Se acaba 2009. Han pasado cosas nefastas en el mundo, y el turbio futuro parece un poco más ennegrecido. Quizá acabemos todos en la indigencia (bueno, todos, menos Díaz Ferrán). Quizá acabemos a medio plazo repartidos en bandas por los Monegros, luchando entre nosotros como en la película Mad Max por la poca gasolina que quede en el planeta, entre las ruinas a medio hacer de Gran Scala, donde una esfinge con la cara de José Ángel Biel aguantará a duras penas la erosión del cierzo. No descarto ninguna desgracia en el porvenir porque soy cenizo de mi natural y estoy convencido de que cualquier situación puede empeorar siempre. Y precisamente por eso creo que sé valorar las cosas buenas cuando suceden.
El año 2009 va a quedar subrayado y en negritas en mi memoria personal. Ha sido un año intenso, y si tuviera tierras o rentas, en 2010 me retiraría a descansar a un pueblo de Surinam o a una casa colonial con patio en San Cristóbal de las Casas, a escribir cuentos melancólicos en los que llueva mucho y donde los personajes se miren de reojo. Pero como ni tengo tierras ni rentas, seguiré currando a lo bestia -si tienen a bien seguir pagándome por lo que hago- y afrontando un año que por fuerza ha de ser de transición. Lo de 2009 no puede mejorarse fácilmente y yo no avisto mejoras en lontananza.
En 2009 me he plantado en la treintena. Ya puedo decir oficialmente que no soy un chaval. Hay hasta quien me trata de usted y me confunde con un señor, pero tampoco conviene exagerar. Nunca le he dado importancia a cumplir años, pero esta vez no he podido evitar ponerme un poquito trascendente y malencónico, que dirían los amantes corteses. Empiezo a recordar con nitidez absoluta cosas que ocurrieron hace veinte años, y eso, quieras que no, da pavor. Ves las imágenes del Muro de Berlín siendo destrozado por esa gente con gafas de montura de plástico, hombreras y melenas cardadas y piensas: dios mío, mi madre era como esa gente, me acuerdo perfectamente de toda la familia mirando alelada el telediario, y hasta yo tuve un trocito de muro que regalaban con no sé qué revista que yo mismo me compré.
En fin, tontadas.
En 2009 han salido mis dos primeros libros. Aunque llevo publicando bastantes años -quizá demasiados para alguien de mi edad: mis pinitos amateurs fueron a los 17, y mis pinitos profesionales, a los 21; no creo que sea sano, debería haberme guardado algo para mí y ahora no tendría tantos textos en las hemerotecas de los que avergonzarme, pero lo hecho, hecho está-, ver por fin mi nombre en la portada de un libro encuadernado y solapeado ha sido muy importante para mí. No sé muy bien describir la emoción que siento -o no quiero, porque me da pudor-, pero es muy distinta a como la imaginaba en mi letraherida adolescencia. Quizá porque ha llegado un poco tarde y he tenido tiempo de endurecerme y de volverme un poco cínico. Quizá a los 20 o a los 25, la emoción de publicar un libro se hubiera parecido más a la idea platónica de la emoción de publicar un libro que mi demiurgo sentimental había macerado en aquellas noches púberes en las que descubría con rabia y con envidia los cuentos de Cortázar (dolorosamente consciente de que jamás escribiría nada que le llegase a la sombra de la uña del dedo gordo, qué argentino tan hijo de puta). Pero a los 30 el panorama ha cambiado y ahora sé que incluso Cortázar tiene truco, aunque a veces sea imposible pillarlo.
No sé si me explico.

Aquí estoy, este verano, firmando ejemplares de 'Malas influencias' con mi boli de propaganda de una funeraria. (El perpetrador de la foto es Mario de los Santos, y la que se esconde detrás de mí es Cris).
En cualquier caso, tengo relativamente presente que estos dos libros me han abierto nuevos caminos y que son la primera fase de una ¿carrera? Si lo son, no sé por quién corro ni hacia dónde, pero espero averiguarlo mientras echo a andar. Mi panorama ha cambiado sustancialmente.
Pero la principal fuente de alegría de este 2009 no es un libro, sino Pablo, mi hijo Pablo.
Estamos los dos solos en casa, y en lo que llevo escrito me ha interrumpido tres veces. Me reclama, no soporta que emprenda ninguna actividad que no consista en hacerle caso y contemplarle en exclusiva. Se acaba de quedar dormido en mis brazos y ahora tecleo bajito para no despertarle.
Sé que casi todo el mundo tiene hijos, que son más las personas que acaban teniéndolos que las que no, que es un hecho de lo más natural y un proceso de lo más previsible y plano. Por eso los juntaletras tenemos bastante pudor -o yo tengo bastante pudor- a la hora de escribir sobre él. Porque pensamos que, en el fondo, nos van a tomar por gilipollas al literaturizar unos sentimientos tan comunes y tan poco interesantes para quien no tiene hijos, y tan poco exclusivos para quienes sí los tienen. Suponemos, probablemente no sin razón, que nos van a tomar por tíos engreídos que creen que su paternidad vale más que la de los demás.
O peor: nos contenemos porque lo que escribimos como padres nos suena tan ñoño, hortera y vacuo como una felicitación navideña en la que pones una foto de tu churumbel con un gorrito de Papá Noel.
Por eso no damos la barrila con nuestros cachorros. Nos atamos en corto, por más que deseemos soltar a lo grande el torrente de palabras y de emociones que se nos amontonan en la punta de los dedos cada vez que tocamos, besamos, olemos y miramos a nuestros hijos. Por suerte para el mundo, sentimos pudor y nos guardamos esos sentimientos -por eso, y porque en estos estadios de amor paterno no hay conflicto, y sin conflicto, no hay literatura, eso es una norma básica. Si acaso, hay poesía, pero todo el mundo detesta a los poetas, ¿no?-.
Sin embargo, si algo enseña la literatura es que las emociones y sentimientos no son exclusivas ni excluyentes. Nos enseña que no siente más ni mejor el noble que el vasallo (“¿Acaso si me pincháis, no sangro?”, que decía el judío de El mercader de Venecia) y si algo hemos aprendido de ella es que nada es más universal que la experiencia individual. Nos reconocemos en las historias y en los personajes, y así reconocemos y atisbamos destellos de nuestra condición humana.
Por eso hoy no siento pudor al hablar del amor que siento por Pablo. Es cierto que no hemos hecho más que empezar el camino, que nos queda toda una vida difícil y llena de asperezas, y sé también que nuestra relación actual es profundamente asimétrica: él me da muchísimo más de lo que yo le puedo dar a él. Mientras que de mí sólo recibe abrigo y atención a sus necesidades básicas, yo obtengo de él una amalgama inabarcable de emociones que me transforman en lo más profundo. Ya no soy la misma persona que era antes de Pablo. Ya no vivo como vivía antes de Pablo. Y no sólo porque mis hábitos han cambiado sustancialmente: me refiero a la vida en sí misma. Ya no la miro ni la siento ni la huelo igual. Y me gusta cómo la veo, cómo la siento y cómo la huelo ahora.
Después de tenerle en brazos, no puedo concebir que haya padres que repudien a sus hijos, o padres que detesten a sus hijos hasta el punto de no querer verlos. No puedo concebirlo, y espero no tener que concebirlo nunca, por muy cuesta arriba que se ponga todo. No entiendo cómo alguien que ha sentido lo que estoy sintiendo yo ahora mismo puede un buen día dar un portazo y no mirar atrás. Entiendo que un hijo renuncie a un padre. Entiendo que un hijo se sienta decepcionado con el padre que le ha tocado. Lo contrario se me antoja de todo punto inconcebible.
En fin, quería escribir una cosa breve y me ha salido un chorreo larguísimo, como siempre. Si habéis llegado hasta aquí, gracias por la lectura. Por esta y por todas las anteriores. Muchas gracias por acompañarme y espero que nos sigamos haciendo compañía en este 2010 que, aunque en mi caso no va a ser tan bueno como 2009, seguro que es cojonudo. Nos lo trabajaremos para que así sea.
Feliz año, amiguetes.