Archivo de la etiqueta: viajes

LA HORA VIOLETA

No entiendo a la gente que no viaja. No a la que no viaja por imposibilidad financiera, claro, sino a quienes, teniendo la cartera rebosante de billetazos, prefieren verlos pudrirse antes que dilapidarlos de cuando en cuando en una huida de su barrio. Yo prefiero quitarme de comer antes que quitarme de viajar. Aunque sea al pueblo de al lado. Un cambio de paisaje periódico es tan higiénico para el alma y la mente como una ducha lo es para el cuerpo.

Cuando viajo, suelo llevarme un ordenadorcito con la esperanza, siempre vana, de avanzar un poco en lo que sea que esté escribiendo en ese momento. Por supuesto, nunca redacto ni una línea, y los días se me van entre paseos, conversaciones (lo que se habla en los viajes) y, en el caso londinense que nos acaba de ocupar, pintas de cerveza. Pero lo que sea que tenga entre manos sigue obsesionándome y ocupando casi todos mis pensamientos. Yo estoy viendo una exposición en la British Library, o zampándome un pato Pekín en una tasca china del Soho, o bebiendo mi cuarta pinta en un bareto de Candem Town cuyo DJ lleva una chaqueta de chándal con capucha que se le cae todo el tiempo y se vuelve a colocar, empeñado en que la fuerza de la gravedad no boicotee su espíritu moderno. Y, mientras hago todas estas cosas, charlo con Cris, me río y ejerzo a veces de traductor simultáneo. Pero mi mente no está sintonizada con el momento, y piensa y repiensa en todo aquello que debería estar escribiendo y no escribo. Corrijo mentalmente, compongo pasajes nuevos, me peleo con el narrador.

En cierto sentido, los días de viaje son más productivos que los días de escritura. Esa forma de pensar sin pensar, esa obsesión despreocupada, me ayuda a avanzar más que un mes de escritura de machaca atado al ordenador, y, de vez en cuando, hace visibles las revelaciones allí donde se me presentan. Y eso, para un miope como yo, es importante.

Llevo un tiempo escribiendo un libro extraño que sólo los más cercanos a mí conocen. Espero rematar la primera versión muy pronto, pero la escritura no fluye con rapidez porque avanza por un canal sin lubricante. La penetración es dolorosa, y tengo que parar a menudo. Escribo a pequeños tramos, porque una inmersión completa en el libro me provocaría una muerte rápida por colapso. Como los buceadores que suben demasiado rápido. Hago incursiones guerrilleras: esto no se puede ganar con grandes batallas a cielo abierto, como una novela tradicional. Este combate requiere precisión, sorpresa y ocultamiento.

(Nota al margen: este libro no tiene nada que ver con la novela que saldrá publicada en marzo y de la que pronto hablaré).

No contaré gran cosa. Sólo responderé a una única pregunta: sí, es autobiográfico. Y sí, tiene que ver con dolores que no se expresan con gritos convencionales.

La escritura está lo bastante avanzada como para que tenga claras incluso las citas que van a presidir el atrio del libro. Un detalle que, como quizá algunos sepan, para mí es muy importante. En este caso va a haber dos frases, y es de la segunda de la que quiero hablar.

Leí La tierra baldía cuando hay que leerla, en la adolescencia letraherida. Y no me enteré de una puta mierda. Pero se me quedó grabado un verso:

Te mostraré el miedo en un puñado de polvo.

En inglés es mucho más sobrecogedor:

I will show you fear in a handful of dust.

Hace un par de meses, en una novela que estaba leyendo, lo vi citado. Inserto en el texto en plan anecdótico, casi con ironía, como el topic (o el trope, que diría con más propiedad un profe de literatura inglesa) desgastado que es. Después del primer verso de La tierra baldía (“Abril es el mes más cruel”), éste es uno de los más citados y crípticos. Hay cientos de estudios dedicados a su exégesis. El simbolismo de Eliot ha dado para muchas discusiones eruditas, y sigue alimentándolas. No soy, por tanto, nada original: mis ojos retuvieron las mismas palabras que miles de personas mucho más inteligentes retuvieron antes que yo.

Pero encontrarlo citado en clave despreocupada me incomodó. Y, a la vez, me emocionó. Fue como tropezarse con un viejo y querido amigo a quien hace mucho que no ves y en quien no piensas a menudo, pero en cuya compañía sientes un calor y una sensación uterina de hogar que no disfrutas con mucha más gente.

Así que lo rumié, lo rumié y lo volví a rumiar, y decidí usarlo como cita en el libro. Porque mi libro va de eso, de enseñar el miedo en un puñado de polvo, y si T. S. Eliot encontró las palabras justas en su poema, ¿quién soy yo para corregírselas o para despreciarlas? Por mucho que la reiteración y el resobe académico las hayan convertido en un lugar común vacío, para mí conservan intacta toda su potencia significativa. Un montón de estirados eruditos y un porrón de poetastros asexuados no bastan para desactivar un verso tan grande.

Así estaba yo, pensando en miedos que se enseñan en puñados de polvo, cuando un libro me asaltó en una de esas megalibrerías londinenses.

A Handful of Dust. Un puñado de polvo. Qué casualidad. La expresión en el título de una novela de un autor, Evelyn Waugh, que me resulta muy simpático (él como personaje bastante más que sus libros, pero esa es otra historia).

Lo empiezo a hojear, y al abrir la cita inicial, me encuentro esto:

La estrofa con el verso de Eliot. La novela se titula así por Eliot. Compruebo las fechas. Waugh publicó A Handful of Dust en 1934, doce años después de la aparición de La tierra baldía, en 1922. Para el novelista no era, por tanto, un verso muerto. El poema de Eliot era aún un texto vivo, impregnado de contemporaneidad, que apelaba directamente a gente como Evelyn Waugh.

Y, sin embargo, Waugh no lo usa para componer algo tan oscuro, simbólico y preapocalíptico como The Waste Land, sino como título de una de sus novelitas bestsellers, una comedia ácida llena de diálogos afilados sobre adulterios y trepillas en la decadente high society del Londres postvictoriano. Rebaja la carga del verso para instalarlo en un ámbito más propio del folletín. La novela, como tantas otras de Waugh, retrata la caída ridícula y extemporánea de la aristocracia británica. Un canto de cisne, que se suele decir.

Lo aplaudo, la verdad. Quizá es el ejemplo más temprano de desdramatización de un tópico de Eliot. Supongo que no le haría ninguna gracia que su obra se reclamase como inspiración para libritos dirigidos a un público, si no grande, sí mucho más amplio que el que leía los inextricables poemas del estirado americano (que era tan estirado, que ni siquiera soportaba la idea de ser americano y quiso ser londinense).

Mi siguiente impulso fue correr a la sección de Poetry —que, en España, suele estar desierta, si es que existe, pero que en esa librería era muy amplia y estaba llena de chicos delgados con cara triste— y buscar una edición bonita de The Waste Land. La encontré rápido. Muy bonita. Y muy barata también.

Paso por caja y, aprovechando que estoy solo, ya que Cris se ha marchado a otra parte de la ciudad a otros menesteres, me meto en el pub donde hemos quedado luego, que a esa hora está tan baldío como la tierra de Eliot, pido una pinta y me pongo a leer. Y tengo que hacer esfuerzos para no llorar. Por muy vacío que esté el sitio, no es lugar ni momento. Me concentro en la lectura y mantengo el miedo fuertemente apretado en un puñado de polvo.

Y es allí, en ese pub desierto de una ciudad extraña e irreal (unreal city, llama a Londres Eliot varias veces en su poema), donde creo entender al fin lo que quería decir Eliot. Y felicito al adolescente letraherido e imbécil que fui, porque, aunque no comprendió en su día nada con la cabeza, intuyó algo con las tripas. Algo que era verdad, que estaba en los versos, al alcance de todos los que hayan visto el miedo en un puñado de polvo. En la hora violeta.

At the violet hour, when the eyes and back
Turn upward from the desk, when the human engine waits
Like a taxi throbbing waiting.

Que yo traduzca a Eliot es lo más parecido a una blasfemia que se me puede ocurrir, pero, poco más o menos, estos versos dicen:

En la hora violeta, cuando los ojos y las espaldas
se levantan del escritorio, cuando el motor humano
espera como un taxi parado en marcha.

A veces me siento suspendido en una eterna hora violeta, hipnotizado por el miedo que me mostraron y del que no puedo apartar la vista. Otros salen de esa hora violeta, se levantan y se van, se montan en ese taxi que les lleva a algún sitio deseado. Yo ni vengo ni voy. Me quedo con el motor del cuerpo estremecido, en punto muerto, sin poder meter la primera marcha y salir de la parada.

Pero eso no lo sabía cuando era un adolescente. En aquellos días no me imaginé nunca atrapado en una hora violeta. Es más: en aquellos días envidiaba a los escritores atormentados y quería que el sufrimiento me elevara a las habitaciones secretas del Parnaso. Pero, ahora que vivo en la eterna hora violeta y encuentro en mi vida el dolor que puede justificar una actitud de sabiduría apocalíptica, nada deseo más que sentir que el taxi arranca y me lleva lejos, a algún teatro del West End, a alguna fiesta de borrachos cínicos y carcajeantes. Cualquier cosa antes que esta espera, que esta hora violeta que vibra para nada, que no concluye ninguna jornada ni promete velada alguna.

Cualquier cosa menos Eliot.

COMO EN CASA, EN NINGÚN SITIO

** Este cuento se publicó en agosto en unas páginas especiales de Heraldo de Aragón. Me lo encargó Antón Castro y no llegué a verlo publicado por circunstancias que muchos entenderán. Además, cuando apareció —ignoro la fecha, pero estará en la hemeroteca—, yo estaba en el extranjero, y luego me olvidé de él. Hoy, poniendo en orden mis facturas, ha reaparecido este texto y me ha apetecido compartirlo con vosotros.  Gracias de nuevo a Antón por pensar en mí y en mis cosillas.

Repasa de nuevo el salón y enumera por cuarta vez todo lo que no va a poder llevar consigo: la foto de Hemingway bebiendo lo que él siempre ha querido ver como un ‘dry martini’, con un garabato ilegible que deja creer a las visitas que es una dedicatoria a su padre; los carteles turísticos de Senegal que le regalaron en Fitur; el ‘hiyab’ comprado en la Feria Intercultural de Getafe, pero que oficialmente es el souvenir que una amante olvidó en la moqueta de su habitación del Hotel Laleh de Teherán, antes de huir perseguida por la triunfal revolución de las barbas; la alfombra, regalo de un joven Sadam Husein en gratitud por la mejor entrevista que ningún occidental le hizo, siempre que nadie reparara en el piquito de tela blanca donde, antes de ser recortado, se leía ‘made in Taiwan’, o el samovar que, según un relato que se iba enriqueciendo con los años, alivió la soledad de Lenin mientras viajaba a Petrogrado para tomar el poder en nombre de los soviets.

Más de una vez, los objetos han estado a punto de traicionarle. Cuando aquel listillo cuestionó la autenticidad del salvoconducto que le firmó Deng Xiaoping y dijo que era el menú de un restaurante chino de Blanes. O cuando aquella estúpida azafata aseguró que tenía en su casa una máscara egipcia idéntica a la que él había recibido como obsequio de manos del mismo Nasser. Por suerte, ninguno de los dos vivió para contarlo, pero el desastre estuvo a punto de consumarse. Como ahora, que ya no tiene remedio.

Le gustaría llevarse algunas piezas, pero no tiene tiempo. Ha de hacer una maleta pequeña y huir. Por primera vez en su vida, va a viajar de verdad, va a recorrer los países sobre los que ha escrito tantos libros. Ya no se va a encerrar en casa con muchas latas de conserva, tres buenas enciclopedias y unas novelitas eróticas para dar color exótico y picante a los párrafos. Ahora probará en su piel las ciudades y las gentes a las que tantos adjetivos ha puesto. Su pasaporte, al fin, va a tener los sellos que le faltan.

Y ahora que están a punto de descubrir su farsa, recuerda por qué no viajó nunca, y siente la angustia por lo extraño, el vértigo de los aviones, la desolación de la lejanía. Con la puerta abierta y la mirada fija en los falsos recuerdos, se pregunta por qué se hizo escritor de viajes, si como en casa no se está en ningún sitio.

ROCK THE CASHBA

El artículo de La ciudad pixelada de esta semana iba sobre Marsella. No lo tengo aquí para colgar, lo siento, tendrás que leerlo en el HERALDO en papel. Pero como premio de consolación y complemento, cuelgo unas foticos que hice en un mercado árabe que se monta en el barrio argelino todas las tardes. Son placas de un pobre aficionado sin pretensiones con mucho respeto hacia el arte de la fotografía: no juzguen mal mis petulancias de enfoques y encuadres, uno hace lo que puede, teniendo en cuenta su escaso talento y sus numerosas dioptrías. Creo que se explican solas sin necesidad de pies.

Y esto, un reducto francés en el corazón de la cashba marsellesa: una lechería de las de antes.

Por otro lado, he escrito una cosita sobre Woody Guthrie en el blog literario de Heraldo.es. ¿Pero Woody Guthrie no era un músico folk? ¿Qué coño pinta en un blog de literatura y de pedantillos letraheridos? ¿Qué es este sindios?

Calma, no me formen grupos. Pásense por aquí y sus dudas serán resueltas.

Feliz semana, amigos.

PD.- ¿Han visto ya el final de Perdidos? Mientras escribo esto, quedan horas para el desenlace, y yo, que presumo de despegado y de enmohecerme en mi torre de falso marfil (una cosa es que me guste el endiosamiento, y otra muy distinta, que esté a favor de la caza de elefantes), me he contagiado del furor de las masas. Ahí espero estar dentro de poco, con la legaña en el ojo, cual yonqui del fast food. Por si algún imponderable me impide pegarme a la tele, no me lo cuenten, por favor se lo pido. Bueno, sí, cuéntenmelo solo en el caso de que se produzca este desenlace: ¿la cosa acaba en orgía, como he predicho vairas veces, o nos quedaremos con las ganas, después de seis temporadas de porno insinuado de baja intensidad?

PD 2.- Acabo de verlo. Utilizando una sutil perífrasis y jerga narratológica, diré: ¡menudo truño! Pero un truño de elefante, uno de esos truños que, si te los encuentras en medio del campo, son imposibles de esquivar, uno de esos truños que te obligan a hundir el pie en ellos hasta la rodilla, en los que no puedes hacer nada para acabar salpicado de mierda. Juro que no albergaba expectativa alguna sobre Perdidos, sabía de sobra que la cosa era una tomadura de pelo, pero una tomadura de pelo entretenida. Lo del final no lo ha sido, se ha quedado en simple tomadura de pelo, en una chapuza de relleno, en un videoclip con pretensiones místicas. Un truñaco, vaya.

CAMPO DE PRUEBAS

Es intolerable: Pablo va a cumplir seis meses y todavía no ha salido de España. No podemos mantenerle más achatado, enclaustrado en este país de obispos y toreros. Tiene que salir por ahí.

Y eso vamos a hacer. Nos tomamos unas breves vacaciones. Al fin (largo, larguísimo suspiro de satisfacción).

Hace unos años instituimos sin darnos cuenta una tradición: viajar cada primavera a Francia. No importa el destino, pero es obligatorio pasar al menos una noche en suelo francés cada primavera.

Como toda tradición, su origen se pierde en una bruma imprecisa del amanecer de los tiempos, pero cuenta la leyenda que una botella de Burdeos y un croissant a medio masticar tuvieron algo que ver en su fundación.

El año pasado nos saltamos la costumbre, ya que la situación gestante de Cris no permitía grandes desplazamientos en coche (por eso nos fuimos a Estados Unidos, que es el país más parecido a Francia que encontramos en el mapamundi), y nos sentimos tan desolados como un sevillano en Helsinki que se pierde el Rocío y vaga por los bares de la capital finlandesa en busca de rebujitos con los que ahogar su pena.

Pero este año volvemos a las andadas, esperando que Pablo se acostumbre también a esta tradición. Aunque puede que, para cuando él sea mayor, Francia haya sido comprada por un fondo de inversores de capital de riesgo de los que se dedican a hacer rentables empresas obsoletas: deslocalizarían París, refundándolo en Bangladesh, y aplicarían una política de recortes obligando a las boulangeries a servir solo medias baguettes. O, lo que es peor: obligarían a Johnny Hallyday a raparse el tupé o a llevar pantalones holgados, o impondrían por ley el uso cepas californianas para elaborar Borgoña.

De todo son capaces estos depredadores.

Pero, mientras tanto, podremos seguir cultivando la tradición familiar. Este año toca la Provenza y un poquito del Languedoc. La vieja Marsella, con sus bullabesas y sus aires morunos, y el sol y la lavanda que infectaron las pupilas de los impresionistas.

Tópicos, topicazos a gogó. ¿A qué va uno a Francia si no es a sentir lo trillado, a comulgar con el lugar común? Si quisiéramos sorpresas viajaríamos a Uzbekistán.

Además, es un destino reposado y asequible para un bebé. Con los viajes con niños hay que ir como con los videojuegos: la pantalla uno es fácil, y conforme se van superando las pantallas y matando a los monstruos, la dificultad sube. Francia es una demo, un campo de pruebas.

De camino paramos en Barcelona, donde estará firmando el maestro Jacques Tardi en el Salón del Cómic. Soy muy fan de este hombre, pero entre unas cosas y otras -y un medio negociete literario que voy a aprovechar para hacer en Barna, y del que ya os daré cuenta cuando se firmen los papeles-, dudo mucho que pueda acercarme a su vera. Snif.

Ya os contaré qué tal a la vuelta, porque, aunque me llevo el portátil, estoy tan cansado que no sé si me apetecerá mucho glosar nada por el camino. Quisiera descansar de verdad, comiendo ricos platos provenzales y bebiendo vino, sin nada que me recuerde mi miserable vida de aporreateclados. La joie de vivre, mes amis.

À bientôt.

PD.- Para los que me acusan de aprovechar la mínima excusa para hablar de mi churumbel, esta es la cara que puso el chaval cuando le dijimos que nos íbamos de vacaciones:

NYC

Nuestra querida Isabel está pasando una temporada en Nueva York y lo cuenta en su blog 55 días en NY. En él se puede apreciar hasta qué punto las ciudades se abren como vulvas ante quien sabe recorrerlas con mimo, respeto y audacia.

Rescato tres estampas callejeras neoyorquinas cazadas por mi Nikon. Son todas de Brooklyn.

Calle hispana al sur de Brooklyn Heights:

Más hispanos, en el antiguo barrio judío bajo el puente de Williamsbourg:

Cosas rusas, en Little Russia-by-the-sea, en Coney Island:

A GAIOLA DAS LOUCAS

Tengo mi exposición virtual de fotos de carteles y pintadas bastante abandonada. A ver si encuentro un par de tardes tranquilas y puedo completarla como merece, añadiendo algunas cosillas que me han pasado los amigos y otras muchas cosas que me guardo. Mientras tanto, disfruten de este cartel cazado en una esquina umbría de Oporto, la bella y ruinosa dama del Douro.

Nótese que es “um espectáculo genial ao nível dos melhores musicais da Broadway”.

Yo es que es ver el cartel, y me viene así un olorazo a Pachulí y a trastienda de mercería que no puedo. Sencillamente, genial.

No lo he avisado, pero esta semana he escrito unas cuantas cosillas en el blog De reojo. Pásate a verlas si te apetece.

ARGENTINA

Este mes, la revista Lonely Planet es un monográfico dedicado a Argentina.

Ay, Argentina.

Volvería una y otra vez. Ya sé que muchos de sus habitantes huyen como ratas, y que otros muchos desean huir, pero yo siento una atracción irresistible que no se agosta. Con otros países no sucede: las expectativas del viajero suelen frustrarse en el viaje. O, al menos, atemperarse. Pero con Argentina me pasa lo contrario: ya estaba enamorado antes de conocerla, y los viajes no han hecho más que avivar y magnificar ese amor.

Hace poco volví a tener correo del tanguero Cristóbal Repetto desde Maipú, que me anuncia que en marzo se mete a grabar nuevo disco, que en verano recalará en España en su gira europea y que espera que nos podamos ver -qué emoción, y yo con estos pelos: tendré que ponerme guapa y comprarme un vestido mono para la ocasión-.

Así que, entre estas buenas nuevas y los textos de la revista, me he puesto tontorrón y me ha dado por repasar fotos argentinas y rehojear el clásico de Bruce Chatwin En la Patagonia. Como el anterior blog sólo permitía publicar una por entrada, apenas tengo colgadas estampas viajeras, así que aprovecho hoy.

Este es el total luxury hotel en el que nos hospedamos en El Calafate, un pueblo patagónico en la provincia de Santa Cruz, a la verita de los Andes, al sur del sur. Un villorrio con menos de 70 años de historia que sólo tiene vida en el verano austral, pues aquello está demasiado cerca del Polo Sur como para resistir un invierno sin joderte el cutis. Las vistas al otro lado de los ventanalas son del Lago Argentino, que tiene ese color azulado porque va teñido de sedimentos de glaciar.

Los Andes en la Patagonia, desde el lado argentino, con los pastos de una estancia gauchesca donde pastan los célebres corderos patagónicos -muy grasos y fuertes para mí, la verdad-:

Y el rey de la zona, una de las maravillas naturales más emocionantes que he visto -quizá junto al Gran Cañón del Colorado-: el glaciar Perito Moreno:

Sobrecogedor.

Estremecedor

Sin duda.

No tengo verbo para evocar la inmensidad y la soledad del páramo patagónico y sus montañas peladas y sus hielos vivos y azules como un poema de Juan Ramón (menos mal que otros sí lo han tenido).

Pero, ¿sabés una cosa, pibe? Lo que a mí me gusta de la Argentina de verdad es esto:

Denme una tardecita de finales de primavera en Buenos Aires. Llévenme en taxi o en colectivo a una esquina no muy lejos de la plaza de Dorrego o del parque Lezama. Denme una terracita junto a un conventillo viejo y ruinoso de los que sacaba Sábato en El túnel y pídanme una Quilmes helada y una picadita -nótese el tamaño litrona de la cerveza, que sirven habitualmente en los bares-. Si es de anochecida, añadan al pedido unas empanadas de carne salteña y de queso. Denme todo eso y seré feliz. No necesito más.