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MAQUIAVELO Y EL ELEFANTE

Qué daño nos hizo Maquiavelo. Qué daño nos hizo Shakespeare. Qué daño nos hizo Expediente X. Qué daño nos hicieron los periodistas que perseguían un Watergate. Entre todos nos han hecho creer que quienes mueven los hilos del poder lo hacen con manos finísimas, que son jugadores de ajedrez de afiladísima inteligencia que citan a Confucio y a Hobbes y tocan el violín mientras conspiran en habitaciones enmoquetadas.

Es un consuelo, ciertamente: ya que nos tenemos que dar por jodidos, siempre es preferible que nos joda alguien más listo que nosotros. Así podemos aducir la imposibilidad de la resistencia, así podemos resignarnos y ser medianamente felices. No podemos luchar contra una inteligencia superior. Por eso se hace muy cuesta arriba descubrir que muchos de quienes nos sojuzgan son sensiblemente más tontos que nosotros. ¿En qué lugar nos deja eso? ¿Cómo hemos llegado a dejarnos dominar por lerdos? Era mucho más cómodo creer en supervillanos megainteligentes del Club Bilderberg.

No pueden ser tan tontos, pensamos. Nos dicen: el rey es un fino estratega, un ambicioso que ha sabido conseguir y mantener la corona gracias a hábiles maniobras y sutilísimos equilibrios. Nos cuesta creerlo, porque la imagen que nos llega es la de un señor que, después de medio siglo dando discursos, no ha llegado a dominar ni los más básicos resortes de la oratoria o de la retórica, que ni siquiera sabe leer en voz alta. Y si se ha revelado incapaz de dominar una tarea tan rudimentaria, parece difícil que sepa desenvolverse con soltura en esferas mucho más complejas.

Pero nos decimos: es fachada, realmente tiene que haber una inteligencia portentosa encerrada en ese cuerpo. Seguro, vaya que sí. Sin embargo, el hombre sigue proyectando una imagen huraña, de habilidades sociales poco desarrolladas, que manda callar groseramente a un jefe de Estado en una conferencia de jefes de ídem y que abronca campechanamente a los periodistas cuando cuentan cosas que no le terminan de hacer gracia. Durante muchos años, hemos creído que su parquedad, su planitud y esa forma de mantenerse siempre en un segundo plano eran síntomas de discreción. Así nos lo han dicho, que todo formaba parte de una estrategia para que la monarquía se consolidara, pero empezamos a sospechar que a lo mejor no decía nada porque no tenía nada que decir.

Desde luego, una persona de inteligencia maquiavélica no se dejaría hacer esta foto.

Y no es el único: el poder, que tan glamouroso nos parecía, se parece mucho más a una partida de guiñote que a una de ajedrez. Observen las caras, modales, palabras y actitudes de tantos y tantos poderosos, de esos que deciden, de los que tienen capacidad para joder una parte sustancial de nuestras vidas. Esos rostros abotargados, esas miradas ovinas, esa notable incapacidad retórica. Fíjense bien en ellos y plantéense si detrás hay algo más o son realmente tan poco inteligentes como aparentan.

Mi teoría es: si se mueve como un pato, hace cuacua como un pato y parece un pato, lo más probable es que sea un pato. Mientras llegamos a esa convicción, consolémonos y sigamos pensando que hay una gran inteligencia escondida en algún lugar de esas cabezas de prócer.

LA OBSESIÓN POLÍTICA

Hace un tiempo coincidí en un sarao con un ubicuo escritor cervantista (de los que se conocen casi todos los Institutos Cervantes del mundo, vaya) que solía publicar muchas columnas pero que llevaba un tiempo sin firmar en los papeles. Le pregunté si se había cansado o si se habían cansado de él, y me confesó, bajando la voz: «Es que sólo querían que escribiese de cosas de cultura y de chorraditas, y yo les propuse escribir de política, porque lo que a mí de verdad me haría ilusión es hacer artículos políticos con un toque así como personal, pero como no les vi muy entusiasmados y, además, ando muy liado con tanta invitación del Instituto Cervantes como recibo, les he dicho que paso. Mira, esta semana, sin ir más lejos, me toca una mesa redonda con Boris Izaguirre en Seúl, una presentación de videoarte extremeño en Ramala, un debate sobre postpoesía postversal postipográfica del Bierzo con siete premios Nobel amerindios en Auckland, Nueva Zelanda, y una exhibición de pintxos donostiarras con lectura dramatizada de menús de restaurantes de estrella Michelin en Brasilia. Y aún tengo que encontrar un hueco para poner tres lavadoras y recoger a mi hijo pequeño de karate».

Su agenda estaba más saturada que una embarazada salida de cuentas, pero era capaz de despejarla —incluso estaba dispuesto a dejar que su hijo volviera de la clase de karate en autobús— si le ofrecían escribir de política en un periódico. Y no es un caso aislado. Pocas cosas ponen más cachondo a un escritor que recibir la llamada de un redactor-jefe o de un subdirector de periódico encargándole unos articulitos sobre la actualidad. Cuando eso sucede, se recolocan la chaqueta de tweed, se aclaran la garganta y alzan el mentón, bien orgullosos: por fin se les reconoce en lo que valen. Por fin van a enderezar el rumbo de este país de incultos que se negaba a escuchar sus geniales e insobornables alegatos.

Será porque yo soy un escritorzuelo al que no reconocen ni en lo que no vale, pero nunca he entendido del todo esa pasión por la res pública propia de los literatos. En realidad, lo que no alcanzo a comprender es la relación causal entre la creación literaria y el activismo político-periodístico. No creo que una excluya al otro, pero, ¿por qué razón han de ir necesariamente unidos o uno ser consecuencia directa de la otra? En otros términos: ¿la excelencia literaria otorga inmediatamente auctoritas en asuntos de gestión de la polis? ¿La doxa de un literato es más válida o más digna de ser publicitada que la de un soldador, una gestora de un centro deportivo de alto rendimiento o un becario de investigación de paleontología?

Esta obsesión predicadora pertenece a otros tiempos y creo que no refleja nada de la literatura y sus gentes. Que un país poblado por mendrugos que no sabían ni escribir su propio nombre y no habían visto nada que estuviera fuera del valle que encajonaba su aldea otorgara un poder mágico y una autoridad respetable a quienes dominaban la palabra escrita es comprensible. También lo es que, en épocas de gran conflictividad social y en sociedades muy miserables donde la mayoría de la población carece de formación, derechos políticos elementales y acceso a medios de expresión, quienes sí disponen de ellos los utilicen solidariamente en su nombre. Así nacieron los intelectuales concebidos como tales desde finales del siglo XIX: personas que habían alcanzado una gran influencia gracias al prestigio o al eco de su obra artística que decidían utilizar esa influencia en favor de quienes ellos consideraban oprimidos o incapaces de defenderse por sí mismos. Convertían su posición de hombres públicos en tribuna política para intentar modificar la sociedad y el gobierno en función de sus principios y creencias.

Que los intelectuales así entendidos han sido muy importantes y que han representado un papel político en ocasiones crucial y de gravísimas consecuencias nadie lo duda. Pero pocos deberían dudar ahora de que la figura del intelectual así concebida caducó hace mucho tiempo, y el empeño por perpetuarla sólo nos puede traer —nos está trayendo— peor literatura y peor periodismo.

Porque hace tiempo también que los escritores descubrieron que ser intelectual es mucho más rentable —en muchos sentidos, no sólo en el financiero— que ser un simple escritor. ¿Cuántos premios Nobel de Literatura se han dado a autores de obra sucinta y de mérito cuestionable pero de intachable trayectoria política?

Y viceversa: ¿cuántos autores geniales e imprescindibles han visto cuestionado su arte por no ser personas intachables, solidarias y socias de Médicos sin Fronteras? Hasta hemos asistido sin que el público tosiera a reinvenciones maravillosas, como la del recientemente fallecido Ernesto Sabato, que pasó de ser el escritor de los milicos a, por obra y pluma de olvidadizos hagiógrafos, adalid de la democracia argentina. Sólo así, debidamente purgado de impurezas fascistas, puede Sabato ser leído y loado en Babelia. Y en el caso de Borges, con pasar de puntillas —u omitir sin más— sobre ciertos detalles de su biografía, podemos comprarlo como genio entrañable y gruñoncete.

En muchos países, pero fundamentalmente en España, no se premia ni se publica ni se lee literatura. Lo que se premia, se publica y se lee son buenas intenciones. «Alegato contra la violencia de género». «Una audaz incursión en el conflicto vasco». «La novela presenta un crudo retrato de la inmigración ilegal en Reus». «La indomable lucha de una madre coraje contra Franco, Mussolini y Hitler juntos». Me las he inventado, pero seguro que es fácil encontrar frases muy parecidas o incluso idénticas en las solapas y contraportadas de las novedades editoriales que estén ahora mismo expuestas en La Casa del Libro.

Un escritor como Michel Houellebecq es impensable en España. Y si triunfan sus libros traducidos es porque vienen de Francia y lo que dice un francés no ofende a nadie. Pero si lo dice un español… Me encantaría ver las cartas de rechazo que hubiera recibido Plataforma si la hubiera escrito un señor de Albacete.

No estoy diciendo que la literatura tenga que estar desprovista de buenas intenciones en sus tramas y argumentos. Lo que digo es que esas buenas intenciones no deberían ser un baremo por el cual medir el valor de un libro o de un autor. La literatura, incluso la literatura política, no puede medirse en términos de corrección política. Porque una de las funciones sociales que la literatura ha asumido tradicionalmente es ser una herramienta para cuestionar las costumbres y los tabúes de una época y de una sociedad. Es decir, que la única forma coherente y honesta que tiene la literatura de hacer política es no siendo política, sino empeñándose en ser genuinamente literaria.

Y, en el caso de la novela, que es el que más me interesa, ¿en qué consiste ser genuinamente literaria? Muy sencillo: en que tanto la escritura como la lectura supongan un desplazamiento para el escritor y para el lector. Al escribir, el novelista viaja, explora. Tiene un punto de partida, pero desconoce el de llegada. Si es honesto, se libera de miedos y avanza por regiones que no conoce y que le pueden llevar a conclusiones absolutamente indeseadas. Puede que acabe viendo algo de sí mismo que le asquee o que no soporte. O algo de su mundo o de su familia o de su religión o de sus amigos. Y, si lo hace bien, conseguirá que el lector sienta lo mismo y se plantee preguntas y pensamientos que no sospechó que fuera a hacerse.

Pero si el autor sólo quiere demostrar una tesis preconcebida y arma el aparato narrativo al servicio de esa tesis, no está haciendo literatura, sino cumpliendo la función del espejito de la madrastra de Blancanieves. Por ejemplo: la violencia de género es muy mala. Así que voy a escribir una novela donde haya violencia de género y quede claro que es muy mala: marido que pega, malo; mujer que recibe, buena. Dialéctica de Barrio Sésamo. El lector asentirá: hay que ver lo mala que es la violencia de género, mecachis. Si la lectora es Leire Pajín, dirá: es prioritario frenar esta lacra. El editor aprovechará la contraportada para poner, junto al código de barras: «Teléfono contra el maltrato: 016». El libro recibirá una subvención y probablemente un Premio Nacional de Narrativa, y Pepa Bueno entrevistará al autor en el Telediario sin equivocarse casi nada al pronunciar su nombre.

Pero nosotros, que no nos chupamos el dedo —yo sí, un poco, pero es que está muy rico—, nos preguntaremos: ¿necesitábamos leernos entero un tocho de cuatrocientas páginas para enterarnos de que la violencia de género es mala? ¿No lo sabíamos ya? ¿Por qué perdemos tanto tiempo en que nos digan algo que ya tenemos claro?

La novela genuinamente literaria opera al revés que la novela de tesis, y me voy a atrever a poner el ejemplo del Quijote, para cerrar el círculo cervantista. Punto uno: Cervantes está hasta los huevos de las novelas de caballería. Punto dos: Cervantes está hasta los huevos de que todo el mundo lea y escuche novelas de caballería. Punto tres: Cervantes grita enloquecido por la calle: «Porque no tengo mano, que si no, iba a encorrer a hostias al siguiente que me hable de Amadís de Gaula y su puta madre en petitoria». Punto cuatro: para atajar su frustración, Cervantes decide escribir una novela que ridiculice las novelas de caballerías y detenga o, al menos, desprestigie, el asqueroso vicio de leerlas y difundirlas.

Y es en el punto cuatro donde está la diferencia: la motivación o el punto de partida de Cervantes es ridiculizar las novelas de caballerías, pero esa no es su tesis. No construye un artefacto novelesco donde todo esté lógicamente concatenado para demostrar que esas novelas son una porquería, sino que, partiendo de esa intención, se desplaza a territorios ignotos y acaba escribiendo una obra sobre la condición humana. Una obra universal, nada menos. Y no la habría podido escribir si se hubiera constreñido a sus ideas y si en un momento no las hubiera dejado de lado para centrarse por completo en la historia y sus personajes.

Vuelvo al principio: si eres capaz de escribir el Quijote, ¿para qué cojones quieres escribir columnas políticas en un diario? ¿No es mucho más honesto, mucho más poderoso y mucho más satisfactorio entregarse de lleno a la literatura? Y, en el fondo, ¿no se ejerce una influencia mucho mayor? Porque un intelectual, un tribuno político, puede influir hic et nunc, pero si eres capaz de escribir una obra literaria significativa y perdurable vas a tener una influencia que no está al alcance de ningún político ni banquero ni entrenador de fútbol: vas a influir en la intimidad de tus lectores, que te van a acompañar en el mismo viaje que tú has hecho al escribir el libro.

Puede parecer que influir en la vida cotidiana de un lector no es nada en comparación con influir en las decisiones de Barack Obama, pero yo pienso que un escritor que consigue lo primero con su literatura es mil millones de veces más poderoso que cualquier estratega o director de periódico. Pero para eso se tienen que dar dos premisas —al margen de capacidades y talentos, que se dan por supuestos—: que el escritor crea en la literatura y en su literatura, y que el público entienda la diferencia entre una novela y el editorial de un diario. Mientras esas dos cosas no ocurran (y en España, parece lejano el momento en que así sea), seguirá siendo muy común entre los escritores que pierdan el culo por ejercer de políticos.

QUÉ GUIÓN PARA BERLANGA

En un vistazo rápido, veo que ABC es el único medio nacional que ha recogido la noticia de que la aerolínea Pyrenair ha dejado de operar en el aeropuerto de Huesca. Me sorprende, porque se puede hacer mucha sangre. Qué guión podría haber aprovechado Berlanga aquí.

Recapitulo para no aragoneses y para aragoneses desmemoriados.

Hace cuatro años Aena inauguró un moderno aeropuerto en lo que hasta entonces era un modesto aeródromo de aficionados en el paraje de Monflorite, en las cercanías de Huesca. Se le llamó Aeropuerto Huesca-Pirineos, y a la obligada pregunta de para qué cojones querían los oscenses (45.000 habitantes la capital; apenas 200.000 la provincia) un aeropuerto, la propaganda institucional autonómica respondió que para qué iba a ser: ¡para traer esquiadores! Al parecer, había cientos de miles de ejecutivos riquísimos que estaban deseando terminar su consejo de administración de los viernes en Madrid, Londres o Tokio y subirse a un avión rumbo a Huesca con los esquíes sin facturar, como equipaje de mano, para no perder tiempo y tirarse por la pista según bajaban del avión. Se hablaba incluso de servicios VIP de helicópteros que recogerían a estos estresados hombres de corbata y los subirían a lo alto de Cerler o Candanchú desde la misma pista del aeropuerto.

Veréis cómo esto se convierte en Suiza en dos patás. Id montando los restaurantes de lujo e id a Ucrania a buscar unos cuantos autobuses de putas buenas y caras, que en dos inviernos está esto lleno de ricachones soltando billetes de 500 a los aparcahelicópteros.

Se creó una compañía de nombre inequívoco: Pyrenair, que empezó volando desde Londres y todo, y poco a poco fue achicando su lista de destinos. Era vox populi que muchos de sus aviones volaban vacíos o con uno o dos pasajeros, pero no sé cómo lograron evitar que trascendiera el fiasco, y temporada tras temporada se facilitaban unas cifras falsas y prometían crecer no sé cuánto por ciento con respecto al invierno anterior (¿cuánto es el tanto por ciento de cero?).

Hasta que la situación se hizo insostenible, los proveedores exigieron el pago de sus facturas y Pyrenair tuvo que admitir que no tenía liquidez, que en su caja registradora no había ni telarañas porque las habían empeñado. Ahora ha anunciado el cese de su actividad en Huesca.

¿Qué significa esto? Que, ahora mismo, los oscenses tienen un hermoso y novísimo aeropuerto en el que no despega ni aterriza ningún avión y en el que no opera ninguna compañía.

Es precioso, eso sí, y la señora de la limpieza está encantada de poder pasar la mopa sin tener que apartar maletas o pedir a los corrillos de pasajeros que levanten los pies. Además, esto ofrece un nuevo escenario a los cazadores de psicofonías, que disponen de otro edificio para pasar la noche con sus grabadoras. Siempre hay gente que sale beneficiada con estas noticias.

¿Cuánto ha costado a los aragoneses y a los españoles —la obra y su gestión son competencias del Ministerio de Fomento— el capricho aeronáutico de un par de prebostes?

Si el Estado de Derecho fuera tal, ahora mismo se abriría una comisión de investigación en las Cortes de Aragón para determinar quién impulsó y llevó a cabo este despropósito y exigiría las oportunas responsabilidades políticas. Si el Estado de Derecho fuera tal, los culpables de esta situación deberían quedar inhabilitados para ejercer cargos públicos. Si el Estado de Derecho fuera tal, existirían los mecanismos democráticos y parlamentarios adecuados para frenar estas cacicadas.

En muchos aspectos, el Estado de las Autonomías me parece cada vez más un potenciador de neocaciquismos. Su debilidad institucional, que proviene de ser un federalismo a medias y sin definir, favorece la emergencia de reyezuelos, que la mayoría de las veces no logran reunir los votos suficientes para gobernar, ni tan siquiera para ser una oposición creíble, pero sí  lo bastante numerosos como para otorgar mayorías a los partidos grandes. El caciquismo se hace fuerte en ellos. Nunca ganan unas elecciones, pero siempre gobiernan y fuerzan proyectos insensatos en nombre de un desarrollismo caduco e indefendible. Se creen déspotas ilustrados, y en nombre de su tierra, la reparten entre sus amiguetes.

Nadie se tragó el cuento de los esquiadores millonarios que iban a convertir el Alto Aragón en la nueva Suiza, pero se les dejó hacer. Nadie les paró los pies. Unos por interés, porque son deudores de sus favores, y otros, por desidia o por incapacidad.

En Aragón, el inventario de cacicadas está dejando ya demasiados costurones en el mapa. Sólo repaso unos pocos que me vienen a la mente, con una breve contextualización para foranos y desmemoriados:

  • El balneario de Panticosa, un conjunto patrimonial público de valor histórico incalculable, propiedad del Ayuntamiento de Zaragoza, destrozado por una constructora que presentó suspensión de pagos después de montar un complejo de lujo (en lo que eran unas termas sociales) firmado por Norman Foster.
  • El circuito de Alcañiz, con edificios del mismo Foster, que está por ver qué va a pasar con él, pero pinta como otro capricho de faraones de bolsillo.
  • El teatro Fleta de Zaragoza: un espléndido auditorio de estilo racionalista que ha sido completamente destrozado y, tras 12 años de obras y cientos de millones de euros gastados en varios proyectos fantásticos e irrealizables, sigue cerrado y sangrando el presupuesto autonómico. Sólo el escándalo del Fleta debería haber hecho caer algún gobierno.
  • Con dolor lo diré: lo que fue la Expo de Zaragoza, va para tres años y los edificios siguen muertos de risa, superando las profecías de los más agoreros.
  • El aeropuerto de Caudé, en Teruel. Sí, señores, Teruel no existe, pero tiene aeropuerto. Está acabado, pero no se puede inaugurar porque no hay compañías interesadas en operar en él (¿a alguien le extraña?).

La lista es estrambótica y da mucha vergüenza ajena. A sus responsables, en cambio, no parece causarles la menor incomodidad. Ahí seguimos, inaugurando aeropuertos fantasma y hormigonando valles pirenaicos.

Qué guión para Berlanga.

NEW NEW LEFT

Hace mil millones de años (todo lo que pasó antes del hundimiento, de nuestro hundimiento, sucedió hace mil millones de años), cenando en una terraza con un amigo, se acercó un chaval negro vendiendo sus deuvedeses. Rechazamos su oferta cortésmente y, cuando el tipo se marchó, mi amigo dijo:

—Lo que todavía no entiendo es cómo nos tratan con respeto y no salen con machetes para cortarnos la cabeza a todos.

Ciertamente. Es una de las muchas cosas inexplicables que suceden últimamente en el mundo (otra de ellas es que yo me siga manteniendo razonablemente en pie sin recurrir a las drogas). Que unos cuantos imbéciles con sobrepeso sigamos paseándonos impunemente por las calles y que nos den los buenos días y las gracias es de todo punto incomprensible.

A Tony Judt también se lo debía parecer, pero lo disimulaba. Él no cree —hablo de él en presente por comodidad, no por ignorancia de su óbito— que las cosas se solucionen a machetazos (yo tampoco creo que se solucionen a machetazos, pero por lo menos desfogan al macheteador, y algo es algo), por lo que aboga por una especie de resignación responsable. Nos insta a elegir el mal menor, por si en un futuro puede ser germen de algo bueno y justo.

Aboga por la socialdemocracia.

Acabáramos.

La socialdemocracia, que es como sacar del arcón un jersey que te hizo tu madre hace treinta años.

Es razonable, pero indica lo mal que estamos. Quizá tan mal como para sacar los machetes (o que nos los saquen), pero eso no queda bonito en un libro. Y menos en un libro cuasipóstumo como Algo va mal.

El núcleo principal de este más que recomendable opúsculo es una paradoja en la que nadie parecía haber reparado y cuyo descubrimiento, al que se llega aplicando el simple sentido común y el razonamiento humanístico más clásico, es casi una epifanía política.

Judt repasa la doctrina neoliberal y su aplicación política desde mediados de los 80 en Occidente, que ha consistido básicamente en una reducción del Estado-nación y sus instituciones a una mínima expresión en favor de la iniciativa privada.

Dice Judt: de acuerdo. En principio, el argumento parece plausible. O, al menos debatible. El Estado asumía la gestión y la propiedad de un montón de servicios que hoy llevan empresas privadas. Según la doctrina neoliberal esto repercute en una mayor libertad para el ciudadano y una mayor eficiencia y rentabilidad en la prestación de los servicios. Puede ser, pero también desliga al ciudadano del Estado.

En un Estado del bienestar de inspiración socialdemócrata, el Estado no es una abstracción ni un concepto jurídico: está en las oficinas de correos, en la compañía eléctrica, en los ferrocarriles, en el metro y hasta en la televisión pública. Si el Estado se desentiende de todo lo que supone prestar un servicio a los ciudadanos, el sentido de pertenencia de estos a una misma sociedad se diluye. La relación entre un prestador privado de servicios y sus clientes no es ni siquiera un remedo de los lazos sociales y su consecuente sentido comunitario regido por el principio del bien común. Y si un Estado no tiene posibilidad de hacerse notar y respetar a través de instituciones y servicios que transmitan esa idea de bien común, sólo le queda un recurso: la fuerza y la coacción.

Si al Estado le quitamos todo lo que es útil y vertebra una sociedad, sólo quedan los policías. Es decir: que al desmantelar el Estado en nombre del Estado mínimo, se acaba generando un Estado Leviatán mucho más intrusivo y agresivo que el modelo que se pretendía combatir. Esa es la paradoja: al intentar eliminar la pesadilla orwelliana, se llega a ella por un atajo imprevisto.

Eso se ve en los Estados que más han avanzado en la destrucción de los logros socialdemócratas. El departamento de Homeland Security en Estados Unidos y las cámaras de vigilancia del Reino Unido -donde hace poco que se instauró la obligatoriedad del DNI, el instrumento de control político más eficaz que se conoce y al que eran radicalmente contrarios en el mundo anglosajón- son muestras de ello: los estadounidenses y los británicos viven más vigilados y más constreñidos. La policía tiene un poder que no tenía antes, y se aceptan ahora unas intrusiones en la vida privada que hace sólo quince años hubieran resultado inconcebibles.

Cabe pensar si esto es una paradoja o una estrategia deliberada: se adelgaza el Estado sólo en la parte de servicios a la comunidad, pero se engorda en el aparato represivo. Ni ejércitos ni policías han visto sus futuros cuestionados ni amenazados bajo gobiernos neoliberales. Pero la sanidad, el transporte y la educación están siempre en el punto de mira.

Judt propone un repliegue táctico: que reconozcamos los méritos de la socialdemocracia y luchemos por mantenerlos. Que perseveremos en una actitud conservadora hasta que escampe el chaparrón y podamos pasar al ataque.

No es una idea audaz, pero es una idea.

Hay una frase atribuida a Paco de Lucía que dice que la política es como tocar la guitarra: la izquierda piensa y la derecha ejecuta.

Mentira. La izquierda dejó de pensar hace mucho.

La so called izquierda ha dado sobradas muestras de parálisis cerebral en estos últimos veinte años. Una ineptitud tan grande como su complacencia y su injustificada superioridad moral. Estamos hartos de tópicos resobados que han demostrado su incorrección. Estamos hartos de supuestos pensadores que no alcanzan ni a ordenar por escrito una lista de la compra. Estamos hartos de iluminados, de jetas, de Almudena Grandes y de descubridores del Mediterráneo. Estamos hartos de los galopes de Paco Ibáñez y de las mierdas de playas llenas de pis que había bajo los adoquines de París.

Estamos hartos.

La propuesta moribunda de Tony Judt no inflamará los corazones, no invitará a ninguna Libertad a sacarse una teta para que Delacroix le haga un retrato y no inspirará a las masas para que tomen al asalto el Palacio de Invierno.

Ni falta que hace.

Pero, por lo menos, es una propuesta esforzada, honesta e intelectualmente irreprochable, que combina la realidad, el deseo y la capacidad argumentativa como pocas veces se ve en la so called izquierda. Es un punto de partida para empezar a debatir mientras los negros que venden deuvedeses afilan los machetes y nos dan al fin nuestro merecido.

PEDAGOGÍA

Zapatero cambia el gobierno y lo llena de gente con “capacidad de explicación”. Los disléxicos, los tipos con frenillo, Najwa Nimri, Pocholo Martínez Bordiú, la cantante de Dover y todos los que tienen dificultades para hacer comprensible alguna frase que salga de su boca se van a quedar con las ganas de ser ministros. Ha llegado la era de los nuevos Demóstenes. El espíritu de Cicerón revive en la arena política. Los cadáveres de Gladstone, Castelar y Alfredo Kraus se estremecen de gustirrinín. Sus discípulos van a tomar el mando con voces viriles y verbos seductores.

El gobierno busca pedagogos. Y Rubalcaba, que es el que más pinta tiene de jefe de estudios de instituto público de Leganés, se va a poner didáctico. Porque, para Zapatero, el problema que tenemos los españoles es que no entendemos bien la acción del gobierno. No porque seamos cortos de entendederas (no, por dios, hay entre nosotros gente capaz de resolver ecuaciones de segundo grado y de escribir en Twitter con una excelente media de sólo cuatro faltas de ortografía por twitt), sino porque ellos no han sabido explicarse. Que una cosa es saber mucho y otra saber transmitir los conocimientos. Así que ahora nos vamos a poner cómodos formando un corro en torno a Rubal (la cercanía y el colegueo son fundamentales para una buena pedagogía) y vamos a aprender a desaprender cómo se deshacen las cosas.

Venga, apliquémonos en la clase, a ver si sacamos buena nota.

Lo que no me explico es cómo no se les ha ocurrido a otros antes. No es un problema de política, es un problema de comunicación.

Supongo que, una vez aplicada, la fórmula Rubal será estudiada en las escuelas de negocios y puesta en práctica por todos los cuadros medios de todas las grandes empresas de este país. El jefe reunirá a sus curritos y les dirá:

—Mirad, el problema es que no hemos comunicado adecuadamente nuestra política. La vamos a explicar bien y ya veréis cómo os mola mogollón.

—Si lo tenemos muy clarito —dirá un díscolo, probablemente sordo y solterón—: cada día nos hacéis trabajar más, nos pagáis menos, nos despedís con menos pasta y nos escupís y vejáis con más garbo y desvergüenza. Está clarísimo: sois unos hijos de la gran puta.

—No, Manolito —repondrá, paciente, el jefe-pedagogo—. El problema es que nos percibís como unos hijos de puta porque hemos fallado a la hora de implementar políticas de comunicación que prevengan contra la percepción del hijoputismo. Pero lo vamos a solucionar en un par de sesiones con estos powerpoints que he preparado en siete tonos del color corporativo de la empresa.

El poderoso tiene un problema psicológico inexplicable. No le basta con ejercer su dominio, no le basta con subyugar y mantener por los suelos a sus esclavos: además, quiere que sus esclavos le amen y se arrastren proclamando su amor incondicional por el amo. Dicho en términos epistemológicos: quieren darnos por el culo, pero que nosotros sintamos que nos están haciendo el amor.

Pues sólo eso faltaba. Agradecidos deberían de estar de mantener su Palacio de Invierno intacto y sin muchedumbres bolcheviques a la vista. ¿No podrían conformarse con eso, con poder ponerse corbata sin miedo a la guillotina?

PD.- Sí, escribo relajado, escribo casi feliz. Estamos en casa. Todos. El horror no ha terminado, pero al menos ha aflojado su presión y nos ha permitido salir del hospital un tiempo. No sabemos cuánto, esperemos que sean unos cuantos días. Besos a todos.

OÍDO, COCINA

No nací con el don de la perspicacia. Nunca resolvería un crimen, y cuando cometo alguno (comerme la última magdalena de la bolsa o beberme a escondidas un bote de leche condensada), siempre me pillan, porque voy dejando las pistas por todas partes. Pero sí que sé leer y tengo algo de memoria, por lo que puedo relacionar unas cosas con otras.

Ayer El País publicaba un falso artículo de opinión titulado Efectos del recorte en infraestructuras. El título no invitaba a la lectura, pero no importaba, porque no se publicaba para que lo leyeran ustedes o yo. No era un artículo, era un recadito. El firmante -no necesariamente redactor del mismo- era David Taguas, presidente de SEOPAN. Nada se explicaba de qué o cualo es SEOPAN. No hacía falta, porque los receptores del recadito saben perfectamente lo que es. SEOPAN es la patronal de las empresas constructoras españolas, un lobby que agrupa a más de 30 megacorporaciones del ladrillo. Los que cortaban el bacalao en este país hasta hace dos días.

El artículo, que no es tal, contiene una serie de medidas que debe emprender el Gobierno para paliar los nefastos efectos del recorte en la inversión pública en infraestructuras. Antes de esa enumeración, David Taguas -o su personal assistant- hace un diagnóstico de los devastadores efectos que los recortes van a tener sobre España y sus gentes. Será verdad o no, pero está claro que lo que al señor Taguas le preocupan son los devastadores efectos que el asunto va a tener sobre las cuentas de resultados de las corporaciones a las que representa y por las que está obligado a dar la cara.

El problema del público es que tiene memoria. Y resulta que algunos habíamos oído el nombre de David Taguas en otra ocasión. ¿No será el mismo David Taguas que dirigió la Oficina Económica de la Presidencia del Gobierno durante varios años? ¿El mismo David Taguas nombrado directamente por José Luis Rodríguez Zapatero como cargo de absoluta confianza? ¿El mismo que abandonó ese cargo delicado, desde el que conocía al dedillo todos los planes del gobierno y desde el que disfrutaba de una posición de absoluto privilegio para influir sobre las decisiones del presidente, para aceptar la presidencia del lobby de los constructores? Sí, es el mismo.

No soy el único que se olvida de esconder la bolsa vacía de las magdalenas después de zamparse la última.

Esto, que podría investigarse como un caso de tráfico de influencias al más alto nivel y ante lo cual Zapatero ni siquiera se ha dignado a dar una explicación, habría sido un escándalo sonadísimo en cualquier país con un mínimo de querencia por la democracia. Aquí pasó sin pena ni gloria. Tres o cuatro plastas se llevaron las manos a la cabeza y el señor Taguas se fumó un puro -de los que le regaló Zapatero para celebrar su fichaje-. Y como no pasó nada, los constructores se han envalentonado y le han dicho: “Anda, Davicín, tú que tienes mano con ZP, mándale un recadito de nuestra parte, pero que se entere todo el mundo, que no pueda decir que tiene el móvil apagado o fuera de cobertura”.

Zapatero ha formalizado acuse de recibo. Obediente y leal para con su antiguo colaborador, a las pocas horas de publicarse el recado en El País, el presidente anunció que reconsideraba el recorte anunciado en infraestructuras, asumiendo algunas de las medidas que le exigen los reyes del cemento. No ha esperado ni 24 horas en responder. Bien rapidito, no se vayan a enfadar. Y ha añadido el consabido: “Y póngame a los pies de su señora”.

Luego nos llevaremos las manos a la cabeza por los pasotes de Berlusconi y por los chascarrillos de Chávez. Como si tuviéramos aquí motivos para presumir.

PÚBLICO

Hace tiempo que cayeron las máscaras. Antes estábamos acostumbrados a un cierto grado de disimulo. Los viejos movimientos antisistema (¿en qué urbanización se habrán metido?) ponían el adjetivo formal detrás de democracia para dejar claro que esto que vivíamos no era más que un paripé, una representación teatral para dar la impresión de que la soberanía popular tenía algo que ver en el trajín institucional.

Sabíamos que no, pero nos consolaba que nos tuvieran en cuenta y fingieran delante de nosotros. La hipocresía es una forma bastarda de respeto por el otro, implica que te importa su opinión, que no quieres que te vea tal y como eres para que no se decepcione.

Pero hace tiempo que dejaron de esforzarse. El nombramiento del director de Público como secretario de Estado de Comunicación es quizá el episodio más visible y escandaloso, pero en realidad es uno más.

En otros niveles, los que trabajamos en la prensa (siempre me ha gustado eso de “los chicos de la prensa”, parece el título de un musical gay) llevamos años viendo desfilar a nuestros compañeros más guapos y más listos hacia gabinetes de prensa institucionales. Un día están informando sobre las actividades de una rama del Gobierno autonómico, y al día siguiente se convierten en portavoces y palanganeros oficiales de esa misma rama del Gobierno autonómico. De hecho -y no les culpo, visto lo visto-, ocupar un silloncito en un cómodo gabinete se ha convertido en una de las principales aspiraciones para los periodistas que han ejercido unos cuantos años y se han quemado. Es algo así como un retiro dorado, un premio a los esfuerzos anteriores, el paso a una vida mejor con una ocupación cómoda que no exige grandes esfuerzos intelectuales, ofrece tardes y fines de semana libres y -casi siempre- deja más dinero en la cuenta corriente. El de gacetillero es un trabajo muy chungo, a menudo sucio, no siempre bien pagado, donde no abunda el elogio y sí la mala leche y la zancadilla entre colegas, con horarios insalubres que maltratan muchos cuerpos y muchas mentes. No es extraño que, tras unos años razonables de ejercicio, y quizá un divorcio de por medio, un tipo (o tipa, disculpen el masculino genérico) maduro y fatigado busque pastos más calmos -el fantasma del divorcio no ronda en mi caso, pues mi paternaire es del gremio y no necesitamos explicarnos nuestras mutuas miserias: forman parte de nuestra salsa cotidiana y son motivo de acercamiento, no de distancia-. Y, si lo ha hecho bien, suelen ofrecérselos. Los demás les despedimos con indisimulada envidia en cenas donde bebemos mucho más de la cuenta.

Gobiernos de todos los niveles de la administración, empresas públicas y privadas, bancos, cajas de ahorros, partidos, sindicatos, fundaciones y hasta museos y hospitales reclutan a sus chicos de la prensa -aquellos que van a dosificar y filtrar la información que llega a los medios, haciendo todo lo posible por proyectar una imagen dulce y espléndida de las instituciones que les pagan- en las redacciones de los periódicos.

Buscan (o buscaban, porque ahora pescan también en otras aguas) a gente que conozca bien el funcionamiento interno de los medios y que tenga en su agenda los móviles de unos cuantos amiguetes a los que pueda pedir un favor sotto voce. ¿Quién, tras unos añitos en la profesión, no tiene un colega o incluso un jefecillo al que le puede decir, en confianza: “anda, paco, sácame una entrevista con fulano” o “anúnciame este asunto de mengano”? No tiene por qué haber corrupción ni tráfico de influencias de por medio: a menudo, la entrevista con fulano o el asunto de mengano tienen interés periodístico real y sería estúpido dejarlo pasar. Pero el soplo tiene un precio y su receptor se hace deudor de un favor. Son regalos que acaban siendo envenenados.

De esos gabinetes, muchos han saltado luego a otros vericuetos, ocupando cargos extraños de ambiguo nombre que les colocan en los antedespachos del poder. Algunos acaban convertidos en esas sombras que susurran al poderoso, que le dicen cómo debe hablar y con quién debe hacerlo.

Esto es algo que lleva pasando años sin que nadie se haya escandalizado. Es mucho tiempo de compadreo con los políticos, de comilonas, de reuniones discretas en hoteles, de desayunos de trabajo. Lo del director de Público es un pasito más, habida cuenta de que se trata de un alto cargo. Pero, claro, a un director de periódico hay que ofrecerle un cargo acorde con su abolengo, no vale con un puestito en un gabinete, por muy bien pagado que esté.

De hecho, es más que probable que el sueldo de un secretario de Estado sea sensiblemente inferior al sueldo de director de Público. No se engañen: estas cosas no se hacen por dinero. El poder y su demostración es más seductor que un fajo de billetes.

Yo, que soy un sentimental, prefería los tiempos del tejemaneje discreto, de los gestos hacia la galería y los apretones de manos en los reservados de los restaurantes, de papeles interpretados con fingida seriedad por unos y por otros. Si ahora no sabemos dónde están los periodistas y dónde los políticos, no va a haber quien siga la trama de la función.

LA NOCHE DE LOS TIEMPOS

He terminado, tras más de una semana de intensa lectura (mil paginitas tiene el ladrillo), La noche de los tiempos, de Antonio Muñoz Molina. Anoche cerré el libro a las tres de la madrugada con una sensación de tristeza aguda que hacía tiempo que ningún libro me provocaba. El lunes comentaré algo sobre él en el blog De Reojo, pero mientras tanto, os dejo este pequeño monólogo del prota, Ignacio Abel:

Yo no soy un hombre valiente. Ni siquiera soy muy apasionado. Casi nunca he tenido emociones muy fuertes, salvo estando contigo, o algunas veces haciendo mi trabajo, imaginándomelo. No soy un revolucionario. No creo que la historia tenga una dirección, ni que se pueda construir el paraíso sobre la tierra. Y aunque se pudiera, si el precio es un gran baño de sangre y una tiranía, no me parece que valga la pena pagarlo. Y si aun así estoy equivocado y para traer la justicia es necesaria la revolución y la matanza yo prefiero apartarme, si tengo la oportunidad, al menos para salvar mi vida. No tengo otra. Ni siquiera soy un hombre de acción, como mi amigo el doctor Negrín. (…) La gente dominada por pasiones políticas me da miedo, o me parece ridícula, como los que se ponen rojos gritando en un partido de fútbol, o en el hipódromo o en los toros. Ahora también me da asco. Yo creo que hay muchos más canallas de lo que yo imaginaba. Los viejos intoxican a los jóvenes para vengarse de su juventud mandándolos al matadero. Muchas personas parecen normales y se vuelven salvajes cuando ven la sangre y la huelen. Ven fusilado a un vecino al que hasta ayer mismo le daban los buenos días todas las mañanas y si pueden le roban la cartera o los zapatos.