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LA HORA DE LOS FEOS

Antes, cuando era sociable y me dejaba ver, me lo decían mucho: «Del Molino —o Moulin (pronúnciese Mulán)—, tienes que escribir de esto. En el periódico, en el blog o donde sea, pero tienes que escribir sobre esto». Generalmente, sonreía y me llevaba la cerveza a la boca. A veces, incluso asentía antes de cambiar de tema, aunque no me tomaba demasiadas molestias en fingir que la propuesta, hablando con sutileza, me resbalaba por la bolsa escrotal. Pero como hace mucho tiempo que nadie me insta a escribir sobre algo, me hizo mucha ilusión que me lo propusieran, así que voy a hacer caso.

El caso es: una amiga periodista que podría colocarse holgadamente en la televisión autonómica pero a la que no le da la gana porque a ella, lo que es la tele en todas sus variantes, le produce náuseas. Aunque le digo que es una pena, porque dará «muy bien en cámara» (en realidad, puede que no me anduviera con remilgos y que dijera claramente: «Con lo buena que estás, vas a triunfar a lo grande»). Esto da pie a un debate sobre televisión y niñas monas, y que qué vergüenza que una carita bonita y unas tetas enhiestas y firmes se antepongan al rigor y al talento profesionales. Ahí es cuando dice: «Escribe sobre esto».

—¿Qué pasa, que un feo no puede trabajar en televisión? —proclama, indignada.

—¡Pero si la tele está llena de feos! No se ven más que adefesios y adefesias con voces horrísonas. Los tiempos en que lo bello era hegemónico quedaron atrás hace mucho. Además —concluyo—, yo soy partidario de que los feos sean apartados de la tele por principio. Hombre, si son graciosos o tienen algún talento especial, podemos hacer excepciones con ellos. Pero, por norma general, los feos, a la radio o a escribir en los periódicos, que para eso están

Supongo que todo responde a la saturación berlusconiana de los años noventa. Cuando Valerio Lazarov atragantó las pantallas con silicona y olor a coño («¡Esas faldas más cortas, quiero que el espectador huela a coño!», dicen que gritaba en los platós de la primera Telecinco), por fuerza tenía que producirse una reacción contraria. Es una ley física. En algún estudio de mercado se detectó el hartazgo del durmiente de sofá medio, que ya no aguantaba una sola teta operada más, que no se tragaba ese frenesí de cirugía plástica y brillantina y que reclamaba algo más auténtico y verosímil. De la misma forma que el porno siliconado, depilado y acrobático de las mansiones de California entró en decadencia y fue sustituido por ese otro porno casero de amas de casa con michelines que se lo montan encima de la lavadora, la tele se empezó a llenar de tipos normales y corrientes.

Qué bien lo entendió Emilio Aragón, que nos coló a la mismísima Carmen Machi, una actriz que no habría podido triunfar en la época de las mamachichos, pero cuyas evidentes limitaciones (bajita, no muy agraciada, con una voz espantosa y una más que cuestionable vis cómica cuyo único y sobreexplotado recurso técnico consistía en berrear como una portera de antaño) se convirtieron en virtudes para un espectador que acababa de descubrir los encantos de su barrio de mierda. Justo en el momento en que su barrio de mierda se llenaba de rumanos y necesitaba reivindicar un pedigrí cañí que nunca consistió en otra cosa más que en mugre, menudeo de estupefacientes adulterados y escolarizaciones fracasadas.

Si Pamela Anderson concentraba todas las aberraciones del modelo anterior, propio de los noventa, Carmen Machi es el súmmum de la tendencia actual. La publicidad prescindió de los cuerpos esculturales y de las voces moduladas y se lió a hacer anuncios con tipos calvos y bajitos o con muchachas de mentón prominente y voz de pito. La marca de jabones Dove quiso hacer un poco de filosofía protofeminista al respecto, diciendo algo así como que la belleza no sólo está en lo bello (¿?). Hasta a Interviú le dio por sacar a chonis de pechos flácidos y celulitis que el Photoshop no borraba. Puede que incluso utilizaran el Photoshop para añadir celulitis allí donde no había, para que la chica pareciera más normal, más como nosotros.

Y, sin embargo, los guapos conservaban un reducto casi inexpugnable: los informativos. La moda de los feos con las voces discordantes no llegó allí. Por suerte, añado yo. Por lo visto, los ejecutivos de las cadenas coincidían en que un atentado de ETA o un desplome bursátil narrados por Carmen Machi contenían un grado de dadaísmo absolutamente insoportable. Tan guapas eran ellas —especialmente, ellas—, que hasta el propio príncipe Felipe le dijo al rey, mientras veían juntos un Telediario: «Papá, qué chica tan mona, ¿me la compras?». Y papá, complaciente, llamó a Pedro Erquicia para que le hiciera un presupuesto.

Y es en los informativos donde una chica o un chico bien plataos pueden aspirar a hacer carrera. Dice mi amiga que esto supone una banalización de la información, pero yo creo que un ser feo o mal diseñado puede banalizar mucho más el presunto ejercicio periodístico: un individuo pulcro, guapo y con voz de barítono garantiza una asepsia en el discurso, es capaz de atraer la atención sobre él y, al mantenerse hierático y profesional, acaba centrando la atención en lo que dice, que en su boquita de piñón suena tan creíble y sólido como si saliera de la boca del mismo Moisés.

Además, y esto no es lo de menos, a mí me gusta ver a gente guapa. Llámenme superficial, pervertido o lo que quieran, pero donde esté una cara bonita, que se quiten los feos. Y no me desagrada que alguien rematadamente bello utilice su propia belleza para triunfar o llamar la atención. ¿Por qué no, si ese alguien tiene algo de lo que la mayoría de la gente carece? ¿Qué más da que no se haya esforzado por tenerlo, que le venga de fábrica? Pues mejor para él.

Espero que el movimiento feísta se sature como se saturó el de la silicona y las vigilantas de la playa, y pronto vuelvan a reinar los hermosos y las hermosas. Los guapos no deberían pasar hambre, siempre deberían encontrar a alguien que les pusiera un plato caliente a cambio de dejar que les miremos un rato. O ni eso, gratis, sin intercambio comercial.

El Imperio Romano empezó a resquebrajarse cuando los cristianos pusieron de moda el look mártir-devorado-por-los-leones-y-con-las-tetas-colgando. Cuando cambiaron a sus dioses violadores de abdominales perfectos por enclenques sociópatas con la mirada perdida de tanto predicar el evangelio, a los bárbaros no les costó nada arrasar su imperio.

O miren la URSS: cuando la estética estalinista de obreros fornidos y gigantes que arreaban con fiereza al yunque del capitalismo fue sustituida por la blanda retórica de la perestroika y sus amas de casa tristonas y cansinas, bastó un soplido para que todo se fuera a la mierda.

Yo abogo por los guapos, y ya que, de momento, sólo triunfan en los informativos, reclamo que mantengan su cuota de poder en ellos, que no reblen. Y la próxima estrella que me gustaría ver brillar en prime time es esta moza:

Se llama Raquel Martínez y la foto no le hace justicia. Tienen que verla de madrugada, presentando el informativo del Canal 24h de TVE. Sólo espero que, cuando gane el PP, la nueva dirección de la cadena piense en ella para un horario más conveniente, que las dos de la mañana no son horas.

Además, ¿les cuento un secretito? Esta chica hace un cameo en mi novela —que saldrá publicada en unos meses—. Breve, pero significativo.

Mientras tanto, algunos seguiremos trasnochando un poquito.