Hace un tiempo coincidí en un sarao con un ubicuo escritor cervantista (de los que se conocen casi todos los Institutos Cervantes del mundo, vaya) que solía publicar muchas columnas pero que llevaba un tiempo sin firmar en los papeles. Le pregunté si se había cansado o si se habían cansado de él, y me confesó, bajando la voz: «Es que sólo querían que escribiese de cosas de cultura y de chorraditas, y yo les propuse escribir de política, porque lo que a mí de verdad me haría ilusión es hacer artículos políticos con un toque así como personal, pero como no les vi muy entusiasmados y, además, ando muy liado con tanta invitación del Instituto Cervantes como recibo, les he dicho que paso. Mira, esta semana, sin ir más lejos, me toca una mesa redonda con Boris Izaguirre en Seúl, una presentación de videoarte extremeño en Ramala, un debate sobre postpoesía postversal postipográfica del Bierzo con siete premios Nobel amerindios en Auckland, Nueva Zelanda, y una exhibición de pintxos donostiarras con lectura dramatizada de menús de restaurantes de estrella Michelin en Brasilia. Y aún tengo que encontrar un hueco para poner tres lavadoras y recoger a mi hijo pequeño de karate».
Su agenda estaba más saturada que una embarazada salida de cuentas, pero era capaz de despejarla —incluso estaba dispuesto a dejar que su hijo volviera de la clase de karate en autobús— si le ofrecían escribir de política en un periódico. Y no es un caso aislado. Pocas cosas ponen más cachondo a un escritor que recibir la llamada de un redactor-jefe o de un subdirector de periódico encargándole unos articulitos sobre la actualidad. Cuando eso sucede, se recolocan la chaqueta de tweed, se aclaran la garganta y alzan el mentón, bien orgullosos: por fin se les reconoce en lo que valen. Por fin van a enderezar el rumbo de este país de incultos que se negaba a escuchar sus geniales e insobornables alegatos.
Será porque yo soy un escritorzuelo al que no reconocen ni en lo que no vale, pero nunca he entendido del todo esa pasión por la res pública propia de los literatos. En realidad, lo que no alcanzo a comprender es la relación causal entre la creación literaria y el activismo político-periodístico. No creo que una excluya al otro, pero, ¿por qué razón han de ir necesariamente unidos o uno ser consecuencia directa de la otra? En otros términos: ¿la excelencia literaria otorga inmediatamente auctoritas en asuntos de gestión de la polis? ¿La doxa de un literato es más válida o más digna de ser publicitada que la de un soldador, una gestora de un centro deportivo de alto rendimiento o un becario de investigación de paleontología?
Esta obsesión predicadora pertenece a otros tiempos y creo que no refleja nada de la literatura y sus gentes. Que un país poblado por mendrugos que no sabían ni escribir su propio nombre y no habían visto nada que estuviera fuera del valle que encajonaba su aldea otorgara un poder mágico y una autoridad respetable a quienes dominaban la palabra escrita es comprensible. También lo es que, en épocas de gran conflictividad social y en sociedades muy miserables donde la mayoría de la población carece de formación, derechos políticos elementales y acceso a medios de expresión, quienes sí disponen de ellos los utilicen solidariamente en su nombre. Así nacieron los intelectuales concebidos como tales desde finales del siglo XIX: personas que habían alcanzado una gran influencia gracias al prestigio o al eco de su obra artística que decidían utilizar esa influencia en favor de quienes ellos consideraban oprimidos o incapaces de defenderse por sí mismos. Convertían su posición de hombres públicos en tribuna política para intentar modificar la sociedad y el gobierno en función de sus principios y creencias.
Que los intelectuales así entendidos han sido muy importantes y que han representado un papel político en ocasiones crucial y de gravísimas consecuencias nadie lo duda. Pero pocos deberían dudar ahora de que la figura del intelectual así concebida caducó hace mucho tiempo, y el empeño por perpetuarla sólo nos puede traer —nos está trayendo— peor literatura y peor periodismo.
Porque hace tiempo también que los escritores descubrieron que ser intelectual es mucho más rentable —en muchos sentidos, no sólo en el financiero— que ser un simple escritor. ¿Cuántos premios Nobel de Literatura se han dado a autores de obra sucinta y de mérito cuestionable pero de intachable trayectoria política?
Y viceversa: ¿cuántos autores geniales e imprescindibles han visto cuestionado su arte por no ser personas intachables, solidarias y socias de Médicos sin Fronteras? Hasta hemos asistido sin que el público tosiera a reinvenciones maravillosas, como la del recientemente fallecido Ernesto Sabato, que pasó de ser el escritor de los milicos a, por obra y pluma de olvidadizos hagiógrafos, adalid de la democracia argentina. Sólo así, debidamente purgado de impurezas fascistas, puede Sabato ser leído y loado en Babelia. Y en el caso de Borges, con pasar de puntillas —u omitir sin más— sobre ciertos detalles de su biografía, podemos comprarlo como genio entrañable y gruñoncete.
En muchos países, pero fundamentalmente en España, no se premia ni se publica ni se lee literatura. Lo que se premia, se publica y se lee son buenas intenciones. «Alegato contra la violencia de género». «Una audaz incursión en el conflicto vasco». «La novela presenta un crudo retrato de la inmigración ilegal en Reus». «La indomable lucha de una madre coraje contra Franco, Mussolini y Hitler juntos». Me las he inventado, pero seguro que es fácil encontrar frases muy parecidas o incluso idénticas en las solapas y contraportadas de las novedades editoriales que estén ahora mismo expuestas en La Casa del Libro.
Un escritor como Michel Houellebecq es impensable en España. Y si triunfan sus libros traducidos es porque vienen de Francia y lo que dice un francés no ofende a nadie. Pero si lo dice un español… Me encantaría ver las cartas de rechazo que hubiera recibido Plataforma si la hubiera escrito un señor de Albacete.
No estoy diciendo que la literatura tenga que estar desprovista de buenas intenciones en sus tramas y argumentos. Lo que digo es que esas buenas intenciones no deberían ser un baremo por el cual medir el valor de un libro o de un autor. La literatura, incluso la literatura política, no puede medirse en términos de corrección política. Porque una de las funciones sociales que la literatura ha asumido tradicionalmente es ser una herramienta para cuestionar las costumbres y los tabúes de una época y de una sociedad. Es decir, que la única forma coherente y honesta que tiene la literatura de hacer política es no siendo política, sino empeñándose en ser genuinamente literaria.
Y, en el caso de la novela, que es el que más me interesa, ¿en qué consiste ser genuinamente literaria? Muy sencillo: en que tanto la escritura como la lectura supongan un desplazamiento para el escritor y para el lector. Al escribir, el novelista viaja, explora. Tiene un punto de partida, pero desconoce el de llegada. Si es honesto, se libera de miedos y avanza por regiones que no conoce y que le pueden llevar a conclusiones absolutamente indeseadas. Puede que acabe viendo algo de sí mismo que le asquee o que no soporte. O algo de su mundo o de su familia o de su religión o de sus amigos. Y, si lo hace bien, conseguirá que el lector sienta lo mismo y se plantee preguntas y pensamientos que no sospechó que fuera a hacerse.
Pero si el autor sólo quiere demostrar una tesis preconcebida y arma el aparato narrativo al servicio de esa tesis, no está haciendo literatura, sino cumpliendo la función del espejito de la madrastra de Blancanieves. Por ejemplo: la violencia de género es muy mala. Así que voy a escribir una novela donde haya violencia de género y quede claro que es muy mala: marido que pega, malo; mujer que recibe, buena. Dialéctica de Barrio Sésamo. El lector asentirá: hay que ver lo mala que es la violencia de género, mecachis. Si la lectora es Leire Pajín, dirá: es prioritario frenar esta lacra. El editor aprovechará la contraportada para poner, junto al código de barras: «Teléfono contra el maltrato: 016». El libro recibirá una subvención y probablemente un Premio Nacional de Narrativa, y Pepa Bueno entrevistará al autor en el Telediario sin equivocarse casi nada al pronunciar su nombre.
Pero nosotros, que no nos chupamos el dedo —yo sí, un poco, pero es que está muy rico—, nos preguntaremos: ¿necesitábamos leernos entero un tocho de cuatrocientas páginas para enterarnos de que la violencia de género es mala? ¿No lo sabíamos ya? ¿Por qué perdemos tanto tiempo en que nos digan algo que ya tenemos claro?
La novela genuinamente literaria opera al revés que la novela de tesis, y me voy a atrever a poner el ejemplo del Quijote, para cerrar el círculo cervantista. Punto uno: Cervantes está hasta los huevos de las novelas de caballería. Punto dos: Cervantes está hasta los huevos de que todo el mundo lea y escuche novelas de caballería. Punto tres: Cervantes grita enloquecido por la calle: «Porque no tengo mano, que si no, iba a encorrer a hostias al siguiente que me hable de Amadís de Gaula y su puta madre en petitoria». Punto cuatro: para atajar su frustración, Cervantes decide escribir una novela que ridiculice las novelas de caballerías y detenga o, al menos, desprestigie, el asqueroso vicio de leerlas y difundirlas.
Y es en el punto cuatro donde está la diferencia: la motivación o el punto de partida de Cervantes es ridiculizar las novelas de caballerías, pero esa no es su tesis. No construye un artefacto novelesco donde todo esté lógicamente concatenado para demostrar que esas novelas son una porquería, sino que, partiendo de esa intención, se desplaza a territorios ignotos y acaba escribiendo una obra sobre la condición humana. Una obra universal, nada menos. Y no la habría podido escribir si se hubiera constreñido a sus ideas y si en un momento no las hubiera dejado de lado para centrarse por completo en la historia y sus personajes.
Vuelvo al principio: si eres capaz de escribir el Quijote, ¿para qué cojones quieres escribir columnas políticas en un diario? ¿No es mucho más honesto, mucho más poderoso y mucho más satisfactorio entregarse de lleno a la literatura? Y, en el fondo, ¿no se ejerce una influencia mucho mayor? Porque un intelectual, un tribuno político, puede influir hic et nunc, pero si eres capaz de escribir una obra literaria significativa y perdurable vas a tener una influencia que no está al alcance de ningún político ni banquero ni entrenador de fútbol: vas a influir en la intimidad de tus lectores, que te van a acompañar en el mismo viaje que tú has hecho al escribir el libro.
Puede parecer que influir en la vida cotidiana de un lector no es nada en comparación con influir en las decisiones de Barack Obama, pero yo pienso que un escritor que consigue lo primero con su literatura es mil millones de veces más poderoso que cualquier estratega o director de periódico. Pero para eso se tienen que dar dos premisas —al margen de capacidades y talentos, que se dan por supuestos—: que el escritor crea en la literatura y en su literatura, y que el público entienda la diferencia entre una novela y el editorial de un diario. Mientras esas dos cosas no ocurran (y en España, parece lejano el momento en que así sea), seguirá siendo muy común entre los escritores que pierdan el culo por ejercer de políticos.