Archivo mensual: marzo 2012

PONER CARA DE IDIOTA

España hace huelga y yo sufro en silencio mi resaca. El miércoles fue un día genial del que me resulta imposible hacer la crónica, aunque me gustaría intentarlo.

Presentábamos No habrá más enemigo en la Fnac de Zaragoza, la primera de las presentaciones majors (en abril tocan Madrid y Barcelona, entre otras ciudades). Jugaba en casa, pero siempre ronda un comecome que presagia el fracaso: demasiada gente que excusa su asistencia, miedo a hablar ante una sala vacía. Miguel Serrano y yo llegamos un poco tarde porque habíamos quedado para entonarnos en una terraza cercana, y el camarero, en lugar de un Jim Beam con hielo mondo y lirondo, decidió vaciar media botella en mi vaso, obligándome a beber un cuádruple bourbon. Quería lubricar el garganchón, no llegar a la Fnac a gatas. Así que, cuando entramos, ya estaba todo el público sentadito. Muy formal y silencioso, en perfecto orden y respeto, como si esperara que les diera la comunión o les repartiera unos exámenes y les dijera: “No les den la vuelta hasta que yo les diga y contesten con boli azul o negro”.

Foto: Pedro Zapater.

Intimidaba el silencio, pero nos sentamos sin que se nos notara la turbación y, tras una presentación de Ángel Gracia, baranda de la Fnac y, sin embargo, amigo, empezamos a rajar. Miguel y yo habíamos acordado plantear el acto como una conversación sobre la novela y sobre literatura. La verdad es que me impresionó mucho ver cómo sacaba del interior del libro unas chuletas llenas hasta los márgenes de notas de letra apretada y aplicada, para asegurarse de que no se saltaba ningún punto. Me va a pillar, pensé, sabe de mi novela mucho más que yo, la ha pensado con más aplicación y talento que yo, a ver qué digo.

Y, efectivamente, sabía de mi novela muchísimo más que yo y descubrió claves que yo mismo sólo había intuido, como el papel que desempeñan los jugadores y el juego y su carga simbólica. Ahí aproveché para meterme un poco con mi amado Cortázar y con sus tutores franceses de Robbe-Grillet y el grupo Ou.Li.Po. La gente que entiende la vida como un juego, vine a decir, tiene una capacidad de empatía muy limitada, utilizan el juego para no enfrentarse a la vida real, con sus afectos y sus miserias.

Dios, qué cosa de autoayuda me está quedando, pensé, pero estaba lanzado y no podía parar. Hablamos de muchas cosas, pero fundamentalmente de pornografía, que es un tema que gusta mucho en general, y al final solté un pequeño rollete sobre Tolstoi y el final de Guerra y paz, con el pobre Bejuzov caminando entre las calles de un Moscú en llamas y lleno de cadáveres amontonados, buscando a su amigo Bolkonsky, a quien cree muerto. Muerto por nada, muerto por esa forma de estupidez de masas llamada patriotismo, muerto por imbécil. Y elogié la perplejidad de Bejuzov por las calles del Moscú arrasado por los franceses, y dije que la perplejidad y la cara de idiota son las únicas formas inteligentes de moverse por la vida, que sólo los imbéciles y los gilipollas caminan seguros y fanfarrones, identificando a los malos y a los buenos y llevando en el bolsillo de la americana una teoría siempre bien fundamentada sobre las jerarquías y los resortes que hacen girar el mundo.

Y una mierda. No sabéis nada: detrás de cada corbata y de cada sonrisa sarcástica y de cada mirada paternalista sólo hay un cerebro incapaz de pensar algo más complicado que un dos más dos son cuatro.

Esa es la grandeza de Guerra y paz, que va de la amistad de dos hombres antagónicos que se influyen el uno en el otro: Bejuzov es muy inteligente, y por eso actúa como un panoli y todos se ríen de él. Bolkonsky, en cambio, es un tonto ridículo, de buen corazón, pero más simple que una ameba aplastada, y por eso es objeto de admiración y deseo y tiene que sacudirse el éxito social como un Justin Bieber cualquiera. A lo largo de la novela, sin embargo, Bejuzov se va volviendo un poco más tonto, y Bolkonsky, entre batalla y batalla y entre epifanía y epifanía, se va volviendo un poco más listo. Como el Quijote que se vuelve más Sancho y el Sancho que se vuelve más Quijote.

Pero la actitud sensata es la del Bejuzov inteligente, la mirada alelada, la incomprensión más absoluta de esa vida imposible de comprender. Y animé a leer la novela con la misma cara de idiota de Bejuzov. Si lees el libro a lo Bolkonsky, con las verdades del editorial de El País por delante, no vas a entender una mierda. Ni de mi libro ni de ningún otro, salvo quizá los de la sección de autoayuda y los de Pérez-Reverte.

En el turno de preguntas, alguien me interrogó sobre la perspectiva de género en mi novela. Confieso que no comprendí la pregunta, pero no quería parecer ni un poco grosero, así que contesté algo que supongo que no satisfizo en absoluto la curiosidad del lector. Mis disculpas.

Luego vinieron los vinos, los abrazos y las risas. Me encantó saludar a un montón de gente (me voy a dejar a muchos más de la mitad), pero me dio mucho gusto encontrarme con Juan Domínguez Lasierra, viejo maestro de varias generaciones de periodistas (entre ellas, la mía); con los chicos de la tele, Pablo Carreras, Natalia Chicón, Javier Romero y otros más; los hermanos Ortiz Albero, el poeta Miguel Ángel y el comiquero Álvaro (que este año publicará Cenizas, una genial novela gráfica, en la prestigiosísima editorial Astiberri); a Isabel Cebrián (que me gritó desde la platea porque estaba espoileando la novela); a Juan Antonio Gordón, que exuda felicidad (o la finge con grandísima verosimilitud); a los incombustibles amigos del Heraldo, Mapi Rodríguez, Paula Figols, Pedro Zapater (que escribió una crónica que puedes leer pinchando aquí) o Pablo Ferrer (a quien vi entre el público pero luego no encontré, se me escurrió); a Manolo Vilas, que gozó con el vino que se sirvió, porque era de su tierra, y María Ángeles Naval; a Óscar Sipán, que llegó por las justas; al crítico de teatro (y, sin embargo, amiguísimo) Joaquín Melguizo y su mujer Zoya —que se comprometieron a invitarnos uno de estos días a comer un gulasch como el que sale en la novela—; a la ilustradora Agnes Daroca; a la tweetstar , y a unos cuantos más cuyas caras vi pero luego no encontré en los corrillos, y a otros muchos que me olvido en esta injusta y cortísima enumeración.

Los inrockuptibles nos fuimos a las cercanas Bodegas Almau. Era lo suyo: las Almau son un escenario recurrente de la novela, y allí empezamos a maltratar de verdad el hígado. Cuando estábamos en ello, se presentó el gran Pepe Cerdá, que había tenido que ausentarse de la presentación y, con su torrente habitual, habló de París, de pintura y de muchos amigos presentes y ausentes. Cerdá es la carne que inspira uno de los personajes del libro, el de Herzen, circunstancia que le había ocultado deliberadamente hasta ayer (aunque es un secreto que se le desvela a cualquiera que lea la novela). Por supuesto, a todos les faltó tiempo para decírselo. «¡No jodas que salgo ahí!», bramó encantado. Por supuesto que sí. Un personaje medio fugaz pero muy importante. Miguel Serrano y yo somos muy fans de las pinturas de Cerdá, de ese toque inquietante de sus paisajes postindustriales, de esa luz inverosímil que muchos han asociado a Hopper, y me gustó que dijera que las describo bien en la novela, que las ha reconocido.

Cerdá es grande.

Cenamos en la plaza de Santa Cruz, otro de los escenarios de la novela, en una especie de tournée sideral por los escondrijos del libro —y allí se engancharon mis queridérrimos Santiago Paniagua y Ana Usieto, mis brother-and-sister-in-arms—, y acabamos bebiéndonos el agua de los tiestos en una cercana boîte.

Acabé con cara de idiota buscando la luz verde de algún taxi, mientras los piquetes nocturnos se reunían en las esquinas del centro de la ciudad, bien entrada la madrugada. Me miré en el retrovisor del taxi para asegurarme de que tenía una buena cara de lelo, que el taxista tuviera la certeza de que podía cobrarme de más o darme un rodeo porque mi cara traslucía idiotez y perplejidad en dosis cercanas a la muerte cerebral. Porque así me sentía: completamente idiota y exhausto, postorgásmico y agradecido. Casi feliz. Casi humano.

Gracias por la juerga, amigos. Este idiota andaba necesitado de algo así.

ESTA TARDE, EN ZARAGOZA…

Huelga decir que están todos invitados.

Para abrir boca, esta página correspondiente al Mondosonoro de abril.

COMO UN CHINO QUE VA A CASA

Creo que no es cierto que los hombres queramos, como Ulises, regresar a nuestro hogar. No todos estamos tan locos para querer algo así. En una carta maravillosa, Franz Kafka dijo acerca de su estado de ánimo en el momento de escribir esa misiva (de amor, la envió a Felice Bauer): «Me siento como un chino que va a casa». No dijo que volviera a casa, sino que iba. Es una frase que me recuerda a Bob Dylan al comienzo de No Direction Home: «Salí para encontrar el hogar que había dejado hacía tiempo, y no podía recordar exactamente en dónde estaba, pero se hallaba en el camino. Y al encontrar lo que me encontré en el camino todo era tal como lo había imaginado. En realidad, no tenía ninguna ambición, no creo que tuviera ambición para nada. Nací muy lejos de donde se supone que debo estar, y por lo tanto voy de camino a mi hogar».

Enrique Vila-Matas, Aire de Dylan, página 309.

Me fascina la manera que tiene Vila-Matas de cachondearse de todo y, con su ironía —fina, anglosajona, sin ningún pegote de grosería latina—, decir siempre las cosas más serias. Su Aire de Dylan es una carcajada y una parodia, pero también es una novela trágica sobre la identidad y sobre la herencia que nuestros padres nos imponen. Una novela del desencanto de la senectud y, a la vez, una Künstlerroman. Un relato sobre la lucha generacional y, a la vez, una burla que ridiculiza toda la cultura y la literatura contemporáneas.

No voy a destripar ni diseccionar la novela. Prefiero hablar de algo más personal, de ese aire de Dylan que impregna tantos y tantos libros. Incluido el mío, incluida esa novelita titulada No habrá más enemigo que (alerta de autopromo) se presentará en Zaragoza el próximo miércoles. Es decir, que prefiero hablar de mis cosas, aunque sean a propósito del libro de Vila-Matas.

Bob Dylan es un estereotipo. Es un recurso gastado, un artista de artistas, una referencia caduca y naftalinosa. Dylan es influyente porque ha sabido convertirse en un aire que contamina buena parte de la cultura occidental. Especialmente, la literaria. Un artista no es influyente porque influya en el público, sino porque lo hace en otros creadores. Sólo así, su aire persiste, pegajoso e insoslayable.

Bob Dylan es el epítome de la lucha generacional. Un judío que se cambia de nombre y adopta el de un poeta borracho y violento, que se inventa un personaje para huir de su hogar. Dylan es un tipo que siempre está huyendo de casa, que siempre está renegando de sus padres, que siempre se está oponiendo a ellos. Por eso se inventa un nuevo personaje cada cierto tiempo, por eso hay tantos Dylan. Dylan es la huida constante, el empeño ridículo y vano de construirnos una identidad propia que no le deba nada al padre, a ese cabrón castrador que nos imaginó como una versión mejorada de sí mismo.

Vilnius Lancastre, el protagonista de Aire de Dylan, se parece al Dylan joven y odia a su recientemente difunto padre. Odia todo lo que fue y todo lo que hizo, y se esfuerza por convertirse en su antagonista. Pero, cuando su padre muere, éste empieza a infiltrarse en sus pensamientos y en sus sueños. Su fantasma se adueña del hijo hasta el punto de ir convirtiéndolo poco a poco en él, en un juego lleno de referencias a Hamlet (en realidad, es una parodia de Hamlet). Con esa tensión, Vila-Matas se burla —y admira al mismo tiempo— de nuestro empeño dylaniano, de nuestra obcecación por salir a la carretera, no direction home.

Para muchos escritores (pienso, por ejemplo, en mi querido Rodrigo Fresán, sin irme muy lejos), Dylan es la libertad hipster, la anarquía creativa, la búsqueda del genio a través de la introspección y el individualismo. Sin embargo, para mí, la figura de Bob Dylan es, esencialmente, un icono de ruptura generacional, de afirmación del hijo frente al padre. Y en ese sentido aparece en mi novela. Vila-Matas convierte este aire de Dylan en el leitmotiv central de su libro, empezando por el título, y va muchísimo más lejos que mis leves apuntes y citas, que no dejan de ser más que una música de fondo. Pero el sentido de su figura es el mismo que yo manejo.

En No habrá más enemigo, Dylan suena en la radio de dos coches. Pincho tres canciones suyas en mi novela. Las tres, de la misma época, del Dylan de los 70, que es el Dylan que más me interesa, el más nihilista y solipsista: Oh Sister, Gotta Serve Somebody y Knokin’ On Heaven’s Door.

Oh Sister es una especie de cántico de San Juan de la Cruz, con ambigüedad incestuosa. Si se interpreta en su sentido literal, habla de dos hermanos que desafian la figura del padre de la forma más brutal posible: follando entre ellos. Gotta Serve Somebody es una carcajada descreída sobre la ingenuidad de quienes creen que podrán ser libres algún día y no rendirán cuentas a ninguna autoridad. Knockin’ On Heaven’s Door pertenece a la banda sonora de Pat Garrett and Billy The Kid y es un canto fúnebre. Esta última, en mi novela, contrapesa la escena de un funeral: pretende subrayar la austeridad de un dolor real expresado con elegancia y contención frente a la hiperbólica escenificación de un ritual fúnebre pueblerino.

Siempre recurro a Dylan cuando quiero representar la naturalidad y la honestidad frente a la impostura barroca del mundo. Es paradójico que alguien tan complicado y que ha vestido tantas pieles, tantos disfraces y ha querido ser tantas personas distintas me evoque anhelos de autenticidad (si no le tuviera tanto miedo a esa palabra, diría de pureza), pero creo que Dylan, ese Dylan estereotipado y resobado, es la síntesis dialéctica de la contradicción entre realidad y deseo: Dylan es consciente de que nunca encontrará su identidad huyendo del hogar y negando al padre, pero la conciencia de esa imposibilidad no le impide que su vida sea un intento constante de huida.

Puede que Dylan esté muerto y se haya convertido en un lugar común, pero, como alegoría, sigue siendo pertinente. De hecho, no tiene otro sentido que el alegórico. Dylan hace tiempo que sólo es su aire, el que sopla en libros como este de Vila-Matas.

Aire de Dylan me ha divertido mucho, pero también me ha emocionado. Y no sé si esto se debe a la habilidad narrativa de Vila-Matas o a que me estoy volviendo gilipollas perdido. O a ambas razones.

YO TAMBIÉN QUIERO SER ALEMÁN

Ayer participé en una mesa redonda sobre comunicación y cultura dentro de las jornadas organizadas por + Cultura Aragón, y ahora (en realidad, aunque lo publico por la mañana, escribo esto de madrugada, completamente desvelado después de un día extremadamente agotador y algo deprimente) me apetece repensar algunas de las cosas que dije y escuché.

Básicamente, planteé algo así como que nos parecíamos a la orquesta del Titanic, fingiendo que todo fluye con normalidad e ignoramos que el barco se hunde y que pronto moriremos todos. Me refería tanto a los medios de comunicación como a la industria cultural. ¿Qué sentido tiene hablar de unos y de otros y de sus respectivas funciones y relaciones cuando su existencia es meramente formal, cuando ya nada importa, cuando hace tiempo que la vía de agua se hizo imposible de achicar? Pero la metáfora (o el símil, más bien) no era acertada, porque ahora intuyo que la actitud de la orquesta del Titanic es la sensata, que lo ridículo es correr y gritar y lanzarse al agua helada a chapotear con un flotador.

Hace muchos años, fui a visitar a un pariente que agonizaba en una planta de oncología de un hospital de Madrid. Era la época en la que todavía se podía fumar en los hospitales (al menos, en las escaleras y en los sitios marginales) y yo, por entonces, fumaba. Más o menos, porque nunca he sido un fumador de verdad. El caso es que me salí a echar un pitillo a la escalera y, mientras estaba allí, un señor mayor con bata me pidió un cigarro. No me lo pensé: se lo ofrecí encantado y le di fuego. Pero, nada más encendérselo, el hombre rompió a toser. Lo de romper fue literal: aquel señor se troceaba y se deshacía con una tos cavernosa que daba miedo. Temí que fuera a caer escalera abajo entre convulsiones y ni siquiera supe reaccionar. Me quedé mirándole como un imbécil. Cuando pasó el ataque de tos, el hombre se enderezó, se aclaró la garganta y chupó una larguísima y placentera calada mientras me daba la espalda y se asomaba a la ventana.

En aquel momento me sentí un desgraciado. El hombre del batín había salido de una puerta con un rótulo enorme en el que se leía: ONCOLOGÍA. Y yo le había dado un cigarro. Con dos cojones. ¿Por qué no le daba una pistola cargada, que al menos no le provocaría tos? Sin embargo, hoy estoy convencido de que hice bien, de que debería haberle regalado el paquete de tabaco entero. Al fin y al cabo, de aquel cigarrillo no se iba a morir. Ni de los siguientes. Cuando todo está perdido, ¿para qué andarnos con miramientos? Si estamos en primavera y sabemos que nunca llegaremos a enterarnos de qué se llevará en la temporada otoño-invierno porque para entonces nos habremos convertido en compost, fumémonos todos los cartones que nos apetezcan.

Si no hay remedio, sirvan otra ronda. Y luego otra. Y si nos tienen que quitar algo, que siempre sea lo bailao. Hollywood, que es el gran compilador de la filosofía epicúrea, lo dejó claro en Casablanca: el mundo se acaba y nosotros nos enamoramos. ¿Es que se puede hacer otra cosa mientras se acaba el mundo? Que sigan tocando, que corra el tabaco.

Por eso no está mal debatir sobre estos temas. Hablemos del sexo de los ángeles, convirtámonos en teólogos de dioses muertos, finjamos que tiene arreglo lo que jamás lo tuvo. Es como bailar un vals, una forma digna y valiente de hacer mutis. ¿Encontraremos una salvación? Seguramente, no, pero en el empeño nos lo pasaremos bien y pondremos a parir a los hijos de puta que nos han llevado a esto y celebraremos que ahora somos los dueños de nuestros destinos, aunque no importe que esos destinos tengan el mismo vuelo que un pañuelo con mocos arrojado al suelo.

Nunca antes se consumió tanta información y tantos productos culturales. Y nunca antes los medios de comunicación y las industrias culturales importaron tan poco. Subrayemos la paradoja, encojámonos de hombros y confiemos en que algún día alguien encuentre la manera de que quienes escriben, declaman, pintan, cantan y dan noticias puedan vivir de su curro. No que se hagan ricos, ni siquiera que aspiren a tener un apartamento en Salou. Con unos ingresos moderadamente dignos, la mayoría se conformaría. No somos buitres, no estamos en esto por la pasta (y si alguno lo está, es rematadamente gilipollas y se ha equivocado de sitio).

En el turno de preguntas hubo una chica (cuyo nombre no recuerdo, lo siento) que planteó algo que sonaba nuevo pero que en realidad es lo de siempre. Dijo que ella sabe muchísimo de fútbol a su pesar, aunque no le gusta, pero como los medios están dando la matraca con el fútbol a todas horas, no le queda más remedio que saber quién es Messi, Mourinho y la madre que los parió a todos, que dicen que se quedó anchísima. Sin embargo, como los medios no hablan de casi nada que huela a cultura, ¿no será ese el problema, que la población no puede llegar a enterarse de que existe un mundo maravilloso de gente creativa y molona capaz de abrir las mentes como si fueran abrelatas lisérgicos?

Yo le pregunté a la chica del público si ella tenía algún problema para enterarse de la vida y milagros de los autores, actores, musicólogos o figurinistas que le interesaran, si le suponía algún inconveniente que no salieran en el Telediario y tuviera que buscarlos por internet. Y me dijo que no, pero que el problema no era ella (siempre sale el viejo Sartre: el infierno son los demás), que se trataba de que la cultura saliera de su gueto y de sus canales endogámicos, y preguntaba si sería posible que unas pequeñas empresas, al margen de los grandes medios, ampliasen esos círculos.

En ese momento, se armó cierto revuelo y perdí el uso de la palabra, la cosa se fue por otros derroteros y me quedé con las ganas de llegar al sitio donde quería ir a parar con mi absurda interpelación, así que lo suelto aquí. En el empeño por demonizar a los medios de comunicación y a la turbia gentuza que hemos trabajado en ellos —y trabajamos, que yo sigo cobrando de algunos—, es habitual otorgarles un poder que nunca han tenido. Se argumenta que Telecinco y Belén Esteban embrutecen a la gente sin caer en la cuenta de que la gente suele venir embrutecida de su casa. El enfoque es justamente el contrario: Belén Esteban es un síntoma de la enfermedad y no su causa.

Es absurdo pedirle a los medios de comunicación que corrijan un problema estructural y básico que tiene que ver con la educación y con la socialización. Aunque Telecinco se convirtiera en la versión pedante del Canal Arte y, en vez de Sálvame, le diera por emitir a todas horas pelis de Kieslowski, óperas postexperimentales norcoreanas y discursos de Foucault sin subtítulos, eso no repercutiría en una ampliación de públicos. Nada de eso nos haría más cultos. Simplemente, le quitaríamos a un montón de gente su tema de conversación en la peluquería. Hay que aclarar si fue antes el huevo o la gallina, y lo que muchas veces de forma despectiva se llama alta cultura (y también muchísimas formas de la cultura popular) precisa de un público formado con un gusto educado. Y el gusto no se forma en dos días, no surge de la nada. Para que haya una masa crítica de personas capaces de gozar con ciertas manifestaciones hace falta un sistema educativo muy diferente al que tenemos y unos mecanismos de socialización completamente distintos. El problema no es la comunicación: es mucho más básico y dramático.

¿Nos da envidia que en Alemania se emitan programas de literatura en prime time con grandes audiencias y que eso repercuta en un mercado del libro poderoso? ¿Se nos cae la baba al ver la exquisitez de la producción de programas de la BBC, sus complejas e inteligentísimas ficciones, su refinamiento y su rigor? ¿Se nos hace el culo pepsicola cuando vamos una ciudad como Aarhus, en Dinamarca, apenas un poblachón del tamaño de Pamplona, que organiza un festival de grupos emergentes en el que se vuelca toda la población, con un exitazo de público que ningún festival de similares características al sur de los Pirineos podría soñar ni puesto hasta las trancas de metanfetamina y Vicks Vaporubs?

Pues claro que  sí, nos morimos de la envidia y nos sentimos paletos. Y entonces volvemos a España y montamos programas de libros como los alemanes, algún entusiasta intenta hacer algo a lo BBC en alguna tele y otros se dedican a programar festivales superchulos y ambiciosos. Y, cuando lo hacemos, resulta que nadie nos hace ni puto caso. No hay nadie al otro lado. ¿Cómo es posible, si estas cosas lo petan en el Benelux? ¿Por qué en España sólo interesa a mi madre y a esa chica rara y pálida que se sentaba al final de la clase y tenía cicatrices chungas en las muñecas?

Y le echamos la culpa a Telecinco y a Belén Esteban, pero ellos no tienen la culpa. La culpa es nuestra por empezar la casa por el tejado. Para tener esos programas de libros, esos festivales y esas BBC, hacen falta varias generaciones de inversión en un sistema educativo, hacen falta universidades de verdad, y no caricaturas como las que tenemos en España, hace falta una gran masa crítica de población empleada en cuadros medios y en sectores productivos que no tengan que ver con la construcción de apartamentos en Torrevieja. Para ser alemanes no basta con parecer alemanes. Hay que estudiar mucho para ser alemán.

Disculpen el exabrupto clasista (o no, es meramente descriptivo), pero España sigue siendo fundamentalmente un país de camareros, albañiles y peluqueras donde una grandísima parte de la población apenas tiene unos estudios secundarios y donde muchos de los que han pasado por la universidad han obtenido un título sin abrir uno solo de los libros de la biblioteca a la que acudían a deglutir unas fotocopias llenas de abreviaturas. ¿Quieren saber por qué no funciona el periodismo cultural? ¿Quieren saber por qué el único periodismo que funciona es el del Carrusel Deportivo? Echen un vistazo a sus vecinos y encontrarán la respuesta. O comparen la Universidad de Cambridge con la Complutense. Por ejemplo.

Yo también quiero ser alemán, pero me parece que lo conseguiré mucho antes yéndome a Alemania que intentando convertir mi país en Alemania.

DANDO LA BRASA

Mañana, miércoles, a las 10 de la madrugada, estaré en el Centro de Historias de Zaragoza, donde se celebran las primeras Jornadas Aragón, Comunidad Cultural, que organiza el colectivo +Cultura, que ha tenido la gentileza (o la terrible equivocación) de invitarme a participar. Las jornadas empiezan hoy, la entrada es gratuita (previa inscripción), pero mi número actúa mañana. Podéis consultar el programa pinchando aquí. Este es el plan previsto en mi sesión:

10:00- 13:00 CUARTA SESIÓN
Cultura y comunicación.  ¿Pueden los medios contribuir a un mejor conocimiento de las prácticas culturales y al mantenimiento y la ampliación de públicos con información de calidad?

Ponentes:

  • Ignacio Bazarra, Cultura Agencia EFE. Madrid
  • Carmen Ruiz, Directora de informativos radio y televisión CARTV, poeta
  • Sergio del Molino, periodista y escritor
  • Melania Bentué, periodista, conocedora de la experiencia informativa 2.0
  • Cristina Fallarás, escritora, periodista, editora a través de Internet
  • Chuse Fernández  Cotenax, coordinador TEA FM, Taller de Radio Creativa
  • Mercedes García Ucelay, periodista especializada en economía y empresa

Presentador y Moderador: Miguel Angel Yusta. Asociación Aragonesa de Escritores.
Relatores:  Iguacel Elhombre. Presidente de PROCURA. Profesionales de la Cultura en Aragón,  Stéphanie Tirloy,  miembro de +Cultura y Alfonso Plou,  Escritor y dramaturgo

Me encanta, porque soy el que lleva el rótulo más anodino y generalista, y me parece estupendo. En realidad, me hubiera encantado que me presentaran como Sergio del Molino, científico y santo. O: Sergio del Molino, épico comensal de El Boñar de León, donde, en una ocasión, a punto estuvo de terminar uno de sus pantagruélicos cocidos. Pero no coló ninguna de las dos.

Somos tres hombres y tres mujeres, una mesa paritaria. Yo intentaré no ser muy brasas y participar en el debate, que lo que mola de estas cosas es que los ponentes discutan y se peguen. Somos todos muy educados, y a esas horas estaremos sobrios, pero aún así confío en que haya algo de tensión. Espero, en cualquier caso, que lo pasemos bien. Hablaré en serio, lo prometo. Muy en serio, pero con amenidad.

ENEMIGO, BY GUILLERMO BUSUTIL

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Esto salió este sábado en La Opinión de Málaga. La considero una de las mejores y más hondas lecturas que se han hecho de mi novela. Por si a alguien le importa (que no creo).

ENEMIGO, BY ANTÓN CASTRO

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Sobre ¡Despidan a esos desgraciados!, de Jack Green (Alpha Decay)

Fusilo grosso modo el prólogo de José Luis Amores: en 1955, un joven y desconocido escritor de 32 años llamado William Gaddis publicó su primera novela, The Recognitions (Los reconocimientos, en español, idioma en el que apareció en 1987 y en el que vuelve a reeditarse este año en una nueva y mejorada traducción gentileza de la editorial Sextopiso). La novela tenía unas mil páginas y se vendía al desorbitadísimo precio de 7,50 dólares en una edición primorosa de la primorosísima casa Harcourt, Brace & Company. Todas estas circunstancias (a saber: a) juventud e intrascendencia pública del autor; b) desmedida y rusa extensión, y c) envidia cochina por que un Don Nadie recibiese los mimos de una exquisita casa editora que negaba el saludo a muchos Don Alguien) condujeron a un menosprecio, cuando no directamente desprecio, de la crítica literaria. Los reconocimientos motivó 55 reseñas en periódicos y revistas estadounidenses el año de su publicación. Sólo dos hablaron del libro en términos positivos. El resto (53 de 55) lo despachó como fatuo, incomprensible, megalómano, ridículo, bisoño, naíf, etc., etc., etc.

En 1962, siete años después del vapuleo (que provocó que ni siquiera los familiares cercanos del autor comprasen la novela), un tal Jack Green, admirador entusiasta de la obra, que considera una de las mejores novelas escritas en Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX, se propuso desmontar el ninguneo y los ataques que recibieron el libro, a su parecer no sólo injustos, sino claramente incompetentes. Analizó las 55 reseñas y encontró en ellas errores de planteamiento, de análisis y de juicio tan graves que concluyó que la mayoría de los críticos ni siquiera se habían molestado en leerse el libro del que estaban escribiendo.

Jack Green detectó errores en la enumeración de los personajes, en la identificación de los temas, en el resumen de las tramas e, incluso, en la reproducción de pasajes del libro, que estaban mal transcritos. Parecía que estaban hablando de una novela distinta, atribuían al autor intenciones que no se justificaban en el texto y tomaban en serio escenas que tenían una función claramente humorística. Los más finos acusaban a Gaddis de ser un reaccionario que preconizaba la vuelta a una religiosidad cristiana primitiva, cuando planteaba justamente una crítica al fanatismo religioso. Muchos se limitaron a fusilar la contraportada de la novela, sin molestarse demasiado en cambiar las palabras.

Jack Green (seudónimo), cabreado, decidió escribir y costear la publicacion de unos fanzines, que tituló newspaper, en los que desmontó la impostura de estos críticos y demostró que Los reconocimientos había sido víctima de unos reseñistas ineptos que no sabían hacer el trabajo por el que supuestamente le pagaban: les habían puesto una obra maestra delante de los ojos y habían sido incapaces de verla. Lo cierto es que, hoy, Los reconocimientos sí que goza de mucho ídem. La crítica que en su día escupió sobre ella, veinte años después empezó a reivindicarla como una pieza fundamental de la narrativa estadounidense. En los resúmenes de los mejores libros del siglo XX, casi todos los diarios y revistas literarios la han incluido en lugares altos de las tablas, su lectura es obligatoria en la mayoría de las universidades americanas y existe un consenso que la coloca a la altura de escritores como James Joyce o Thomas Mann.

De hecho, el panfleto de Jack Green sacudió las redacciones de muchos periódicos y revistas. Algunos de los críticos denunciados fueron, efectivamente, despedidos, y la crítica literaria hizo un ejercicio de autocrítica. Este librito no pasó desapercibido ni predicó en el desierto. Por eso es interesante leerlo hoy. Y porque, pese a todo, muchos de los estereotipos que se identifican en él siguen lastrando la manera de hacer crítica. Al menos, en España y en sus suplementos y revistas mainstream. Hoy también puede pasar: hoy también puede aparecer una obra maestra que los críticos despachen con dos adjetivos semiocurrentes.

El hallazgo más audaz e inquietante de Green es el de los clichés de la crítica. Analizando las 55 reseñas se dio cuenta de que, por lo general, la crítica abordaba los libros atendiendo a una serie de clichés o prejuicios que se anteponían siempre a la lectura del libro en cuestión. De hecho, no era necesario leer el libro para reseñarlo: una obra voluminosa, escrita por un autor novel y joven y editada por un sello de prestigio acumula tantos clichés que impiden una valoración honesta de lo que realmente está escrito.

Es decir: una novela de un autor joven ha de ser por fuerza inmadura. Si es larga y de trama compleja, además, es pretenciosa. Hay que bajarle los humos al chaval, que sin duda se cree Proust o algo peor. Si maneja y cruza muchas referencias culturales, añade información superflua con el único objetivo de quedar por encima del lector y demostrarle su sapiencia (erudición fatua). Valoraciones así las encontramos constantemente, pero son simples prejuicios de portera envidiosa: ¿quién nos dice que un joven escritor primerizo no puede ser, efectivamente, tan grande como Proust? ¿Quién dice que no pueda escribir una novela madura, sólida y original? ¿Quién dice que las referencias culturales no sean esenciales para la construcción del libro?

Lo mejor es que también hay clichés si el autor escribe una obra breve y desnuda de erudición. En ese caso, el jovenzano se ha limitado a hacer un ejercicio de estilo, quizá bienintencionado, pero insuficiente.

En general, los críticos vilipendiados por Green escenificaron el mito de Procusto: ante una obra que no encajaba en su estrechísima visión de la literatura, la mutilaron hasta hacerla encajar en sus prejuicios, sin molestarse en juzgarla como merecía, dedicándole la atención que reclamaba. Green está convencido de que hubieran hecho exactamente lo mismo con el Ullises de Joyce o con alguna de las grandes novelas de Thomas Mann. Incluso llega a sugerir (y no le falta razón) que los mismos argumentos que emplean para cargarse Los reconocimientos servirían para despachar Guerra y paz como un pomposo e insufrible libro fallido.

Poniéndonos estructuralistas (qué coñazo, ponerse estructuralista), el problema es, sin embargo, sistémico. Resulta obvio que los clichés de la crítica cumplen una función en cualquier época: preservar el canon dominante. Cualquier obra que no encaje en él o que aspire a transgredirlo, encontrará a la crítica coetánea de frente, absolutamente incapacitada para valorar positivamente su audacia o su transgresión. Si no fuera así, no habría poéticas ni discursos dominantes ni modas ni tendencias ni capillas. La literatura, aún hoy, sigue siendo una cuestión de militancia. El gusto es ideológico.

Como lector, se me suele tachar de ecléctico. Soy un lector raro, sin gustos monolíticos. Disfruto de autores con poéticas opuestas, casi nunca tomo partido. Eso me convierte en un lector melifluo, oportunista, de poco fiar. Porque concibo la literatura como una pasión sin ideología. Porque me emociona el hecho de encontrar la voz honesta del autor en las páginas, sin importarme su escuela o en qué partido literario milita.

Claro que tengo un gusto que procuro educar y que me predispone mejor hacia unas narraciones que otras. Claro que prefiero a unos escritores sobre otros. Claro que prefiero la garra de un norteamericano a un seudoexperimentalista francés, claro que prefiero un chuletón a un suave lecho de hidrógeno líquido, pero mis gustos no son anteojeras ni carnets de afiliado y no me impiden gozar de un autor ajeno por completo a ellos o dejarme sorprender por algo nuevo. Me considero lo bastante refinado para reconocer la buena literatura incluso en aquellos territorios que me repelen.

Quiero creer que mi actitud me habría permitido reconocer la grandeza de Los reconocimientos. Pero, quién sabe. A veces, ni eso es una garantía.

SUPERMERCADOS DE CONFIANZA

Ya lo he dicho muchas veces, pero yo crecí en un pueblo valenciano donde se criaban igual de bien las naranjas que los asesinos. Un pueblo aburrido, húmedo y costero que había conocido tiempos mejores y que no supo aprovecharse tan salvajemente del turismo como los otros pueblos de la comarca. Se especializó en un turismo residencial, de apartamentos mal construidos que alquilaban tipos demasiado tacaños como para sostener restaurantes de estrellas Michelin. Un turismo de clase media-baja, madrileño, francés y alemán, que apenas consentía rascarse el bolsillo en una horchata al final de un baratísimo día de playa. Mientras, los demás pueblos erigían hoteles de Calatrava y deconstruían el arroz a banda con los mejores chefs de la escuela de Paul Bocuse, pero nosotros nos quedábamos con señores de Vallecas que leían el Marca y se cagaban en la puta madre de los críos que habían llenado de arena la ensaladilla rusa, sin importarles que esa puta madre fuera también su señora. De Vallecas también. O de Villaverde.

En aquel pueblo perezoso hasta para sablear a los turistas, se vivió un gran acontecimiento en los años ochenta. En la avenida, pomposamente llamada Gran Via (sin tilde en la i, según la nueva señalización lingüísticamente normalizada), había un viejo cine. Antañón y ostentoso, aunque coqueto, con un punto art-decó. Era el recuerdo de los buenos tiempos, de los años cuarenta y cincuenta.

Se tiene la falsa creencia de que la edad dorada en la costa valenciana llegó en los sesenta con el turismo, pero esa eclosión no habría sido posible sin lo que Marx llamaba el proceso de acumulación originaria del capital. Y ese proceso, en Valencia, se dio tras la guerra civil. La producción intensiva de cítricos orientada a la exportación generó una gran entrada de divisas que se invirtieron en baldosines. Había un país que reconstruir y los padres de Porcelanosa tenían materia prima y mano de obra en abundancia. Y, lo que es más importante: dinero contante y sonante para sostener las inversiones. Esto permitió empezar a levantar torres para que llegaran los turistas. Pero, sin las divisas de los barcos que salían cargados hasta los topes de naranjas sulfatadas, los turistas se tendrían que haber conformado con acampar en las playas con sus caravanas.

Los cuarenta y los cincuenta fueron décadas de hambre en casi toda España salvo en algunos rincones privilegiados de Valencia, cuyos pequeños agricultores, unidos por una estructura gremial heredada de los árabes, supieron producir más toneladas de naranjas que nadie y venderlas a mejor precio que nadie. Colapsaron unos mercados necesitados de naranjas y de cualquier cosa comestible y se encontraron con los bolsillos reventados de billetazos. Y con esos billetazos, equiparon sus pueblos con lo mejor de lo mejor. Por eso, en mi pueblo valenciano había varios cines maravillosos, que ningún pueblo de interior tuvo jamás. Cines de la hostia, hermosos, réplicas a escala de los que habían visto en la Gran Vía (con tilde en la i) cuando iban a Madrid a cerrar tratos o a comprar trapitos para la parienta.

Unos cines que, sin embargo, perecieron pronto ante el Beta y el VHS. En mi infancia ya casi no había cines, y la gente se quejaba. Con la de cines que había tenido el pueblo. Ya sólo quedaban los que estaban al aire libre, junto a la playa. Pero eso no era un cine-cine. Nadie se maquillaba ni se lustraba los zapatos para ir al cine al aire libre. Eso era una pachanga. Ni siquiera ponían pelis de estreno, eran todas de la temporada anterior.

El caso es que, un día, llegaron unos obreros y empezaron a trabajar en los cines vacíos de la Gran Via. En esos cines tan bonitos y tan de época y tan-tan. Y como aquello era un pueblo, la voz eyaculó precozmente: van a poner un Mercadona.

¿Un Mercamujer? No, un Mercadona, xiquet, que no saps qué dius.

Las más rancias voces de lo más rancio del pueblo se indignaron muchísimo: ¿un supermercado en esos cines preciosos? ¿Fiambres y sopas de sobre en el patio de butacas? ¿Congelados en esa pantalla panorámica donde Gilda se quitó el guante? ¡Jamás! Hubo protestas, aquello era un atropello, una indignidad, una herida de muerte a los años dorados del pueblo, cuando los naranjales se perdían más allá de las montañas y los partidos del Madrit no llenaban los bares de forasteros que arrastraban las jotas al hablar.

De nada les sirvió: Mercadona, eficacísima y novísima cadena de supermercados en expansión por Valencia, transformó los cines en una moderna tienda que atendía todas las necesidades alimenticias de la población de forma barata y cómoda. A los dos días, nadie se acordaba de los cines y casi nadie se preguntaba por qué ese supermercado tenía unas columnas jónicas ni un tímpano como de templete griego en la fachada.

Desde entonces, Mercadona me ha perseguido. Se ha extendido por todos los rincones que he habitado, imponiendo siempre su modelo aséptico, ahistórico y asexual. Eliminando lo peculiar, allanándolo todo en una planitud insoportablemente barata, asequible y de excelente relación calidad-precio.

Pero me he dado cuenta de que Mercadona se aplana a sí mismo también, no sólo a su entorno. No contento con homogeneizar el mercado, aspira a homogeneizarse él mismo, creando un mazacote.

Mercadona nos guía al socialismo. Se cumplió la profecía de Marx: el capitalismo deviene ineluctablemente socialismo. Sin revolución, sin dictadura del proletariado, sin un poquito de agit-prop. Por evolución natural, como querían los revisionistas alemanes. Si el capitalismo se basa en la libre competencia (al menos, en teoría), Mercadona la elimina: cada vez hay menos marcas. ¿Qué quieres, arroz Hacendado o Hacendado arroz? Hay varias clases de patatas fritas, todas Hacendado. ¿Te apetece un bizcocho Hacendado? ¿Unas galletas Hacendado? ¿O prefieres algo de Bosque Verde para tu hogar? ¿Un raticida Bosque Verde, un estrangulador de suegras Bosque Verde, un orgasmatrón Bosque Verde? Hay de todo, pero de la misma marca.

Sinceramente, creo que un supermercado de Corea del Norte tiene más variedad que un Mercadona.

Es la estrategia de Ikea. Entre los suecos y los valencianos nos van a conducir al socialismo. Ya estamos en él: el capitalismo ha devenido socialismo. Todos comemos lo mismo, amueblamos las casas (idénticas, de VPO) con los mismos muebles y vestimos lo mismo (de Inditex, claro).

No lo sabíamos, pero aquel Mercadona que se instaló en el cine de mi pueblo estaba anunciando la utopía comunista. Hoy la rozamos con los dedos. Quién nos iba a decir a nosotros que echaríamos de menos los anuncios de Coca-Cola. Cualquier cosa con tal de no beber la puta Cola Hacendado.

El comunismo real nació en mi pueblo valenciano. Yo lo vi. Recuérdenlo.

VAGINAS PRENSILES

Todas las vaginas son prensiles, al fin y al cabo. Tubulares y anilladas como una serpiente que traga huevos. Puritanos, tontos, hipócritas. Ninguno se atreve a confesarse que los amores más profundos se labran sobre la tierra de los colchones. Y que ésa es la única forma de pasar luego los años jugando a la brisca. Sin aburrimiento. Con complicidad.

Marta Sanz, Un buen detective no se casa jamás

Esta tarde, a las 20.00, estaré con Manolo Vilas y Marta Sanz en la Librería Cálamo de Zaragoza hablando de este libro. Y de lo que surja, vaginas incluidas.

Copipegado de la convocatoria de la librería:

Presentación: Un buen detective no se casa jamás

Jueves 15 de marzo de 2012 a las 20 horas en Librería Cálamo

(Plaza San Franciasco, 4)

Presentación de la nueva novela de Marta Sanz,  Un buen detective no se casa jamás, obra editada por Editorial Anagrama en su colección Narrativas Hispánicas.

Junto a la autora intervendrán los escritores Sergio del Molino y Manuel Vilas

Agradeceremos su asistencia.

Se servirá un vino por cortesía de Care Bodegas y Viñedos

BOOK TRAILER

LA SOLIDARIDAD HA FRACASADO

«La solidaridad ha fracasado», dice el prota de la última novela de Alberto Olmos, Ejército enemigo, en una frase que se quiere escandalosa para cierta izquierda gazmoña. «La solidaridad ha fracasado» es también la tesis contundente y sin fisuras que se maneja en un libro de título no menos provocativo: Blanco bueno busca negro pobre. El subtítulo, por si no había quedado suficientemente claro: Una crítica a los organismos de cooperación y las ONG.

Su autor se llama Gustau Nerín, un antropólogo que vive entre Guinea Ecuatorial y Barcelona de quien tuve conocimiento cuando publiqué mis Soldados en el jardín de la paz. Él acababa de sacar un relato novelado sobre el período colonial en la región continental de lo que entonces se llamaba Guinea Española y mostró interés por mi historia de alemanes, aunque le avisé de que la parte africana de mi libro era puramente circunstancial, un mero punto de partida. Fue entonces cuando sentí curiosidad por sus libros, pero este en concreto me lo recomendó el incansable Severiano Delgado.

Es difícil no compartir la tesis del libro, aunque me cuesta mucho empatizar con su forma. Y la enunciación no se puede descuidar en una argumentación. La forma puede invalidar el fondo.

La cuestión es relativamente sencilla: por más recursos que los países ricos destinen a cooperación en los países pobres, el transcurso de los años no se traduce en avances económicos para estas últimas sociedades. Al contrario, la brecha es cada vez más grande. No es un problema de cantidad de dinero, sino de concepto: los países más dependientes de la ayuda exterior son los que tienen más problemas para salir adelante. En parte, porque se ha demostrado que la cooperación exacerba los problemas económicos de las sociedades, impidiendo el desarrollo de mercados agrarios. El envío masivo e indiscriminado de alimentos gratuitos a muchas zonas provoca la ruina de los productores locales, que no pueden colocar sus alimentos.

Pero, sobre todo, la cooperación ha fracasado porque se ha asimilado a la política exterior de las antiguas metrópolis y es un instrumento más de su diplomacia o de su estrategia comercial. Por eso, España destina más recursos a aquellos países con los que tiene intereses, aunque no sean necesariamente los más pobres ni los que más reclamen la ayuda. Dice Nerín que el Estado español financia muchos programas de desarrollo en Mozambique porque le interesa mantener unas relaciones excelentes con un país del que depende la actividad de los buques pesqueros gallegos y vascos en sus aguas, y desatiende a otras naciones mucho más miserables en las que no tiene ningún interés.

Esto lo dice Nerín, y suena lógico y sensato. Su filípica contra el modelo de solidaridad es persuasiva y convincente, y se nota que se basa en un conocimiento excepcional del terreno. En este libro están condensados años de frustraciones y de amarguras vividas en la misma África. En ese sentido, es valioso porque se trata de un testimonio en primera persona enunciado sobre el terreno. Pero eso no basta para construir un alegato que se quiere totalizador.

Como saben todos los historiadores que leen mis tontadas, la historiografía distingue entre fuentes primarias y secundarias. En teoría, un libro es siempre una fuente secundaria, parte de una bibliografía que complementa una investigación —que ha de estar basada en fuentes primarias: documentos, testimonios, papelujos de archivos, chatarra de desván…—. Sin embargo, un historiador tendría muy difícil tratar este material como fuente secundaria, aunque sería valioso como fuente primaria, como las opiniones autorizadas de un testigo. Pero esas opiniones tendrían que ser corroboradas o refutadas con otros materiales. A este libro, para ser el libro potente que aspira a ser, le falta el contraste con los datos. Le falta método científico.

Es cierto que se trata de un texto divulgativo, pensado para el gran público. Pero eso no exime del rigor. En este volumen hay demasiadas historias sin documentar, demasiadas anécdotas apócrifas, demasiado c0tilleo sin mención de fecha o de lugar, demasiada malicia sin referencia.

Todos hemos sido testigos de escenas indignas e indignantes. Yo he oído a probos, doctos y muy morales caballeros elogiar los talentos sumisos y complacientes de las putas de Cuba y de Senegal. Todos conocemos cotilleos y muertos en los armarios de las alcobas más pías, pero no podemos sustentar una tesis seria con ellos. Quizá podamos diseminar una o dos anécdotas a modo de ejemplo, pero siempre que sean prescindibles, que se limiten a subrayar lo que estamos exponiendo y que vayan acompañadas por hechos fehacientes y contrastados. Pero si sólo tenemos cotilleos, no tenemos nada, aparte de resentimiento.

Y el resentimiento puede incluso estar bien, de verdad. Puede ser una fuerza poderosa y motivadora, pero no basta para convencer a nadie de nada. El resentimiento no tiene capacidad argumentativa. Sí que puede engendrar grandes novelas o grandísimas piezas literarias, porque la literatura, como tal —y la narrativa muy en particular—, no busca convencer, no es parte de un debate. Un novelista quiere compartir una mirada sobre la vida, no imponerla ni incorporarla a la discusión pública. Y esa mirada puede ser todo lo torva y maliciosa que quiera sin que su malicia destroce el mérito literario. Es más, probablemente, lo engrandecerá. Pero un ensayo, incluso un ensayo ideológico (quizá, especialmente un ensayo ideológico) necesita fundamentos y referencias en los que anclarse.

No dudo de las tesis que defiende Nerín en su libro, pero no me valen si no vienen verificadas. No hay un solo dato en todo el libro, y no sé por qué no lo hay. Una propuesta tan provocadora y tajante debe estar bien cimentada, si no, es sólo un grito, cháchara de taxista. En resumen: no se puede deslegitimar el tinglado de la cooperación diciendo que muchos cooperantes son unos pijos y unos golfos, de la misma forma que no puedo deslegitimar la literatura diciendo que casi todos los escritores son unos envidiosos peseteros y amantes de arrimarse a las braguetas de los políticos. Hay que ir más allá, hay que decir quién, dónde, cómo y por qué. Hay que dar cifras y enlazar causas con efectos. La maledicencia aliña una buena conversación entre amigos, pero no construye paradigmas.

Al menos, eso pienso yo. Y no entiendo por qué Nerín echa a perder su tesis —que considero cierta, pero más por intuición que por deducción, y porque me fío de alguien que conoce el asunto en carne propia— renunciando al trabajo intelectual y rebajando su ensayo a la categoría de panfleto.

DÍA COMPLETO

Esta mañana, a partir de las 8.30, estaré en directo en Aragón Televisión, en la tertulia del informativo Buenos días, Aragón. Por la tarde, a las 20.00, estaré en Huesca, con Javier Romero, en la Librería Anónima. Él presentará su libro, y yo, mis dos últimos libros. Me acompañarán Óscar Sipán, Angélica Morales y Sergio Navarro. Habrá música en directo (creo), cortesía del colega Romero. Luego tenemos pensado hacer un rapto de las sabinas a lo Hoya de Huesca y secuestrar a todas las estudiantes de humanidades, bellas artes y otras cosas que se estudian en Huesca y traérnoslas de vuelta a Zaragoza. Porque ya está bien que que los oscenses nos roben a todas las muchachas de ambiciones creativas inversamente proporcionales a su talento y directamente proporcionales a la magnificencia de sus pechos.

Y así pasaremos el día.

Mi amigo Ángel Corrochano me hizo esta foto mientras firmaba libros el pasado 3 de marzo en la librería La Independiente de Madrid. Estoy serio porque estoy vigilando que nadie me robe la copa de vino que he soltado momentáneamente para hacer garabatos.

VAMOS, HAZLO, DISPARA

Me prometí no escribir más de politiquerías, pero sólo haré una entrada más. Porque yo esto lo puedo dejar cuando quiera, no soy como esos editorialistas que sólo se empalman cuando el CIS saca un barómetro y babean ante una resolución de una junta de portavoces cualquiera. Yo soy consumidor ocasional y lúdico. No me controla, yo lo controlo.

O algo así.

Pero es que tengo la clarividencia analítica subida y no puedo guardarme esas palabras para mí. He de iluminar a las masas, he de desvelarles las imposturas, he de derribar este corrupto sistema que…

Sí, la pastilla, sí. Ya me la tomo. Pero puedo dejarlo cuando quiera, de verdad. Lejos de mí esa tentación tan hispana de explicarle a la gente lo que la gente acaba de ver con sus ojos (que es, más o menos, en lo que consiste el trabajo de analista político).

El caso es que ayer leí y escuché —como todo el mundo— a Gallardón decir una sarta de barbaridades sobre abortos, maternidades y mujeridades varias. Y, aunque las decía sin alterarse y sin mostrar ninguno de esos tics de la comunicación no verbal que delatan a alguien cuando está mintiendo, e incluso aunque las enunciaba con un aplomo más convincente que la mirada de depravado de Marlon Brando cuando se puso a untar mantequilla donde muchos otros querían untarla, no creo ser el único que está convencido de que Gallardón no está nada convencido.

Pero lo dijo. Lo importante era que dijera todas esas cosas y que asegurara sin torcer la nariz. Era un examen que superó con nota. Con matrícula, incluso.

A todo gángster le llega el momento de cargarse a alguien. Está muy bien pasearse por el barrio con el bulto de las pistolas marcado en la ropa. Está muy bien entrar en los bares con cara de chulo y está muy bien amedrentar al anciano dueño de la charcutería para que te regale sus mejores salamis para el Padrino. Pero, a la Familia, eso no le basta. Llega un día en el que hay que mostrar el compromiso y convencer al Padrino de que eres de fiar, de que puede considerarte uno de sus hijos.

Entonces, tu capitán te dice: adelante, cárgatelo. Una cosa es presumir de ser de la mafia, y otra muy distinta, ser de la mafia. Una cosa es dar un par de guantazos a unos camelletes o a unos trileros y otra muy distinta es mirar a la cara a ese camellete que ha querido jugársela a la Familia. Ese camellete al que has zurrado bien en el callejón y al que le has roto un par de huesos. Está bien romper huesos. Mola romper huesos y hacerlos crujir, pero no basta. Romper huesos los rompe cualquiera. Ahora, Vito, tienes que demostrar que estás con nosotros. Y te ponen una pistola en la mano y te dicen: venga, hazlo. Y tú miras al camellete, acojonado y con los huesos rotos, tirado en el suelo, sangrando por la nariz partida. Y tienes que apuntarle a la jeta y disparar, reventarle la cabeza a ese tío al que no conoces y que no te ha hecho nada. O un tío al que sí conoces, que fue contigo al cole, que jugaba al béisbol en la calle y te ayudaba a ganar los partidos. Venga, hazlo, joder, dispara, te dicen. Y no te lo piensas más: le miras a los ojos y ¡pum! A la mierda, ya está hecho.

Y puede que luego tengas que ayudar a deshacerte del cadáver. Si estás a la altura, tus jefes te invitarán a cenar y a unas putas y a unas rayas para celebrar que eres de los nuestros, chaval. Tienes huevos.

Gallardón estaba obligado a demostrar que tenía huevos. Está muy bien ser el niño bonito de Don Manuel. Eso está bien, pero Don Manuel tenía muchos niños bonitos. Está muy bien haber sido presidente de Madrid y luego alcalde, y ganar todas esas elecciones y ser tan aplicadito y tan corporativo. Pero, ¿sabes, Alberto?, le dicen, en esta Familia tenemos muchos niños aplicaditos y corporativos que ganan elecciones. El Jefe quiere algo más. ¿Quieres ser de los nuestros? ¿De los nuestros de verdad? Necesitamos una prueba.

Vamos, hazlo, Alberto: sal ahí y defiende el rollo ese antiabortista como el más carca de los carcas. Sé un legionario de Cristo, mójate. No me seas liberal ni buenrollero, deja de reírle las gracias al director de El País. Queremos saber hasta qué punto estás con nosotros. ¿No querías ser ministro? Esto es ser ministro. ¿Quieres ser presidente? ¿Lo quieres? Pues demuéstranos que tienes lo que hay que tener. Vamos, hazlo.

Y Alberto lo hizo. Sin despeinarse, sin poner cara de asco, sin soltar una lagrimita.

En realidad, esta estrategia está copiada del PSOE, un partido especialista en neutralizar a sus oposiciones por la vía de la cooptación forzosa.

¿Recuerdan el primer tripartito catalán? Iniciativa per Catalunya, la supuesta verdadera izquierda, ocupó la consejería de Interior. ¿Y por qué fue así? Porque el PSC dijo: vale, quieres entrar en el gobierno, pero no lo harás de una forma inocua. No te daremos un departamento blanco y de bien quedar, como el de Cultura. Te vas a pringar a fondo, vas a demostrar tu compromiso con la coalición poniéndote al mando de los maderos. Y cada vez que un mosso d’esquadra le parta la cara a un argelino y se grabe la paliza en las cámaras de la comisaría, tú, antiguo militante del PSUC; tú, intelectual marxista; tú, exquisito teórico de la alienación política; tú, lector de Eduardo Galeano me-la-agarras-con-la-mano, saldrás a dar la cara y a decir que la policía actuó correctamente y que tenemos una policía estupenda. Defenderás a tus chicos como si fueras un comisario con los sobacos sudados que aún tiene una foto de Franco en su despacho.

Venga, hazlo, comprométete con la causa.

Y con tanto compromiso, anulan a toda la oposición, la manchan con su misma mierda. Se hermanan en la basura y ya no pueden separar sus destinos.

El PP ha aprendido del PSOE a anular la heterogeneidad y a unificarlo todo por la vía del pragmatismo. ¿Quieres estar con nosotros? ¿Quieres ser de los nuestros? Pues demuéstralo.

Vamos, hazlo, dispara.

READING IN PROGRESS

Lo esencial de una persona, dijo mi padre, sólo se nos mostraba cuando teníamos que considerarla perdida, cuando esa persona se estaba despidiendo aún de nosotros. De pronto podía descubrirse su verdad en todo lo que, hasta entonces, había sido sólo una preparación para su muerte definitiva.

Thomas Bernhard, Trastorno (1967)

Leyendo a Bernhard. Acojonado, triste y severamente concernido.