Archivo mensual: octubre 2011

DESAYUNAR EN LOS BARES

Hace tiempo que me planteé muy seriamente dejar de comprar periódicos en papel, pero creo que ahora lo voy a hacer de verdad. No es la consecuencia de un arrebato de furia ni lo he escenificado con una muesca en el calendario o un triunfal “¡hasta aquí hemos llegado!”. No, todo lo ha provocado la más pura inercia. De pronto, me he dado cuenta de que mis visitas al kiosco son cada vez más esporádicas y de que no sólo no echo de menos el hábito, sino que lo echaba de más.

Corrección: sí echo de menos el hábito, pero había devenido algo tan insustancial y grosero que ya no tenía sentido ni como liturgia vacía y comodona. Porque eso era lo que le pedía: un ritual diario, un acto simbólico. De la misma forma que los católicos que van a misa son en el fondo conscientes de que ese acto tiene poco que ver con dioses o creencias, pero siguen haciéndolo por conveniencia social y porque cada día renueva y recuerda su identidad, yo leía el periódico sabiendo que aquello tenía ya poco que ver con el periodismo o con profesión ninguna. Pero su lectura y las condiciones necesarias para ella (un bar, un café con leche y, a veces, un pinchito de tortilla) eran una liturgia vivificante que me reafirmaba como individuo presuntamente culto e interesado por el mundo en el que vive.

Sin embargo, para que eso ocurra, la liturgia no puede estar vacía del todo: el periódico y el cura deben cooperar y hacer su parte del trabajo. Ni el católico ni el lector de periódicos se tragan nada, pero, para poder fingir que sí que nos lo tragamos y repetir el rito al día siguiente, el cura y el diario tienen que currárselo y fingir convincentemente que a ellos sí les importa.

Soy consciente de lo paradójico e hipócrita que es admitir que ya apenas leo diarios en papel cuando escribo en uno todas las semanas. ¿Qué puedo decir? Me sigue gustando escribir en la prensa, y lo seguiré haciendo mientras pueda y me dejen, pero no me pueden pedir a cambio que ejerza un proselitismo que ni los propios directores ni los dueños de los periódicos se molestan en hacer. Tengo muchos amigos en la profesión. Amigos a quienes admiro profesionalmente, más allá del cariño personal que les pueda tener, y que creo que hacen un trabajo extraordinario que no me cansaré de alabar. Pero el entusiasmo y la genialidad de un puñado de talentos no son suficientes para volver a hacer brillar una estrella apagada.

De hecho, creo que todavía hay reductos a los que agarrarse si uno quiere insistir como lector en papel. Hay firmas a las que seguir y suplementos y secciones muy bien llevadas y traídas, pero esos islotes —cada vez más exiguos y aislados— ya no me compensan. Hablo, por supuesto, desde el punto de vista de un ciudadano medianamente culto, que debería ser el target nítido y preciso de la prensa. De las masas belenestebánicas no sé y no contesto.

Normalmente, hace no tanto tiempo, yo leía muchísima prensa en papel. Por imperativo profesional en parte, pero también por afición. Todos los días leía Heraldo de Aragón (que recibo en mi casa y no tengo que comprar) y El País (que compraba en un kiosco camino del bar donde desayunaba). Cuando trabajaba en la redacción leía también El Periódico de Aragón y ojeaba muy a la ligera los principales diarios. Los miércoles compraba La Vanguardia, por el suplemento cultural, y los viernes, El Mundo, por ídem. Los sábados, el Abc, por idénticos motivos. Algunas temporadas, muy discontinuamente, los fines de semana me daba por comprar Le Monde, que lo sirven en mi kiosco, especialmente cuando daban el suplemento literario Le Monde des Livres.

Esa era mi rutina básica. Me gastaba una pasta en papelotes, cuando podía haberla dilapidado en heroína o en juguetes sexuales, y era un lector extremadamente disciplinado. Leía muchos textos y con gran atención.

Poco a poco, esa disciplina se fue relajando. Aunque me esforzaba, cada vez encontraba menos textos merecedores de una lectura, y el tiempo que invertía en la prensa se fue reduciendo sin que —y esto es lo sorprendente y la clave del asunto— se resintiera mi capacidad para estar al tanto de la actualidad y de enterarme con corrección y prontitud de todo lo que me interesaba.

El sentimiento que fue macerando en mí era que me estaban expulsando de un lugar del que no quería ser expulsado. Yo no leía los periódicos para estar informado. Para eso ya estaba la radio o internet. Yo leía los periódicos para encontrar artículos que me ofrecieran puntos de vista en los que yo no hubiera pensado o que me contaran historias de gentes y de lugares que yo no sospechaba que existieran. O para leer una entrevista con un escritor del que apenas había oído hablar. Qué ingenuo era. Me resignaba al politiqueo y a los dimes y diretes de los tigres y los leones en los que consistía la crónica política si a cambio eran capaces de regalarme unos minutos de lectura estimulante y actual.

No fue posible. Las páginas culturales, mi última gran esperanza, se fueron llenando cada vez más de fiambres. Escritores muertos un día tras otro. Y cuando no estaban muertos, se llamaban Pérez-Reverte, y entonces casi prefería a los finados. No me hablaban de lo que se cocía en ese momento, sólo había sitio para viejunos, reliquias literarias y predicadores a sueldo de la casa editora. Si volvía a leer algo más sobre los huesos de García Lorca me iba a dar un ictus.

Creo que yo no he fallado a los periódicos: son ellos quienes me han fallado a mí. Yo estaba dispuesto a seguir leyéndolos y comprándolos siempre que me dieran un poquito de lo que me habían dado siempre. Pero se empeñaron en olvidarme y en buscar a un público que creo que no existe, una mezcla de fans de Belén Esteban e imitadoras de Carrie Bradshaw en el sector femenino, o un híbrido entre un hooligan de los Ultra Sur y Emilio Botín en el masculino. No han dejado un resquicio por donde yo pueda sentirme reconocido: han renunciado a escribir para mí, no les intereso. Por tanto, no pueden esperar que siga leyéndolos. Debo tomar su actitud —la de toda la prensa, aquí no distingo marcas ni familias políticas— como una invitación a que me marche y les deje en paz.

Al dejar de comprar periódicos, las empresas periodísticas pensarán que les hago una putada, pero la putada me la han hecho ellas a mí, porque yo ya no sé tomarme un pincho de tortilla en un bar sin un diario delante. Lo he intentado con un libro, pero no es lo mismo. Al final, tendré que renunciar también a los pinchos de tortilla, y quién sabe si a desayunar en los bares, con lo que a mí me gusta desayunar en los bares.

EL CIELO SOBRE NUESTRAS CABEZAS

** Esta semana se desplomó el techo de un aula de la facultad de Filosofía y Letras de Zaragoza (se puede leer aquí). Nada más conocerse la noticia, escribí este artículo, que ha salido publicado en mi columna dominical de Heraldo de Aragón, La ciudad pixelada.

A veces, las noticias se presentan como metáfora sin necesidad de que un titular ingenioso y trabajado lo haga evidente. Esto sucede con mucha menor frecuencia de la que los periodistas nos creemos. La inmensa mayoría de los hechos que vendemos como paradigmáticos de un estado de cosas no son más que interpretaciones forzadas por un buen texto. Pero cuando el techo de un aula de la Facultad de Filosofía y Letras de Zaragoza se derrumba, no hace falta forzar lecturas simbólicas ni señalar metáforas o sugerir alegorías.

O quizá sí, porque es nuestro trabajo. Alguien tiene que subrayar lo obvio, aunque solo sea para que quede constancia: esto se cae a pedazos, damas y caballeros.

Una de las principales diferencias que el viajero distraído encuentra entre los países del primer mundo y los que están en vías de desarrollo es el enorme deterioro de lo público que se aprecia en los segundos. Aunque sean países emergentes y exhiban un poderío económico apabullante, hay pequeños indicios que hablan de un Estado fallido o, al menos, débil e incapaz de hacerse presente y útil en la vida de los ciudadanos si no es mediante uniformes y pistolas.

Turquía es un buen ejemplo. Con una tasa de crecimiento del PIB estimada para 2011 del 7,3% (muy por encima no solo de la media de la UE, sino de la propia Alemania, que se sitúa en torno a un 4% y es la más alta de los países comunitarios con diferencia) y unas cifras de emigración en retroceso, el país parece más que listo para entrar en Europa. No hay una sola cadena multinacional que no tenga cientos de sucursales abiertas en las zonas comerciales de las grandes ciudades. Pero, mientras en los enclaves privilegiados del Bósforo florecen elitistas universidades privadas —algunas, franquicias estadounidenses— donde se forma la nueva y triunfante élite turca, la venerable y vetusta Universidad de Estambul se enmohece en la parte vieja de la ciudad, entre facultades descuidadas que no invitan al estudio ni prometen futuros halagüeños.

En países que fueron prósperos y dejaron de serlo hace tiempo, como Argentina, también es fácil encontrar indicios flagrantes del deterioro. En los centenarios e incómodos hospitales públicos de Buenos Aires, por ejemplo. Pasé una semana en un apartamento que daba al siniestro y gigantesco Hospital Rivadavia de la capital argentina, y pedí a los hados que me protegieran para no caer enfermo y no ingresar en ese caserón.

Parece que los países que fueron grandes y los que van a serlo se cruzan en un momento de sus trayectorias declinante y ascendente, y acaban pareciéndose. Turquía y Argentina comparten también una afición policial. En ambos países es fácil encontrar a policías por todas partes: el Estado falla como provisor de servicios públicos, pero tiene buena puntería con las armas.

Si en España empiezan a caerse los techos de las facultades y los quirófanos de los hospitales públicos empiezan a acumular polvo por falta de uso, empezaremos también a asemejarnos a esos países a los que creíamos que no nos parecíamos en nada. El despertar de nuestro sueño de nuevos ricos puede ser muy doloroso: tanto como la caída sobre nuestras cabezas de un cascote del techo del aula donde estudiamos. Si el Estado empieza a ser incapaz de garantizar unas universidades que no se desplomen y unos hospitales donde atiendan con prontitud y eficacia a los enfermos, solo nos quedará su respuesta armada. Del Estado solo veremos a sus guardianes, que vigilarán con mano firme las ruinas de lo que un día fue un lugar digno de ser vivido.

MUY PRONTO, EN LAS PEORES LIBRERÍAS…


LA SANIDAD DE TODOS

Una tal Cristina Delgado, con quien no me une relación alguna y con quien jamás he tenido un hijo, publica hoy esta columna en las páginas de opinión de Heraldo de Aragón. Si esta les sabe a poco, que sepan que podrán encontrarla cada dos miércoles en esas mismas páginas (Nota al margen: está escaneada porque, como el resto de contenidos de la edición impresa, no se puede encontrar en la web).

Me gusta leer las novedades sabiendo lo menos posible de ellas. A veces, ni siquiera leo la solapa ni la contraportada, porque, en la medida de lo razonable, quiero leer lo que está escrito y no lo que otros —incluido el autor en ese otros— dicen que está escrito. La lectura siempre está condicionada por muchísimas cosas, y es imposible abstraerse de ellas. La propia editorial o el lugar que el libro ocupa en la librería ya te dan demasiada información de la que es casi imposible (y puede que no sea conveniente) prescindir como lector.

Pero hay libros que lo ponen más o menos fácil, y era muy difícil enfrentarse con Ejército enemigo, de Alberto Olmos, sin tener en cuenta las expectativas que la intensa y muy eficaz promoción a la que su editorial lo está sometiendo despierta en los cuatro o cinco raritos que estamos al tanto de las novedades libreras. He leído muchas más cosas de las que me hubiera gustado leer sobre el libro antes de leer el propio libro. Y, después de haberlo hecho, sólo he leído una crítica, inusitada, sorprendentemente dura y, a mi entender, un poco injusta e injustificada. Aunque, por supuesto, las lecturas y las opiniones, así como las filias y las fobias, son absolutamente libres y deben expresarse con libertad y sin miedo. Me refiero a la crítica que firma Patricio Pron (leer aquí).

El resultado del empacho prelectura y de la abstinencia postlectura es la sensación de haber leído un libro distinto al que la promoción editorial y algunos reseñistas defienden o denuestan.

Dicen: Ejército enemigo es una novela sobre internet, sobre la pantomima de la solidaridad oenegista, sobre el sexo y la pornografía, sobre el rencor social e, incluso —agüita, compadre, que dirían mis amigos canarios—, sobre la lucha de clases (glups). Y dicen bien. Dicen: Ejército enemigo es una novela ensayística, quizá excesivamente ensayística. Y dicen bien también. Pero estos decires no son más que obviedades que nada aclaran ni explican sobre qué cosa es realmente Ejército enemigo.

¿Es una novela ensayística? Ciertamente. La reflexión política, social y estética, introducida por medio de los pensamientos del prota-narrador, es muy importante y uno de los ejes que vertebran el libro. Lo que no entiendo es que esta circunstancia sea criticable per se, y que lo que está bien para Vila-Matas, para Sebald o para Umbral, por poner tres ejemplos extremos y contradictorios entre sí del empleo de una misma técnica, no lo esté para Alberto Olmos. A mí no me preocupa ni me molesta que haya mucho ensayo infiltrado en la narración. Cuestión distinta es que ese ensayo me interese o no.

Porque, al margen de derivas ensayísticas y de los accidentes más o menos llamativos que conforman los temas del libro, lo cierto es que Ejército enemigo es una novela policiaca de canon. Hay un crimen, hay un detective y hay una investigación que resuelve ese crimen. Y esa es la armazón básica del libro. Que el detective no sea tal strictu sensu y que el asesinato no parezca importarle a nadie es lo de menos. Lo importante es que esas coordenadas o pies forzados mínimos permiten al autor acotar la novela y construirla de forma coherente y unitaria. Le dan unas guías sobre las que trabajar y, a los lectores, nos da un marco referencial reconocible. Lo demás —que en el fondo es lo que cuenta, la chicha y la razón de ser del libro—, narrativamente, es relleno. Y esta circunstancia convierte a la novela en la más redonda y lograda de todas las que ha escrito Olmos.

Mientras la leía, pensaba en dos obras que sospecho que ni el autor ni los reseñistas tendrán en cuenta a la hora de interpretar Ejército enemigo, pero ya he avisado de que creo que en la librería me han dado un libro distinto al que ha leído el resto de la gente y al que promociona la editorial: Drácula y El tercer hombre.

De Drácula tiene la obsesión documental. Como la novela de Bram Stoker, la de Olmos se compone en buena medida de documentos: fragmentos de diario y mails en lugar de las cartas y telegramas donde se va contando la historia del vampiro. De hecho, el MacGuffin de la historia es una contraseña de correo electrónico, o la misma cuenta de correo electrónico a la que da acceso.

Las conexiones con El tercer hombre vienen dadas por la trama: como en la novela-guión-película escrita por Graham Greene, un personaje se tropieza con la muerte de un amigo y tiene la posibilidad de descubrir cómo y por qué murió, y en el transcurso de sus pesquisas, se encuentra con que la persona que creyó conocer era o se había convertido en otra.

¿Que son referencias raras? Sí. ¿Que las paternidades de Ejército enemigo están bien explícitas y citadas y recitadas en el propio libro? También. Pero ya dije que yo leo raro y que se me ocurren cosas raras mientras leo.

Me ha gustado bastante y aplaudo el tono resentido y cínico del personaje narrador. La prueba es que me he leído el libro en dos sentadas de tarde y media. La prosa está muy trabajadita y fluye ligera y sin grumos. No me sobran sus mítines ni los largos exordios político-festivos. Creo que la novela es un género lo bastante elástico como para abarcar todas las obsesiones y manías del autor sin romper el molde en el que se cocina o el plato en el que se presenta. Sin embargo, y por ponerle un pero, reconozco que me aburrí un poco bastante hacia la mitad, cuando Olmos satura el libro de citas y de transcripciones de mails durante demasiadas páginas para explicar algo que la mayoría de los lectores ya teníamos muy pero que muy claro desde mucho tiempo atrás. Por suerte, después de este ametrallamiento, la narración vuelve con fuerza y encara las que, a mi juicio, son las páginas más brillantes: una incursión en los bajos fondos de un barrio periférico, con criminal amenazante incluido, y una juerga drogadicta muy bien narrada en una buhardilla del centro. El libro alcanza ahí su clímax, y precisamente por lo logradas que están esas páginas puramente narrativas es por lo que echo de menos un poco más de acción y un poco menos de reflexión en el resto de la novela.

Y con esto no le estoy dando la razón a Pron: no digo que las incursiones ensayísticas sobren o que sean mediocres, sino que creo que funciona mucho mejor la narración que el ensayo. Por ejemplo: el prota dedica largas y agresivas parrafadas a perorar sobre su propio rencor social y sobre la puta mierda que es vivir en un barrio de mierda. Sin embargo, en la última parte, aparece ese barrio inserto en una acción —una acción propia de una novela negra—, y es entonces cuando las ideas sobre la degradación urbana expresadas en esas filípicas adquieren una dimensión redonda e incontestable. O, al menos, una dimensión mucho más redonda que la que tienen en el discurso.

¿Y el sexo, el cinismo y el alegato antisolidario? Pues muy bien, gracias. Todo me gusta, todo lo compro, especialmente la pornografía, pero me quedo con una frase que se dice hacia el final: «Uno muere y hay que tener la cortesía de darle la razón». Porque el verdadero asunto de Ejército enemigo es la identidad: la imagen que proyectamos, la que tenemos y la que finalmente queda. «No sabe uno ni ser», dice en otro momento el protagonista. Somos lo que nos permiten ser y somos muchos seres.

De eso va el libro. Más o menos, pero no me hagan mucho caso, que yo tampoco sé ser.

CURSO DE ESCRITURA CREATIVA

Queridos todos, una simple información de servicio. Muy pronto voy a empezar a impartir un taller de escritura creativa en la sede zaragozana de la Escuela de Escritores. Si alguien está interesado, el plazo de inscripción y matrícula ya se ha abierto. Tenéis toda la información y un formulario para inscribiros online en este link. Si alguien quiere ponerse en contacto conmigo y preguntarme más detalles, podéis enviarme un mail y os atenderé encantado o huraño, dependiendo de mi humor en ese momento.

Y eso es todo, amigos.

PD.- Hay varias cosas cociéndose de las que daré cumplido autobombo. Entre ellas, dos nuevos libros, una historia con vino de por medio (hics) y una traducción a un idioma que no entiendo y que no es el euskera. Ya os iré diciendo, que el horno está a tope de trabajo.

COMO EN CASA, EN NINGÚN SITIO

** Este cuento se publicó en agosto en unas páginas especiales de Heraldo de Aragón. Me lo encargó Antón Castro y no llegué a verlo publicado por circunstancias que muchos entenderán. Además, cuando apareció —ignoro la fecha, pero estará en la hemeroteca—, yo estaba en el extranjero, y luego me olvidé de él. Hoy, poniendo en orden mis facturas, ha reaparecido este texto y me ha apetecido compartirlo con vosotros.  Gracias de nuevo a Antón por pensar en mí y en mis cosillas.

Repasa de nuevo el salón y enumera por cuarta vez todo lo que no va a poder llevar consigo: la foto de Hemingway bebiendo lo que él siempre ha querido ver como un ‘dry martini’, con un garabato ilegible que deja creer a las visitas que es una dedicatoria a su padre; los carteles turísticos de Senegal que le regalaron en Fitur; el ‘hiyab’ comprado en la Feria Intercultural de Getafe, pero que oficialmente es el souvenir que una amante olvidó en la moqueta de su habitación del Hotel Laleh de Teherán, antes de huir perseguida por la triunfal revolución de las barbas; la alfombra, regalo de un joven Sadam Husein en gratitud por la mejor entrevista que ningún occidental le hizo, siempre que nadie reparara en el piquito de tela blanca donde, antes de ser recortado, se leía ‘made in Taiwan’, o el samovar que, según un relato que se iba enriqueciendo con los años, alivió la soledad de Lenin mientras viajaba a Petrogrado para tomar el poder en nombre de los soviets.

Más de una vez, los objetos han estado a punto de traicionarle. Cuando aquel listillo cuestionó la autenticidad del salvoconducto que le firmó Deng Xiaoping y dijo que era el menú de un restaurante chino de Blanes. O cuando aquella estúpida azafata aseguró que tenía en su casa una máscara egipcia idéntica a la que él había recibido como obsequio de manos del mismo Nasser. Por suerte, ninguno de los dos vivió para contarlo, pero el desastre estuvo a punto de consumarse. Como ahora, que ya no tiene remedio.

Le gustaría llevarse algunas piezas, pero no tiene tiempo. Ha de hacer una maleta pequeña y huir. Por primera vez en su vida, va a viajar de verdad, va a recorrer los países sobre los que ha escrito tantos libros. Ya no se va a encerrar en casa con muchas latas de conserva, tres buenas enciclopedias y unas novelitas eróticas para dar color exótico y picante a los párrafos. Ahora probará en su piel las ciudades y las gentes a las que tantos adjetivos ha puesto. Su pasaporte, al fin, va a tener los sellos que le faltan.

Y ahora que están a punto de descubrir su farsa, recuerda por qué no viajó nunca, y siente la angustia por lo extraño, el vértigo de los aviones, la desolación de la lejanía. Con la puerta abierta y la mirada fija en los falsos recuerdos, se pregunta por qué se hizo escritor de viajes, si como en casa no se está en ningún sitio.

METAMAUS

Yo soy muy fan de empresas inhumanas y despiadadas, como Amazon.com. No me importa que esclavicen a sus trabajadores, que hundan a su competencia con prácticas casi ilegales o directamente mafiosas, que provoquen guerras civiles en países africanos y que usen lágrimas de niños en la manufactura de sus artículos. No les reprocharé nada siempre y cuando cubran mis caprichos. Y Amazon.com los cubre: en dos días me sirve en mi casita, a coste cero, un libro publicado la semana anterior en Nueva York. Si para eso tienen que ser malvados y sanguinarios y causar la extinción de cuatro especies de anfibios y dos idiomas minoritarios, pues que lo hagan. Ande yo caliente.

Hoy he recibido esta pequeña maravilla, y estoy encantado:

Explicaría lo que es, pero como ya lo hice ayer en mi homilía dominical de Heraldo de Aragón, me limitaré a pegarla aquí para que entiendan mi placer. Les dejo con mi versión heraldiana.

(Nota al margen: no pensaba colgarlo, por aquello de que me gusta diferenciar los artículos que hago para la prensa de los que escribo aquí, quiero que cada uno tenga su espacio y su tiempo, pero el gran Óscar Senar ha tuiteado algo al respecto de esta pieza y me he animado).

Un gran clásico moderno

 Justo antes de ponerme a escribir este artículo he comprado en Amazon ‘Metamaus: A Look Inside a Modern Classic, Maus’, que acaba de salir en Estados Unidos. Contraviniendo toda la cultura ‘low-cost’ que impera en internet y que también me enseñaron mis padres, hasta he pagado un poco más para que me lo manden antes a casa, confiando en tenerlo ya en mis manos cuando este texto salga publicado. No escatimo en mis pasiones, ni siquiera miro sus precios.

Y eso que este extraño y lujoso libro va en contra de una de mis creencias más firmes en torno al arte y la literatura: que al autor no le conviene explicarse demasiado, porque se supone que todo lo que quería decir lo ha dicho en su obra. De hecho, tenía un amigo poeta que rechazaba ser entrevistado o mantener encuentros con sus lectores porque aseguraba que lo que quería decir ya lo había dicho en sus versos y que no sabía decirlo de otra forma, que esa expresión no podía traducirse, resumirse o transmitirse en otras palabras. ‘Metamaus’ hace justamente lo contrario: ahondar en las entrañas creativas de la que creo que es una de las obras más influyentes de la cultura popular occidental de mi generación y de la que la precede: ‘Maus’.

¿Y qué diantres es ‘Maus’ y por qué debería importarme?, se preguntarán algunos de ustedes. Pues ‘Maus’ es un cómic. De hecho, es el cómic contemporáneo por antonomasia, el que consagró el concepto de ‘novela gráfica’ para adultos y consiguió que el arte de las viñetas dejara de ser considerado una subcultura analfabeta para integrarse en el reino del arte de verdad, con todas sus consecuencias. Firmado por Art Spiegelman y publicado por primera vez en 1973, fue el primer cómic que ganó un premio Pulitzer y ha marcado a todos los autores serios del género desde entonces. El libro que sale ahora es un estudio que relata su proceso de creación, sus claves y cómo cambió la vida de su atormentado y complejo padre.

‘Maus’ es autobiográfico. En él, Spiegelman, hijo de víctimas judías del Holocausto, se propone contar la vida de su padre y de su familia desde que los alemanes invaden Polonia hasta que termina la guerra y emigran a Estados Unidos. Pero el cómic empieza en el presente, con el propio Spiegelman visitando a su padre en su casita de Queens, en Nueva York, para que le cuente sus recuerdos. Sin embargo, conforme avanza el libro, los recuerdos del Holocausto pierden importancia y Spiegelman se centra en la dura y adusta relación que mantiene con su padre, incapacitado para el cariño. Durante casi trescientas páginas, intenta comprender por qué su padre es una persona tan distante y enrocada y el libro entero acaba siendo una indagación en las heridas que una educación ruda y falta de amor pueden dejar en un hijo. La lectura acaba siendo desoladora porque Spiegelman no encuentra respuesta a ninguna de sus preguntas, pero en el camino construye un relato descarnado y desesperado sobre padres e hijos.

La descripción de ‘Maus’ como ‘clásico moderno’ es plenamente acertada. No sé qué obligan a leer ahora a los chavales en los institutos, pero quizá si incluyeran libros como este tendríamos más y mejores lectores adultos. Se me ocurren pocas lecturas más apropiadas para un adolescente que empieza a definirse por oposición a sus padres y que puede encontrar muchos puntos de anclaje en estas viñetas. Es solo una sugerencia, por si quieren descargar los currículos escolares de espadones y de calderonadas y llenarlos con relatos que comuniquen sentimientos vivos y actuales.

LA OBSESIÓN POLÍTICA

Hace un tiempo coincidí en un sarao con un ubicuo escritor cervantista (de los que se conocen casi todos los Institutos Cervantes del mundo, vaya) que solía publicar muchas columnas pero que llevaba un tiempo sin firmar en los papeles. Le pregunté si se había cansado o si se habían cansado de él, y me confesó, bajando la voz: «Es que sólo querían que escribiese de cosas de cultura y de chorraditas, y yo les propuse escribir de política, porque lo que a mí de verdad me haría ilusión es hacer artículos políticos con un toque así como personal, pero como no les vi muy entusiasmados y, además, ando muy liado con tanta invitación del Instituto Cervantes como recibo, les he dicho que paso. Mira, esta semana, sin ir más lejos, me toca una mesa redonda con Boris Izaguirre en Seúl, una presentación de videoarte extremeño en Ramala, un debate sobre postpoesía postversal postipográfica del Bierzo con siete premios Nobel amerindios en Auckland, Nueva Zelanda, y una exhibición de pintxos donostiarras con lectura dramatizada de menús de restaurantes de estrella Michelin en Brasilia. Y aún tengo que encontrar un hueco para poner tres lavadoras y recoger a mi hijo pequeño de karate».

Su agenda estaba más saturada que una embarazada salida de cuentas, pero era capaz de despejarla —incluso estaba dispuesto a dejar que su hijo volviera de la clase de karate en autobús— si le ofrecían escribir de política en un periódico. Y no es un caso aislado. Pocas cosas ponen más cachondo a un escritor que recibir la llamada de un redactor-jefe o de un subdirector de periódico encargándole unos articulitos sobre la actualidad. Cuando eso sucede, se recolocan la chaqueta de tweed, se aclaran la garganta y alzan el mentón, bien orgullosos: por fin se les reconoce en lo que valen. Por fin van a enderezar el rumbo de este país de incultos que se negaba a escuchar sus geniales e insobornables alegatos.

Será porque yo soy un escritorzuelo al que no reconocen ni en lo que no vale, pero nunca he entendido del todo esa pasión por la res pública propia de los literatos. En realidad, lo que no alcanzo a comprender es la relación causal entre la creación literaria y el activismo político-periodístico. No creo que una excluya al otro, pero, ¿por qué razón han de ir necesariamente unidos o uno ser consecuencia directa de la otra? En otros términos: ¿la excelencia literaria otorga inmediatamente auctoritas en asuntos de gestión de la polis? ¿La doxa de un literato es más válida o más digna de ser publicitada que la de un soldador, una gestora de un centro deportivo de alto rendimiento o un becario de investigación de paleontología?

Esta obsesión predicadora pertenece a otros tiempos y creo que no refleja nada de la literatura y sus gentes. Que un país poblado por mendrugos que no sabían ni escribir su propio nombre y no habían visto nada que estuviera fuera del valle que encajonaba su aldea otorgara un poder mágico y una autoridad respetable a quienes dominaban la palabra escrita es comprensible. También lo es que, en épocas de gran conflictividad social y en sociedades muy miserables donde la mayoría de la población carece de formación, derechos políticos elementales y acceso a medios de expresión, quienes sí disponen de ellos los utilicen solidariamente en su nombre. Así nacieron los intelectuales concebidos como tales desde finales del siglo XIX: personas que habían alcanzado una gran influencia gracias al prestigio o al eco de su obra artística que decidían utilizar esa influencia en favor de quienes ellos consideraban oprimidos o incapaces de defenderse por sí mismos. Convertían su posición de hombres públicos en tribuna política para intentar modificar la sociedad y el gobierno en función de sus principios y creencias.

Que los intelectuales así entendidos han sido muy importantes y que han representado un papel político en ocasiones crucial y de gravísimas consecuencias nadie lo duda. Pero pocos deberían dudar ahora de que la figura del intelectual así concebida caducó hace mucho tiempo, y el empeño por perpetuarla sólo nos puede traer —nos está trayendo— peor literatura y peor periodismo.

Porque hace tiempo también que los escritores descubrieron que ser intelectual es mucho más rentable —en muchos sentidos, no sólo en el financiero— que ser un simple escritor. ¿Cuántos premios Nobel de Literatura se han dado a autores de obra sucinta y de mérito cuestionable pero de intachable trayectoria política?

Y viceversa: ¿cuántos autores geniales e imprescindibles han visto cuestionado su arte por no ser personas intachables, solidarias y socias de Médicos sin Fronteras? Hasta hemos asistido sin que el público tosiera a reinvenciones maravillosas, como la del recientemente fallecido Ernesto Sabato, que pasó de ser el escritor de los milicos a, por obra y pluma de olvidadizos hagiógrafos, adalid de la democracia argentina. Sólo así, debidamente purgado de impurezas fascistas, puede Sabato ser leído y loado en Babelia. Y en el caso de Borges, con pasar de puntillas —u omitir sin más— sobre ciertos detalles de su biografía, podemos comprarlo como genio entrañable y gruñoncete.

En muchos países, pero fundamentalmente en España, no se premia ni se publica ni se lee literatura. Lo que se premia, se publica y se lee son buenas intenciones. «Alegato contra la violencia de género». «Una audaz incursión en el conflicto vasco». «La novela presenta un crudo retrato de la inmigración ilegal en Reus». «La indomable lucha de una madre coraje contra Franco, Mussolini y Hitler juntos». Me las he inventado, pero seguro que es fácil encontrar frases muy parecidas o incluso idénticas en las solapas y contraportadas de las novedades editoriales que estén ahora mismo expuestas en La Casa del Libro.

Un escritor como Michel Houellebecq es impensable en España. Y si triunfan sus libros traducidos es porque vienen de Francia y lo que dice un francés no ofende a nadie. Pero si lo dice un español… Me encantaría ver las cartas de rechazo que hubiera recibido Plataforma si la hubiera escrito un señor de Albacete.

No estoy diciendo que la literatura tenga que estar desprovista de buenas intenciones en sus tramas y argumentos. Lo que digo es que esas buenas intenciones no deberían ser un baremo por el cual medir el valor de un libro o de un autor. La literatura, incluso la literatura política, no puede medirse en términos de corrección política. Porque una de las funciones sociales que la literatura ha asumido tradicionalmente es ser una herramienta para cuestionar las costumbres y los tabúes de una época y de una sociedad. Es decir, que la única forma coherente y honesta que tiene la literatura de hacer política es no siendo política, sino empeñándose en ser genuinamente literaria.

Y, en el caso de la novela, que es el que más me interesa, ¿en qué consiste ser genuinamente literaria? Muy sencillo: en que tanto la escritura como la lectura supongan un desplazamiento para el escritor y para el lector. Al escribir, el novelista viaja, explora. Tiene un punto de partida, pero desconoce el de llegada. Si es honesto, se libera de miedos y avanza por regiones que no conoce y que le pueden llevar a conclusiones absolutamente indeseadas. Puede que acabe viendo algo de sí mismo que le asquee o que no soporte. O algo de su mundo o de su familia o de su religión o de sus amigos. Y, si lo hace bien, conseguirá que el lector sienta lo mismo y se plantee preguntas y pensamientos que no sospechó que fuera a hacerse.

Pero si el autor sólo quiere demostrar una tesis preconcebida y arma el aparato narrativo al servicio de esa tesis, no está haciendo literatura, sino cumpliendo la función del espejito de la madrastra de Blancanieves. Por ejemplo: la violencia de género es muy mala. Así que voy a escribir una novela donde haya violencia de género y quede claro que es muy mala: marido que pega, malo; mujer que recibe, buena. Dialéctica de Barrio Sésamo. El lector asentirá: hay que ver lo mala que es la violencia de género, mecachis. Si la lectora es Leire Pajín, dirá: es prioritario frenar esta lacra. El editor aprovechará la contraportada para poner, junto al código de barras: «Teléfono contra el maltrato: 016». El libro recibirá una subvención y probablemente un Premio Nacional de Narrativa, y Pepa Bueno entrevistará al autor en el Telediario sin equivocarse casi nada al pronunciar su nombre.

Pero nosotros, que no nos chupamos el dedo —yo sí, un poco, pero es que está muy rico—, nos preguntaremos: ¿necesitábamos leernos entero un tocho de cuatrocientas páginas para enterarnos de que la violencia de género es mala? ¿No lo sabíamos ya? ¿Por qué perdemos tanto tiempo en que nos digan algo que ya tenemos claro?

La novela genuinamente literaria opera al revés que la novela de tesis, y me voy a atrever a poner el ejemplo del Quijote, para cerrar el círculo cervantista. Punto uno: Cervantes está hasta los huevos de las novelas de caballería. Punto dos: Cervantes está hasta los huevos de que todo el mundo lea y escuche novelas de caballería. Punto tres: Cervantes grita enloquecido por la calle: «Porque no tengo mano, que si no, iba a encorrer a hostias al siguiente que me hable de Amadís de Gaula y su puta madre en petitoria». Punto cuatro: para atajar su frustración, Cervantes decide escribir una novela que ridiculice las novelas de caballerías y detenga o, al menos, desprestigie, el asqueroso vicio de leerlas y difundirlas.

Y es en el punto cuatro donde está la diferencia: la motivación o el punto de partida de Cervantes es ridiculizar las novelas de caballerías, pero esa no es su tesis. No construye un artefacto novelesco donde todo esté lógicamente concatenado para demostrar que esas novelas son una porquería, sino que, partiendo de esa intención, se desplaza a territorios ignotos y acaba escribiendo una obra sobre la condición humana. Una obra universal, nada menos. Y no la habría podido escribir si se hubiera constreñido a sus ideas y si en un momento no las hubiera dejado de lado para centrarse por completo en la historia y sus personajes.

Vuelvo al principio: si eres capaz de escribir el Quijote, ¿para qué cojones quieres escribir columnas políticas en un diario? ¿No es mucho más honesto, mucho más poderoso y mucho más satisfactorio entregarse de lleno a la literatura? Y, en el fondo, ¿no se ejerce una influencia mucho mayor? Porque un intelectual, un tribuno político, puede influir hic et nunc, pero si eres capaz de escribir una obra literaria significativa y perdurable vas a tener una influencia que no está al alcance de ningún político ni banquero ni entrenador de fútbol: vas a influir en la intimidad de tus lectores, que te van a acompañar en el mismo viaje que tú has hecho al escribir el libro.

Puede parecer que influir en la vida cotidiana de un lector no es nada en comparación con influir en las decisiones de Barack Obama, pero yo pienso que un escritor que consigue lo primero con su literatura es mil millones de veces más poderoso que cualquier estratega o director de periódico. Pero para eso se tienen que dar dos premisas —al margen de capacidades y talentos, que se dan por supuestos—: que el escritor crea en la literatura y en su literatura, y que el público entienda la diferencia entre una novela y el editorial de un diario. Mientras esas dos cosas no ocurran (y en España, parece lejano el momento en que así sea), seguirá siendo muy común entre los escritores que pierdan el culo por ejercer de políticos.

ESTANCAMIENTO

Me contó mi hermano el otro día que hay algunas hipótesis que vaticinan un cierto estancamiento científico para los tiempos por venir. No un estancamiento en el sentido medieval, por supuesto. Según me explica mi hermano, que es quien sabe de estas cosas y mi única fuente de información al respecto —vayan a pedirle cuentas a él—, muchos de los hallazgos que han supuesto un cambio de paradigma científico han sido posibles gracias al trabajo de tipos excéntricos que se han emperrado en desarrollar hipótesis que la ortodoxia de su tiempo consideraba absurdas, extravagantes o ridículas. Sin embargo, gracias a un relativo aislamiento, pudieron trabajarlas a su antojo hasta su demostración.

Eso, dicen algunos, es prácticamente imposible en la comunidad científica actual. Su elevadísimo grado de burocratización y jerarquización, la imposibilidad de trabajar al margen de los cauces académicos regulados por una férrea ortodoxia y la condena inmediata de cualquier planteamiento que no encaje con ella excluyen irremediablemente a los extravagantes y a los testarudos que se empeñan en nadar contracorriente. Ninguna institución pública va a subvencionar sus investigaciones, ninguna universidad las va a respaldar y, por supuesto, ninguna publicación científica las va a avalar. En otras palabras: nadie ampararía hoy a Albert Einstein, y las teorías genéticas de Mendel no se publicarían en ningún sitio al no ceñirse a los muy rígidos protocolos académicos. Se produce así una inquietante paradoja: todo lo que ha hecho fuerte a la ciencia puede acabar convirtiéndose en su mayor debilidad.

Como muchos de los más importantes descubrimientos científicos han sido posibles a pesar de la ciencia o de la cultura dominante de su época, dicen quienes sostienen esta teoría que los cambios de paradigma necesitan de personajes que puedan trabajar con libertad y cierto aislamiento. Las redes y el intercambio de conocimiento pueden estar muy bien para ciertas cosas, pero para otras, hay que dejar que los genios desmonten los tinglados desde su pueblecito, sin que nadie les moleste.

El mismo descubrimiento de la quimioterapia, el avance más espectacular que ha visto la investigación médica sobre el cáncer, fue posible gracias a la intuición enloquecida de un patólogo del hospital infantil de Boston, un tipo que experimentó en un cuartucho del sótano del centro médico, al margen de cualquier método o protocolo aceptable. Las investigaciones científicas académicas al uso jamás habrían aceptado un planteamiento tan extraño como el que sugería este hombre.

Supongo que esto no es más que un argumento sugerente y difícil de demostrar, pero puede aplicarse también a otros ámbitos. La literatura, sin ir más lejos. O la música. O el arte en general.

¿Por qué ya no esperamos un nuevo Proust o un nuevo Mozart o un nuevo Picasso? ¿Es imposible la emergencia de genios que lo cambien todo de una vez y para siempre?

Recuerdo que hace tiempo discutí con unos amigos sobre el rock actual. Coincidimos en que los músicos contemporáneos eran muchísimo mejores intérpretes y, en un sentido puramente técnico, mejores compositores que los tipos de la era dorada. Hoy es fácil encontrar guitarristas muy superiores a Jimi Hendrix y grupos mucho más solventes que los Led Zeppelin más inspirados. Cualquier gualtrapa de barrio sabe tocar mejor que los Beatles. Y, sin embargo, no hacen una música tan inspiradora, tan pasional y tan genial como la que hicieron los clásicos. Técnicamente son muy superiores, son músicos mejor formados, saben hacerlo mucho mejor, pero les falta el alma, el corazón y, posiblemente, la actitud que hicieron grandes a los grandes.

En literatura sucede algo parecido. Creo, contra lo que opinan muchos malfollaos con silla mayúscula en la Real Academia, que hay más y mejores escritores hoy que hace cincuenta o cien años, tanto en España como en América Latina. Los jóvenes están mejor preparados y son mucho más cultos porque han disfrutado de una formación y de unos recursos impensables para la generación de sus padres. Hay una pléyade inabarcable de narradores con una técnica depuradísima —aprendida en talleres y cursos inconcebibles hace treinta años—, capaces de construir artefactos narrativos brillantísimos. Y, sin embargo, no hay nadie capaz de escribir Cien años de soledad. De hecho, Cien años de soledad es una novela técnicamente más pobre que muchas de las que se pueden ver en los estantes de novedades de este otoño. Y, aun así, Cien años de soledad, con todos sus defectos y sus presuntos errores, es una obra maestra y las novedades de otoño se olvidan en cuanto llega el invierno.

Escribir mejor y tocar mejor música no equivale a ser mejor escritor o mejor músico. De la misma manera, supongo, que los físicos actuales, a pesar de estar mucho mejor formados que Einstein y de ser mucho mejores científicos en muchos aspectos, no consiguen desbancarle ni formular una teoría que refute de una vez y para siempre a la de la relatividad.

Hoy somos más listos y disponemos de muchos más medios, pero seguimos sin saber escribir À la recherche du temps perdu. En el ámbito literario hay también una ortodoxia implacable que impone su ley. En torno al mercado se ha creado una infraestructura complejísima que hace muy difícil la emergencia de autores geniales. Porque, como en la ciencia, los genios literarios también han nadado contracorriente y han construido sus grandes obras haciendo justamente lo que la moral y las buenas costumbres de su tiempo prohibían. Es decir: cambiaron el paradigma cagándose en él, jodiendo el puto canon.

Pero, para poder joder el canon, tienen que darse dos circunstancias: el canon tiene que exhibir un punto débil por el cual pueda ser roto, y el transgresor tiene que encontrar un espacio para cultivar su transgresión. Porque el canon se rompe desde dentro: tiene que haber un resquicio por el que entrar para reventarlo. Un escritor necesita ser publicado y leído, y si el canon está tan cerrado que imposibilita el paso y la difusión de cualquier propuesta que no encaje en él, nunca habrá cambio. Habrá buenos libros y excelentes escritores, pero no llegaremos a ver nunca ese libro que haga saltar todo por los aires y obligue a reinventar la escritura. No habrá más Quijotes ni más putos Proust ni más Joyces monologantes ni, por supuesto, más García Márquez. Y eso sólo nos puede llevar al estancamiento.

Necesitamos aire, gente que trabaje al margen de modas y del qué dirán, pero que pueda encontrar una forma de llegar al público y de romper las barreras que editores, agentes y altos directivos de la Fnac han creado. La literatura vive una paradoja: nunca se ha escrito tanto y tan bien, pero nunca ha interesado tan poco lo que se escribe.

Aunque quizá el cambio de paradigma ya se ha producido y no nos hemos enterado. Puede que alguien, en este preciso instante, esté dándole una paliza de muerte al canon.

Quién sabe.

LA ECOSFERA DE SIPÁN

Aviso para todos: Óscar Sipán no sólo es mi amigo, trabajo con él y es mi editor. Por tanto, interpreten este texto en clave genital-succionadora si así lo desean, pues sospecho que no tengo credibilidad ninguna.

Concesiones al demonio es su primera novela, y yo creo que es más bien una colección de cuentos muy bien engarzados. Aunque la discusión se vuelve un poco bizantina ya que hace mucho tiempo que la novela perdió sus características decimonónicas y ya se considera como tal cualquier creación narrativa de cierta extensión y unidad demostrable. Pero lo cierto es que los relatos que componen esta novela tienen bastante autonomía y funcionan muy bien por separado. Para mi gusto, los puentes que conectan unas historias con otras son demasiado circunstanciales como para justificar la adscripción del libro a la novela, pero si las pelis de Iñárritu se consideran películas compactas y no cortometrajes encadenados, este libro tiene una unidad y una solidez estructural superior a esas pelis. Así que acepto novela como animal de compañía, y porque me he propuesto chuparle la polla a Sipán, como bien he anunciado al principio.

Para quienes no lo sepan, Concesiones al demonio relata un periodo muy corto de la vida de los vecinos del edificio Zabulón, a modo de 13, Rue de Percebe, o como una versión muy reducida de La vida, instrucciones de uso, de Georges Perec —para que no digan que sólo manejo referencias pulp, también sé ser académico cuando me pongo y me interesa quedar bien—. Cada capítulo se centra en uno de los pisos, más uno de propina y unos apéndices que cierran varios flecos que han quedado colgando. Al final, lo vemos todo de un golpe de vista, como si el edificio fuera una ecosfera (metáfora que está en uno de los relatos, no me la invento yo). Así, hay una disparidad de voces y de tonos que acaban convergiendo en un ambiente común: un discordante conjunto de personajes que termina por armonizarse en un tema básico, la soledad.

«La esperanza viaja en brindis solitarios», dice la prota de la primera historia, en una de esas frases limpias y redondas que tanto le gusta construir a Sipán. Los seis personajes de estas concesiones se sienten solos en muchas variantes. El libro puede leerse como un muestrario de soledades o de formas de sentirse solo. Otros lo llamarían formas de fracaso. No termino de saber si estos personajes son más solitarios que fracasados o más fracasados que solitarios, o hasta qué punto uno de los dos sentimientos domina sobre el otro.

En cada relato se echa un vistazo a sus vidas, a sus traiciones, a sus mentiras y a los vicios que no confiesan en público pero que nosotros vemos. Los lectores somos voyeurs, y aunque nos puede el morbo de espiar, no sabemos evitar sentir más interés por unas vidas que por otras.

Recuerdo la primera vez que Óscar me habló de esta novela, cuando empezó a darle una forma definitiva y a escribirla en serio. Me contó la historia del ciclista retirado (que forma el capítulo tercero del libro) y cómo se le ocurrió. Y me gustó mucho entonces, pero al verla escrita me ha interesado mucho menos que otras que, a priori, creía que me iban a dejar indiferente. De todos los relatos, el que más me ha gustado es el que se refiere a los dos escritores que viven en el edificio Zabulón. O al escritor y al aspirante a escritor.

Nigel Farmer, un viejo novelista de éxito al que ya no se le ocurre nada y que lleva años en el dique seco, y Livio Carnero, un joven y entusiasta aspirante que admira mucho al primero. Ambos saben el uno del otro por los poquitos indicios que se dejan ver en la escalera o cuando se cruzan en el supermercado. Y los dos interpretan las pistas de la forma más absurda, inventando para el otro una vida que nada tiene que ver con la que realmente tienen. El juego es muy divertido y tiene un punto austeriano.

Los apéndices me han gustado menos y me han parecido hasta cierto punto prescindibles, pero pueden funcionar como un pequeño bis. Yo, por desgracia, nunca he entendido los bises, me han parecido siempre una impostura muy ridícula: si das un concierto, lo das y punto, con su principio y su final.

¿Me ha gustado Concesiones al demonio? Sí, ciertamente. Podría ser más entusiasta, pero prefiero reservar lo mejor de mi arte felatriz para cuando esté con Óscar en carne mortal. Pero puedo avanzar aquí que creo sinceramente que es lo mejor que ha escrito, lo más redondo.

Porque, además, percibo que empieza a madurar un rasgo estilístico fundamental para devenir un buen novelista: el repudio a la frase bella. Sipán no la repudia aún, pero ya no la busca con tanta fiereza. Óscar es un cuentista técnicamente imbatible, y buena parte de su músculo se basa en su dominio de las construcciones gramaticales audaces. A veces, Sipán es más mago que narrador, y eso funciona de puta madre para montar artefactos cuentísticos perfectos y brillantes, pero a la hora de levantar una novela puede ser un lastre. En este libro he visto que en más de una ocasión ha sacrificado la oportunidad de insertar una greguería o un símil surrealista en aras de una mayor claridad textual. Y eso, señores, en un escritor, se llama madurez. Ser capaz de guardarte tus trucos de chistera y pensar en la eficacia del conjunto antes que en la chispa de la frase es un rasgo de narrador adulto. Eso es cojonudo, porque significa que el autor avanza y crece, pero también significa que ya no es ese chaval que se conformaba con unas frases deslumbrantes y podía hacer el pino y salir hasta las tantas sin sentirse hecho mierda a la mañana siguiente. Ahora, con la literatura, Sipán busca una relación seria, y para eso está aprendiendo que fregar los platos y bajar la basura es tan importante como follar bien.

Y todo esto estoy dispuesto a decírselo a la cara esta tarde, cuando presente esta novela en Zaragoza, en el salón de actos del Instituto Goya, a las 20.00. Allí estaremos unos cuantos armando bulla.

FÉLIX

No sé aún muy bien qué escribir, pero siento que debo escribir algo y no me voy a quedar callado.

Hacía tiempo que no sabía mucho de Félix. Mis circunstancias y las suyas, pero especialmente las mías, nos habían distanciado un poco. Él medio vivía (porque lo hacía a caballo con su domicilio de Zaragoza) retirado de la ciudad en un pueblo y se dejaba ver poco por los saraos donde antaño era protagonista, y yo llevaba demasiado tiempo retirado de todo y de todos, atento sólo al ritmo cardíaco y a la respiración de mi hijo Pablo.

He encontrado esta foto de Félix en la librería Los Portadores de Sueños, donde Eva Cosculluela y Félix González llorarán con rabia por uno de sus clientes, amigos y propagandistas más entusiastas. Portadores le debe mucho a Félix.

Cuando a mi cachorro le diagnosticaron la enfermedad, Félix estuvo ahí, ofreciendo el consuelo que sabía que podía ofrecer y que a mí me iba a venir bien: el llanto en la barra de un bar y un puñado de libros para entretener el tedio del hospital. Era una norma entre nosotros. Siempre que nos veíamos, Félix acababa regalándome un libro. Y si no me regalaba nada, a los pocos días recibía en el periódico un  sobre de una editorial con una novedad de la que habíamos estado hablando y una notita del editor que decía: «Estuve con Félix Romeo el otro día y me comentó que este libro te interesa mucho. Espero que lo disfrutes». A mí me encantaban esos detalles. Más que como un amigo, me hacía sentir como una campesina cortejada.

No se le escapaba nada, no olvidaba ni una referencia, y cuando mencionabas a un autor que tú suponías oscuro y de tu exclusivo conocimiento, él soltaba un speech en el que te demostraba que lo había leído hacía mucho tiempo, y luego buscaba entre sus libros el título más raro de ese autor y te lo regalaba. Todo lo convertía en juego y en reto intelectual. Una vez discutimos a propósito de unas ediciones en español de Boris Souvarine. Yo le aseguraba que eran unos libros que se tradujeron en los años treinta en la editorial Cénit (con ilustraciones de un aragonés, por cierto), y que no se habían vuelto a editar nunca en español. Y él se emperró en que sí, que había reediciones de los tiempos de la Transición. Yo, que había hecho búsquedas bibliográficas, le insistía en que no, y estaba tan contento por ganarle la batalla: Google y las bibliotecas universitarias se habían puesto de mi lado esa vez. Hasta que, pasadas unas semanas, apareció con una bolsita y tres libritos de viejo: no sólo había localizado las reediciones de los años setenta que yo aseguraba que no existían, sino que las había comprado para regalármelas. Lo que le debió de costar ganarme ese reto, con Amazon y la Wikipedia en su contra, pero no rebló hasta que lo consiguió.

Porque Félix era tozudo. Tenía los rasgos arquetípicos de un aragonés.

Ya apenas teníamos relación, esa es la verdad. La última vez que compartimos mesa y mantel fue en primavera, cuando Guillermo Busutil presentó su libro en Zaragoza, y yo estaba muy contento porque, por primera vez en muchos meses, las cosas iban bien con mi hijo, teníamos muchísimas esperanzas. Se alegró un montón, me dio un abrazo rompecostillas de esos que solía dar, nos emplazamos a tomar una cerveza con calma antes de que mi chica y yo nos mudáramos a Barcelona para que trataran a nuestro hijo, y ya no volvimos a vernos.

Pero tengo muchas deudas con él que ya no podré saldar. En eso tampoco soy muy original: era fácil quedar en deuda con Félix porque era un ser inverosímilmente generoso. En un mundo donde priman la sospecha, la envidia y la zancadilla, Félix había construido una sociedad que se basaba en la amistad y en la prédica generosa de las virtudes ajenas. Si te consideraba merecedor de ella, claro, no era una predicación indiscriminada. Y yo tuve la inmensa suerte de merecerlas.

En cuanto se enteraba de que estabas escribiendo algo, se ofrecía a leerlo y, si le gustaba, a recomendarlo a tal o cual editor. Siento haber sido demasiado receloso con mi obra, pero sólo le di a leer una cosa que acabó en la basura, porque era el sitio que merecía. Se interesaba mucho por lo que hacía la gente: ¿qué escribes, qué estás leyendo, qué proyectos tienes? Y había que detallar todo lo que estabas haciendo, aunque en realidad estuvieras tocándote las gónadas o afectado por una parálisis creativa que no podías confesarle. Y él escuchaba con mucha atención, y apostillaba, y recomendaba lecturas, y sugería cambios de enfoque. A veces, se apasionaba por lo que hacías con más fuerza de la que tú mismo sentías.

Pero si luego cometías la osadía de preguntarle a él qué estaba escribiendo, siempre respondía con evasivas. Ya sabes, cositas de por aquí, tonterías de por allá… Ni siquiera Antón Castro sabía exactamente en qué andaba. «Ya sabes que Félix es un hombre muy misterioso —me decía a veces, cuando comentábamos su hermetismo—: lo quiere saber todo de ti, pero es muy reservado con sus cosas». Así era: casi nadie sabía qué estaba haciendo hasta que lo tenía casi hecho.

Yo le instaba a escribir de la cárcel. A veces, intentaba que lo hiciera para el periódico, si había algún motivo que lo justificara, y siempre se negó. La cárcel le dolía mucho. Pero, aunque no escribía, sí que hablaba de ella, y contaba muchas historias de su compañero de celda, Santiago Dulong. Le fascinaba la vida de ese homicida.

Hasta que una tarde, como muchas otras, me llamó al móvil: «¿Estás en el Heraldo? Anda, bájate a la Factoría y nos tomamos una cañita». Lo hacía a menudo cuando paseaba por el centro y cruzaba por la puerta del periódico, pero ese día lo encontré más feliz —más félix— de lo habitual. Fue al grano rápidamente: quería que lo ayudase a recabar información sobre el juicio a Santiago Dulong. «¡Madre mía, Félix, al fin vas a escribir sobre él!». Bajó la mirada, pero asintió: quería componer un libro, al estilo de Amarillo, sobre su compañero de celda. A mí me alegró mucho y le ayudé buscando unos cuantos papelotes, pero cuando le hube ayudado ya no supe más de su proyecto, no quiso contarme nada y llegué a pensar que lo había abandonado. Hace unos meses me enteré de que estaba terminándolo.

El entusiasmo de Félix me animó a escribir en una época en que mi intención era abandonar todas mis ilusiones literarias. Creo que, sin su aliento, no habría terminado ni un solo libro. Y sé que no soy el único que le debe algo así. Si alguna vez mi obra merece ser leída como la obra de un escritor interesante, en buena medida será gracias a él, que me empujó cuando yo no tenía claro si merecía la pena el esfuerzo.

Compartíamos muchas filias, entre ellas, la francofilia. Yo viajaba a menudo a Francia, y cada vez que se enteraba de que subía, me encargaba que le comprase un par de números de Les Inrockuptibles. Por él me aficioné a esa revista. Pero la más rara filia de todas, y probablemente la que menos le sospechaba el público, era una que tenía que ver con Joan Fuster.

Fuster fue un escritor valenciano al que cierto nacionalismo catalán atribuye el padrinazgo o la invención de la idea de los països catalans. Tiene un libro muy influyente en el pensamiento catalanista de raíz valenciana titulado Nosaltres els valencians, que yo conocía bien por mi pasado valenciano. En él describe el proceso de aculturización que el País Valenciano sufrió a partir del siglo XVIII, impulsado por una burguesía agrícola y caciquil. En realidad, es una especie de alegato contra Blasco Ibáñez como epítome del valenciano castellanizante que reduce su cultura vernácula a un cuadro folclórico. Pero lo que de verdad me gustaba de Fuster era —y es— su prosa: escribía en un catalán arcaizante, muy señorial, que a ratos recordaba al Josep Pla más paisajista, y su sonoridad era melodiosa y dulce. De hecho, Fuster era también poeta, y Lluís Llach compuso una canción con uno de sus poemas.

Félix conocía muy bien la obra de Fuster, aunque lo que más admiraba de él era un hecho extraliterario. Fuster fue un autodidacta sin formación universitaria, pero, al final de su vida, por sus méritos intelectuales, le concedieron un doctorado honoris causa. Y un doctorado honoris causa, por muy honoris causa que sea, sigue siendo un doctorado que habilita para dar clases en la universidad. Por tanto, Fuster pudo terminar sus días dictando clases, lo que le aseguró un retiro digno y le alejó de la intemperie y de la amenaza del desahucio.

«Algo así me haría mucha ilusión que me pasara a mí», me confesó una vez. Porque Félix, como Fuster, no tenía título universitario, y le preocupaba mucho la intemperie a la que esta situación le podía condenar en su vejez. Creo, de hecho, que había decidido sacárselo al fin, pero lo que de verdad le hubiera hecho ilusión es que le pasara lo que a Fuster. Y, desde luego, Félix no hubiera sido un mal profesor.

Aunque llevábamos tiempo sin tener apenas relación, las últimas veces que coincidí con él siempre se quejaba de la situación de provisionalidad en la que vivía. Estaba cansado de vivir a salto de mata y ansiaba un puesto que le garantizase un dinerito fijo sin tener que salir a buscarlo. Y eso que tuvo suerte y pudo hacer en la vida lo que buenamente le dio la gana, pero pagó por ello el precio de la incertidumbre y de ver cómo la forma que había escogido para ganarse el pan era cada vez más un camino estrecho que no tenía salida y en el que cada vez iba a encontrar menos compañeros. Se sabía un animal en extinción: todos sus amigos acababan colocándose de una forma u otra y él no encontraba un nido donde acurrucarse, seguía machacando teclados de ordenador hasta dejarlos exhaustos. «Sergio —me dijo una vez—, los que no tenemos fortuna ni mecenas tenemos que entender la escritura como un trabajo físico. No somos intelectuales, somos currantes de las letras, como Josep Pla, como tantos otros. Otros pueden permitirse el lujo de vivir esto como un capricho bohemio, pero nosotros tenemos que dedicarle mucho esfuerzo y llenar muchas páginas. Somos currantes, hostia, currantes, nada de intelectuales».

No sabía qué escribir y ahora podría pasarme todo el día escribiendo. Me guardaré las historias y el anecdotario para otra ocasión y lamentaré no haber tomado esa cerveza que nos debíamos y que nos seguiremos debiendo siempre. Me quedaré con la dedicatoria que me hizo en el ejemplar que me regaló de Amarillo: «¡Gracias por quererme!», la encabezaba. No, Félix, gracias a ti por querernos tanto.

REBOTA, REBOTA Y EN TU CULO EXPLOTA

Qué tranquilo me he quedado después del anuncio de que la OTAN va a poner en marcha un escudo antimisiles para los miembros europeos de la organización, y que España, con la base de Rota, va a participar a tutiplén.

Menos mal que se ha llegado a un acuerdo, porque en mi barrio estábamos hartitos de recibir ataques con misiles. Mi peluquero ya no encuentra compañía que le asegure el local, de tantos Tomahawk que han impactado contra su escaparate en el último año, y los servicios de limpieza municipales están asqueados de tener que rascar la acera para quitar los restos humanos cada vez que cae una lluvia de misiles inteligentes y convierten en tortilla a los abuelos que toman el sol en la plaza. El único comerciante que está contento con la situación es el dueño de la ortopedia, que se ha puesto las botas de vender piernas y sillas de ruedas para los muchos mutilados del barrio.

Es de agradecer que la OTAN atienda al fin una demanda básica de los ciudadanos europeos. No podía ser que todos los días nos bombardeasen con misiles y nadie diseñara un escudo en condiciones. Era una vergüenza que tuviéramos que fabricárnoslos nosotros mismos con contrachapado. Y en invierno, pase, pero caminar en verano con la plancha de metal sobre la cabeza cual doméstico escudo antimisiles era bastante latoso.

Además, según dice Zapatero, esto del escudo antimisiles también va a dar mucho trabajo y va a dejar muchas perras en Cádiz y alrededores. Que un montón de empresas se van a forrar contratando con los americanos, que son buenos pagadores y no racanean con la propina, y una caterva de mendrugos que no ha terminado la efepé va a encontrar un curro como los de antes de la crisis, para que vuelva a hipotecarse por triplicado y a comprarse un Audi, que hay que ayudar también a los de Audi, pobrecicos míos.

Lo que no ha contado Zapatero —se le habrá olvidado o no lo sabrá, porque digo yo que los periodistas, tan incisivos ellos, no habrán dejado de preguntárselo— es cuánto va a costar exactamente la cosa antimisiles esa. Porque no nos gustaría que le desequilibrara el balance y le aumentara el déficit, ahora que ha reformado la Consti para no rebasarlo. Aunque a lo mejor sólo está mal rebasarlo si es para comprar camas nuevas de hospital y construir colegios, pero si el dinero se gasta en los imprescindibles y muy beneficiosos escudos antimisiles, hay bula.

Por lo que sabemos, en Estados Unidos renunciaron hace unos años a montar un escudo parecido porque era muy pero que muy caro. Unos 20.000 millones de dólares o así, una cantidad que en España serviría para financiar dos veces la deuda del sector sanitario, y aún sobrarían unos eurillos para reformar un par de quirófanos viejunos y pagar las nóminas de unos cuantos doctores y enfermeros.

Pero no hagamos demagogia barata, no les agüemos la fiesta en vísperas del 12 de octubre. No vaya a ser que desfilen cabizbajos y sintiéndose derrochadores, cuando todos estamos encantados de financiar este sublime ejército que tan bien nos protege de nuestros procelosos enemigos y que también sabe rescatar gatitos que se quedan atrapados en los árboles y apagar fuegos forestales. ¿Para qué queremos médicos si nadie nos va a hacer daño, si los militares nos protegen contra todo mal? Necesitaríamos médicos si los misiles siguieran cayendo impunemente sobre nuestras calles, pero con ese escudo tan maravilloso ya no sufriremos más heridas de misil y no tendremos por qué visitar nunca más la consulta de un doctor. Más militares y menos matasanos, sí señor.

Qué tranquilo voy a dormir esta noche sabiendo que los misiles que apuntan a mi barrio van a rebotar en el escudo. Chinchaos, bárbaros enemigos de Occidente: rebota, rebota y en tu culo explota.

A ver cuándo construyen también un escudo antialienígenas, antichupacabras y antiCarmenMachi y ya nos protegen de todos nuestros insoportables terrores.

PD.- Que dice mi vecino que también quiere un escudo antimoros. Es muy majo, mi vecino.

PD2.- Que por lo visto sí que se sabe cuánto cuesta el escudo antimisiles: 100.000 millones de euros. A pagar entre todos los europeos, claro. No sé cuánto le tocará a España, pero seguro que es más que el coste de un menú del día.

CONTRA LA NOSTALGIA DEL RASTRO

Tenía ganas de leer a Javier Pérez Andújar, que venía recomendado desde varios frentes, y decidí empezar por su primera novela, Los príncipes valientes. Novela cuya lectura he abandonado en la página 109, aproximadamente la mitad del libro, que tiene 233. Por tanto, debería abstenerme de emitir juicio alguno. No es profesional ni honesto poner a parir (digo, analizar desapasionadamente) una obra que no se ha leído de principio a fin, pero como es domingo, calzo pantuflas y no me he lavado el pelo, me voy a permitir el lujo de hacerlo. Creo que con advertirles del punto kilométrico en el que me rendí cumplo con los muy laxos criterios de honestidad que inspiran este su blog.

Alguna vez he escrito por aquí y en otros sitios sobre la diferencia que hay entre un recuerdo genuino y uno falseado o reducido a su mínimo común denominador. El ejemplo clásico es una versión de un mismo libro-idea firmado por dos autores: Joe Brainard y Georges Perec. Ambos escribieron sendos libros titulados Me acuerdo (I remember y Je me souviens). El de Brainard es mejor no sólo porque fue el original y el de Perec un plagio, sino porque se compone de recuerdos personales e íntimos, mientras que Perec se dedica a citar títulos de películas, nombres de políticos y programas de la tele. La memoria de Brainard estaba llena de primeras pajas, de primeras broncas paternas, de primeras tetas entrevistas. La de Perec, de campeones del Tour de Francia y de titulares de periódico amarilleados y rancios.

Sin embargo, el libro que se ha hecho famoso es el de Perec, porque dicen que es un retrato generacional de la Francia de los sesenta y setenta. Y yo respondo, recurriendo a los estándares más sofisticados de la crítica comparada: ¡y una mierda! En todo caso, es una reducción al mínimo común denominador de una supuesta experiencia colectiva. Con la reiteración de titulares de periódico y de repasos a las carteleras antañonas se construye una sensación de pertenencia marcadamente chovinista cuyo único mensaje posible es un complaciente y aldeano: «cómo mola ser francés».

Lo que transmite Brainard es mucho más sofisticado y mucho menos complaciente. Brainard, al exponer su experiencia íntima, desprovista o podada de referencias pop, está abismándose en el misterio del recuerdo y acaba trascendiéndose a sí mismo. Explorando su propia condición revela algo de la condición humana. De lo individual a lo universal. En otras palabras: si no eres un francés nacido en la posguerra, necesitas muchas notas al pie para entender las referencias y las citas de Perec, pero el libro de Brainard no requiere explicación ni comentario: cualquiera puede entender a ese chaval que se hace pajas.

El recurso de saturar un relato con referencias pop es uno de los tópicos más cansinos no sólo de las series como Aquellos maravillosos años y Cuéntame, sino de obras que pretenden hacerse pasar por alta literatura como Los príncipes valientes. Pero yo me pregunto, al igual que lo hago con Perec, si eso es literatura o si no es más que una trampa planteada con varios fines. Yo creo que esto tiene más que ver con la memorabilia o la quincallería del Rastro que con la literatura o el arte —si se entienden estos como una forma de asomarse a nosotros mismos y de entender de qué cojones va la vida—.

Los príncipes valientes cuenta la infancia de un niño hijo de emigrantes sureños en el extrarradio de Barcelona en los años del tardofranquismo. Es decir, un trasunto del autor, una autobiografía ficcionada. Hasta ahí, nada que objetar, soy muy partidario de las novelas iniciáticas y de utilizar los propios recuerdos infantiles como plataforma narrativa. El problema es qué se hace con esos ingredientes, y Javier Pérez Andújar guisa con ellos un comistrajo propio de un bloque de lumpenproletarios charnegos de Badalona. Algo incomible con textura de zapato viejo, mucho colorante artificial, maizena para que engorde una salsa sin sustancia y un camión de dientes de ajo que hacen que la comida esté toda la tarde repitiendo en el estómago. Tenía la materia prima adecuada para componer un La ciudad y los perros, de Vargas Llosa, y ha decidido preparar un mal episodio de Cuéntame.

En el libro, hasta donde he llegado (la mitad), no pasa absolutamente nada. Pero nada de nada. He transitado por cien páginas de presuntamente poéticas descripciones del extrarradio, con su río Besós espumeante de mierda química tirada por las fábricas, alternadas por una serie encadenada de miniensayos críticos de cultura popular tardofranquista. De hecho, me rendí al final de una de esas disquisiciones, que va de la página 89 a la 107. Durante casi veinte interminables páginas, el narrador divaga sobre las semejanzas entre el teniente Colombo y Don Quijote, analiza los rasgos cervantinos del detective televisivo y hasta llega a hacer un estudio etimológico de su nombre vinculándolo con Cristóbal Colón, sin olvidarse de citar a Sartre y lo mucho que tiene de existencialista y bla, bla, bla. Y mientras leo, termino por recorrer las páginas en diagonal preguntándome irritado —y en inglés, que ya que uno se irrita, ha de hacerlo de una forma que entienda todo el mundo—: «What’s the point, man? What’s the fucking pont?».

Y llego a la conclusión de que no hay point. De que todo es una sucesión de Colombos, series de dibujos de la RDA, novelas de kiosco del oeste, tebeos de Roberto Alcázar y Pedrín y tesinas sobre el significado alegórico de la segunda parte del Lazarillo de Tormes. Y mucho cervantismo. Y mucho tío andaluz que ha vivido mucho y tiene las manos muy ásperas de currar y fuma muchos cigarros y mira mucho por el balcón y tiene mucha sabiduría en sus arrugas de trabajador sufrido pero que, hasta la página 109, no hace nada de provecho narrativo más que posar para que el escritor le describa.

Porque el prota de esta historia, aparte de leer tebeos y libros —y contarnos sus impresiones, más propias de un doctorando en Filología Semítica que de un chaval de diez años—, contempla el mundo que le rodea, pero ese mundo parece estático: es un cuadro donde nadie se mueve, donde no hay tramas ni acciones. Uno se desespera esperando el momento en que alguien se líe a tiros o viole a uno de los niños o, por lo menos, le toque el culo a la mujer del vecino. Porque ya está bien: ni siquiera el extrarradio barcelonés más genuinamente obrero podía ser tan aburrido.

Pero hay otro problema aún más grave que la ausencia de trama y de sustancia narrativa (esto, de hecho, puede despacharse como un rasgo posmoderno), y es que Pérez Andújar explica en lugar de narrar. Intelectualiza cada escena en vez de relatarla. Y peor aún: hace pasar por reflexiones de un niño lo que no son más que los análisis que el adulto medita a partir del recuerdo infantil. Es decir: que nos quiere vender pensamientos del niño que en realidad lo son del adulto que narra. Bastará un ejemplo:

En mi ruborizarme con la presencia de Marta, con su alejamiento de mujer joven, voy a descubrir que su indiferencia es únicamente un gesto, es exclusivamente una actitud que ella adopta, y así me convenceré de que tal vez la indiferencia nunca alcance a tener categoría de materia prima; pues lo que de forma tan clara percibo detrás de la indiferencia de los ojos hermosos de Marta es la mirada fanfarrona del desprecio con que un leopardo humilla a un cazador de rifle, y también la altivez irrefutable del que ha llegado primero a un sitio o al mundo en general.

Además de un problema estilístico —que ahora comentaré— hay un error garrafal en el planteamiento del punto de vista: si es el niño quien mira, hay que respetar la mirada del niño y no enmierdarla con las elucubraciones del adulto. Como lector, me interesa saber qué ve en María el niño, no lo que el adulto cree haber visto treinta años después. No sé si me explico. En cuanto al problema estilístico, tiene que ver con una cansina tendencia a prolongar las frases con cláusulas reiterativas encerradas por comas. La adjetivación barroquizante y el abuso de la subordinada fatigan muchísimo la lectura y hacen mucho menos interesante un texto que, de por sí, no es más que un muestrario de memorabilia.

Ignacio Martínez de Pisón sí que es un narrador eficaz capaz de conjugar un repertorio de referencias pop históricas y insertarlas en un relato vivo, rico y apasionante. Esa es la diferencia entre escribir una novela y un episodio de Cuéntame o una tesina sobre cómics del tardofranquismo.