Archivo de la etiqueta: rock

JUANITO EL PUMA

Venga, hablemos de cosas majas, ya está bien de darle bola a los legionarios amargados.

¿Os habéis fijado que el iTunes genera una lista de reproducción automática titulada Las 25 canciones más escuchadas? Nunca la había mirado, pero el otro día la puse y cuál fue mi sorpresa al ver que 10 de las 25 eran de John Mellencamp.

Qué mazazo. Qué radiografía más cruel de los gustos de uno. Ahí está el delator chisme de Apple revelándote lo cansino y reiterativo que puedes llegar a ser.

Pues sí, me mola Mellencamp, ¿qué pasa?

Su carrera es ejemplar, es un bellísimo ejemplo de inconformismo y de autocrítica, de una honestidad cabezona y machacona. Un tipo que engrandece la música popular.

John Mellencamp empezó siendo John Cougar, horrísono sobrenombre que habría que traducir como Juan el Puma. Sus primeros trabajos son una mala imitación de Bruce Springsteen. Cuando el rudo chaval de Nueva Jersey triunfó, le salieron un millón de emuladores con camisa de cuadros y carita afeitada, todos con pinta de buenos chicos blancos y un guitarreo antimelódico deslizándose sobre ocasionales lechos acústicos. Cuatro por cuatro, rock and roll básico, botellines de cerveza Bud y mucho orgullo de working class.

Juanito el Puma persiguió la veta en bares y antros de todo el país, sin mucha suerte, hasta que, en 1982, pegó un pelotazo mayúsculo: su disco American Fool llegó a número uno. Cougar se presentó en la industria como el digno relevo de un Springsteen que empezaba a agotarse comercialmente.

Una historia anodina. El guión previsto: chico que imita bien lo que se lleva consigue un éxito, perfecciona la fórmula y tira de ella hasta que se agota. Años después, todos le olvidan y sus discos se quedan como fósiles.

Pero lo bonito del caso es que el éxito no se comió a Mellencamp. Al contrario, le hizo florecer. American Fool es un disco correctito que se ha quedado muy antiguo. Ha envejecido fatal, apesta a años 80, a hombreras y a alegría neoconservadora. Pura fórmula, material para usar y tirar.

Pero Mellencamp aprendió. Alguna mosca le picó cuando le llegó el éxito y entendió que eso no era lo que estaba buscando. Y buceó, y estudió mucho, y decidió despegarse del modelo, aunque le costara el éxito y colgarse la etiqueta de artista de culto (es decir, comercialmente inviable).

Dos discos después, se quitó el ridículo nombre de guerra del Puma y firmó con su nombre real. El disco se titulaba Scarecrow y, aunque incompleto y vacilante, insinuaba muchas de las líneas del Mellencamp que me gusta.

La eclosión llegó en 1987, cuando produjo una de las cumbres de su carrera: The Lonesome Jubilee. En él, sin traicionar sus raíces springsteenianas, compone su primera obra personal, buceando en las raíces de la música americana, con unos arreglos muy folk que no rompen la esencia rockera de la canción, y desarrollando en las letras las que serán sus obsesiones: la carretera, la huída, la gente perdida, la tristeza, la soledad compartida de los bares, la juventud destrozada por la frustrante madurez. Y su país, la crítica de la sociedad americana. Una de las canciones se titula Hot Dogs And Hamburgers, y dice:

Now everybody has got the choice
between hot dogs and hamburgers.
Evereyone of us got to choose
between right and wrong
and givin’ up or holdin’ on.

Es decir, que todo el mundo ha elegido entre perritos y hamburguesas; cada uno de nosotros ha de elegir entre lo correcto y lo equivocado, y rendirse o resistir.

Elegir entre perritos y hamburguesas, a eso se ha reducido la vida americana, dice el viejo y renegado Puma.

The Lonesome Jubilee contó con la impresionante colaboración de una casi desconocida Lisa Germano, que ejerció de multiinstrumentista: violín, acordeón, armónicas, metales… El talento de Germano da forma a las canciones y las ha convertido en clásicas. Clásicas en el mejor de los sentidos: tienen 23 años, pero suenan como si se hubieran compuesto ayer. Si American Fool es sonrojante para el público cultivado del siglo XXI, The Lonesome Jubilee podría ser un disco de americana de hoy en día, una colección de canciones que coquetea con las raíces folk de la música popular de Estados Unidos, que dialoga con la tradición, reescribiéndola para construir algo significativo y emocionante para un tipo urbano de hoy.

A partir de entonces, lo de Mellencamp ha sido una búsqueda con altibajos, con algunas horas negras en los 90, pero, por lo general, emocionante y liberadora. Se ha quedado como músico más o menos de culto, pero su parroquia es fiel e insobornable, y celebra que en cada nuevo disco se esfuerce por probar sus límites y enriquecer su lenguaje. Se esfuerza en cada trabajo por dar lo mejor de sí mismo, y aunque a veces falle, aunque a veces no cuajen sus ideas, su espíritu exploratorio siempre se agradece. El inconformismo, el querer ir siempre un paso más allá, la preocupación por no repetirse, por intentar siempre algo nuevo, son rasgos de un carácter extraordinario. Mellencamp es un tipo libre que nos hace sentir libres con lo que hace.

En el imaginario cultural americano, Mellencamp pone banda sonora a las vidas de cierta clase media sencilla, despreocupada y alegre. Bonachona, de izquierdas, bebedora de cerveza y probablemente blanca. Sin neurosis, gente que no podría protagonizar una de Woody Allen, pero sí una de Clint Eastwood, no sé si me explico.

Soy de los que piensan que al mundo le hacen falta más Mellencamps y le sobran Pérez-Revertes.

VOY A SER UNA ROCA FORESTAL

De niño, cuando Loquillo cantaba:

Uhu, uhu, uhuuuu, nenaaaaaaa. Voy a ser una rock and roll star.

Yo entendía (y cantaba a voz en grito):

Uhu, uhu, uhuuuu, nenaaaaaaa. Voy a ser una roca forestal.

¿Me planteé alguna vez el significado de la expresión roca forestal? No. ¿Me pregunté por qué Loquillo quería ser esa cosa? Tampoco. ¿Quién era yo, un simple mocoso que se inventaba que su padre pilotaba los helicópteros que sobrevolaban el cole y que hacía planes para cuando el sida extinguiese la raza humana y él fuera el único superviviente de la especie en un planeta de simios, para cuestionar los deseos de un tío de dos metros con tupé?

De mayor descubrí que otros habían escuchado también roca forestal.

Pues resulta que no estábamos equivocados. El tiempo nos ha dado la razón. Loquillo quería ser una rock and roll star, pero ha terminado siendo una roca forestal.

Todos los que en España han querido ser una rock and roll star se han quedado en rocas forestales. Y esa es la razón por la que el rock en España se ha quedado en una cosa subdesarrollada, manca y apopléjica.

El rock necesita estrellas. Qué digo estrellas: el rock necesita superestrellas. Sin ellas, se convierte en otra cosa, su cultura se marchita, se apolilla y se desintegra.

Decía Quico Alsedo hace unas semanas que el fútbol es el nuevo rock, en el sentido de que el primero ha acabado cumpliendo la función social que parecía tener asignado el segundo. Y algo de razón tiene. Lino Portela, plumilla musiquero de El País, hacía otra reflexión muy certera en el blog Muro de Sonido. Escribía, a propósito de Guns N’ Roses:

¿Realmente alguien cree de verdad que un chaval de 15 años quiere convertirse en un barbudo de Cuenca con gafas y una camiseta de cuadros con cara de amargado y cantando en inglés?

Quizá sí, pero convendrán ustedes en que los padres de ese chaval tienen motivos para preocuparse y para no tener hojas de afeitar, cuchillos de cocina ni hornillo a gas en casa.

Las estrellas de rock son cosa del pasado, como los buñuelos de viento o la costumbre de dar los buenos días al subir a un autobús. Murieron en Seattle, que es donde van a morir todos los sueños, y Axl Rose es uno de estos últimos astros cuya luz se apaga.

El proceso de desaparición de las estrellas rockeras está muy bien narrado en la, por lo demás bastante pobre y chusca, peli Rock Star. Al final, el prota, que ha ejercido de cantante de un megagrupazo de hiperdecibelios, se cansa de tanto pelo cardado, tanto maquillaje y tanta impostura: entra en un bareto de Seattle, coge un guitarrico y se pone a tocar música auténtica, sin afeites ni coreografías. Es lo que luego se llamó grunge: una vuelta a lo primigenio, a las raíces perdidas del rock.

Era un lavado de cara necesario (ejem, símil irónico: ya saben el dicho que dice que la vaca muge y el cerdo grunge). Hacía falta una catarsis radical para sacudirse todo el barroco ochentero y que la música emergiera de entre esa maraña de sintetizadores, casiotones y disfraces con lentejuelas. Pero, en el camino, se cargaron a las estrellas.

Como bien dice Charly García -única estrella del rock que ha dado el universo hispanohablante-, ser una superestrella es una responsabilidad bárbara. Exige todo de uno y no se puede defraudar a la clientela. A ver si se creen que es fácil estar montando escenitas todos los días, drogarse hasta con salfumán, diseminar hijos entre las grupies y exigir camerinos forrados de envoltorios de sugus y con un catering aliñado con sangre de cuervo virgen.

Charly García

Ser una superestrella es, obviamente, una cuestión de actitud. Hay que ser caprichoso, obsceno, infantil, gritón, maleducado, comprometido, irritante, gandul, hortera… Son muchas facetas, y hay que destacar en todas. Es un papel duro de interpretar, y no hay descansos ni medios tiempos.

Sólo los que saben llevarlo al límite logran marcar estilo y dejar huella. Con su ejemplo nos enseñan que el rock and roll es, básicamente, una cuestión de actitud. El punk lo entendió a la primera, y mandó al cuerno la música para reducir el rock a una mera cuestión de actitud y de puesta en escena. A un rito tribal.

El primero que lo intuyó -con la claridad de los genios intuitivos- fue Elvis cuando movió la pelvis. Visto desde la actualidad tendemos a obviar la clave transgresora de Elvis Presley: era un blanco que bailaba y cantaba como un negro. Era un blanco que decía cochinadas, que quería follarse a tu hija -y ante cuya danza de apareamiento tu hija respondía con una desenfadada y gimnástica apertura de piernas-. Encontró una forma de escandalizar, una forma de llegar al corazón de un chaval de 15 años.

Elvis, copiando los pasotes de los bluesmen y de los heroinámanos del rythm n’ blues se inventó el rollo. Los que vinieron después sólo tenían que inspirarse en sus enseñanzas.

Pero todo eso se acabó con Seattle. Kurt Cobain, que ejerció de antiestrella, se cargó el viejo mito. Ya no puede haber más estrellas del rock después del grunge.

Por eso, las que nos quedan, deberíamos mimarlas. Son animales en peligro de extinción, candorosos niños caprichosos de 60 años que siguen enterneciéndonos con sus pasotes y su cara dura. La UNESCO debería tomarlos bajo su protección. Cuando desaparezcan, el rock habrá muerto como cultura. Quedará como música, quedará como material de museo, pero ya nadie lo vivirá.

Y ahora vuelvo al rollo de España. Aquí no ha habido estrellas. A lo sumo, conatos. Lo de Bunbury no se puede tomar en serio como un estrellato en condiciones, y podría haberlo sido si se lo hubiera propuesto. Desde luego, ha sido el mejor situado, el candidato perfecto a juguete roto. Y, si bien ha maniobrado con cierta corrección en la faceta caprichosa, inmadura e infantiloide, le han faltado arrestos para asumir el salvajismo y el desfase. Se ha quedado en un agüilla insípida y calentorra.

Otro candidato más plausible sería Andrés Calamaro. Pero, si bien cuaja en actitud y talento, le falla la proyección. Es un tipo de culto, nunca ha sido un ídolo de quinceañeros, y llenar estadios es una condición inexcusable para acceder al estatus de rock star.

Ozzy Osbourne: cogió la rabia al arrancar de un mordisco la cabeza de una paloma. Eso es actitud, y lo demás, cuentos.

En España no ha habido un Ozzy Osbourne, ni un Alice Cooper, ni un Axl Rose, ni un Keith Richards, ni un Angus Young, ni un Bon Scott, ni unos hermanos Allman, ni una Janis.

En España, el intérprete que más cerca ha estado del mito de la rock star -y que lo hubiera encarnado de haber nacido treinta años más tarde- ha sido Antonio Machín. Y no lo digo de broma: una bacanal de Machín dejaba a la altura de un cumple de guardería la juerga más salvaje que hayan podido montar los de Pereza y Nacho Vegas en un after de El Puerto de Santa María.

Sin irnos tan atrás en el tiempo, Camarón encaja bastante bien en el estereotipo de rock and roll star, pero como está incardinado en una cultura y en una tradición musical ajenas por completo al rock, creo que no es lícito transcribir su andadura en clave rockera. Pero material para la leyenda hay. Desde luego, hay para componer un peliculón -digo un peliculón, no el biopic correctito que hicieron hace unos años con Óscar Jaenada matando la expresividad y el poderío del isleño-.

Esta ausencia podría ser un argumento contra quienes defienden que el estrellato rockero es puro marketing. En España no han faltado público ni industria musical. No será por falta de marketing o de inversión publicitaria o de radiofórmulas de audiencias masivas. Hasta que llegó internet, en España había un mercado poderoso. Pero ese mercado no ha sido capaz de generar una sola estrella. Lo que me lleva a sospechar que el marketing y el dinero no lo es todo: que hace falta una pasta especial para moldear una estrella, y que hay muy pocos individuos hechos de ese material.

Nuestros rockeros son currelas demasiado disciplinados. Algunos, talentosos; incluso con destellos de genio. Pero no tienen la actitud de estrella. Y los que han apuntado maneras carecían de un talento musical acorde a sus ínfulas.

Se han quedado en rocas forestales. Y con eso no se va a ningún sitio.

¿ES BUNBURY UNA SEÑORA?

Será cosa de la fotogenia, no digo yo que no. Hay cámaras y focos fatales para ciertas caras.

Bunbury siempre ha cultivado un marcado look andrógino que a sus fans les ha encantado. Quizá por el contraste: voz y paquete de macho, silueta estilizada de fémina. Jotero y bailarina clásica en un mismo ente.

Pero los años no pasan en balde, y de la misma forma que a Bibi Andersen le va asomando en la vejez el Manolo que lleva dentro, a Bunbury -a juzgar por lo que se ve aquí- parece que se le está descompensando la androginia por el lado femenino.

¿Enrique Bunbury se está convirtiendo en una señora mayor? Le faltan la bata de guatiné y los rulos, pero todo se andará.

Si finalmente acaba convirtiéndose en una espectadora de Amar en tiempos revueltos, su voz ya no contrastará con su figura otrora estilizada, pues esa garganta recia encaja perfectamente en esa portera ibérica que se enjuaga con cazalla y se desayuna dos solysombras.

Los poco rockeros jamones que cuelgan al fondo parecen confirmar las sospechas que barrunto aquí.

SUAVE, SUAVE, SU-SU-SUAVE

Vuelven Los Suaves. Casi na. No hacía ni dos días que se habían pirado y ya vuelven. Podrían haber esperado un poco más para crear algo de dramatismo, una puesta en escena bien medida… Pero la sutileza nunca ha sido lo suyo. La suavidad sólo la han ejercido en el nombre.

Mi archienemigo Óscar Senar se refirió a ellos en su última columna Ojos de Miope. No voy a entrar a valorar sus toscas alusiones a los heavies de pueblo y al uso folclórico de los pilones en las localidades pequeñas, pero he de reconocer que estuvo chispudico en el artículo.

Los Suaves son más de pueblo que el frontón y el guiñote. No hay fiestas patronales que se precien que no les tengan en cartel. En su defecto, no hay orquesta que no tenga Dolores se llamaba Lola en su repertorio (y, si no la tienen, se arriesgan a que no les dejen acabar la actuación y a que la noche concluya en el socorrido pilón).

Yo, como buen chaval de barrio greñudo y rockerón, era de Los Suaves. Hasta lucía merchandising del gato y todo. Luego crecí y me incomodaron mucho los ripios del Yosi y su impostada intensidad para tarugos, pero no hace mucho he vuelto a ellos. El péndulo de D’Ors, supongo.

Los Suaves son como los padres: les adoras al principio, te dan vergüenza ajena y propia cuando empiezas a olisquear el mundo exterior y, ya en la madurez, les comprendes y les quieres con un amor templado y cómplice, sin aspavientos, pero con intensidad. Hasta le acabas cogiendo cariño a sus tapetes y a su horror vacui decorativo.

He tenido que escuchar mucha música, hacer mucha gimnasia auditiva y andulear por los márgenes del rock para reconocer la grandeza simiesca y primitiva de Yosi y compañía (nota al margen: el verbo andulear se lo he descubierto a Cansinos Assens y, sin su permiso ni el de la RAE, me lo he apropiado: ¿no les parece genial?).

Los Suaves son energía rockera sin adulterar. No vi a Yosi en sus peores tiempos alcohólicos, cuando sus compañeros de grupo le mandaron a la mierda o a Alcóholicos Anónimos, pero no podían ser mucho peores que cuando los veía a mis 18 años: el cantante sacaba una botella de Jack Daniel’s, se bebía a morro la mitad de un solo trago y la tiraba al público, sin que nunca se produjera ninguna contusión cerebral, que yo sepa. Hacia el último tercio del concierto, Yosi ya no tenía voz, se tambaleaba de un lado al otro del escenario con una sonrisa imbécil y baboseante y delegaba en el público la ejecución de unas letras que parecía haber olvidado.

Y aun así, o precisamente por eso, molaban mogollón.

El Yosi, un sex symbol del rock patrio.

Esos pasotes del Yosi son lo más cercano que he visto en un grupo español de las orgías del rock que nos cuentan las crónicas de la contracultura.

Qué hígado el de ese hombre. Tiene que ser de acero inoxidable.

Quizá por genealogía celta -son gallegos- están directamente emparentados con los grupos working class anglosajones. Tienen la intensidad primitiva y reconcentrada de Thin Lizzy, las humoradas verderonas de AC/DC y la disciplina aporreante de Grand Funk Railroad, aunque, sin duda alguna, la banda a la que más se parecen es Thin Lizzy. Phil Lynott y el Yosi comparten esa pose de poetas proletarios, rudos como camioneros y a la vez frágiles como niños pequeños. Son juguetes rotos, pero no juguetes de niño bien, sino juguetes de golfo callejero: son unos tazos hechos migas o una canica mellada.

Aunque, la verdad, cuando Yosi se pone intenso, seudomoralista y pretendidamente celiniano (el tipo tiene la jeta de titular una canción literalmente Viajando al fin de la noche, hay que echarle huevos), me sigue sonrojando. Esas letras suenan a poesías cursis de quinceañera enamorada y no correspondida -pero cantadas o recitadas por una voz ronquísima de asaltador de caminos-. A mí me gustan las canciones que gustan en la verbena, las que hablan de beber, de follar y de rock en la plaza del pueblo.

Fíjense: he tenido que leer a Foucault y a Kafka, ver a Kieslowski y a Godard y escuchar a Mahler para descubrir que soy un tío simple que goza con canciones que dicen:

Al día siguiente lo tenía irritado,
ay, qué horror, estaba todo colorado.

O:

Es fin de semana y queremos acción.
La noche se estremece con el rock and roll.

Qué camino más largo para darme cuenta de que soy más simple que un botijo. Pero feliz, eso sí.

Ah, me olvidaba, el título de la entrada es por esto:

ROSAS Y COCAÍNA

Estoy escuchando mi último pequeño cuelgue musical, una moza canadiense llamada Carolyn Mark que hace ese country rock americano tan grato al oído (a mi rústico oído, al menos). Su último disco lo ha hecho a medias con un colega de Toronto llamado NQ Arbuckle, que tiene una voz levemente rasgada, como de rockero viejo de bar de carretera, y una de las que canta él, Too Sober To Sleep, empieza así:

God blessed those girls from Barcelona
Who smelled the roses and cocaine.
I hope they know their parents missed them,
So did the sunny shores of Spain.

Es decir, más o menos:

Dios bendiga a esas chicas de Barcelona
que olían/esnifaban rosas y cocaína.
Espero que sepan que sus padres las echaban de menos,
las soleadas costas de España también (las echaban de menos).

¿Dónde estarán esas chicas? En Barcelona, no, ya lo dice la canción. Quizás en Toronto, haciendo un postgrado en Filología Inuit. Y por Toronto andan desmelenadas dándole a las rosas y a la farlopa. Es muy tierno el paternalismo del rockero, que piensa en los padres de las criaturas. Esos mecánicos de la Renfe o esos prejubilados de la Seat que, en un piso mal iluminado del barrio de Sants, se meten en el Facebook de sus hijas y les preguntan si necesitan que les envíen más dinero por Western Union para pasar el mes. Si supieran que estas mocitas se están puliendo los ahorros familiares en rosas y cocaína…

¿Dónde han quedado los rockeros que, cuando ven a una chica de Barcelona en Toronto a las cuatro de la mañana puesta hasta las trancas de cocaína, en lo último que piensan es en sus padres? ¿Qué le está pasando al rock? ¿Están todos viejos chochos y cuando ven a una chica ya no ven una vagina a la que hay que tomar al asalto, sino a la hija que nunca tuvieron? Que se pare el mundo, que me bajo, que yo con unos rockeros así de tiernos no quiero saber nada.