que una educación ruda y falta de amor pueden dejar en un hijo. La lectura acaba siendo desoladora porque Spiegelman no encuentra respuesta a ninguna de sus preguntas, pero en el camino construye un relato descarnado y desesperado sobre padres e hijos.

La descripción de ‘Maus’ como ‘clásico moderno’ es plenamente acertada. No sé qué obligan a leer ahora a los chavales en los institutos, pero quizá si incluyeran libros como este tendríamos más y mejores lectores adultos. Se me ocurren pocas lecturas más apropiadas para un adolescente que empieza a definirse por oposición a sus padres y que puede encontrar muchos puntos de anclaje en estas viñetas. Es solo una sugerencia, por si quieren descargar los currículos escolares de espadones y de calderonadas y llenarlos con relatos que comuniquen sentimientos vivos y actuales.

MÁS PADRES E HIJOS

Hace unos días hablé aquí de Maus y de otras obras que exploran la difícil y dolorosa relación entre padres e hijos desde la perspectiva del hijo. Y aquí estoy, emocionado perdido de nuevo, después de ver el pase que La 2 ha emitido de Bucarest: la memoria perdida. Ya no me arrepiento de haberme quedado en casa y no haber ido a un concierto que me apetecía mucho ver (me remordía la conciencia aparcar al cachorro con su madre, qué le voy a hacer, y además, me ha fallado el colega con el que iba a ir). El documental ha hecho que mereciera la pena el muermo hogareño.

No sé por qué no lo vi en su día. Hoy, recién muerto Jordi Solé Tura, era obligada su emisión. Albert Solé, periodista e hijo de Jordi, decidió rodarlo cuando a su padre le diagnosticaron Alzheimer. Es un sencillo, honesto y dolorosísimo buceo en la vida de su padre, cuyos recuerdos se van descomponiendo. Hablan sus viejos camaradas, sus enemigos, las mujeres que le amaron y los tipos que le detestaron políticamente. Es una obra muy extraña en estos lares. Los españoles, tan aparentemente expansivos, somos muy pudorosos al explorar nuestros sentimientos y nuestros conflictos más punzantes. La desnudez con la que Albert se muestra y a la que expone a su familia es rara en una sociedad acostumbrada a encerrar el dolor en casa.

Es precioso, una declaración de amor devastadora e incondicional. Una catarsis que no sé si habrá ayudado a Albert a pasar el trance de la desintegración de su padre con menos dolor, pero que seguro que le ha servido para entender, con una clarividencia nunca antes sentida, el verdadero e invisible cordón umbilical que le ha unido a su padre. Supongo que el dolor será el mismo, no creo que haya consuelo alguno en estos casos, pero al tratar de comprender quién fue su padre, ha estado más cerca de él de lo que nunca estuvo en los momentos de expansión y lucidez.

Muy cercano al entorno de Solé Tura, el de esa clase media universitaria barcelonesa del tardofranquismo, me viene a la cabeza el libro de memorias de Pepe Rivas, Los 70 a destajo. Es una crónica del primer Ajoblanco, y, con la excusa, aparece retratada la Barcelona de la transición, con un montón de personajes entre los que aparecen también Jordi y Albert Solé. En ese libro, Rivas se desata y se confiesa sin ningún pudor, conflictos sexuales incluidos, y creo que algunas de las páginas más emocionantes de la obra son las que dedica a la relación con su padre, viejo burgués de la vieja Barcelona ligado al franquismo. Partiendo del desacuerdo más radical, del desencuentro más absoluto, Rivas va narrando cómo, poco a poco, las líneas divergentes de la brecha generacional fueron convergiendo hasta el entendimiento mutuo. Ambos se admiraban y se reconocían, y para Pepe, ese reconocimiento tuvo mucha importancia.

Los padres dan para mucha literatura (como narración, incluyo Bucarest: la memoria perdida en la categoría de literatura). Y, cuando se traza con sencillez y honestidad, generalmente es buena literatura. Intensa, de altísima carga emocional, una de las más terribles exploraciones de nuestra condición humana: desmontar y volver a montar a esos personajes siempre oscuros, que siempre guardan algún secreto, a los que a veces odiamos y con los que casi nunca estamos de acuerdo nos tiene que enseñar por fuerza muchas cosas de nosotros mismos. Y todo aprendizaje, si se hace bien y hasta sus últimas consecuencias, es doloroso.