Archivo mensual: septiembre 2011

CHARLATANES

Que la culpa no es de las cosas, sino de las personas que las rompen, lo teníamos bastante claro, pero de vez en cuando necesitamos pruebas que renueven nuestra fe. Por cada cien libros de templarios y de chascarrillos de Buenafuente necesitamos al menos uno de Vila-Matas para seguir creyendo en la letra impresa. Por cada diez anuncios de Carmen Machi necesitamos un desnudo telefónico de Scarlett Johanson para seguir creyendo en la belleza femenina. Por cada sesión de David Guetta necesitamos tres discos de Steve Earle para seguir creyendo en la música como transmisora de emociones (aquí la proporción se invierte porque lo de este tipo es muy fuerte).

Y por cada cien mil horas de programación de Telecinco necesitamos al menos un programa como los que factura José A. Pérez para conservar la fe en que se pueden hacer cosas televisivas muy dignas, interesantes y brillantes sin necesidad de sonar aburrido o viejuno.

Acabo de ver Escépticos, la producción de este señor (conocido a lo largo y ancho de la internet por su blog Mi mesa cojea) para ETB, y lo he podido ver en la web de la cadena, tranquilamente, sin desesperarme buscando un archivo avi en vaya usted a saber qué página yonki. Para quienes aún no lo sepan, es una serie documental donde trata de desmontar unos cuantos mitos en torno a lo esotérico y demás (). Este capítulo me ha interesado especialmente porque estaba dedicado a la so called medicina alternativa, con excepción de la homeopatía que —anuncian— tendrá su propio capítulo más adelante.

El ritmo es ágil; el tono, amable, y la factura, limpia y lineal. Periodismo clásico: primero preguntan a los acupunturistas, chakristas, reflexologistas y charlatanistas, y después contrastan sus afirmaciones con las de expertos reconocidos, médicos y científicos de varias ramas.

El buen periodismo deja que cada cual se retrate. Y Escépticos no es nada nuevo en ese sentido. Quizá la forma y la estructura sí lo sean en parte, pero en esencia es periodismo del de toda la vida: reducir un fenómeno complejo a las voces de algunos protagonistas cuidadosamente escogidos para conformar un relato con ellos. Un relato que no explica todo, pero sí que proporciona las claves suficientes para que el público se aproxime al asunto con rigor y pueda profundizar más en él. Fácil, ¿no? Pues no ha de serlo tanto, cuando se ven tan pocos ejemplos últimamente.

No, hacer buen periodismo nunca fue fácil, pero esa es otra historia.

De todo el programa me quedo con las declaraciones de una señorita —no recuerdo si reflexóloga o masajista de chakras o qué— que no tiene empacho alguno en impartir una lección sobre cáncer. Según ella, la enfermedad es un desequilibrio del cuerpo fruto de un exceso de actitud negativa. Somos unos amargados y esa amargura nos acaba provocando cáncer. Y dice más: un cáncer de hígado indica que la persona es colérica; un cáncer de garganta indica que la persona se ha callado muchas cosas (en ese caso, yo debo de estar ganándome uno bien gordo). Y así, y así, y así.

Son fascinantes los raseros morales de esta sociedad que no tolera que se pasen por televisión imágenes de los atentados del 11-M por respeto a las víctimas, pero que permite —y a menudo alienta— a gente como esta afirmar monstruosidades tales en cualquier foro sin que a nadie le preocupe la ofensa que los pacientes oncológicos y sus familias puedan sufrir. O los mismos médicos oncólogos, que después de pasarse toda la vida estudiando y aprendiendo de una exigentísima y desalentadora práctica clínica, tienen que escuchar con educación a gente así, reprimiendo el instinto natural de estrangularla.

La teoría de que la enfermedad es una especie de castigo —divino o no— que sufrimos por nuestros males puede tener un pase moral en el caso de las dolencias que se producen por un envenenamiento consciente (es decir: podemos afirmar que un fumador se ha ganado a pulso un cáncer de pulmón, pero sería una hijoputez hacer lo mismo refiriéndonos a un minero con silicosis), pero se convierten en puros y simples insultos para todos aquellos enfermos crónicos que sufren con resignación y paciencia sus males. Yo, por ejemplo.

O mi difunto hijo.

Invitaría a esta señorita a visitar una planta de oncología pediátrica y a exponer sus audaces teorías ante los padres y los enfermos. Que les diga que, además de putas, tienen que poner la cama, que todo se soluciona con un poquito de alegría y unas sonrisitas.

Por cierto, hay un mito en torno al cáncer que ha demostrado una y otra vez su carácter de ídem (mito: creencia falsa e infundada que una gran cantidad de gente toma por cierta según un fenómeno que ciertos filósofos conocen como intersubjetividad): en contra de lo que muchos psicólogos e incluso algún médico cree, la actitud del paciente no influye en el pronóstico ni para bien ni para mal. No importa que te deprimas o que bailes: tu curación no va a depender de eso. Es preferible que bailes porque siempre es mejor ser feliz a ser desgraciado, pero nada más.

En fin, me ha gustado mucho Escépticos. Me hace confiar en que todavía hoy se puede hacer buena tele en este país. Enhorabuena a José A. Pérez y a su equipo.

LA HORA DE LOS FEOS

Antes, cuando era sociable y me dejaba ver, me lo decían mucho: «Del Molino —o Moulin (pronúnciese Mulán)—, tienes que escribir de esto. En el periódico, en el blog o donde sea, pero tienes que escribir sobre esto». Generalmente, sonreía y me llevaba la cerveza a la boca. A veces, incluso asentía antes de cambiar de tema, aunque no me tomaba demasiadas molestias en fingir que la propuesta, hablando con sutileza, me resbalaba por la bolsa escrotal. Pero como hace mucho tiempo que nadie me insta a escribir sobre algo, me hizo mucha ilusión que me lo propusieran, así que voy a hacer caso.

El caso es: una amiga periodista que podría colocarse holgadamente en la televisión autonómica pero a la que no le da la gana porque a ella, lo que es la tele en todas sus variantes, le produce náuseas. Aunque le digo que es una pena, porque dará «muy bien en cámara» (en realidad, puede que no me anduviera con remilgos y que dijera claramente: «Con lo buena que estás, vas a triunfar a lo grande»). Esto da pie a un debate sobre televisión y niñas monas, y que qué vergüenza que una carita bonita y unas tetas enhiestas y firmes se antepongan al rigor y al talento profesionales. Ahí es cuando dice: «Escribe sobre esto».

—¿Qué pasa, que un feo no puede trabajar en televisión? —proclama, indignada.

—¡Pero si la tele está llena de feos! No se ven más que adefesios y adefesias con voces horrísonas. Los tiempos en que lo bello era hegemónico quedaron atrás hace mucho. Además —concluyo—, yo soy partidario de que los feos sean apartados de la tele por principio. Hombre, si son graciosos o tienen algún talento especial, podemos hacer excepciones con ellos. Pero, por norma general, los feos, a la radio o a escribir en los periódicos, que para eso están

Supongo que todo responde a la saturación berlusconiana de los años noventa. Cuando Valerio Lazarov atragantó las pantallas con silicona y olor a coño («¡Esas faldas más cortas, quiero que el espectador huela a coño!», dicen que gritaba en los platós de la primera Telecinco), por fuerza tenía que producirse una reacción contraria. Es una ley física. En algún estudio de mercado se detectó el hartazgo del durmiente de sofá medio, que ya no aguantaba una sola teta operada más, que no se tragaba ese frenesí de cirugía plástica y brillantina y que reclamaba algo más auténtico y verosímil. De la misma forma que el porno siliconado, depilado y acrobático de las mansiones de California entró en decadencia y fue sustituido por ese otro porno casero de amas de casa con michelines que se lo montan encima de la lavadora, la tele se empezó a llenar de tipos normales y corrientes.

Qué bien lo entendió Emilio Aragón, que nos coló a la mismísima Carmen Machi, una actriz que no habría podido triunfar en la época de las mamachichos, pero cuyas evidentes limitaciones (bajita, no muy agraciada, con una voz espantosa y una más que cuestionable vis cómica cuyo único y sobreexplotado recurso técnico consistía en berrear como una portera de antaño) se convirtieron en virtudes para un espectador que acababa de descubrir los encantos de su barrio de mierda. Justo en el momento en que su barrio de mierda se llenaba de rumanos y necesitaba reivindicar un pedigrí cañí que nunca consistió en otra cosa más que en mugre, menudeo de estupefacientes adulterados y escolarizaciones fracasadas.

Si Pamela Anderson concentraba todas las aberraciones del modelo anterior, propio de los noventa, Carmen Machi es el súmmum de la tendencia actual. La publicidad prescindió de los cuerpos esculturales y de las voces moduladas y se lió a hacer anuncios con tipos calvos y bajitos o con muchachas de mentón prominente y voz de pito. La marca de jabones Dove quiso hacer un poco de filosofía protofeminista al respecto, diciendo algo así como que la belleza no sólo está en lo bello (¿?). Hasta a Interviú le dio por sacar a chonis de pechos flácidos y celulitis que el Photoshop no borraba. Puede que incluso utilizaran el Photoshop para añadir celulitis allí donde no había, para que la chica pareciera más normal, más como nosotros.

Y, sin embargo, los guapos conservaban un reducto casi inexpugnable: los informativos. La moda de los feos con las voces discordantes no llegó allí. Por suerte, añado yo. Por lo visto, los ejecutivos de las cadenas coincidían en que un atentado de ETA o un desplome bursátil narrados por Carmen Machi contenían un grado de dadaísmo absolutamente insoportable. Tan guapas eran ellas —especialmente, ellas—, que hasta el propio príncipe Felipe le dijo al rey, mientras veían juntos un Telediario: «Papá, qué chica tan mona, ¿me la compras?». Y papá, complaciente, llamó a Pedro Erquicia para que le hiciera un presupuesto.

Y es en los informativos donde una chica o un chico bien plataos pueden aspirar a hacer carrera. Dice mi amiga que esto supone una banalización de la información, pero yo creo que un ser feo o mal diseñado puede banalizar mucho más el presunto ejercicio periodístico: un individuo pulcro, guapo y con voz de barítono garantiza una asepsia en el discurso, es capaz de atraer la atención sobre él y, al mantenerse hierático y profesional, acaba centrando la atención en lo que dice, que en su boquita de piñón suena tan creíble y sólido como si saliera de la boca del mismo Moisés.

Además, y esto no es lo de menos, a mí me gusta ver a gente guapa. Llámenme superficial, pervertido o lo que quieran, pero donde esté una cara bonita, que se quiten los feos. Y no me desagrada que alguien rematadamente bello utilice su propia belleza para triunfar o llamar la atención. ¿Por qué no, si ese alguien tiene algo de lo que la mayoría de la gente carece? ¿Qué más da que no se haya esforzado por tenerlo, que le venga de fábrica? Pues mejor para él.

Espero que el movimiento feísta se sature como se saturó el de la silicona y las vigilantas de la playa, y pronto vuelvan a reinar los hermosos y las hermosas. Los guapos no deberían pasar hambre, siempre deberían encontrar a alguien que les pusiera un plato caliente a cambio de dejar que les miremos un rato. O ni eso, gratis, sin intercambio comercial.

El Imperio Romano empezó a resquebrajarse cuando los cristianos pusieron de moda el look mártir-devorado-por-los-leones-y-con-las-tetas-colgando. Cuando cambiaron a sus dioses violadores de abdominales perfectos por enclenques sociópatas con la mirada perdida de tanto predicar el evangelio, a los bárbaros no les costó nada arrasar su imperio.

O miren la URSS: cuando la estética estalinista de obreros fornidos y gigantes que arreaban con fiereza al yunque del capitalismo fue sustituida por la blanda retórica de la perestroika y sus amas de casa tristonas y cansinas, bastó un soplido para que todo se fuera a la mierda.

Yo abogo por los guapos, y ya que, de momento, sólo triunfan en los informativos, reclamo que mantengan su cuota de poder en ellos, que no reblen. Y la próxima estrella que me gustaría ver brillar en prime time es esta moza:

Se llama Raquel Martínez y la foto no le hace justicia. Tienen que verla de madrugada, presentando el informativo del Canal 24h de TVE. Sólo espero que, cuando gane el PP, la nueva dirección de la cadena piense en ella para un horario más conveniente, que las dos de la mañana no son horas.

Además, ¿les cuento un secretito? Esta chica hace un cameo en mi novela —que saldrá publicada en unos meses—. Breve, pero significativo.

Mientras tanto, algunos seguiremos trasnochando un poquito.

LA ERÓTICA DEL AZULEJO

Este fin de semana me he quedado prendado de un artículo de Vicente Verdú que El País publicó sin subtítulos ni comentarios del director ni un prólogo o estudio preliminar. Nos soltó el texto así, a pelo, con todas sus oraciones subordinadas y sus cultismos grecolatinos. Como si leer en castellano normal no fuera ya lo bastante dañino para la vista. No descarto que General Óptica haya entrado en el accionariado de El País y los artículos de Verdú sean parte de su estrategia para que liquidemos su stock de gafas y de lentillas, porque a mí me aumentaban las dioptrías a razón de 1,5 por párrafo. Es lo que tiene forzar los ojos y el entrecejo para intentar entender qué cojones nos quiere decir este, al parecer, reputado comunicador.

La pieza se intitula Scarlett y el pubis y, cuando escribo esto, lleva 48 horas encabezando la lista de lo más leído en elpais.com. Obviously: poner pubis y Scarlett en la misma frase garantiza una enorme afluencia de googleros. Verdú, que probablemente algo sepa de esto, les ha cazado como moscas en una telaraña, con una estratagema que roza la estafa: porque es evidente que los que buscan el pubis de Scarlett, lo último que quieren encontrar en su lugar es un texto de Verdú que no se entiende. A lo mejor, como pasaba con las pelis porno del plus, si lo leen entrecerrando los ojos alcanzan a ver las tetas de Scarlett entre línea y línea. Yo lo he intentado y no hay manera.

Empieza Verdú haciéndose una pregunta de alto calado teleológico: “¿En qué cabeza cabe que en la ducha o en el tocador se haga ella a sí misma fotos en cueros y las guarde después en un móvil que se mueve por todas partes?”. No se apuren, no se mesen las barbas desconcertados, que el mismo interrogador tiene la respuesta en el siguiente párrafo:

Podría aceptarse que padeciera esa manía. El narcisismo es mistérico. Pero, además, las actrices o los ronaldos tienden a sentirse iconos para sí mismos y acostumbran a ser tan atrabiliarios como desorbitados.

El narcisismo es mistérico. Antes de perder más dioptrías debo suponer que Verdú quería decir que el narcisismo es misterioso, esto es, “que encierra o incluye en sí misterio” (DRAE), y no mistérico que, aunque no está recogido por la Real Academia, es un adjetivo que califica a aquellas religiones que tienen ritos secretos que sólo se desvelan a los iniciados.

La siguiente frase es mucho más misteriosa. Juro que la he leído muchas veces y todavía no la he entendido. Quizá puedo intuir muy lejanamente qué significa eso de “ser iconos para sí mismos”, pero prometo por mi colección de vasos de cerveza que no sé que tiene que ver lo “atrabilario” o lo “desorbitado” con hacerse fotos en pelotas.

Total, que me quedo como estoy, aunque un poco más ciego, y llego a la primera tesis del artículo, que se presenta como conclusión de una concatenación lógica, pero que a mí me parece una premisa falaz y sin sustento. Hela aquí:

Ya no es tanto el desnudo del cuerpo de la actriz o el ídolo lo más vistoso, sino el desnudo del medio interior, la arquitectura interior, donde se desnuda y yace.

Es decir, si lo entiendo bien: no me excitan las tetas o el pubis de Scarlett, sino los azulejos de su baño. Bien, de esto sí que me he enterado. Con ese razonamiento, pocas cosas habrá más eróticas que un anuncio de Porcelanosa.

Me siento un poco raro, porque a mí, los azulejos, sanitarios y demás me dejan más bien frío —si están limpios; sucios, pueden darme asco, aunque nunca me van a excitar—, pero Verdú insiste en este incontrovertible hallazgo sociológico o psicológico o algo que termine en -lógico:

La intimidad de una casa o de un dormitorio, la intimidad de un cuarto de baño o una cama deshecha puede ser una oferta sexual mucho mayor que un cuerpo sucinto, un cuerpo sin ropa y aislado del escenario natural donde se gesta.

Me pierdo: ¿los cuerpos se gestan en escenarios naturales? Tenía entendido que era en la matriz de la mujer, pero qué sabré yo, que ni escribo en El País ni nada. Por otro lado, aquí mezcla conceptos abstractos con objetos: la “intimidad” no puede ser nunca una “oferta”, ni sexual ni de ningún otro tipo, porque la intimidad es una cualidad abstracta. De nuevo, qué sabré yo, pero ahí lo dejo, por si acaso. Asumo que quiere decir que la oferta es el cuarto de baño o la cama desecha, pero no porque el texto lo exprese así. Además, asegura que eso puede ser una “oferta mayor”, es decir, más grande. Pero algo más grande no es necesariamente algo mejor o preferible a otra cosa menor. Coincido en que una cama deshecha o un cuarto de baño, por pequeño que sea, siempre será mayor que un cuerpo, especialmente si éste es “sucinto”. Entiendo que esta premisa no se aplica a los cuerpos extensos como el mío, que casi pesa cien kilos.

La cosa sigue tal que así:

La gran atracción pues de las llamadas sexcams, en constante ascenso entre los usuarios de la Red, se apoya por tanto menos en la coqueta anatomía del personaje que en su figura más la especial decoración alrededor.

Dejo sin comentar la puntuación por no alargarlo más. En fin, medio artículo para decir que lo que nos pone cachondos de las sexcams (sic) es fisgonear en el dormitorio del que se despelota y monta el numerito. Vicente Verdú acaba de descubrir el voyerismo. Acabáramos.

Y una vez alcanzada tan audaz verdad, llegamos a mi párrafo favorito, que interpreto como una muestra de humor de su autor o como un simple pasote. Dice así:

No se penetra el cuerpo sucinto, sino encuadrado. La mirada del cuerpo a pelo vale menos que el promiscuo fisgoneo por los objetos asociados de alrededor. Los cuerpos se parecen demasiado entre sí, pliegue arriba, pliegue abajo, pero los hogares necesariamente son mucho menos iguales, están plagados de sorpresas y, a la fuerza, poseen más signos y frunces por desbrozar y juguetear con ellos.

Por partes y frases:

La mirada del cuerpo a pelo vale menos que el promiscuo fisgoneo por los objetos asociados de alrededor. Traduzco: me pone más cachondo la monísima lámpara de noche o la coqueta mesilla que Scarlett tocándose el pubis a ritmo de charleston. Quizá si soy diseñador de muebles o decorador de interiores, sí, pero le aseguro, señor Verdú, que llegado el caso, podría describirle las pecas y la forma y espesura del vello del pubis de la señorita de la sexcam, pero no me pida que le describa la cenefa de la pared o el estampado de la colcha. Llámeme pervertido, pero yo soy un antiguo y me siguen excitando más las personas que las lámparas.

Los cuerpos se parecen demasiado entre sí, pliegue arriba, pliegue abajo, pero los hogares necesariamente son mucho menos iguales, están plagados de sorpresas y, a la fuerza, poseen más signos y frunces por desbrozar y juguetear con ellos. Esto es fantástico. ¿Los cuerpos se parecen demasiado entre sí? La carrera y la cuenta corriente de Scarlett Johanson están basadas en que su cuerpo no se parece demasiado al común de los cuerpos. Y si usted, señor Verdú, cree que su cuerpo es parecido, pliegue abajo, pliegue arriba, al de Brad Pitt, puede que el aquejado de un grave narcisismo mistérico sea usted. La segunda parte de la frase es igualmente risible: ¿cómo que los hogares son necesariamente mucho menos iguales que los cuerpos? ¿No ha oído hablar de Ikea, por el amor de dios? Le alabo el gusto, porque ese desconocimiento implica que puede pagarse unos muebles de importación hechos ex profeso para su torre de marfil (aproveche y disfrútelo, que uno de estos días, El País dejará de pagar con la generosidad habitual), pero siento desengañarle: gracias a Suecia, el interior de la mayoría de las casas de clase media de Europa occidental y puede que de Estados Unidos se parecen tanto que pueden intercambiarse. Es decir, que la realidad es justamente la contraria a la que usted describe: los cuerpos no se parecen entre sí —si así fuera, Elena Anaya y Marta Etura estarían cobrando el paro—, pero las casas, sí.

No contento con equivocarse una vez, Verdú insiste unos párrafos más abajo (en realidad, todo el texto es una reiteración cansina de lo mismo):

Sin ser iguales, todos somos muy parecidos desnudos, pero los hogares, sin ser iguales, son mucho más desiguales que la desnudez. Ver a alguien en cueros resulta al cabo mucho menos que escudriñar en los pormenores de su guarida.

Como veo que el razonamiento escrito por sí solo no es bastante, recurriré a los métodos didácticos de Barrio Sésamo. No lo pondré desnudo, pero esta es una foto de Vicente Verdú:

Y esta es una foto de Jon Kortajarena (obligado a ponerse gafas después de leer el artículo de Vicente Verdú):

Ahora, que levanten la mano quienes piensen que el desnudo de Verdú se parece al de Kortajarena y que, en el fondo, lo mismo da montárselo con uno que con otro, siempre que el decorado de la sexcam tenga azulejos bonitos.

Lo que nos lleva a la supuesta conclusión de este desvarío farragoso con forma de texto:

Por el contrario, una alcoba, un cuarto de baño, un vestidor en donde el desnudo se expone cadenciosamente vuelve a ser la escena de una buena cetrería para la que se requiere mayor habilidad, finura y educación.

“Habilidad, finura y educación” no son términos que se puedan asociar al acto de hacerse una paja mientras una tipa o tipo hacen lo propio frente a una webcam (o sexcam, como dice Verdú, no sé cuál es la diferencia técnica: supongo que las sexcam tendrán forma de pene). Se me ocurren otros términos para aludir a la masturbación compulsiva frente a la pantalla del ordenador, y esos los reservaría para relatar una cena de gala con el embajador de Namibia, por ejemplo.

En resumen: los cuerpos no molan, pero los flexos y las mamparas de baño nos ponen muy cachondos. Bien por la sociología, que tantos ojos nos abre (para dejárnoslos ciegos, pero los abre).

UN SEÑOR DE PROVINCIAS

Mecagüen Elvira Lindo y los oscuros designios de la promoción literaria (ajá, como he empezado defecando sobre ilustre nombre, van a seguir leyendo por si la mierda llega al río, ¿verdad? Les conozco mejor que Pedro Piqueras y Jorge Javier Vázquez juntos). Resulta que hace años, servidor descubrió una editorial de Logroño. La editorial de Logroño, que quién iba a imaginar que en Logroño gastaban de esas cosas (he empleado el indeterminado una editorial de Logroño, como si pudiera haber más de una). Recibo sus libros, me hace tilín su nombre, Pepitas de Calabaza, y su aire transgresor y desgreñado, me pongo a escribir de sus novedades mucho antes de que la gente se enterase de que en Logroño había una editorial, y entablo una cierta relación epistolar con el editor, Julián Lacalle. Es más, me harto de recomendar sus libros por ahí y de explicar a mis amistades y conocidos que, aunque la editorial es de Logroño, sus libros no huelen a lentejas riojanas ni a sobaco de viticultor ni se regalan con bonos de rutas de enoturismo. Total, que me monto un apostolado en condiciones, y en cuanto me doy la vuelta, va Elvira Lindo y se atribuye el mérito de descubrir al mejor autor (vivo y español) que ha publicado esa editorial.

No hay derecho, yo quería seguir predicando en el desierto monegrino un rato más.

¿Cómo es posible que Elvira Lindo supiera de la existencia de Manuel Jabois antes que yo? Me la han hecho gorda, pero ya no me despisto más.

En fin, llego tarde, ya todo el mundo se ha enamorado de Manuel Jabois y no he sido yo quien lo ha traído a la fiesta. Me tendré que conformar con rabiar desde la calle, ya que el portero no encuentra mi nombre en la lista.

Manuel Jabois es un periodista gallego y escribe columnas en el Diario de Pontevedra y en El Progreso. Ser gallego y escribir en la prensa dejó de molar el día que descubrimos que Manuel Rivas era un peñazo mayúsculo y que Cela estaba dispuesto a gasear a pedos Estocolmo hasta que se rindieran y le dieran el Nobel. Pero Jabois nos mola porque es un gallego que escribe desde Galicia y, como el título de su libro indica, no siente la menor ansiedad por probar fortuna en la capital. Y a mí, que un señor que junta letras desde una lejana provincia que muchos escolares y no pocos licenciados universitarios no sabrían situar en un mapa reparta sopas con honda a tanto columnista postmoderno de barbilla enhiesta y coderas Paul Smith, me pone.

Ya quisieran muchos popes del periodismo patrio que presumen de haber visto mundos más allá de Orión escribir algo que pueda no ya hacer sombra, sino medirse sin dar vergüenza con cualquiera de los artículos que se recogen en este volumen. Hay quien recorre todo el mundo sin enterarse de nada de lo que pasa en él y vuelve a casa tan paleto como salió, y hay quien, sin salir de su barrio, es capaz de enseñar el mundo entero en tres párrafos. Jabois pertenece a esta última estirpe, que engaña con su falsa modestia y su aire de mosquita muerta provinciana, pero a la que te descuidas te montan una obra maestra de la literatura, los muy cabrones.

Irse a Madrid no es una obra maestra, pero hacía mucho tiempo que no descubría a un articulista que me gustara tanto. Sólo lamento que escriba en papeles gallegos porque no se venden en el kiosco de mi barrio, que si los vendieran, me gastaba los dos euros y pico que cuesten sólo por leerle en papel. Y les confieso, aquí entre nosotros, que me estoy quitando de comprar periódicos en papel, pero si me ponen a un par de tipos como Jabois firmando a diario, vuelvo al vicio de cabeza. Por suerte, no va a suceder, porque los becarios postmodernos no sólo no escriben como Jabois, sino que tienen la competencia lingüística de un orzuelo de Mourinho.

Como todas las compilaciones, Irse a Madrid también tiene sus picos y sus valles. No es que flojee en algunas piezas, es que brilla más en unos registros que en otros. Cuando ataca la actualidad política o escribe de temas periodísticos con ánimo de columnista —es decir, cuando opina—, está simplemente correcto. Pero cuando narra sus días y construye pequeños cuentos sobre la nada cotidiana de una noche cualquiera en la puta ciudad de Pontevedra en la que se puso ciego de porros y esas cosas, emerge un escritor que sabe ser sobrio y absurdo, con un sentido del humor de los que ya apenas se ven y que trabaja el castellano con una ductilidad, una riqueza léxica y una aparente sencillez, que a veces dan ganas de aplaudir. Lo malo es que se te cae el libro si te arrancas con una ovación.

No hay tema ni aldea pequeña para el escritor de verdad, que es el que escribe porque no puede hacer otra cosa que escribir y que, como dice Jabois, si no le dejan hacerlo en los periódicos, lo hará en las paredes de los edificios o allí donde pueda encontrar un público, le paguen o no.

He aquí algo así como su poética periodística, contenida en una crónica de una visita a una cárcel para participar en un programa de radio:

Yo dije que cada vez me interesaba opinar menos, pero que bien es verdad que hay días en que la columna ha de rellenarse sí o sí, y no siempre hay historias en el armario o asuntos triviales de los que ocuparse, y se pone uno de repente a salvar el mundo. También que en este país los columnistas están en los diarios compitiendo para ver quién se toma más en serio y hasta los viñetistas se las dan de trascendentes. Que no hay humor, vamos, y el que hay es humor inteligente hasta el elitismo, indetectable para el pueblo, como esos codazos estúpidos que se dan los intelectuales en las cenas con una gracia sobre Plinio el Viejo (…). Por lo demás, suelen vaciarse las columnas como se vacía el saco de pienso en las granjas industriales, y la gente va al periódico con la sagrada misión de convencerse, no de informarse.

A mí me encanta Jabois cuando se pone bruto, cuando dice que echa de menos su aldea, que de ella sacaba sus mejores historias, y cuando escribe casi una oda a los culos de las chicas de Vigo, cincelados por las duras cuestas de la ciudad. A veces, en su registro más íntimo, me recuerda a otro autor gallego, esta vez coruñés, Celso Castro, que también habla mucho de adolescencias, drogas y mete-saca. Será que Galicia entera es un adolescente drogado que está todo el día follando. O eso nos quieren hacer creer, y que por eso no se van a Madrid, porque la emigración es cosa de ancianos y se está tan a gusto en Pontevedra dándole al porro y tocando tetas de divinas niñas viguesas, todas de ojos claritos y pelo rubio.

Pero seguro que cuando yo vaya a Vigo sólo veré culos gordos, porque no sé mirar tan bien como mira Jabois.

SURVIVING AMINA

En la última Seminci, Barbara Celis presentó su documental Surviving Amina, la historia de una niña que fue diagnosticada de leucemia cuando tenía pocos meses y que murió después de un trasplante de médula. Cuando se estrenó, vivíamos uno de los peores momentos con Pablo: acabábamos de enterarnos de que la primera parte del tratamiento no había funcionado todo lo bien que debiera. Yo no quise saber nada del documental, me negué incluso a leer críticas sobre la peli o entrevistas a su autora. Pero lo anoté: quería verlo cuando las cosas marcharan bien y mi cerebro pudiera asimilar dramas ajenos.

Después del trasplante, cuando el equipo médico de Barcelona empezó a mostrarse abiertamente optimista, escribí a Barbara Celis para pedirle una copia. Me dijo que estaba de viaje y que, en cuanto volviera a Nueva York, me atendería.

Cuando el mensajero trajo a casa el sobre de US Mail, ya casi no me acordaba de que había pedido la peli. Cris no quería verla, así que la apilé a la espera de una madrugada solitaria en la que me sintiera lo bastante fuerte como para enfrentarme a la historia. Mientras esperaba, Pablo tuvo una recaída salvaje e imprevista y, a las poquísimas semanas, murió. Durante todo este tiempo he tenido el DVD de Surviving Amina en mi mesa de trabajo, junto a los libros que leo. Me tropezaba con él constantemente, y hasta Pablo jugaba con la caja cuando le daba por sentarse conmigo en el ordenador y robarme los libros.

Esta noche, al fin, la hemos visto. Nos hemos enfrentado a una historia muy parecida a la nuestra, y sólo me queda felicitar a Barbara Celis por la delicadeza y el cariño con los que la ha contado. Los padres de Amina son sus amigos, y por eso le dejan entrar con su cámara hasta la fuente misma del dolor. Por eso la intimidad se muestra tan cruda en la película, porque los padres no están hablando a una cámara, sino que lo están haciendo a una amiga.

Sin embargo, casi toda la narración es una elipsis. Los parlamentos de la madre y del padre son largos y desnudos, pero son sólo eso: parlamentos. Aunque se atisba parte de la vida hospitalaria y del agotamiento insufrible de la vida hogareña, Cris y yo sabemos que se está omitiendo el verdadero dolor. Probablemente, porque es irreductible a unas imágenes, porque no se puede transmitir en una película.

Cuando la madre, Anne, dice que está agotada, sabemos exactamente a qué agotamiento se refiere. Cuando vemos la relación cariñosa que tiene con las enfermeras, vemos a nuestras enfermeras jugando con Pablo. Cuando la vemos entrar en casa con Amina después de un alta hospitalaria, sabemos exactamente cómo es esa alegría amarga que le llena el esófago.

Entendemos todo lo que sienten, pero no porque se cuente en el documental, sino porque hemos estado en los momentos en que la cámara permanecía apagada, y sabemos del miedo y de la desesperación, y también de la ternura y de la paz que a veces se respiran en los pasillos y habitaciones donde ríen —sí, también ríen. Y mucho, a veces— los niños de oncología.

El final del documental está rodado cuatro meses después de la muerte de Amina, y en él, Anne asegura que se siente afortunada de haber vivido eso. No de que su hija muriera, sino de haber tenido el privilegio de vivir con Amina. Y Cris y yo nos hemos sonreído porque es exactamente lo mismo que llevamos diciendo desde hace un tiempo y lo mismo que dije en la despedida de Pablo: que, salvando la muerte, no cambiamos nada, que incluso con la leucemia y los hospitales y la quimioterapia, tuvimos la inmensa suerte de amar y de ser amados por el ser más maravilloso que hemos conocido y que conoceremos nunca. Y eso, ni siquiera la puta muerte nos lo podrá quitar nunca. Nos quitó a Pablo, pero no l0 que vivimos con él.

También dice Anne que siente que la muerte de su hija le ha convertido en una persona diferente al resto. Todos somos diferentes unos de otros, pero Anne se refiere a una diferencia más sustancial, casi ontológica. Nosotros también lo sentimos así, sabemos que ya no podremos ver ni tocar ni sentir el mundo de la misma forma en que lo hacíamos antes. Tenemos que aprender a vivir en nuestro nuevo estado.

Barbara Celis ha hecho un documental pequeñito, discreto, cariñoso y muy delicado y sutil. Nos ha liberado ver nuestra historia reflejada en otros, aunque la nuestra sea en cierto sentido muy distinta porque, como pareja, no tenemos nada que ver con Anne y Tomasso. Pero la enfermedad, los tratamientos y el miedo son idénticos.

Por cierto, un hurra por esa sanidad pública española que se empeñan en desmantelar: la familia de Amina vive en Nueva York y la niña recibió tratamiento en el prestigiosísimo NYU Langone Medical Center. Y la verdad es que, por lo que se adivina en el documental —y un ojo experto como el nuestro, capaz de distinguir un porth-a-cad de un catéter de triple vía y de reconocer al primer vistazo cuatro modelos distintos de bombas de perfusión intravenosa (y de saber programar y manejar algunos de ellos)—, la atención que recibió Pablo no se distinguió en nada en cuanto a los tratamientos y seguimiento. De hecho, en un par de detalles hemos descubierto que los equipos de Zaragoza y de Barcelona eran más estrictos y cuidadosos que el de ese hospital de Nueva York: les permiten ciertas pequeñas imprudencias con la niña que nuestras oncólogas del Servet no habrían tolerado, porque la exponían a infecciones y complicaciones serias. No sabemos lo que tenemos, de verdad, y mientras lo ignoremos, cuatro politicuchos irresponsables se lo van a cargar sin remedio.

PD.- Al releer y corregir el post, y a propósito de las imprudencias, recuerdo que durante una de las altas hospitalarias, salimos a pasear con Pablo. Tenía los leucocitos aún muy bajos, por lo que debíamos extremar las precauciones, y entre ellas estaban restringir completamente el contacto físico con la gente y no respirar el aire de sitios cerrados donde se concentran los gérmenes. En ese paseo, me encontré con un conocido que iba con su mujer. Los dos fueron a acariciar a Pablo y les aparté con celeridad, explicándoles someramente la situación. Parecieron entenderlo, pero al llegar a casa me encontré con un mail de este conocido en el que me decía que no imaginaba que yo fuera un padre tan hiperprotector y que le sorprendió mi actitud. Creo que aún tuve aguante para contestarle fría y cortantemente, pero no fui lo bastante insolente. Así vivíamos, siendo tomados por locos o por imbéciles. Y creo que así viviremos siempre: ni se nos entendió entonces ni se nos entenderá ahora. Es difícil comprender qué significa pasar dos meses sin poder besar a tu hijo y tener que cambiarte de ropa, ducharte, ponerte pijamas estériles y llevar una mascarilla quirúrgica cada vez que estás con él, y quemarte las manos con desinfectante antiséptico antes de poder tocarle. Hay que vivirlo para empatizar. Pero supongo que la ofensa es gratuita.

LA VAGINOPLASTIA DE ALMODÓVAR

Qué gusto da escribir de lo que escribe todo el mundo. Qué gusto improvisar unos chistes fáciles sobre la peli del momento y recoger tres o cuatro aplausillos del respetable. La gente se debe de pensar que los terroristas blogueros siempre andamos con la meninge irritada de tanto frotárnosla para encontrar algo original de lo que escribir, pero se equivocan: nada nos da mayor placer que etiquetar nuestros textos con los trending topics del día. Asomar la nariz al corrillo, preguntar de qué se está hablando y hacer un chiste de pedos al respecto. Eso es lo que nos mola de verdad.

Así que voy a sacar al Carlos Boyero que llevo dentro —sin su cuenta corriente pero con un careto mucho más joven y saneado— y voy a escribir sobre lo que ustedes ya imaginan. Y lo voy a hacer sin spoilers de esos, para que no lean como si pisaran huevos, que les conozco.

Sí, Almodóvar. Qué cosa.

Como muchos de ustedes, acabo de salir de ver su peli. Yo sólo he pagado 4,50 euros, que era día del espectador, y con lo que me ahorré en la entrada me pillé una mediana de palomitas. Siempre pido la grande y no consigo acabármela ni con la ayuda de mi señora, así que probé con la mediana y tampoco pude con ella. Al final, se quedaron en el fondo esas molestas migajas y esos granos de maíz que son como abortos de palomita y que pueden hacerte saltar un empaste.

Me explayo en la descripción del contexto de mi actitud escópica ante el objeto fílmico en tanto que sujeto observador (ya casi hablo como un catedrático de humanidades o como un taxista que estudia por la UNED) porque lo mejor de La piel que habito fueron, con diferencia, las palomitas. En su punto, con la sal justa, ninguna rancia y todavía calentitas. No me dejaron la boca como un zapato ni me empacharon. Una grata y calórica experiencia.

La peli fue calórica, pero no grata. Va, empiezo ya, que no me va a quedar sitio para comentarla.

Como le ocurre a algunas supuestas obras maestras del cine, La piel de habito falla porque descansa sobre una premisa absolutamente falsa y, además, increíble: al estar ambientada en Toledo, Almodóvar pretende hacernos creer que en esa provincia pasan cosas dignas de integrarse en un relato, cuando todo el mundo sabe que allí no ha sucedido nada interesante desde que el Greco reveló a una lechera de la plaza del Zocodóver su receta de yogur griego y la lechera le dijo que si quería requesón. Bueno, quizá cuente como anécdota lo del Alcázar en 1936 y tal, pero desde entonces, nada de nada. En Toledo no hay misterios, sólo aburrimiento y arzobispos.

Pero bien, hagamos de tripas corazón y aceptemos Toledo como plausible escenario de cosas aterradoras, tal y como hizo la Inquisición en su día. Puedo aguantar que en una finca de esa provincia viva un doctor Malignus (aka Antonio Banderas, el famoso galán mexicano) que hace cosas de muy mal rollo, en plan Frankenstein, pero con Elena Anaya en lugar de un cabezón con tornillos. Puedo aceptar también que en Toledo vivan personas que han pasado por la universidad y han triunfado como eminencias en su campo hasta convertirse en doctores Malignus. Puedo aceptar que lo que hace Marisa Paredes tiene algo que ver con el oficio de la interpretación, aunque sea muy remotamente. Y puedo asumir, en fin, que cualquier excusa es buena para que Elena Anaya se despelote. Pero ahí me planto. A partir de aquí, Almodóvar me obliga a tragar con demasiado ridículo como para que me tome mínimamente en serio lo que me está contando.

Me jode coincidir con Boyero. De verdad que nada me hubiera gustado más que ejercer de outsider superalmodovariano y de no ser asimilado por esa masa enfurecida que tiene por costumbre arrear a Almodóvar por titiritero y por gay. Ojalá me hubiera gustado. O que, al menos, no me hubiera disgustado tanto. Pero Boyero acierta de lleno: en cuanto Almodóvar se sale de su registro cómico con fondo trágico (creo que aplicar el término tragicómico es un poco excesivo), patina y se cae de bruces. Es capaz de emocionar cuando aletea en esos mundos femeninos y populares que tan bien conoce. Pienso sobre todo en Volver. Pero cuando nos quiere hacer pensar, cuando se empeña en ser artista y en ahondar en los oscuros recovecos de la mente humana, su cine da vergüenza. Quiere ser profundo y sutil y sólo consigue un puñado de planos preciosos. Quiere hacer arte, pero sólo consigue hacer decoración de interiores.

El planteamiento y la trama de La piel que habito, en manos de otro director, darían para una película aterradora, de las de quedarte lívido. Si esta historia la coge Haneke, yo esta noche tendría que dormir con la luz encendida, con una estantería contra la puerta y con mi AK-47 debajo de la almohada. Pero Almodóvar hace una especie de pastiche previsible, lento, aburrido y absolutamente plano. Hasta el siempre sobrio y eficaz Antonio Banderas está un punto pasado en su actuación. No me lo creo ni a él.

El principal problema de Almodóvar —y sigo sin hacer spoilers, me estoy portando bien— es que quiere explicarlo todo y dejar todos los hilos del relato bien ataditos. Que nada se escape, que no quede una sola trama sin sus antecedentes y sus consecuencias, aunque para ello haya que llenar la peli de flashbacks dentro de flashbacks y la estructura se retuerza de tal forma que sea casi obligatorio poner cartelitos para que el espectador siga la cronología del relato. Así, no sólo se complica innecesariamente la narración —si el director está tan obsesionado por explicarlo todo, la estructura debería ser lineal: marearnos para acabar por descubrir todos los pasteles es un poco estúpido—, sino que se desbaratan todas las sorpresas y giros de la trama. Los supuestos misterios que se desvelan se adivinan muchas secuencias antes de que llegue la presunta sorpresa, y no sólo por la estructura de la peli, sino porque Almodóvar parece empeñado en subrayarlo todo y en diseminar pistas e indicios que hasta un niño de Toledo pillaría a la primera.

El resorte narrativo que hace que el terror funcione es que no haya explicación para lo terrorífico. Cuanto menos sepamos sobre la cosa que nos aterra, más miedo nos dará. Cuando rodó Alien, Ridley Scott no hizo un flashback contando la desgraciada infancia del alien y los motivos que le llevaron a ser un compulsivo zampahumanos. Ni siquiera se ahonda mucho en cómo el bicho se adueña de la nave: entra, y punto. De hecho, Scott tuvo mucho empeño en que no viéramos del todo a la criatura. El escultor HR Giger diseñó un monstruo antropomorfo, pero en la peli sólo vemos planos cortados. Realmente, nunca sabemos qué forma tiene de verdad ni sus verdaderas dimensiones. Y eso es lo que nos acojona.

Una vez que comprendes lo que te aterra, es difícil que te dé miedo. Y Almodóvar nos explica todo, todo y todo. Es como si Haneke, en Funny Games, hubiera narrado la infancia de los niños psicóptatas hasta que entendiéramos por qué hacen lo que hacen. O como si en Caché hubiera descubierto quién graba esas cintas y cómo lo hace. Si esas pelis desasosiegan e inquietan es porque no terminamos de entender la naturaleza del mal, porque nos ataca sin darnos razones ni asideros de empatía. Estamos completamente desnudos e indefensos ante ese mal, y la única razón narrativa es que el autor se ha cuidado muy mucho de dar explicaciones. El mal se presenta y tú tienes que hacerle frente. No hay más.

Y, fuera del cine, les puedo asegurar que es tal y como Haneke lo imagina. Ante el horror no cabe nada más que resistirlo o dejarse arrastrar por él. El cabrón de Haneke sabe muy bien de lo que habla. Se lo dice alguien que ha experimentado terrores inabarcables.

Lo que me demuestra Almodóvar con esta peli es que no tiene ni puta idea de lo que es el miedo de verdad, que ni lo ha experimentado ni lo ha imaginado. Y es una lástima, porque creo que está muy dotado para ambientar brillantemente un relato desasosegante. La forma en la que su cámara acaricia los objetos y ese fetichismo que parece que quiere desbocarse hacia el lado verdaderamente sucio de las cosas podrían ser los mimbres de una buena historia de terror. De hecho, en La piel que habito hay algunas vetas que, inexplicablemente, no explora. Nos explica muchas cosas que no merecen explicación y, sin embargo, deja colgando hilos muy prometedores que tienen que ver con la parte más oscura y perversa de nosotros. Si pudiera hacer spoilers sería más concreto, pero como me he prometido ser bueno, tendréis que ver la peli para que sepáis a qué me refiero.

La piel que habito es una vaginoplastia. O, como diría Chus Lampreave, un puto coñazo.

SOLDADOS EN EL JARDÍN DE LA PAZ (VERSIÓN USA)

No sé todavía qué pensar. Entre otras cosas, porque no he leído el libro en cuestión, pero me escribe en un inglés muy amable y refinado el señor Robert Wright, autor de Beyond Ultra, una novela que salió en mayo de este año en Estados Unidos. Según me cuenta, trata de un alemán colono en Camerún que es evacuado a la Guinea Española en 1916, donde conoce a una española con la que festeja y al final se casa. Tienen tres niños. Dos de ellos se van a Alemania, donde acaban nazis perdidos, y el pequeñito marcha a Estados Unidos a estudiar en la Universidad de Columbia. Cuando estalla la guerra, este último se convierte en un agente doble y tal y cual.

No sé de qué me suena a mí todo esto. Tengo una sensación de déjà vu que no puedo con ella.

En fin, que Mr. Wright me ha escrito mostrando un vivo interés por mi librito y por la aventura de los alemanes que cuento en él, así que corresponderé leyendo el suyo. Este es su vídeo de promo.

¿POR QUÉ?

Sigo perdido por estos mundos, lejos de mi España y olé. No pensaba escribir en este blog hasta la vuelta, dentro de unos días. No porque no tenga ganas ni tiempo ni fuerza para hacerlo, sino porque estoy escribiendo otras cosas mucho más necesarias para mi salud mental. Espero que lo entiendan.

Pero por mucho que huyas de las miserias del mundo, éstas te persiguen y acaban encontrándote, y hoy, a través del mail, he recibido esta notita que paso a pegarles íntegra y con todos los sic que ustedes consideren precisos.

BÜRDEL KING

Presentación del disco y actuación en directo.

Bürdel King es el nuevo proyecto de Txus Di`Fellatio, que acaba de comenzar un nuevo proyecto que mantendrá en paralelo con su trabajo en Mago de Oz. Se trata de una banda de rock & roll donde quiere dar rienda suelta a su lado más canalla. Temas muy marchosos y súper pegadizos. Mucha actitud y mucha provocación. Burdel King son Txus Di Fellatio, Frank (Mago de Oz), Sergio Martinez (ex-Mago de oz), Javi Diez (Biosfear y Arwen) y Anono (Stafas)

¿Se han recuperado ya de la impresión? Mi pregunta, como anticipaba el título del post es: ¿por qué? ¿No hay suficiente dolor estético en el mundo como para añadir una sobredosis semejante? ¿No hay ya bastantes falleras, presidentes de Murcia, moteros canosos, asociaciones culturales recreativas, cofradías de Semana Santa, peñas taurinas, lectores de La sombra del viento, librodiscos de Aute, eyaculaciones internas de Sánchez-Dragó, carcajadas de Rita Barberá, anuncios protagonizados por Carmen Machi, parrillas semanales de Telecinco, churrerías ambulantes en ferias patronales, bocadillos del Calamar Bravo, tiendas de hábitos religiosos, pascuas militares, provincias de Teruel, pueblos natales de Ramón y Cajal, estampas de Santa Úrsula, tetas de Santa Águeda, banderita-tú-eres-roja-banderita-tú-eres-gualda, conciertos de Loquillo, canónigos (de los de comer y de los de catedral), sangría de chiringuito, Luis Cobos, salmonelosis, piscinas municipales de la provincia de Soria, guardias civiles vocacionales, taxistas con mondadientes, libros emocionantísimos de Rosa Montero, gazpachos de Hacendado, enfermedades venéreas y yihadistas? ¿Por qué sumar a esta lista una cosa llamada Burdel King? ¿Es que nadie va a poner freno? ¡Bibiana Aído, Leire Pajín, alguien, por favor, que ponga coto a esto! Si no es en nombre de la dignidad de las personas, que al menos sea para que conservemos nuestras retinas y nuestros oídos internos sin que los contaminen aún más.

Señores de Burdel King: ¿es que no tienen ustedes una madre que les diga que eso no se hace, que está muy feo? Hombre, por favor, un poquito de mesura y de buen gusto. No digo yo que todo vaya a ser buen gusto, les va a costar adquirirlo a su edad, pero no puede ser que todo, absolutamente todo, suene a espanto. Algo se tiene que salvar, aunque sólo sea por casualidad.

Hace unos días me enteré de que están preparando un musical (también canallesco, cómo no, aquí quien no ha sido un bohemio avant la lettre no ha sido nadie) con canciones de Sabina. Y Almodóvar estrena coso. Miren, me están dando unas ganas de volver al solar patrio que ni les cuento.

Y dicho esto, vuelvo a mi recogimiento. Necesitaba reírme, la verdad. Ando necesitado de risas, como ustedes comprenderán con facilidad. Nos vemos dentro de unos días. Por cierto, agradezco todos y cada uno de los cariños que sigo recibiendo tanto en los comentarios como en el mail y en el Twitter. No puedo contestar a todos, pero los aprecio en lo que valen, que es mucho.