Archivo mensual: septiembre 2010

OTRAS COSAS

De verdad que necesito este rincón para hablar de otras cosas, pero es que las otras cosas se han vuelto tan pequeñitas, me importa todo tan poco, y a la vez me importa tanto, que no sé muy bien qué hacer.

Quiero evadirme unos minutos, sentir algo de lo que sentía antes de todo, pero cuando consigo hilvanar un par de pensamientos banales sobre cualquiera de las tonterías que nos solían ocupar los días en este rinconcito, me siento un traidor, un mal padre, un monstruo que se aparta de lo único que debe centrar su mente. Y que, de hecho, la centra.

Y, sin embargo, hay espacio para la risa. Quizá lo hay porque Pablo -y escribo esto con todo el temor del mundo, con miedo de que se rompa conforme lo escribo, pero obligado por la gratitud que siento por quienes nos habéis prestado unos buchitos de cariño- está respondiendo muy bien a los primeros compases del tratamiento. No quiere decir nada y hemos renunciado a pensar en el largo plazo, centrándonos exclusivamente en lo que pasa cada día, pero es indudable que cada pequeña buena noticia, cada buen resultado de unos análisis y cada minúscula aprobación del equipo médico nos da una capacidad que creíamos no tener para bromear, para dejar que el aire de la vida vuelva a circular por nuestros cuerpos.

Lo que peor llevamos es el tedio, las horas muertas consumidas en el hospital sin que nada pase. Y hemos decidido llenarlas. Yo, con un poco de trabajo, que pienso ir retomando sin prisas, y la relectura de un tochamen à la ancienne: Guerra y paz. Tolstoi es lo bastante poderoso como para absorber los malos pensamientos durante un rato.

Entre las decisiones que hemos tomado está la de no perder el humor. Tanto por Pablo, que debe vernos contentos, como por la supervivencia de nuestra propia cordura. Y, como todo humorista sabe, la carcajada se construye con lo que uno tiene más a mano, que, en nuestro caso, es el sistema sanitario. Dicho todo con mucho cariño, porque nos están tratando maravillosamente bien y sólo puedo glosar maravillas de sus profesionales. Y no es peloteo, lo siento de veras.

Pero, a pesar de ello, se han convertido, por proximidad, en el objeto de mis disquisiciones.

¿Se han fijado en que muchas enfermeras tienen un grave problema de audición? No sé si al graduarse en la escuela les encienden una traca valenciana que las deja sordas o que la propia sordera es un requisito para ingresar en la profesión. Si no, no se explican las voces que dan. Tampoco entiendo que algunas profesionales que llevan trabajando décadas con niños pequeños tengan tan poca empatía con ellos.

Es habitual que irrumpan en la habitación a cualquier hora del día o de la noche gritando, y cuando Pablo les responde llorando, se sorprenden. Para calmarle, no se les ocurre otra cosa que gritarles aún más fuerte y más cerca, con unas coloraturas que ni la Caballé:

-¡Mira, mira, bonito, aquí, aquí, qué chulo el termómetro!

Y acompañan sus gritos con golpes y grandes aspavientos. Por supuesto, el llanto de Pablo no amaina, sino que arrecia con vientos de fuerza cinco.

Como soy sumiso y, en el fondo, a mí también me dan miedo, no les digo lo que pienso, así que lo escribo aquí, como el cobarde que soy.

Si tuviera redaños, les diría: “¿Cómo le sentaría a usted que, estando en su cama a las tres de la madrugada, irrumpiera en el cuarto un extraño de cuatro metros de altura encendiendo luces y dando alaridos en un idioma incomprensible a medio camino entre el alemán y el mongol, mientras le arranca las sábanas y golpea con todas sus fuerzas su mesilla de noche, agitando extraños objetos ante sus ojos -y amenazando con introducirlos por alguno de los orificios de su cuerpo-? ¿No se sentiría como abducido por un ovni? ¿No sentiría ganas de cagarse encima y de tirarse por la ventana? Póngase en el lugar del crío, por el amor de dios”.

Pero no lo digo. Me callo y, cuando se marchan, calmo a Pablo como se calma a un niño: con mimos, susurros y canciones que le gustan. Supongo que estas técnicas no se enseñaban en la escuela de enfermería cuando ellas estudiaban. ¿De verdad alguien calmó alguna vez el llanto de un niño con berridos? ¿Cómo se llama esa técnica, el método del Doctor Mengele?

Las hay y los hay que tienen mucha mano, que saben despertar sin agredir y que saben modular su voz por debajo de los cien decibelios. Pero el fenómeno contrario está muy extendido.

Intento buscar la forma de escribir de otra cosa. Tengo que ponerme a escribir los artículos dominicales para Heraldo, así que eso me dará el temple que necesito para enfocar en otra dirección. De momento, perdonen que sea tan plasta.

La fortaleza sigue intacta. Cris y yo nos sorprendemos de lo mucho y bien que aguantamos el tirón, pero quien más nos sorprende es Pablo. Nos da mil vueltas a los dos.

GRACIAS, GRACIAS Y GRACIAS

A todos. Me es completamente imposible responder a vuestros comentarios y mails. Apenas paso por casa, hemos trasladado nuestra vida al hospital y necesitaría dos días enteros para contestaros como merecéis. Es un tiempo del que no dispongo. Por favor, daros por abrazados y besados con esta ingrata y rácana nota. De verdad que vuestro cariño nos da alas. Y a Pablo también. No tenéis ni idea de lo bien que sienta.

EL DOLOR

Quizá peque de falta de pudor, de frívolo, de exhibicionista y de irresponsable, pero necesito estar un rato con vosotros, y no puedo seguir con vosotros sin daros una explicación, aunque eso implique sacar a la luz algo que muchos quisieran mantener en lo más hondo de su intimidad.

Estos días sólo han tenido una cosa buena: descubrir la inabarcable cantidad y calidad de nuestros amigos. No os contesto los mails, muchas veces no puedo cogeros el teléfono, así que quiero aprovechar esta tribuna pública para daros mil millones de gracias, por querernos tanto y tan bien, por saber encontrar las palabras y las caricias adecuadas. Por ser vosotros.

Pienso en Nicolai Ogarev, un frustrado revolucionario ruso de pacotilla del siglo XIX. Sus últimos años los pasó triste y solitario en una casita de Greenwich, y aunque fue un romántico que vivió por y para el amor, que persiguió rayos de luna y se embarcó en romances homéricos, su último domicilio no guardaba rastro de esas pasiones. En las paredes y en los estantes sólo había hueco para recuerdos y fotos de sus amigos, de Alexandr Herzen, de Mijail Bakunin. Muerto uno, lejano e inaccesible el otro. No me importaría morir como él, rindiendo pleitesía a la amistad, dándome cuenta de que es una de las poquísimas cosas que importan en la vida. Dejadme ser vuestro Nicolai Ogarev.

Lo que sigue lo escribí la segunda noche de hospital con Pablo. Necesitaba escribir con una urgencia que no he sentido nunca. He escrito mucho estos días. He llorado mucho más estos días. Y cuando parecía que no me quedaban más lágrimas, volvía a llorar. Pero ahora me he puesto firme y serio, dispuesto a asumir los golpes que Pablo requiera que asuma, dispuesto a infundirle todo el valor y la fuerza que necesita. Dispuesto a secarme para que él no se marchite.

Os dejo este texto en bruto, fruto de una noche de rabia y de desesperación, esperando que no os sintáis ofendidos por él. Después de él, pretendo volver de vez en cuando a este blog. Para contar cosas absurdas, intrascendentes, volanderías que nada tengan que ver con procesos celulares. Necesito este espacio porque siempre me he sentido libre en él, lo necesito como respiradero, como tragaluz del alma, y pienso seguir usándolo. En él he compartido mis alegrías con vosotros. Espero que no os importe que comparta ahora mis dolores.

Este es el texto, sin corregir ni pulir ni recortar ni aumentar. Para eso tendría que releerlo, y no estoy dispuesto a llorar más esta noche.

La enfermedad de Pablo

No sé por qué escribo esto. Nunca he creído en el poder terapéutico de la escritura. Ni tan siquiera de la palabra. Nunca he buscado consuelo en el logos. Creo, con Fausto, que en el principio era la acción, y siempre que he necesitado un estímulo, un impulso que me sacara del abatimiento, me he confiado a la música. La música tiene la capacidad de estimular el reducto reptiliano del cerebro. Es primaria, es extática, es poderosamente radical, en el sentido de que sacude la raíz, lo más profundo de nuestra humanidad. También he recurrido a las drogas. No a los fármacos antidepresivos, sino a las drogas y al alcohol. Su potencial eufórico es más poderoso que el de la música. En el peor de los casos, tan poderoso como el de la música, y está íntimamente relacionado. Son euforias que proceden del poder de la tribu, de las noches estrelladas en el valle del Rif, de las cuevas pintadas de bisontes.

Creo que era Voltaire quien decía que no había tenido un disgusto que no se le hubiera curado con dos horas de lectura. No lo entiendo. Para mí, la lectura, con ser algo indispensable, una actividad sin la cual no puedo concebir la maquinaria de vivir, es algo demasiado elaborado, que exige poner en marcha demasiados procesos mentales conscientes como para devenir un consuelo eficaz. Lo mismo puedo decir de la escritura. Aun siendo un escritor vocacional y técnicamente muy intuitivo, que desprecia muchos de los tópicos del oficio y que tiende a sentir el texto como algo orgánico emocionalmente ligado a las vísceras, jamás he escrito buscando alivio. Siempre he abordado la literatura en frío, incapaz de trazar ficciones a partir de hechos que me duelen o que me están pasando en ese momento. Necesito tiempo y distancia para convertir una experiencia en algo siquiera tangencialmente literario.

Hasta hoy.

Hoy me he sentido acuciado por una necesidad nueva, por un impulso que jamás había sufrido antes. Hoy, por primera vez, tecleo en busca de un alivio, aunque sin esperanza ninguna de encontrarlo, sabiendo de antemano que ni un ápice del dolor que siento va a menguar cuando termine estas líneas. Pero, esta vez, la música y las drogas tampoco pueden nada. Tampoco quiero que puedan nada.

No soy ingenuo ni me agarro a ninguna esperanza vana. No le rezo a ningún dios, no suplico a ningún cielo. Con estas palabras no busco salvación. Aunque sí que busco lo mismo que el desgraciado que reza con las manos juntas. Busco un orden, un discurso, una estructura. Siempre he pensado que detrás de la oración de un hombre desesperado no hay una fe ni una religión ni una creencia sobrenatural. Hay, simplemente, un anhelo de orden frente al caos incomprensible que le devasta. Esta, por tanto, será mi oración.

O no. Eso pienso ahora, cuando he conseguido hilvanar unos párrafos y el sentido del texto se va despejando. Quizá no piense lo mismo dentro de unos párrafos más. Porque no sé qué quiero contar ni cómo contarlo. Sólo sé, con la certeza de las pesadillas, que no va a servir de nada, que no va a curar a Pablo, que no va a salvar a nadie de ningún destino y que ni siquiera me consolará. Pero, al menos, conseguiré transformar el dolor informe que crece en mí en algo gramatical, legible y evaluable. Estas palabras serán como la tintura que permitirá ver al microscopio las células de mi angustia.

Las células de mi angustia. Ya sé por qué no hay que escribir con los dedos escocidos, porque te salen expresiones que jamás escribirías con sosiego y distancia. Sintagmas vergonzantes, impropios de quien busca le mot just.

Las células de mi angustia. Vaya metáfora, qué imagen más grosera. Supongo que me ha surgido porque no dejo de pensar en las células de Pablo, en los leucocitos de Pablo, que se multiplican en su sangre provocándole fiebre y pequeños hematomas en su piel.

No sé mucho de la leucemia. No sé casi nada de nada, pero mucho menos de asuntos médicos. De pequeño, pero de mucho más mayor de lo que Pablo es ahora, mis padres me compraron Érase una vez el cuerpo humano. Era una enciclopedia ilustrada con nociones muy básicas de medicina y salud para niños. En realidad, era una de las muchas secuelas de Érase una vez el hombre, unos dibujos animados didácticos de los 80. Recuerdo que una semana se nos pasó comprar el fascículo correspondiente, o que al kiosquero se le olvidó reservarlo, y yo tenía mucho disgusto por no tener completa la colección. Al juntar todos los volúmenes en la estantería, los lomos formaban el dibujo de un cuerpo humano, y si me faltaba uno, el dibujo no se formaría, se quedaría un hueco. O peor aún, se produciría un salto, un doblez cubista. Así que, por propia iniciativa o empujado por mis padres, escribí a Planeta de Agostini, editora de la enciclopedia, reclamándoles que me enviaran contra reembolso el volumen maldito. Lo hice en una carta escrita de mi puño y letra, en la que empleé todas las fórmulas de cortesía que un niño de siete u ocho años puede aprender, y me esmeré por trazar una caligrafía elegante, marcando muy bien los rabos de las oes y las montañitas de las emes. Los de Planeta de Agostini me remitieron el volumen a los pocos días. Fríamente, acompañado de un albarán. Eché de menos que el señor Agostini hubiera agradecido mi interés correspondiendo a los halagos de mi carta con otra de su puño y letra.

En Érase una vez el cuerpo humano había leucocitos. Eran los policías del cuerpo. Patrullaban las venas y las arterias en coches voladores blancos mientras los glóbulos rojos iban a pie acarreando burbujas de oxígeno. Los leucocitos eran guapos y autoritarios. Imponían orden en las trifulcas entre las células y perseguían a los virus que se colaban en el organismo. Los glóbulos rojos eran mezquinos y resentidos. Envidiaban a los blancos.

No lo había pensado hasta ahora, pero ya en esa enciclopedia los leucocitos eran unos hijos de la gran puta. ¿Cómo tenían la desfachatez los redactores de la enciclopedia de presentar a los glóbulos rojos como morralla resentida y fea y a los altivos leucocitos como héroes bellísimos? Aquello, no me cabe duda ahora, era una expresión de lucha de clases sesgada hacia el lado equivocado: ¿por qué los leucocitos, que no tenían que trabajar físicamente, iban montados en molones coches patrulla, mientras que los glóbulos rojos tenían que acarrear el oxígeno a pie y en su propia espalda? ¿Qué era eso, un cuento de Dickens? No estaban resentidos: los leucocitos merecían perecer en una rebelión de los glóbulos rojos, explotados como esclavos. Al menos, deberían haber dejado los vehículos para los glóbulos rojos y que los leucocitos patrullasen a pie.

Ya no sé ponerle cara amable a los leucocitos. Ha quedado confirmado que son unos hijos de la gran puta. Unos psicópatas que quieren acabar con mi hijo.

Hace unas pocas horas que nos han confirmado que Pablo padece leucemia. Pablo tiene diez meses. A Pablo le gusta el yogur, el jamón de york si se lo damos poco a poco en la boca y comer trocitos de bollo. Le pirran las galletas. Al principio, se las comía él mismo sosteniéndolas con la mano y deshaciéndolas en pedacitos en su boca sin dientes. Pero ahora se ha habituado a que se las demos también en la boca y no quiere cogerlas con la mano.

Le hemos mal acostumbrado a muchas cosas. Le dormimos en nuestra cama si llora en su cuna. Le dormimos en bracitos si llora en nuestra cama. No le imponemos horarios rígidos, le cogemos en brazos mientras comemos y le dejamos que haga todo lo que le apetezca o le haga un poco feliz, desde aporrear el teclado del ordenador a tirar al suelo los mandos de las teles o arrugar las páginas de los libros. Somos absurdamente permisivos y casi siempre sacrificamos la pedagogía por unos minutos de diversión.

Pablo es nuestro hijo. Pablo lo es todo para nosotros. Sin Pablo ya no sabemos ser nosotros. Si queremos seguir siendo nosotros, necesitamos a Pablo.

Hace unas pocas horas que un grupo de médicos, casi todas mujeres, casi todas mayores, nos ha llevado a una salita del hospital y nos ha invitado a sentarnos. Hace unas pocas horas que una oncóloga cuyo nombre ignoro, pero que sospecho que se va a hacer muy familiar para mí en los próximos meses, nos ha comunicado en un tono de voz profesional y muy estudiado y seguro de sí mismo, que nuestro hijo, que lo es todo para nosotros, a quien necesitamos para seguir siendo nosotros, tiene leucemia.

Escribo en caliente, con el dolor abrasándome el pecho como nunca creí que pudiera quemarme. Con los ojos rojos de llanto como nunca los había tenido. Resistiéndome a hacerme la pregunta del “y por qué yo”. Sabedor de que la desgracia acecha siempre a la vuelta de la esquina y de que la felicidad nunca se puede dar por asentada. Siempre me fastidia que me confirmen mis propias creencias, porque son las creencias de un nihilista demasiado sentimental para aplicárselas.

Hasta hace unas horas, Pablo, Cristina y yo éramos felices. No idealizo nada si escribo que gozamos de un amor fuerte y vigoroso, lleno de humor y de risas, despreocupado y tranquilo, plácido, pero no adormecedor, extrañamente estimulante y acogedor a la vez. Cristina y yo casi nunca discutimos por nada, porque creemos que pocas cosas merecen una discusión. Porque, a pesar de lo distintos que podemos llegar a ser, coincidimos siempre en que nos lo podemos decir todo y en que no hay tabúes ni cuartos cerrados. Los dos valoramos la educación. Somos educados y aspiramos a que Pablo lo sea también. Apreciamos la cortesía y la consideramos un vehículo de convivencia esencial (un vehículo de convivencia esencial, jerga de autoayuda, no voy nada bien por este camino). Nuestra felicidad está hecha de sonrisas, de respeto y de no esperar mucho del día de mañana, centrándonos en el hic y el nunc.

Nunca he sido tan ingenuo como para pensar que esa felicidad era inquebrantable. Creo que todo puede romperse y que nada dura eternamente (otro tópico, ya van demasiados en esta escritura caliente que no sé si se dejará corregir o admitirá reescrituras). Sé que todo puede hundirse en un instante, pero cuando se hunde, tus creencias no te salvan del terror. Nada te salva del terror. Cuando llega el hundimiento, estoy tan desprotegido como el más ingenuo de los imbéciles.

Sigo sin saber por qué estoy escribiendo esto ni si se convertirá en una rutina. De pronto, todo se ha vuelto incierto y oscuro de una forma que jamás hubiera imaginado. El mañana ya no es el día que precede al actual, sino, más que nunca, una categoría metafísica, una abstracción llena de paradojas que bloquean mis circuitos.

Pienso en Javier Rodrigo. Brillante historiador, atacado por un linfoma a los veintipico años. Le recuerdo entre ciclos de quimio. Quedamos a comer. Yo me pedí algo contundente y él replicó con unas verduras y un poco de agua, despiadadamente frugal. Me sentí obsceno con mi carne roja y sangrante y mi copa de vino tinto. Frente a mí, Javi, con el pelo al cero, hablaba apocado, como imbuido de una verdad que le había sido revelada y que nosotros desconocíamos, contrapunteado por un tic que le afectaba al lado izquierdo de la cara. Le vi mal, pero no se lo dije.

Poco después de esa comida, Javi empezó a escribir un libro. Cuando lo terminó, lo tituló Hasta la raíz. Luce orgulloso en mi estantería, con una bellísima dedicatoria caligrafiada en la página de respeto. Era un denso volumen especulativo sobre la violencia política y el fascismo. Un ensayo bibliográfico audaz y poderoso, escrito con precisión. Un libro en el que había volcado el alma. Javi me dijo que lo había escrito para reafirmarse. Me dije que el cáncer no iba a poder conmigo, me contó, y una de las cosas que yo soy es un historiador. Así que me empeñé en hacer mi trabajo y en cultivar mi vocación. Para sentirme yo. Hoy Javi es él de una forma salvajemente feliz, prepara doradas al horno y pasta al pesto con su mujer, Alessandra, y goza de la playa en la que vive y se gasta mucho dinero en libros que se compra en La Central del Raval, que es una librería de Barcelona fantástica. Javi quiso ser él y ahora es más él que nunca. No se puede ser más él de lo que es él.

Pablo no tiene trabajos ni vocaciones a los que agarrarse, pero yo sí. Yo soy escritor. La víspera de la peor noticia que hemos recibido nunca, Cristina y yo habíamos ido a Heraldo de Aragón a empaquetar mis enseres de casi diez años de trabajo periodístico. Acabo de dejar el periódico para volcarme en la escritura, para terminar mi novela y arrancar de una vez mi renqueante carrera de escritor. Así que supongo que ahora estoy haciendo lo único que puedo hacer para no diluirme en el dolor: escribir. No como consuelo, no como grito desesperado, no como venganza. Simplemente, porque una de las cosas que soy es escritor. Y los escritores escriben.

No sé si esto va a tener continuidad o tan siquiera una mínima estructura. No sé si alguna vez lo leerá alguien aparte de mí. No sé si lo borraré nada más poner el punto y final, avergonzado de mi frivolidad, intentando buscar las palabras adecuadas y las frases con ritmo mientras mi hijo duerme agitado en la cuna del hospital -he oído a las enfermeras llamar corralitos a esos armazones de metal que hacen las veces de cunas-, conectado a un gotero y a una sonda. Pero he pedido que me traigan el ordenador portátil y a nadie le ha extrañado, a nadie le ha parecido inapropiado. Pensarán que un escritor escribe, que es lo normal, lo que le corresponde, lo propio de su condición.

Un escritor escribe para sentirse escritor y para seguir sintiéndose él. Para que sus átomos no se esparzan en el aire. La palabra es el único aglutinante que puede sellar mi cuerpo y mantenerlo ensamblado hasta el final de esta historia, sea cual sea.

El dolor no amaina, el consuelo no llama a ningún orificio de mi cuerpo. Si ha habido bálsamo, estoy tan arrasado que no he sentido cómo se derramaba por mi cuerpo. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, decía Borges, el ciego que tanto sabía de la condición humana y tan poco de la vida. Y yo, que creo saber mucho de la vida y muy poco de la condición humana, cada vez le siento más sabio, más amigo. Uno de esos amigos descarnados y lúgubres de los que apenas puedes esperar otra cosa que condescendencia. Pero amigo al fin.

El terror no mengua, pero las letras me ayudan a avanzar en el caos. Me esmero por utilizar una sintaxis correcta y un estilo sencillo, directo y absolutamente racional. No busco la histeria al escribir, sino el orden de las reglas gramaticales y la elegancia de la frase bien construida. No quiero reflejar el caos en la escritura, quiero defenderme de él, armarme contra él. Y eso creo que sí que puedo conseguirlo, aunque el pecho siga quemándome y no se vaya a apagar nunca.

MATERIAL PARA HERALDÓLOGOS

AVISO.- Esta entrada lleva varios días escrita, pero la tenía programada para que se publicara hoy, lunes. En el ínterin, ha muerto José Antonio Labordeta. Quise escribir algo sobre él y posponer este artículo, pero antes de que pudiera hacerlo, mi chaval, tras una semana entrando y saliendo de urgencias, ha tenido que ser hospitalizado. Comprenderán ustedes que, durante unos días, no estaré para nada ni para nadie. Les dejo este texto que ya estaba listo y cuyo lanzamiento no puede retrasarse mucho más y volveré cuando las circunstancias lo permitan.

Read me Red Roses for me
As I fall asleep tonight.
Will you miss me?
Will you miss me when I’m gone
Or only care a little?
Can I bring you something back
From Heaven or Hell?
Just let me know.

Este es el arranque de When I Come Back (Cuando regrese), una canción de NQ Arbuckle que escucho muchísimo estos días. La traducción más o menos libre sería: “Léeme Las rosas rojas mientras me quedo dormido / ¿Me echarás de menos? / ¿Me echarás de menos cuando me vaya / o sólo te preocuparás un poquito? / ¿Quieres que te traiga algo / cuando vuelva del cielo o del infierno? / Tan sólo pídemelo”.

No sé si me echarán de menos o sólo se preocuparán un poquito. O ni siquiera eso. Puede que a estas alturas la que hasta ahora ha sido mi mesa en la redacción de Heraldo de Aragón esté siendo ocupada por un becario adicto al Clearasil que duda si exacerbado lleva hache intercalada o va con uve. Heráclito y Machado decían que todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar.

Y como nunca perseguí la gloria, ni dejar en la memoria de los hombres mi canción, y soy más de mundos sutiles, ingrávidos y gentiles, desde hoy, soy una baja permanente en la plantilla de Heraldo de Aragón, la empresa que me ha alimentado y a la que he alimentado con mi trabajo de manera regular desde 2002 y con interrupciones desde 2000.

Ha sido un divorcio amistoso y de mutuo acuerdo. Incluso creo que quedaremos a tomar café para hablar de los niños que tenemos en común y de lo que surja. Hasta puede que algún día echemos uno de esos polvos que echan los ex novios, pero a partir de ahora viviremos en casas diferentes. El lunes me presenté en el despacho del director y le comuniqué mi decisión, que llevaba meses y meses rumiando. Tras unos días de papeleo y negociación, estoy fuera de la empresa. En realidad, mi idea era marcharme el 15 de octubre, pero las circunstancias han adelantado la salida.

Los motivos de mi decisión son muchos y difíciles de enumerar. La mayoría de ellos son tan personales que no puedo confiarlos ni en privado, pero, por supuesto, ha pesado muchísimo la existencia de mi hijo Pablo, quien reclamaba algo más de atención por parte de al menos uno de sus progenitores. Y como el progenitor paterno tenía y tiene posibilidades de ganarse el pan fuera de la redacción del diario decano de la prensa aragonesa, ha sido él quien ha dado el paso.

Cambio las relativas comodidad y el abrigo del asalariado por las también relativas incertidumbre e intemperie del trabajo por cuenta propia. Me adscribo al régimen de autónomos e instalo mi cuartel general en mi casa. Mi sueño húmedo desde hace mucho tiempo.

Hay a quien le gusta trabajar fuera, acudir a un centro de trabajo, tener una oficina donde interpretar un papel y ejecutar un rol social. A mí siempre me ha pesado. Creo que la libertad viste pijama y no se ducha nada más levantarse. Aún así, y para sobrellevar los primeros tiempos de transición, he decidido acondicionar mi despachito hogareño haciéndolo pasar por una oficina: he instalado un dispensador de agua, le he puesto un cajetín monedero a la máquina de café, he colgado un tablón de anuncios sindical que he llenado con chistes de Forges sobre oficinistas y me he plantado una taza Al Mejor Papá del Mundo junto al monitor del ordenata. No he colocado fotos de mis hijos o de mi familia porque siempre he pensado que esa costumbre era propia de puteros con mala conciencia (prejuicios que tiene uno). Creo que me falta tener al lado otro puesto de trabajo con un tipo que no trabaje nada para que yo pueda decir que soy el único en esta puta oficina que da el callo. En verano, cogeré a un par de becarias que seleccionaré por sus aptitudes y la profundidad de su canalillo medido en yardas.

Así me lo he montado, ¿qué les parece?

Me gustaría insistir en que mi salida de Heraldo ha sido amistosa y solicitada por mí. Por supuesto, cierto hartazgo y cierta sensación de claustrofóbico estancamiento han pesado en mi decisión, pero no me he ido dando gritos ni portazos. Ni aunque hubiera motivo para ello lo habría hecho, que mis padres me dieron una educación muy esmerada. Digo esto porque sé que en ciertos medios aragoneses abundan los heraldólogos: tipos que, como hacían en su día los kremlinólogos, creen adivinar la situación interna del periódico por noticias como esta de mi salida, cuando no de la lectura al revés de un editorial o del número de sílabas de un titular de Deportes.

He escuchado mil y una hipótesis sin fundamento en muchos mentideros, y un montón de estos heraldólogos han intentado sonsacarme información de forma muy poco sutil. Generalmente, se hacen los enterados, pretenden saber más que yo y me cuentan fantásticas leyendas urbanas llenas de conspiraciones y hasta de ovnis. No siempre las desmiento, la mayoría de las veces, me encojo de hombros. Supongo que mi abandono del periódico será un material de trabajo excelente para elaborar complicadísimas teorías conspiranoicas. Les invito a desistir de ellas, aunque sé que no lo harán. En mi caso, todo es muy sencillo: llevo años queriendo trabajar desde casa, y al fin he visto el modo, el móvil y la oportunidad.

Por supuesto, me voy a centrar mucho en la parte literaria. Terminaré la novela que estoy escribiendo y se la pasaré a mi agente con la esperanza de que encuentre un buen acomodo. Tengo otros trabajitos y colaboraciones en marcha que me permitirán algo más que sobrevivir y aspiro a mantener un aceptable nivel de bolos periodísticos en prensa, radio, tele e hilo musical. Hay algún que otro proyecto supersecreto del que no puedo adelantar nada. También tengo un blog desde el que puedo decir a todos aquellos interesados en pagarme por mi trabajo que estoy disponible y que mis tarifas son muy flexibles. Francés y griego dos por uno sólo hasta fin de año.

Mantengo mis colaboraciones dominicales de La ciudad pixelada, pero todavía no tengo claro si seguiré escribiendo el blog literario De Reojo en Heraldo.es. Me voy a dar un par de semanas para pensármelo, si no les importa. En cualquier caso, si lo conservo, haré algunos cambios en su concepto.

Perdonen el tono un tanto achuscado de este anuncio, pero he decidido parapetarme en la ironía para no dejar un hueco libre a la melancolía. Son muchos los años de trabajo que dejo atrás, muchas las ilusiones. Le he dado a Heraldo de Aragón los años más vigorosos y expansivos de mi vida, y aunque soy de los que piensan que los mejores tiempos son siempre los que están por venir, no puedo evitar que la garganta se me irrite y se me apelotone cuando evoco todo lo que dejo atrás. Casi nueve años intensos, algunos de los mejores amigos que he tenido en mi vida y prácticamente todo lo que sé del oficio de juntar letras. Y Cristina, mi pareja, la madre de mi hijo Pablo, que se queda currando en el núcleo duro de Heraldo y quien más me ha animado a dar este paso mucho más difícil de lo que nadie puede imaginarse.

En Heraldo, trabajando, he vivido algunos de los momentos más felices de mi vida. Y también algunos de los más tristes. Heraldo de Aragón ha sido mi casa, y supongo que seguirá siéndolo siempre. Cuando crecemos, nos damos cuenta de que no venimos de un sólo útero, sino de varios. Pertenecemos a varias personas y a varios sitios. Y yo pertenezco a Heraldo. Aunque esa pertenencia no me ate, aunque me vea impelido a soltar lastre.

Como dice un buen amigo, hay que arrepentirse de lo que uno hace, no de lo que no se hace. Puedo estrellarme (ya he dicho a quienes me han felicitado que se acuerden de mí y me echen unas monedas cuando me vean mendigando por las avenidas del centro dentro de unos años), pero asumo el riesgo. Es preferible estrellarse buscando el propio camino que ahogarse en un barco cómodo que no se tripula.

Y basta ya, que empiezo a sonar como Paulo Coelho. En fin, queridos, ya les iré contando qué tal me va, porque este rincón sigue abierto y más activo que nunca.

Por cierto, gracias por leerme. Sin ustedes, yo sólo sería un loco que teclea al vacío.

EL PELOS

Atención a este tipo:

Se llama Raúl Cirujano, aunque en internet atiende por el sobrenombre de El Melenudo. Es el ganador del concurso Pelo Pantene 2010.

O lo era, antes de que los organizadores del mismo decidieran retirárselo por carecer de glándulas mamarias (al parecer, un requisito indispensable, aunque no explicitado en las bases del concurso). El vídeo moló tanto que, siguiendo la estela del Chikilicuatre y de John Cobra, obtuvo 11.000 votos -el concurso se ganaba por aclamación popular- . La segunda aspirante solo consiguió 900.

Raúl Cirujano, por supuesto, es un ganso que trabaja en una agencia de publicidad que ha decidido boicotear a lo postmoderno el concursito del pelazo.

Raúl, los que un día fuimos melenudos, te rendimos pleitesía. Gracias, nos has hecho muy felices.

Yo llevaba unas melenas más largas que las del ganador de Pelo Pantene. Lo cual, en un periódico donde, cuando entré a trabajar, estaba prohibidísimo ir a la redacción en pantalón corto o con un vestuario excesivamente informal, me valió entre algunos sectores de la jefatura el ingeniosísimo mote de El Pelos.

Por supuesto, me llamaban así a mis espaldas, pero no tardé mucho en enterarme, como era natural (nota al margen: no busco la sinceridad en las relaciones sociales. Apelo a la hipocresía de la gente: por favor, si me tienen que ponen a parir, háganlo donde no les oiga. De frente sólo quiero sonrisas falsas y adulaciones interesadas. Me carga un montón la gente sincera que se cree obligada a decirme lo que piensa de verdad de mí, como si yo tuviera algún interés en saberlo. Fin de la nota al margen). Al principio pensé que lo del Pelos era puramente despectivo y que me auguraba una cortísima carrera en la empresa. Vamos, que si quería prolongar mi estancia en esa redacción, debería acortar la longitud de mis rizos. Pero resultó que no lo era tanto. Una vez, sorprendí una conversación entre dos jefecillos. Nos separaba un fino tabique, y escuché sin que supieran que les oía. Discutían sobre la información que yo iba a cubrir ese día, que al parecer era de especial interés para la cúpula del periódico.

-Joder, cuidado con esa historia -decía uno de los jefes-, hay que contarla bien, hay que darla con cariño, que es un tema delicado.
-Bah, estate tranquilo, que creo que va a ir el Pelos -respondió el otro.
-Ah, entonces, estupendo.

Ahí me di cuenta de que valoraban con distinto rasero mi look capilar y mi capacidad profesional. Y la verdad es que me tranquilizó bastante, lo viví como un logro: había vencido los prejuicios de un par de señorones a la antigua, que se habían dado cuenta de que un melenudo servía para algo más que para liar porros y pintar aes de anarquía en la pared.

Para algunos, creo que he seguido siendo el Pelos hasta hoy, cuando ya podrían plantearse cambiar el apelativo por el Calvo (o el aspirante a). La verdad es que prefiero otro mote cariñoso, popularizado por la simpar Pilar Estopiñá, actual presentadora del informativo matinal de Aragón Televisión: Mulán (evolución de Serge du Moulin Rouge, luego Del Moulin y, finalmente, Mulán). Todavía hoy, cuando me llama y descuelgo, siempre arranca diciendo: “Oye, Mulán”.

Ahora, otro melenudo ha demostrado que puede cachondearse de la industria cosmética y romperles sus ritos. Y como el melenudo no se hace, sino que nace, y mantiene de por vida sus melenas como los amputados sus miembros fantasma, permitidme que ponga algo de Black Sabbath y ejecute una simbólica sesión de free melenas on the air.

USTED PERDONE, DON ARTURO

Me he enterado de la última de Pérez-Reverte por el blog de Rafael Reig. Por supuesto, en los comentarios, los seguidores del genio han atacado alla maniera de su ídolo: llamando mediocre, envidioso, resentido y hasta borracho al autor del post.

Por si no se han enterado, muy brevemente: el Ayuntamiento de Cádiz, por lo visto, había encargado a Pérez-Reverte comisariar una magna exposición sobre el bicentenario de la Pepa. Como el anuncio terminaba ahí, un pérfido concejal de Izquierda Unida, Sebastián Terrada, levantó el dedo y preguntó por el resto de la información que debería acompañar este tipo de noticias: en qué iba a consistir el trabajo de Pérez-Reverte, por qué el Ayuntamiento le había elegido a él y no a otro, por qué mecanismos administrativos se había efectuado la designación y cuánto iba a cobrar el escritor del dinero de los contribuyentes gaditanos.

La respuesta de Pérez-Reverte ha sido la dimisión fulminante, expresada en estos términos -en una carta dirigida a la alcaldesa de Cádiz-:

“También me conozco un poco y sé que al final acabaré ciscándome públicamente en la puta madre de alguien, y la liaremos. Así que mejor me quito de en medio”.

¿Qué cuánto voy a cobrar? Me cisco en tu puta madre.

Qué barbaridad, qué cabrón. ¿Habrase visto sinvergonzonería mayor? ¿Cómo se le ocurre a ese concejalucho tamaña desfachatez?

¿Saben qué? Por una vez, estoy de acuerdo con Pérez-Reverte. La pregunta del concejal de Izquierda Unida es vergonzosa. Es vergonzosa su mera formulación, porque los datos que solicita deberían haberse facilitado con transparencia y rigor por la propia alcaldesa cuando anunció el asunto.

Es vergonzosa la opacidad de las administraciones municipales españolas. Es vergonzoso cómo se saltan los concursos públicos, cómo designan a dedo y cómo asignan recursos públicos sin ningún tipo de control democrático ni posibilidad de réplica o de debate.

¿Saben cuál ha sido la respuesta de la alcaldesa a una carta en la que un tipo amenaza con ciscarse en la puta madre de un miembro de la corporación municipal que ella preside? ¿Convocar un pleno para declararle persona non grata? No, eso sería propio de una administración democrática y digna. Lo que ha hecho es suplicarle que no dimita, que vuelva, que ya se encargará ella de cerrarle la boca al concejalete listillo que quiere saber lo que no debe.

El jefe de gabinete de la alcaldesa de Cádiz solicita al jefe de la policía local (en el día de la boda de su hija) que se encargue de cierto concejal que está molestando a nuestro amigo.

NOTAS DE EXCUSADO

Esto lo escribí hace unos días en Francia, pero no lo pude colgar. Lo hago ahora.

Una tarde lluviosa en Niza. Se impone la retirada, buscar el resguardo aletargado del hotel. Después de un tiempo absolutamente desconectados de la actualidad, me pertrecho de periódicos y, mientras Pablo duerme, me sumerjo en la pulcritud y sencillez de las páginas de Le Monde (qué grandísimo periódico, señores, qué envidia). En Le Monde des Livres, el suplemento literario, tropiezo con un artículo de Jean Birnbaum titulado Une détresse inexcusable. Me parece tan brillante en su exposición, tan sintético y tan desoladoramente certero, que voy a perder unos minutos mal traduciéndolo al castellano para que ustedes puedan compartir algo de mi asco y de mi pasmo. Ahí va (los entrecomillados con faltas de ortografía y de sintaxis en francés están adaptados a faltas de ortografía y de sintaxis más o menos equivalentes en castellano, se hace lo que se puede):

Nuestra época tiene la pasión del documento “bruto”. Tiende a creer que para asir el mundo “real” son preferibles las anécdotas vacuas y las citas soltadas tal cual, a las investigaciones eruditas. De ahí la proliferación de publicaciones que husmean en los archivos o de testimonios sin acompañamiento de un elemental aparato crítico. Incluso se reivindica esta actitud: en este libro, dicen los autores, no hemos teorizado, eso se lo dejamos a los “especialistas”. Pero llega el caso en el que esa postura se vuelve contra su autor.

Vean el breve volumen publicado bajo el título Mots d’excuse (Notas de excusa). Antiguo docente, Patrice Romain propone una selección de los correos que los padres de sus alumnos le han enviado en el transcurso de dos decenios de enseñanza. Después de mucho tiempo, el profesor de escuela había cogido la costumbre de exhibir estas pequeñas notas en la sala de los profesores para hacer reír a sus colegas. Un día, tuvo la idea de publicarlas, con su sintaxis y ortografía originales. Después de su aparición, el 26 de agosto, el librito ha encontrado un fuerte eco. Periódicos y radios citan jugosos extractos y su autor ha sido invitado al Telediario de France 2. Interrogado por Le Monde, confía: “Este libro ha sido escrito con mucha ternura, he elegido los textos más pintorescos, es un guiño destinado a hacer sonreír”. Pero en la lectura no hay nada que produzca realmente regocijo. Página tras página, estas notas voladas, estas palabras íntimas que no estaban destinadas a ser publicadas hacen aflorar la vida frágil, la violencia de lo cotidiano. ¿Quieren reírse? “Señor director, disculpe a Sophie V. por su ausencia no he podido presentarme con ella porque su padre me ha encerrado y no puedo salir”. ¿Una buena carcajada? “Aura que es el ramadan, ¿ba ha dejarnos tranquilos con sus istorias de vurlarse de brahim? Espero que sí. Grassias por su respeto”. ¿Aún no se han reído? “Como nos han echado de la seguridad social, no he podido llevar a Cyril al médico. Espero que me disculpe por su diarrea”.

Como prueba de esa “ternura”, Patrice Romain confiesa que, progresivamente, él mismo ha cambiado su forma de ver estas notas de excusa: “Es verdad, en la relectura, es menos divertido, uno se dice: “Esto refleja la miseria de nuestra sociedad. Es un poco duro, pero es una fotografía”. Cierto. Pero toda la perversión viene justamente del hecho de que ninguna fotografía es neutra, y estas se presentan sin leyenda. En su desorden aparente, las “notas de excusa” dejan entrever una sociedad de orden, un universo donde cualquier reto a las reglas se sanciona con la exclusión de los más débiles, los que son “inexcusables”. Para entenderlo, habría hecho falta inscribir estas escrituras precarias en su contexto cultural y social. “La restitución fascinada no es suficiente”, remarcó la historiadora Ariette Fargue en su magnífico ensayo Le Goût de l’archive. Decididamente, el documento bruto no es más “objetivo” ni más “verdadero”. Simplemente, es “brutal”.

Se podría ir un poco más allá, saliendo del terreno especulativo-historiográfico y entrando en el terreno puramente social, que es lo que pide esta historia.

Vaya por delante mi inmenso aprecio por la docencia. Soy de los que piensan que la gente que se dedica al dificilísimo y durísimo oficio de enseñar debería de gozar del mayor prestigio social posible. Pocos profesionales me parecen más admirables que aquellos que se dedican a echar un cable en el descubrimiento del mundo de un chaval. Es una tarea para la que me siento completamente incapacitado y para la que creo que hacen falta grandes dosis de entusiasmo, talento, sacrificio y paciencia.

Ahora bien.

En España y en la mayoría de los países occidentales, el proceso de selección del profesorado y su situación laboral provoca que el entusiasmo, el talento, el sacrificio y la paciencia inherentes a esa vocación dependan única y exclusivamente de la voluntad del profesional. La vocación no es una exigencia del sistema ni existen medios para seleccionar a aquellos que de verdad quieren aceptar ese reto y esforzarse por él. El sistema de oposiciones y de plazas funcionariales es antes un reclamo para titulados superiores sin posibilidad o ganas de buscarse la vida en el mercado laboral y que ansían un trabajo cómodo y sin sobresaltos donde cobijarse del frío.

Y la docencia no es un trabajo cómodo ni falto de sobresaltos. La docencia es una profesión jodida que no todos están capacitados para aguantar. Entre un grupo vocacional, que existe, es notablemente capaz y se hace notar -yo he tenido la suerte de haber disfrutado de unos pocos de estos ejemplares, y creo que su actuación ha sido bastante decisiva en el desarrollo de mi personalidad- se confunde una caterva infinita de tipos mediocres, asustadizos, vagos y amedrentados ante un grupo de chavales que les rebasan por completo y ante los que no saben qué hacer.

Muchos culpan de sus desgracias a esa juventud imposible. Cada cierto tiempo se suceden los reportajes que hablan de profesores acosados, de baja por depresión, humillados, derrotados hasta en el último rincón de su dignidad. Y, por supuesto, la culpa es de una sociedad permisiva, de unos padres hiperprotectores y de unos monstruos malcriados enganchados a Tuenti y aficionados a apalear vagabundos en cajeros automáticos.

Cuando se habla del fracaso del sistema educativo rara vez se habla de estos profesionales abúlicos e incapaces que añoran la vara de abedul y el cuarto oscuro porque el terror es el único recurso pedagógico al alcance de sus capacidades. Tipos pasotas, que sólo transmiten desgana y que manifiestan un continuo desprecio por sus alumnos.

Tipos como Patrice Romain, para quienes las desgracias de sus alumnos no son más que material de chanza en la sala de profesores.

Cuando se habla del fracaso de la educación rara vez se habla del fracaso de estos profesores, incapaces de articular un método pedagógico, colocados en el centro escolar como parte del mobiliario, renuentes a cualquier cambio que les obligue a trabajar un poco, inaccesibles a las necesidades de sus alumnos, completamente ajenos a las exigencias de su profesión.

La docencia es una profesión dura que no envidio. Yo preferiría trabajar en una mina en el norte de Chile que enfrentarme cada mañana a un grupo de impúberes. Y por eso, es una profesión que sólo debería admitir entre sus miembros a los más capaces, a esos superhombres con la fortaleza mental y emocional lo bastante poderosa como para bregar con esas situaciones. Tipos imaginativos, audaces y que no crean que el respeto es algo que se presuponga, sino que hay que ganarse. Como la reputación y como la confianza. Son cosas que no se miden en un concurso-oposición.

Y claro que existen esos profesionales a los que nadie recompensa, que probablemente deban contentarse con sortear las zancadillas que les ponga el búnker inmovilista, el que lleva la cuenta de los trienios y se escandaliza de que los chicos jueguen a atropellar viejitas en la Play.

No tengo una solución que ofrecer. No sé cómo habría que articular el sistema para que esto fuera así, pero no estaría mal que el debate se plantease alguna vez en este sentido.

2.903 KILÓMETROS

Ya estamos de vuelta de nuestra primera parte de las vacaciones. La parte agitada, de carretera sin manta. Ahora viene la del relajo y la holganza, aunque antes he de acometer un par de tareas que me tienen un tanto desnortado y con ganas de terminarlas.

Cuando nos hemos bajado del coche en Zaragoza, el cuentakilómetros, que habíamos puesto a cero en la salida, marcaba 2.903 kilómetros. Qué rabia no haber llegado a los 3.000 por 197.000 miserables metros. Estamos exhaustos y felices, después de una tournée automovilística que ha recalado en Montpellier, Sanremo, Florencia, La Spezia, Cinque Terre, Mónaco, Niza, Perpiñán y esta inmortal y aletargada ciudad, que nos ha parecido mucho más horizontal y despanzurrada que cuando la dejamos.

Al descargar la cámara me he dado cuenta de que apenas tenemos fotos de este viaje. Yo, que soy de gatillo fotográfico fácil, me he olvidado el equipo en el hotel muchísimos días, y he descubierto la maravillosa sensación de pasear con las manos en los bolsillos, sin la pulsión de inmortalizar cosas que no merecen más que ser fugaces. A este despiste no del todo intencionado se une que hemos viajado con Pablo. Y, cuando hay un bebé de por medio, todos los monumentos y las amenidades del camino quedan eclipsadas por tu babosidad paterna.

Así que tengo poco repertorio, y el poco que tengo está dominado por mi hijo.

Helo aquí, sentado en los escalones del pórtico de la catedral de Florencia, a punto de cantar una saeta a la cúpula de Brunelleschi:

O disfrutando de su síndrome de Stendhal particular en la atracción turística que más le emocionó de toda Florencia: un columpio de una plazuela en la orilla sur del río Arno:

O indignado por el cutrerío turistero de Pisa y maravillado a la vez ante su torre pendente, consultando con su madre si puede comprarse una camiseta que aprovecha el icono monumental italiano para hacer una sutil y refinadísima chanza sobre la disfunción eréctil:

O con su orgulloso padre, admirando el escarpado y acongojante panorama de las Cinque Terre:

O en este sugerente contraluz con su madre, que parece una Madonna del Quattrocento con una buena pátina negra encima:

Conclusión: en contra de una creencia muy extendida entre los propietarios de chalets pareados y entre los compradores de Ikea, se puede viajar con niños pequeños y disfrutar del viaje. Incluso se puede viajar con niños muy pequeños y disfrutar intensamente del viaje. Lo que no se puede es aspirar a tener fotos. Renuncien a los recuerdos. Acabo de descargar unas 400 fotos, y en casi todas ellas aparece mi hijo. Deprimente y psiquiátricamente diagnosticable.

A Pablo y a mí nos gustó mucho Italia. Muchísimo. Italia es un país muy baby friendly. Los bebés son recibidos con fiestas y risotadas en todas partes y no hay trattoria u osteria, por minúscula y apretada que sea, que no disponga de al menos una trona y de un camarero con refinadas dotes de puericultor. A mí me ha encantado por otras razones. Ya me gustaba de antes, claro, pero en este viaje he gozado tanto de sus carnes -apenas he probado la pasta-, de su vino y de sus fortísimos y deliciosos cafés, que he estado tentado de quedarme a vivir.

No queríamos volver a Francia. Francia nos parecía el infierno, el lugar donde todos los sueños son guillotinados, donde la cocina se hace haute cuisine, donde el aceite se vuelve mantequilla y donde la alegría expansiva de las nonnas se revira en la cara de vinagre de las viejas gaullistas.

Por eso, cuando dejamos atrás Ventimiglia, el último pueblo de la Riviera italiana antes de la frontera francesa, yo me enfurruñé y Pablo rompió a llorar. Un llanto bíblico que no cesó hasta que llegamos a Niza. Llorábamos por la Italia perdida.

Menos mal que el humor me reconcilió con Francia -que, a fin de cuentas, la tengo por mi segunda patria, por poderosas razones familiares y de filia-. El humor de la política francesa.

Vean ustedes qué gracia tiene la cosa.

El 7 de septiembre hubo unas grandes manifestaciones contra el plan de Sarkozy de retrasar la edad de jubilación a los 62 años, y la prensa progresista las interpretó en clave de reprobación nacional del presidente. Le Nouvel Observateur, el influyente semanario dirigido por su majestad republicana Jean Daniel, colocó un careto chungo de Sarkozy en blanco y negro en su portada con el titular: “¿Es este hombre peligroso?”.

Ante este intolerable ataque, el semanario Marianne salió en defensa de su líder con esta impagable portada, cuyo titular dice: “Señor presidente, es usted formidable”.

Es, obviamente, una coña. Una fina ironía francesa. Noten el tercer titular de los sumarios: “Il est si bien élevé”, una sutil alusión a la baja estatura de Sarko.

Qué humor, qué finura, a la altura del mejor Jueves. ¿Y lo de Le Nouvel Observateur, con esa portada que tira la piedra y esconde la mano? Veo que el periodismo está en Francia como en todas partes: para sopitas y una siesta. Demasiadas décadas de complacencia, de palmoteo lumbar y de comilonas con los ministros han anulado su capacidad de respuesta. Cuando los medios quieren recuperar cierta pose combativa, hacen el ridículo. Han perdido la costumbre: quieren declamar y sólo les sale un eructo. De hecho, la pieza fuerte del número de Le Nouvel Observateur es un tibio editorial de Jean Daniel que cuenta una comida que Sarkozy tuvo el 2 de septiembre en el Elíseo con algunos popes de la prensa francesa, en la que el director de Le Nouvel fue comensal de honor. Daniel, echando por tierra su contundente portada, compone un texto de equilibrista, que aspira a no ofender a su anfitrión pero también a dejar claro que él es insobornable. Un ni chicha ni limoná, un ni pa ti ni pa mí, un bueno sí pero no. Un rollo patatero, vaya. Francia parece que se pone en pie contra Sarkozy, pero en realidad sólo se ha estirado en el sofá para darse la vuelta y seguir roncando.

Si esta es la respuesta de la prensa, Sarkozy puede dormir a gusto con su Carla. De hecho, de la lectura somera de algunos periódicos se deduce que lo hace a pierna suelta. Y no me extraña.

Y todavía no me he puesto al día de lo que pasa en España. A ver qué se cuentan por aquí.

DESDE FIRENZE, CON AMORE

Y cierto sofoco sexual. Twitteo, más que blogueo, en esta brevísima entrada, para dejar constancia de que mi sexualidad, hasta la fecha monótonamente hetero, se tambalea y quiere explorar otros placeres. Me voy a plantear el marmolsexualismo. Quizá debiera hablar de homosexualidad: sí, el David de Miguel Ángel me ha puesto palote, por emplear una expresión refinada e intelectualmente llena de matices, pero habida cuenta de que es una estatua de un tamaño considerable y no un tordo en el sentido cárnico de la palabra, mi atracción por ella no puede interpretarse en clave gay, sino en clave mineral. El mármol de Carrara ha despertado en mí sensaciones que creía imposibles.

Quizá cuente mi conversión a la estatuofilia en un próximo libro: Diario de un marmolsexual.

Por lo demás, todo estupendo. El cuentakilómetros del coche marcó 1.399 kilómetros desde nuestra casa en Zaragoza hasta la puerta del hotel en Florencia, y creo que agradeció dormir en el garaje unos días. Ahora nosotros descansamos también, y mientras descanso, me planteo mi marmolsexualidad.