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CREMATORIO

Hace unos días estuve en Barcelona haciendo bisnes. Tenía la jornada muy apretada, con muchas citas, pero entre la penúltima y la última me quedó un inesperado hueco de un par de horas que decidí llenar hozando en una de mis librerías favoritas del mundo mundial, La Central, de la calle Mallorca (creo que sale citada en casi todas las novelas de Vila-Matas). Y allí, además de comprarme más libros de Bernhard —me ha dado fuerte; después del post que escribí sobre mi ignorancia de la obra de este austriaco, fui cooptado por un grupo de escritores bernhardianos. Uno de ellos incluso me ha prestado libros suyos y se han ofrecido a guiarme en los misterios de su maestro. Qué miedo, tíos, soy un converso tardío—, me dejé tentar por el acogedor y opiáceo veneno del marketing. Allí, al alcance de mi compulsiva mano, estaba Crematorio, la novela de Rafael Chirbes cuya serie había empezado a ver en La Sexta. Con gran placer, por cierto. Unos días antes, hablando de la serie con esos mismos bernhardianos, me dijeron que la novela estaba mucho mejor, me la loaron tanto y tan bien, que me sentí moralmente justificado: no es el marketing ni la tele ni la faja promocional con el careto de Pepe Sancho los que me tientan, me dije. Es el consejo de unos amigos.

Con cualquier cosa nos apañamos para sentirnos lectores en vez de vulgares e incautos clientes. A mí me sirvió. Y cuando la dependienta cogió mi Visa con asco y conmiseración, transparentando sus pensamientos —ya, pensaba, coges los Bernhard para disimular, como los que compraban el periódico para meter dentro las revistas porno, o como los que compran Frenadol además de condones de sabores—, me sentí inmune a sus reproches. Esta novela es buena, me lo han dicho unos bernhardianos, no me juzgue, buena mujer. Esto no tiene nada que ver con la tele. Yo soy un intelectual con barba, ¿qué se ha creído usted?

El caso es que, efectivamente, no ha debido de tener mucho que ver la tele en las ventas de la novela. Al abrirla, me fijé en que había comprado una segunda edición, fechada en 2008. La primera es de 2007. Desde entonces, nada. En la web de Anagrama vi que se había sacado en bolsillo, pero en rústica no se ha reeditado. ¿Cómo es posible que esté sin agotar una edición de 2008 de una novela de la que se ha hecho una serie de la tele? O las cosas están mucho peor de lo que me pensaba o Herralde le está dando gato por liebre a Chirbes —porque, aunque fechado en 2008, el libro no tiene pinta de llevar cuatro años en un almacén, está como recién salido de imprenta—. O las dos cosas.

Salí de La Central y me fui a la calle Aribau, donde había quedado casi una hora después. Me habían citado en una coctelería demodé y pijísima llamada Dry Martini, donde yo era el único individuo sin corbata y con ropa comprada en H&M. Mundano, sin mostrarme intimidado, me senté a esperar a mi acaudalada cita, pedí un dry martini —me encantan, pero apenas los sirven en ningún sitio, había que aprovechar— y saqué Crematorio para matar la media hora larga que me quedaba de espera.

Y, entonces, me vi atrapado en un bucle: en las páginas de Crematorio se movían y tomaban whisky personajes idénticos a los que me rodeaban en el bar. Gesticulaban igual y decían las mismas cosas. Esas carcajadas rudas y adineradas, esa prepotencia trajeada, ese abotargamiento sin complejos, esa forma de echarse los lingotazos escoceses al coleto de trago y sin torcer el gesto. Crematorio va de empresarios corruptos y de mafiosos, y yo estaba rodeado de sus pares, reprochándoles su condición con mi lectura silenciosa.

Nadie se dio cuenta, pero leer aquello en aquel bar es lo más transgresor y punki que he hecho nunca. Ni una vomitona ni un exabrupto anarquista hubieran sido mejores. Ni siquiera pedirle un calimocho al estirado mozo (porque me lo hubiera puesto, y con el mejor vino de sus bodegas; mientras lo abonara…).

Al menos, eso creía entonces, pero por la noche, en el hotel, mucho más entregado a la lectura y un poco bastante borracho por los cuatro dry martinis por cabeza que se empeñó en financiar mi amigo, descubrí que era mentira, que Crematorio no va de la corrupción en España. El marketing de la serie dice: «Una serie sobre la corrupción en España». Y es parcialmente cierto. Pero la novela, que difiere bastante de la serie en no pocos aspectos, no va de eso. Si así fuera, sería una obra circunstancial, oportunista y olvidable. Crematorio no habla de permutas de terrenos ni de blanqueo de capitales, como El Padrino tampoco va de la mafia ni Hamlet va de la monarquía danesa. Sólo un simple puede pensar eso. Crematorio es una novela sobre la vejez, la hipocresía, la muerte y la familia. Las corruptelas y podredumbres valencianas son sólo un decorado, poco más que un leitmotiv. Si la novela respondiera a su marketing, sólo podría ser leída y comprendida por un español lector habitual de prensa que sea adulto en la primera década del siglo XXI. Sin embargo, Crematorio es universal. Un ugandés del siglo XXIV que no sepa nada de Valencia, de l’Albufera ni de paellas mixtas puede entender cada letra. O puede hacer suya cada letra, sacar su propia interpretación del texto. Porque en la Uganda del siglo XXIV también habrá viejos, hipócritas, muertos y familias. Y eso es lo que diferencia la literatura del marketing.

Mientras los temas sean universales, no importa que la acción sea abrumadoramente local y esté llena de referencias indescifrables para un forano. La universalidad se logra en la textura y en la fidelidad al tema. Hay muchos autores empeñados en lograr un sucedáneo de universalidad convirtiendo sus libros en aeropuertos internacionales, despiojando sus textos de referencias temporales y geográficas, dejando a sus personajes flotar en un limbo ahistórico y ageográfico (perdón por los palabros). Creen así que se venderán mejor en la Feria de Frankfurt y que los muy ricos editores alemanes pagarán un buen adelanto. Y luego no se explican por qué esos editores alemanes compran novelas exasperadamente localistas, incluso provincianas, con tantos datos y tantas concreciones y tanto color paisajístico.

Es decir, tan localistas como el Quijote, o como Guerra y paz, o tan provincianas como cualquier novela de Faulkner o de García Márquez.

Crematorio es una novela de voces y texturas, donde se cruzan varios narradores muy bien engastados, en una escritura macho, viril, sin ningún resabio lírico. Casi podría decirse que es una novela hecha con los cojones. Y, sin embargo, tan ingrávida y sutil como un poema. Los personajes, atascados o varados a la sombra del titánico Rubén Bertomeu, expresan su imposibilidad de asumir un fatum que no terminan de comprender. El único posibilista, el único que sabe adaptarse a las circunstancias de la vida es, paradójicamente, el único que ha diseñado su propio fatum y ha condicionado el de todos los demás: el constructor corrupto Bertomeu, el arquitecto que se hizo dueño de toda la comarca de Misent. Los demás, que tan libres se proclamaban, han acabado bajo su yugo, comiendo de su mano, odiándole y necesitándole a partes iguales.

La corrupción y la vejez atraen a la belleza joven. Juana Acosta, en la serie.

Dice Bertomeu hacia el final:

Pero eso es lo normal, el proceso normal de maduración. Darle una patada en el culo a Peter Pan. La juventud —lo cuentan las novelas de Dostoievski— encuentra sentido en lo trágico, en lo violento, en un destructivo globo que estalla y cubre de basura cuanto hay bajo él, porque eso, un montón de basura, es en lo que se convierte el cadáver despedazado de lo más hermoso.

Lo dicen las novelas de Dostoievski, pero mucho mejor las de Turguenev, a quien veo más afín a Chirbes, puestos a buscar parentescos rusos.

El sueño de la razón no produce monstruos, como creía el ingenuo de Goya. Es la razón misma la que, asumiéndose implacable, nos convierte en monstruos y, al mundo que nos rodea, en monstruoso. Goya, al fin y al cabo, era un ilustrado, alguien que creía en el progreso. Chirbes, y nosotros con él, sabemos que el progreso sólo produce hormigón, atascos de tráfico y familias que sólo fingen llevarse bien en Nochebuena.

Un novelón, sí señor. A ver si lo reeditan, que merece venderse y leerse mucho.

LOS MAPAS NO SIRVEN PARA NADA

Me ha molado mucho El mapa y el territorio. Creo que es la mejor novela de Michel Houellebecq, la más compleja y ambiciosa, aunque no tenga la fuerza de Plataforma.

No me siento capacitado para glosarla y, a decir verdad, estoy muy desganado. La sola perspectiva de desmenuzar y pensar sobre lo que acabo de leer me deprime. Pero me apetecía dejar constancia. Para todos los cansinos académicos, para los lectores reaccionarios de chimenea y encuadernado en cuero y para los metaliteratos amargados que, por diferentes motivos, insisten machaconamente desde hace medio siglo en la muerte de la novela, en el fin de la literatura y en el agotamiento creativo del arte escrito, que dejen de aburrirnos con sus monsergas de viejos y lean a Houellebecq. ¿Cómo coño va a estar muerta la literatura si tiene escritores como este, capaces de escribir novelas como esta? Ya quisieran todos los muertos mostrarse tan vivos.

Ahora que la estoy reposando, entiendo que El mapa y el territorio es la novela de un patriota, desde el título hasta el epílogo. Es un libro profundísimamente francés, que apunta al corazón de lo gabacho. Conocedor de sus puntos débiles, tira a dar, afectando a los órganos vitales. Desde las pequeñas puyas que salpimentan el relato hasta las cargas de profundidad diseminadas en varios niveles de lectura. Todo va contra Francia y lo francés. Francia como epítome de una civilización agotada que no tiene nada más que ofrecer al mundo que unos hoteles con encanto y especialidades regionales. Un verdadero patriota sólo puede desear que la caricatura de ese país implosione. Como los maltratadores y los celosos: si no puede ser mía, no será de nadie. Dentro de todo patriota anida un terrorista. Eso lo sabe cualquiera y lo sabe Houellebecq.

Pequeñas puyas: el personaje de Houellebecq, exiliado en Irlanda, sólo bebe vino argentino o chileno. Cuando el prota le lleva una botella de vino francés de 400 euros como obsequio, bebe a gollete y acaba cayéndosele al suelo. Ni se molesta en recogerla. Ustedes no lo entenderán, pero muchos franceses no saben concebir insulto mayor que el contenido en esas irrisorias bromas. Si alguien narrara una violación en grupo a la Virgen del Pilar, no escandalizaría tanto un aragonés conservador como esas pequeñas boutades a un francés de pro.

Cargas de profundidad: remiten al título, a la estética de las guías regionales Michelin, a la incapacidad del país de asumir que sus patrones culturales ya no le importan a nadie en el mundo. Todo ello, uniendo arte y declive industrial, soledades y frustraciones.

Hay una referencia clave, que espero que no haya pasado desapercibida a ninguna lectura atenta —la novela está trufada de aparentes naderías que, como sucede en los relatos policíacos, revelan el verdadero significado del texto o ayudan a entender el móvil del asesinato—. El protagonista llama a Houellebecq para preguntarle cómo va a pasar la noche de fin de año. El novelista no ha planeado nada. Estará solo en su casa leyendo a Toqueville, dice.

Toqueville aparece citado en otra escena. Houellebecq parece fascinado con el personaje histórico, pero, aparentemente, la digresión es un receso en la acción sin relación con ella. Todo lo contrario. Para mí, es la clave fundamental: la novela entera remite al autor de La democracia en América. Un intelectual que intentó comprender su tiempo y acabó como un modesto diputado sin ambiciones políticas, como si hubiera descubierto algo que hiciera inútil cualquier esfuerzo. Hay una conexión con el patriotismo de Alexis de Toqueville. Houellebecq interpela constantemente a Toqueville porque todo lo que este definió, fijó y planteó como pilares de la civilización occidental no es más que palabrería formal que no es útil para entender nada del mundo actual. De la Francia actual.

Es decir: el mapa de Francia hace tiempo que no coincide con su territorio. Las guías Michelin no sirven para recorrer el país porque topografían algo que dejó de existir hace mucho tiempo, si es que existió alguna vez fuera de la cabeza de Alexis de Toqueville. Porque Houellebecq parece insinuar que el propio Toqueville se dio cuenta de que su descripción de la democracia no reflejaba la sociedad real. Al menos, eso sospecha el novelista, aunque no dispone de las pruebas.

El mapa y el territorio es salvaje, denso, seductor, provocador y conmovedor. Es, en definitiva, todo lo que tiene que ser una gran novela moderna. Houellebecq es grande, un escritor llamado a ser un clásico. Quizá ya lo sea.

PD.- Ahora que lo pienso, menos cansado que cuando escribí el post, añado que la fuente intelectual más poderosa de este libro no es Toqueville ni la filosofía de los primeros teóricos de la democracia, sino los utopistas del siglo XIX. Hay muchísimas referencias a ellos, desde William Morris y su movimiento de arts & crafts hasta Charles Fourier y sus falansterios. Locos que soñaron con organizaciones sociales perfectas, a menudo como rechazo a la industria. Puede decirse que diseñaron mapas alternativos para un territorio que no querían.

Básicamente, ese es el espíritu que busca rescatar Houellebecq en la novela, al menos como punto de partida teórico o como hipótesis narrativa. Un mapa es una representación a escala y convencional de un territorio, como en muchos aspectos el arte lo es de la realidad. Sin embargo, por muy precisos que sean los mapas, no conseguimos dejar de sentirnos perdidos. No entendemos mejor el mundo de lo que lo entendía Alexis de Toqueville, aunque disponemos de instrumentos mucho más sofisticados para explorarlo. De hecho, puede que lo entendamos incluso peor. Por tanto, los mapas son inútiles, no nos guían. Hay que revertir el proceso: volver al territorio. No hay que modificar los mapas, sino el terreno, transformarlo al margen de lo que establezca su representación. Pero transformarlo en él, no proyectando mapas previos donde planifiquemos la transformación, porque entonces estaríamos siendo tan ingenuos como los utopistas.

El final del libro es una especie de distopía rural con economía de mercado: una Francia en la que los urbanitas han vuelto al campo, revitalizando los pueblos, convirtiéndolos en prósperos centros de ocio para los turistas rusos y chinos. Francia sólo encuentra un lugar en el mundo cuando abandona su sumisión al mapa y asume su territorio, su realidad. Es decir, cuando la soberbia imperial y la grandeur (pues eso son los mapas, al igual que el arte, representaciones de poder) se aparcan en pro del sentido común. O en otras palabras: no es posible encontrar acomodo en el mundo si no se desprecian antes las representaciones que hemos hecho de nosotros mismos. Pragmatismo social que puede ser también individual: sé tú mismo, no lo que se supone que eres. Jed Martin, abúlico protagonista de la novela, acaba aplicándoselo.

Es una lectura nihilista de los utopistas del XIX. El fin de toda ingenuidad. El fin (quizá ahora sí) del sueño imperial de Occidente.

LO SUPERFICIAL

¿Es tarde para incluir una addenda a la lista de mis mejores libros de 2011? No había leído aún esta obrita de Alejandro Zambra (lo primero suyo que leo, la verdad, y voy a agenciarme sus otras dos novelas) y lo merece: Formas de volver a casa.

La compré en primavera, cuando salió, en uno de esos larguísimos paseos que me obligaba a dar por Barcelona para sacudirme el olor a hospital y a suicidio. Era uno de los must de la temporada librera, y me lo llevé de La Central junto con El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, de Patricio Pron (Mondadori), advertido de que ambos hablaban de padres e hijos y memorias familiares. Leí el libro de Pron una noche hospitalaria, y me dejó bastante frío, sin llegar a disgustarme, y puede que esta gelidez tuviera la culpa de que olvidara la obra de Zambra. De pronto, enfrentarme a su lectura me causaba una pereza infinita.

Y allí lo dejé, enterrado en una pila de ilegibles, desganado por siempre. No estaba de humor para padres e hijos, y si encima la cosa iba de allendes y pinochetes, el sopor me vencía. Lo siento, pero yo oigo hablar del Palacio de la Moneda y me duermo. Y como me vengan con que si Neruda esto o Víctor Jara lo otro, es que me sale la vena nihilista y pasota y me pongo insoportable. Casi me pica el cuerpo del contacto con la pana y con las canciones de Joan Manuel Serrat.

Pero alguien de mi completa confianza elogió el libro hace unos días, así que lo rescaté. Y lo devoré en apenas tres horas.

Como he tardado tanto en leerlo, ya han salido reseñas suyas por doquier, y uno de los reproches más recurrentes que he leído en un garbeo por Google es que no es un libro sólido, que no está bien armado, que  contiene buenas ideas pero no se desarrollan… Y he pensado: ¿habremos leído lo mismo estos críticos y yo? A veces me cansa la obsesión rusa de algunos críticos, que quieren que todo sea Tolstoi. Quieren novelones, libros para señores convalecientes, donde nada quede insinuado y todo esté bien descrito y bien narrado. Hasta el detalle. Si no encuentran eso, se sienten estafados y acusan al autor de vago o de incompetente.

Contra lo que dice el Código Penal, yo no creo que haya delitos sin móvil. En la literatura, no. Y si la intención del autor no era armar un novelón perfectamente engrasado, difícilmente se le puede acusar de no haber conseguido lo que no quería conseguir. Reprochar la ausencia de algo que no se prometió roza lo paranoico. Como esas locas que se enamoran de los locutores de radio nocturna y les persiguen y les secuestran diciéndoles: «Me prometiste que te casarías conmigo, cabrón, y ahora vas a sufrir por no haber querido a la pobre María Antonia». No, María Antonia, estaba haciendo un programa de radio, no te lo decía a ti, estaba en el guión.

Pues eso: no, señor crítico, yo no quería escribir Guerra y paz, no me puede culpar por no haberla escrito.

Viene esto a cuento porque Formas de volver a casa es minimalista por vocación desde la primera página. Desde antes incluso: el título ya da muchas pistas. Guerra y paz también da pistas en su título, si se dan cuenta. Y Crimen y castigo, también. Ya intuyes desde la cubierta que el autor viene fuerte, que aquello no es para nenazas impresionables, sino para machos-machos que no se dejan nada en el plato. En cambio, una obrita intitulada Formas de volver a casa ya nos está diciendo que las mujeres y los hombres afeminados son bienvenidos, que en sus páginas no se va a hablar a gritos ni se va a decidir el destino de los grandes imperios, que hay más vino blanco y licores digestivos que Rioja tinto y vodka. Es difícil no verlo, resulta obvio para cualquier lector con dos ojos no muy dañados.

Formas de volver a casa es un libro sutil (no sé si llamarlo novela, aunque el género es tan elástico que aguanta cualquier obra que contenga narraciones), un dibujo sin colorear, una especie de aguafuerte, si me permiten el símil pictórico —en el que las grandes novelas rusas serían lienzos de Velázquez—. Es a la vez una novela fallida y el diario en el que el escritor consigna su fracaso novelístico y vital. Metaliteratura, vaya, nada nuevo. Entre medias, una trama muy tenue que mezcla el conflicto generacional con la historia política y las relaciones amorosas en la linde de la madurez, cuando los jóvenes empezamos a dejar de serlo. Todo ello, con una enunciación suave y directa. Minimalista al fin.

Pero nada de esto convierte en interesante el librito. Lo que lo hace especial y emocionante es la actitud que lo impregna. Se lo comenté el otro día a un amigo escritor con el que suelo hablar de literatura (algo extrañísimo: los escritores apenas hablan de literatura. Hablan de otros escritores, de política, de periodistas y de dinero, pero de literatura, poco): me importa poco la técnica y el estilo de un libro, siempre que éste transpire honestidad. Estoy harto de trampantojos y de malabaristas. Al leer, quiero encontrar una mirada limpia y sincera. Me gusta sentir que el autor es algo parecido a un amigo y que el libro discurre como una conversación, y esto se resume en una única exigencia: quiero sentir que al autor le importa lo que está contando, que su voz se involucra y se hace presente.

Para mí, ése es el único compromiso que un escritor debe asumir. Y en Alejandro Zambra lo encuentro. Su prosa, contenida y cuidadita, como un coqueto jardín vertical, contiene el temblor de la vida. De su vida. Y sólo por eso merece la pena ser leído. Dice hacia el final:

Recordamos más bien los ruidos de las imágenes. Y a veces, al escribir, limpiamos todo, como si de ese modo avanzáramos hacia algún lado. Deberíamos simplemente describir esos ruidos, esas manchas en la memoria. Esa selección arbitraria, nada más. Por eso mentimos tanto, al final. Por eso un libro es siempre el reverso de otro libro inmenso y raro. Un libro ilegible y genuino que traducimos, que traicionamos por el hábito de una prosa pasable.

Dejar las cosas en bruto, no traducir, no limpiar. Hay algo grunge en esta actitud, algo de amor por lo primigenio y de repudio por el maquillaje y el engolamiento. Algo que me atrae, claro.

No sólo no me molesta su minimalismo, sino que se lo agradezco. Lo entiendo como una invitación a fisgonear y como una forma de respetar al lector: es casi un insulto darle todo masticadito, dejarle claro qué debe pensar y sentir ante la historia que se le cuenta. Abierto y sutil, como la relación de los dos personajes.

Porque —y casi todos los críticos parecen haber pasado por alto esto, que me parece a mí tan evidente— Formas de volver a casa se duele de lo superficial desde la propia superficialidad. Zambra se duele de no poder penetrar el mundo y sus seres, de que todo (las relaciones con sus padres, su propia relación de pareja y su relación con la historia y con el país que le ha tocado vivir) pase tan sin sentirse, sin dejarse conocer, sin poderse asimilar. Es un libro superficial sobre lo superficial de la vida, sobre el deseo frustrado de ver y de sentir más de lo que las personas y las cosas nos dejan ver y sentir.

No será Guerra y paz, pero no le hace falta. Un librito precioso que interpela sin decir apenas nada. Sin gritos, sin sermones, despacito.

BRUTAL

Entre mis manías como lector se cuenta una que llevo peor: no soporto los pasajes en que se narran sueños. Aunque a veces pueden ser significativos y tener una gran potencia simbólica que agranda y profundiza el relato, por lo general me parecen rellenos confusos y absolutamente prescindibles. He probado a saltarme algunos y siempre compruebo que no me pierdo nada, que la historia funciona a la perfección sin atender a las revelaciones oníricas que el autor se ha esmerado tanto por explicitar. Me pasa lo mismo con ciertos fotógrafos que usan el blanco y negro para dotar a sus obras de una intensidad que no tienen. Contando sueños parece que dices algo, pero sólo engañas a los lectores bisoños. Al resto, nos irritas y nos invitas a leer en diagonal. Y para mí, la lectura en diagonal es la prueba del algodón: sólo la mala literatura la soporta. Un libro bueno no admite otra lectura que no sea la de pasar los ojos de una letra a otra hasta completar todas las que hay impresas sin saltar ni una.

Hago una excepción a mi manía antionírica con su alteza H. P. Lovecraft y con un puñado muy exclusivo de escritores entre los que, desde hoy, tengo que incluir al argentino Carlos Busqued, cuya primera y hasta la fecha única novela, Bajo este sol tremendo, acabo de terminar. En ellos, los sueños no sólo no molestan, sino que apuntalan y dan sentido a la narración.

Bajo este sol tremendo tiene un argumento fácil de condensar en una sinopsis, pero esa sinopsis apenas diría nada de lo que es el libro en realidad. Una novela muy breve, 182 páginas de letra gorda Anagrama style, que tiene la virtud de leerse como un puñetazo en el estómago. Es dura (hard-boiled, que dirían los americanos con mucho más acierto semántico), seca y el ejemplo perfecto de lo que planteaba el otro día: pudiendo narrar, ¿para qué perorar? La clave de la fuerza de este texto es que no opina, no reflexiona, no piensa ni nos insta a pensar: sólo relata las acciones de un grupo de infelices depravados que viven más allá de los límites de lo outsider. Sin juicios de valor, sin moralinas, sin nada que no sea técnica narrativa pura y dura. Acción, descripción, acción. Las cosas pasan sin adjetivos que no sean calificativos. Las metáforas y las imágenes no existen, cada palabra significa lo que significa. Un insecto venenoso es un insecto venenoso. Un perro tuerto es un perro tuerto. Una maqueta de un avión B-36 del ejército americano es una maqueta de un avión B-36 del ejército americano.

Bajo este sol tremendo cuenta, en secuencias alternas, dos historias que se cruzan al principio y al final, atando la estructura del libro circularmente. La narración es lineal, sin analepsis ni prolepsis ni elipsis. Sobria y machacona, con un narrador en tercera persona que adopta el punto de vista de cada personaje (son tres, fundamentalmente) y que asume su abulia sin cuestionarse nada.

Hay secuestros, hay asesinatos brutales, hay pornografía sádica y hay miseria y pereza. Intuyendo mucho, puede decirse que el libro cuenta el proceso de animalización de unos seres que un día fueron humanos y han renunciado a serlo. Hay un solo elemento simbólico en el relato, pero insertado en él: todos los personajes ven mucha televisión, y en la tele sólo hay documentales de animales o bélicos. También hay muchos animales fuera de la tele: elefantes, peces, una especie de salamandra y, sobre todo, muchos insectos. Y el simbolismo consiste en que los personajes miran a los animales tanto en la tele como en la realidad, pero al final no sabemos si son los animales los que les observan a ellos. En realidad, da lo mismo quién observe a quien, porque la brutalidad y la conducta instintiva acaban siendo idénticas en los animales y en los humanos. Y los sueños son fundamentales en esta configuración, pues a través de ellos, los personajes van disociando la realidad o asimilándola como extraña a ellos mismos. Tener pesadillas con los sucesos horripilantes que les pasan, en vez de forzarles a reaccionar, intensifica su parálisis y su anemia emocional. Es como si toda esa brutalidad que provocan o en la que viven inmersos no vaya con ellos. Acaban percibiéndola con la misma indiferencia con la que ven la tele.

Lo bueno de Busqued es que consigue un efecto demoledor con una economía expresiva muy estricta, que le ha tenido que costar un esfuerzo enorme. Está muy pulido este texto, se lo ha tenido que currar muchísimo para dejarlo limpio de basurilla retórica o de moralina. Porque el instinto natural del escritor es escribir más de la cuenta. Es muy difícil presentar a los personajes sin enjuiciarlos o sin llevar de la mano el lector hacia la conclusión que el autor quiere que saque. También es muy difícil contar cosas tremendas sin ser tremendista. Ambos retos los supera muy bien.

Habrá que estar atento a este Carlos Busqued. Este debut es más que brillante, es brutal. Mantener el tipo le va a costar, pero ahora tiene que medirse en distancias más largas y demostrar que lo suyo no es un simple golpe de efecto, que detrás de este talento hay un novelista grande. Es lo malo de empezar prometiendo mucho, que luego tienes que estar a la altura de tu propia obra.

A CADA CERDO, SU SAN MARTÍN

El problema de estos escritores ingleses que los españoles hemos conocido en formato amarillo anagramesco es que son tan escandalosamente pulcros y brillantes en la construcción de sus novelas que muchas veces las convierten en preciosos artefactos insulsos, en obras de ingeniería perfectamente ensambladas, altamente eficientes e inmejorablemente diseñadas, pero sin un resquicio de humanidad, sin un hálito de esa sustancia inaprensible que algunos todavía llamamos arte. O literatura.

No es el caso absoluto de McEwan en Solar, aunque el libro se ahoga al final en un exceso de alardes técnicos. Está construido en tres actos, con una estructura clásica de planteamiento-nudo-desenlace, pero, si bien el arranque es un poderoso relato en el que todo funciona y que permite abrir abismos hacia lo no dicho (hacia lo radicalmente humano) desde la ironía y la elipsis, y la segunda es una sublime demostración de músculo literario, una clase magistral de cómo narrar en varios planos temporales desde un presente acotado y anodino —un día en la vida del protagonista—, dosificando el ritmo y la tensión y empujando el lector hacia un clímax no por previsible menos intenso, el desenlace es una cagada fenomenal. La tercera parte, pura técnica de novelista, desbarata cualquier atisbo de literatura que pudiera encontrarse en el resto del libro.

Para empezar, que las novelas precisen de un cierre donde todas las tramas abiertas se resuelven es casi una grosería para con el lector inteligente. Que todos los ríos y afluentes deban confluir en un grande finale para que caiga el telón mientras empiezan los aplausos o se lea ‘The End’ en la pantalla es pueril, como si nos recompensaran por habernos portado bien y haber llegado diligentemente a la página 352 (en la edición española). Pero la necesidad de cerrar las novelas puede no tener importancia si en el empeño de cerrarlas el novelista no desbarata todo su trabajo anterior. Aquí, casi se lo carga. O quizá se lo carga del todo.

No soy refractario al canon. Hay exigencias que me parece recomendable seguir. Por ejemplo, los ingleses consideran imprescindible que una novela sea divertida. Los críticos puntúan mal las que no lo son o las que no aciertan con los chistes. Eso no pasa en el canon continental, ni siquiera en el resto del mundo anglosajón. No estaría de más que el humor fuese un criterio fundamental de evaluación de una obra literaria. Muchos tristes españoles iban a tener que espabilar con rapidez si así fuera. Pero hay otros requisitos canónicos —que no son tales, sino que más bien son rutinas comerciales, falsas creencias sobre los secretos del éxito editorial— que merecerían ser prohibidos por decreto ley.

Prohibir un precepto es otra forma de dictar preceptos, pero no me afeen el discurso señalándome paradojas, que me estaba quedando todo muy fino.

La cuestión es: Solar, de Ian McEwan. Narra en tres actos la vida crepuscular de Michael Beard, un físico que fue Nobel hace mucho tiempo pero que lleva décadas viviendo de sinecuras, asesoramientos y mamoneos institucionales. Sabe más de estrechar manos de políticos y de periodistas que de física teórica (de hecho, le cuesta ponerse al día, y se pierde en las sutilezas de la teoría de cuerdas). Con el tema del cambio climático ve un filón donde seguir exprimiendo la pródiga teta de las instituciones públicas, y se pone a dirigir un centro de energías renovables en cuya misión no cree y cuyas investigaciones solo aspira a postergar el mayor tiempo posible para eternizar su poltrona.

Como se ve, Beard es un individuo detestable, y a partir de este planteamiento, McEwan le va a llevar de enredo en enredo, con las dosis de comedia cuidadosamente medidas, gag tras gag, hasta que las distintas tramas se saturan y llegan a un punto insostenible. Todo el relato avanza in crescendo, complicando más y más la vida personal y profesional de Beard, que perpetra una mezquindad tras otra, perdiendo todas las ocasiones de redención que se le presentan.

Y eso está bien: McEwan deja claro que el personaje no se va a caer del caballo, que no tiene escrúpulos. En ningún momento nos sugiere que la resolución vaya a tener moraleja. Te lo agradecemos, Ian. Nada peor que el cuento del lobito que se arrepiente de zampar corderos.

Pero, en cambio, y por exigencias de técnica novelística pura (o de ingeniería novelística, diría yo), el libro se derrumba hacia otra moraleja, no por distinta más aceptable. Cuando las tramas se saturan, el protagonista se ve acorralado. Todo el mal que ha hecho en su vida le estalla en la cara en la escena final. Con artimañas casi chapuceras, como si se le estuviera acabando el papel, McEwan descarga sobre su protagonista un enorme castigo por todas las putadas que ha hecho en la vida. La moraleja es obvia: a todo cerdo le llega su San Martín.

Fenomenal, entonces. Los hijos de puta reciben su justo castigo. Cierro el libro y me quedo tranquilo: al final, quien la hace, la paga, nadie se sale de rositas. Arrieritos somos.

Pues no, señor McEwan, no me lo trago. Los hijos de puta rara vez reciben castigo alguno. Se les oye reírse desde sus habitaciones vip en los puticlubs de la Castellana. Nos llega el tufillo de sus puros desde el palco del Bernabéu. Nos tragamos sus discursos cada día de las fuerzas armadas. Quizá de vez en cuando alguno de estos cerdos sufre un ocasional y casi siempre fortuito San Martín, pero por lo general son gatos que caen de pie. El Michael Beard real jamás acabaría como el Michael Beard de la novela.

Y esta concesión a la justicia poética es un insulto a la inteligencia de los lectores que, día tras día, tienen que aguantar la halitosis de sus Michael Beard particulares. No está bien dar falsas esperanzas a la gente. Y peor está hacerlo con literatura mal encolada, cerrada con premura al pretendido gusto del consumidor.

Solar habría sido un libro muy interesante si Michael Beard sale ganando y las tramas se quedan en un suspense, sin necesidad de ser atadas. Pero el libro concluye, y al concluir con bajada de telón, se rebaja a un librito de circunstancias que pronto olvidaremos, en cuanto le den el Booker o alguno de esos premios tan prestigiosos.

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Off Topic.- Para huir de una ciudad que, ahora mismo, nos hace daño de tan cargada que está de risas, recuerdos y gente querida, nos largamos en un avión muy grande a un país que no tiene nada que ver con este, donde la comparación es completa y absolutamente imposible. De hecho, cuando lean esto es probable que nosotros estemos arrastrándonos ya por Barajas. Si tengo ganas y los hoteles me dejan su wifi, puede que escriba con ánimo de evasión y fantasía. Si no, espero que nos encontremos a la vuelta, con otras fuerzas y una tristeza algo más macerada y tierna. Hasta la vista.

LOS GUAPOS TAMBIÉN PIENSAN

Como parece que ahora volvemos a ser revolucionarios otra vez, estaría bien pertrecharse de alguna buena lectura. Tiren ahora mismo el cuaderno de caligrafía Rubio con forma de panfleto incendiario del tal Hessel, y también la coda que han hecho en España con el título de Reacciona.

(Nota al margen: los tres adalides de Reacciona son José Luis Sampedro, Federico Mayor Zaragoza y Baltasar Garzón. Es decir, un banquero nonagenario, un alto diplomático y un superjuez que enchirona a gente. Y esa camarilla quiere que yo reaccione. ¿A qué? ¿A sus dietas, a sus discursos, a sus honorarios, a las sopitas y lechitas con miel que toman antes de dormir? Nota al margen de la nota al margen: los imperativos me repelen mucho. Pocas cosas me irritan más que que me interpelen en ese modo verbal, y encima, tuteándome. Un poco de educación, señores, que son ustedes muy mayores y ocupan cargos de muy alta responsabilidad en despachos que no conocen la palabra Ikea, ni que fueran acampados en la Puerta del Sol o algo así.)

Una buena lectura para entretener el tedio del desempleado es la biografía que acaba de publicar Anagrama en su mínima y poco divulgada colección Biblioteca de la Memoria (la de las tapas verde caqui): El gentleman comunista. La vida revolucionaria de Friedrich Engels, del joven y atractivísimo historiador inglés (37 añitos, casi un párvulo en su campo) Tristram Hunt.

Este es Tristram Hunt:

Un inglés guapo es más raro que un lince sin atropellar, y es evidente que un niño bien -estudió en Cambridge y remató faena en USA- guapito de cara no necesita demostrar nada en esta vida. Blanco, inglés y bello: su vida resuelta antes de nacer. Por eso tiene mucho más mérito que se haya dejado los ojos, los codos y parte de su corteza cerebral en escribir un libro tan ambicioso, completo y profundo como esta biografía de Engels. Porque, por definición, una biografía de Engels es trabajo para feos. Los guapos están en la discoteca, no en la biblioteca, donde las posibilidades de ligarse a una hermosa y muy desinhibida drogadicta son escasas tirando a nulas.

Lo mismo le pasaba a Engels, y quizá por eso tiene empatía por el personaje. Como de Engels se suele saber bien poco, salvo que es el apellido que va detrás de Marx y de la conjunción copulativa y -como en Ortega y Gasset-, no son muchos los que conocen su faceta de bon vivant y de guaperas oficial. Era un alemanón fuertote y muy apuesto, que gustaba de cepillarse a mujeres de toda clase y condición, incluyendo las que estaban casadas con sus amigos -no con Marx, esa barrera no se sobrepasó-. Y, a pesar de ser un tipo rico, divertido, juerguista y ligón a más no poder, fue uno de los pensadores más brillantes del siglo XIX, dejó escrito un puñado de libros que no han perdido brillo y contribuyó a dar forma manejable y comprensible a ese barullo filosófico alemán que él mismo bautizó como marxismo.

El propio Hunt no se explica cómo Engels encontraba tiempo para escribir unos libros tan densos y audaces entre tanto vino de Borgoña, tanto marido cornudo y tantas cacerías por las afueras de Manchester. Y entre tanto curro en la empresa familiar y entre tanto atender las necesidades más pedestres de su amigote Marx, completamente incapacitado para cualquier tarea de la vida cotidiana y ahogado siempre en deudas y en pequeñas banalidades que no sabía resolver por sí mismo.

Más allá de eso, lo bueno del libro de Hunt -una de las muchas cosas buenas de este muy buen libro- es que perfila al fin una imagen justa y ajustada de Friedrich Engels. Quizá ustedes no lo sepan o no les haya importado nunca, pero Engels es uno de los problemas fundamentales del debate en y sobre el marxismo. Una teoría muy extendida le hace responsable de la vulgarización de la filosofía de Marx en unos esquemas tan simplistas que la desvirtúan por completo. Quienes esto afirman, sostienen que Lenin y la primera generación de comunistas no fueron en verdad marxistas, sino engelsistas, y encontraron en las recetas pueriles de Engels la excusa idónea para su acción política. De ahí a responsabilizar a Mr. Friedrich del Gulag y de las matanzas de los Jemeres Rojos media un pasito insignificante.

Otros, en cambio, desde el marxismo-leninismo, le han hecho responsable del cisma que dividió en 1915 y 1916 (en las conferencias suizas que dinamitaron la Segunda Internacional) a socialistas y comunistas. Para estos, Engels fue un blandurrio que dio argumentos a los revisionistas para que renunciaran a la lucha violenta revolucionaria, alejándose de los principios del maestro Marx.

Para Hunt, ni unos ni otros tienen razón. Ambos utilizan sesgada y torticeramente los libros de Engels para hacerles decir lo que no dicen y para responsabilizarle de hechos de los que no podía ser responsable, pues llevaba muchos años muerto cuando estos sucedieron. Además, la supuesta “mala interpretación” que Engels hace de Marx al divulgar su pensamiento es falsa, ya que Hunt demuestra muy claramente que esa divulgación se hizo bajo la tutela de Marx, y que este nunca puso un solo pero a lo que Engels decía que él decía. Este párrafo es claro y tajante:

¿Fue Engels responsable de los terribles actos realizados en nombre del marxismo-leninismo? Aun en nuestros días, cuando tan de moda están las disculpas históricas, la respuesta tiene que ser no. En ningún sentido inteligible pueden Engels o Marx ser culpables de los crímenes cometidos varias generaciones más tarde por los actores históricos, aun cuando las líneas de actuación se ofrecieran en honor de ambos. Así como no se puede culpar a Adam Smith por las desigualdades del libre mercado occidental, ni a Martín Lutero por el carácter del evangelismo protestante moderno, ni a Mahoma por las atrocidades de Osama bin Laden, los millones de almas que el estalinismo liquidó no fueron a la tumba por culpa de los dos filósofos que trabajaron en Londres en el siglo XIX.

Y sigue diciendo que esto no es así sólo “por el simple anacronismo de la acusación”, sino que hay razones de fondo, éticas y teleológicas, que avalan esta tesis. Así las resume:

Pese a la fácil caricatura que hacen los anticomunistas y los apólogos de Marx, Engels nunca fue el arquitecto corto de miras y mecanicista del materialismo dialéctico que exaltó la ideología soviética del siglo XX. Entre el “engelsismo” y el estalinismo, entre una visión abierta, crítica y humana del socialismo científico y un socialismo científico desprovisto de cualquier precepto ético hay un enorme abismo filosófico (…). La lógica cerrada del Curso breve de Stalin habría sido un anatema para el Engels eternamente curioso: detrás de su porte militar, el General [apodo cariñoso con el que se le conocía en casa de los Marx] se interesaba por las ideas desafiantes, por las nuevas tendencias y a menudo por repensar sus propias posturas.

Y, destacando aspectos del Engels hombre, que no se aprecian en sus escritos pero sí florecen al estudiar su vida, concluye:

Ni igualador ni estadista, este gran amante de la buena vida, defensor apasionado de la individualidad, creyente entusiasta en la literatura, el arte y la música como foros abiertos, nunca, y a pesar de todas las afirmaciones estalinistas que reclamaban su paternidad, podría haber dicho que sí al comunismo soviético del siglo XX.

La propuesta político-intelectual última de esta biografía, más allá de sus méritos y contribuciones académicas, es la invitación a repensar una figura injustamente contaminada y manchada con sangres que no contribuyó a hacer manar. Algunos de sus escritos siguen siendo excelentes descripciones críticas de cómo funciona el capitalismo, sin la jerga economicista de Marx, contado como un reportero, a pie de obra. Fue un tipo sagaz que supo ver cosas que siguen estando ahí, y su obra puede ser un buen punto de partida para pensar la sociedad en la que vivimos ahora.

Yo descubrí a Engels hace mucho, en un libro que debería estar en la biblioteca de cualquier periodista: La situación de la clase obrera en Inglaterra. Es un reportaje audaz y brutal de la vida cotidiana de Manchester en los años 40 del siglo XIX escrito desde la calle y aplicando todo el bagaje filosófico y humanístico aprendido en Berlín.

Pero advierto: es un libro mucho más difícil de leer que Indignaos o Reacciona. Y mucho menos complaciente. Y mucho más adulto (esto último es fácil). Y es duro porque es honesto. Por eso no usa el modo imperativo en el título, porque interpela a la inteligencia del lector, no a los grupies de las primeras filas de un concierto.