Hace unos días estuve en Barcelona haciendo bisnes. Tenía la jornada muy apretada, con muchas citas, pero entre la penúltima y la última me quedó un inesperado hueco de un par de horas que decidí llenar hozando en una de mis librerías favoritas del mundo mundial, La Central, de la calle Mallorca (creo que sale citada en casi todas las novelas de Vila-Matas). Y allí, además de comprarme más libros de Bernhard —me ha dado fuerte; después del post que escribí sobre mi ignorancia de la obra de este austriaco, fui cooptado por un grupo de escritores bernhardianos. Uno de ellos incluso me ha prestado libros suyos y se han ofrecido a guiarme en los misterios de su maestro. Qué miedo, tíos, soy un converso tardío—, me dejé tentar por el acogedor y opiáceo veneno del marketing. Allí, al alcance de mi compulsiva mano, estaba Crematorio, la novela de Rafael Chirbes cuya serie había empezado a ver en La Sexta. Con gran placer, por cierto. Unos días antes, hablando de la serie con esos mismos bernhardianos, me dijeron que la novela estaba mucho mejor, me la loaron tanto y tan bien, que me sentí moralmente justificado: no es el marketing ni la tele ni la faja promocional con el careto de Pepe Sancho los que me tientan, me dije. Es el consejo de unos amigos.
Con cualquier cosa nos apañamos para sentirnos lectores en vez de vulgares e incautos clientes. A mí me sirvió. Y cuando la dependienta cogió mi Visa con asco y conmiseración, transparentando sus pensamientos —ya, pensaba, coges los Bernhard para disimular, como los que compraban el periódico para meter dentro las revistas porno, o como los que compran Frenadol además de condones de sabores—, me sentí inmune a sus reproches. Esta novela es buena, me lo han dicho unos bernhardianos, no me juzgue, buena mujer. Esto no tiene nada que ver con la tele. Yo soy un intelectual con barba, ¿qué se ha creído usted?
El caso es que, efectivamente, no ha debido de tener mucho que ver la tele en las ventas de la novela. Al abrirla, me fijé en que había comprado una segunda edición, fechada en 2008. La primera es de 2007. Desde entonces, nada. En la web de Anagrama vi que se había sacado en bolsillo, pero en rústica no se ha reeditado. ¿Cómo es posible que esté sin agotar una edición de 2008 de una novela de la que se ha hecho una serie de la tele? O las cosas están mucho peor de lo que me pensaba o Herralde le está dando gato por liebre a Chirbes —porque, aunque fechado en 2008, el libro no tiene pinta de llevar cuatro años en un almacén, está como recién salido de imprenta—. O las dos cosas.
Salí de La Central y me fui a la calle Aribau, donde había quedado casi una hora después. Me habían citado en una coctelería demodé y pijísima llamada Dry Martini, donde yo era el único individuo sin corbata y con ropa comprada en H&M. Mundano, sin mostrarme intimidado, me senté a esperar a mi acaudalada cita, pedí un dry martini —me encantan, pero apenas los sirven en ningún sitio, había que aprovechar— y saqué Crematorio para matar la media hora larga que me quedaba de espera.
Y, entonces, me vi atrapado en un bucle: en las páginas de Crematorio se movían y tomaban whisky personajes idénticos a los que me rodeaban en el bar. Gesticulaban igual y decían las mismas cosas. Esas carcajadas rudas y adineradas, esa prepotencia trajeada, ese abotargamiento sin complejos, esa forma de echarse los lingotazos escoceses al coleto de trago y sin torcer el gesto. Crematorio va de empresarios corruptos y de mafiosos, y yo estaba rodeado de sus pares, reprochándoles su condición con mi lectura silenciosa.
Nadie se dio cuenta, pero leer aquello en aquel bar es lo más transgresor y punki que he hecho nunca. Ni una vomitona ni un exabrupto anarquista hubieran sido mejores. Ni siquiera pedirle un calimocho al estirado mozo (porque me lo hubiera puesto, y con el mejor vino de sus bodegas; mientras lo abonara…).
Al menos, eso creía entonces, pero por la noche, en el hotel, mucho más entregado a la lectura y un poco bastante borracho por los cuatro dry martinis por cabeza que se empeñó en financiar mi amigo, descubrí que era mentira, que Crematorio no va de la corrupción en España. El marketing de la serie dice: «Una serie sobre la corrupción en España». Y es parcialmente cierto. Pero la novela, que difiere bastante de la serie en no pocos aspectos, no va de eso. Si así fuera, sería una obra circunstancial, oportunista y olvidable. Crematorio no habla de permutas de terrenos ni de blanqueo de capitales, como El Padrino tampoco va de la mafia ni Hamlet va de la monarquía danesa. Sólo un simple puede pensar eso. Crematorio es una novela sobre la vejez, la hipocresía, la muerte y la familia. Las corruptelas y podredumbres valencianas son sólo un decorado, poco más que un leitmotiv. Si la novela respondiera a su marketing, sólo podría ser leída y comprendida por un español lector habitual de prensa que sea adulto en la primera década del siglo XXI. Sin embargo, Crematorio es universal. Un ugandés del siglo XXIV que no sepa nada de Valencia, de l’Albufera ni de paellas mixtas puede entender cada letra. O puede hacer suya cada letra, sacar su propia interpretación del texto. Porque en la Uganda del siglo XXIV también habrá viejos, hipócritas, muertos y familias. Y eso es lo que diferencia la literatura del marketing.
Mientras los temas sean universales, no importa que la acción sea abrumadoramente local y esté llena de referencias indescifrables para un forano. La universalidad se logra en la textura y en la fidelidad al tema. Hay muchos autores empeñados en lograr un sucedáneo de universalidad convirtiendo sus libros en aeropuertos internacionales, despiojando sus textos de referencias temporales y geográficas, dejando a sus personajes flotar en un limbo ahistórico y ageográfico (perdón por los palabros). Creen así que se venderán mejor en la Feria de Frankfurt y que los muy ricos editores alemanes pagarán un buen adelanto. Y luego no se explican por qué esos editores alemanes compran novelas exasperadamente localistas, incluso provincianas, con tantos datos y tantas concreciones y tanto color paisajístico.
Es decir, tan localistas como el Quijote, o como Guerra y paz, o tan provincianas como cualquier novela de Faulkner o de García Márquez.
Crematorio es una novela de voces y texturas, donde se cruzan varios narradores muy bien engastados, en una escritura macho, viril, sin ningún resabio lírico. Casi podría decirse que es una novela hecha con los cojones. Y, sin embargo, tan ingrávida y sutil como un poema. Los personajes, atascados o varados a la sombra del titánico Rubén Bertomeu, expresan su imposibilidad de asumir un fatum que no terminan de comprender. El único posibilista, el único que sabe adaptarse a las circunstancias de la vida es, paradójicamente, el único que ha diseñado su propio fatum y ha condicionado el de todos los demás: el constructor corrupto Bertomeu, el arquitecto que se hizo dueño de toda la comarca de Misent. Los demás, que tan libres se proclamaban, han acabado bajo su yugo, comiendo de su mano, odiándole y necesitándole a partes iguales.
Dice Bertomeu hacia el final:
Pero eso es lo normal, el proceso normal de maduración. Darle una patada en el culo a Peter Pan. La juventud —lo cuentan las novelas de Dostoievski— encuentra sentido en lo trágico, en lo violento, en un destructivo globo que estalla y cubre de basura cuanto hay bajo él, porque eso, un montón de basura, es en lo que se convierte el cadáver despedazado de lo más hermoso.
Lo dicen las novelas de Dostoievski, pero mucho mejor las de Turguenev, a quien veo más afín a Chirbes, puestos a buscar parentescos rusos.
El sueño de la razón no produce monstruos, como creía el ingenuo de Goya. Es la razón misma la que, asumiéndose implacable, nos convierte en monstruos y, al mundo que nos rodea, en monstruoso. Goya, al fin y al cabo, era un ilustrado, alguien que creía en el progreso. Chirbes, y nosotros con él, sabemos que el progreso sólo produce hormigón, atascos de tráfico y familias que sólo fingen llevarse bien en Nochebuena.
Un novelón, sí señor. A ver si lo reeditan, que merece venderse y leerse mucho.