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VIOLADORES Y VIOLADOS

Como sé que dos o tres de ustedes cometen la insensatez de dejarse guiar por los libros que aquí comento para cuando visitan su librería o su biblioteca (saben que no me hago responsable ni admito reclamaciones), voy a escribir acerca de un par de títulos recientes que quizá amenicen sus deprimentes días navideños. Por lo menos, ninguno de los dos suena a villancico ni habla de fraternidad ni de hijos pródigos ni de esas mierdas tan propias de estas entrañables fiestas.

No mezclo las dos por sus semejanzas sino por sus diferencias. A saber:

Uno tiene una portada potable, sin ser de las más brillantes de una editorial (Libros del Silencio) que nos tiene acostumbrados a portadas muy rechulas:

El otro tiene una portada espantosa, como de Harlequín premenopáusico:

Uno está escrito por un hombre; el otro, por una mujer. Uno, por un inglés; el otro, por una americana. Uno, por un escritor fracasado que se volvió tarumba de pura derrota; el otro, por una autora muy vendida y muy bien criticada que todos los años se postula al Nobel. Uno es muy largo; el otro, muy breve, apenas una nouvelle.

Es difícil encontrar libros con más antagonismos entre sí. Los une el hecho de que ambas novelas hablan de violencia, pero una, desde la perspectiva de un criminal, y la otra, desde el punto de vista de unas víctimas. ¿Adivinan cuál es cuál?

Exacto: las víctimas siempre se llevan la portada fea.

La novela de Colin Wilson es extraña y difícil de asimilar para un lector  moderno, porque trasgrede casi todas las convenciones del arte narrativo e incurre en bastantes de los vicios que muchos deploramos en los malos escritores y que, quienes damos talleres literarios, intentamos corregir y hacer notar a nuestros polluelos. Y, sin embargo, es tal el talento del autor y tan sugestivo el planteamiento de la obra que convierte todos esos errores en virtudes.

En cambio, la novela de Joyce Carol Oates es casi perfecta, de una técnica impecable y audaz. Ritmo medido, información dosificada y administrada con sabiduría y estructura caleidoscópica, con narradores extraños que a veces se expresan en segunda persona y parecen hablar desde un presente que es futuro. Pero falla en lo principal, en ese reducto que la técnica no puede suplir: la emoción. Conforme avanzo en la lectura, menos me interesa el drama que me están contando, menos implicado estoy con la tragedia de la protagonista (a la vista del título, creo que no destripo nada si les digo que es una mujer a la que violan). Porque Oates acaba poniendo su impecable y soberbia técnica narrativa, digna de una Messi de las letras, al servicio de una tesis política en lugar de al servicio de sus personajes. Oates quiere demostrarnos algo y convencernos de una idea, y para ello no duda en forzar la máquina hasta hacer zozobrar la verosimilitud del relato.

No tengo nada en contra de la novela feminista ni de ninguna otra novela ideológica, siempre y cuando se respete el pacto de lectura y el relato sea coherente con sus propios planteamientos narrativos. Y aquí no lo es.

Me explico: Teena Maguire es violada salvajemente en presencia de su hija de doce años por una panda de adolescentes puestos de metanfetamina. La agresión casi la mata, y cuando se recupera, tiene que enfrentarse al juicio y a una especie de segunda violación, esta vez social. Resulta que el pueblo y la opinión pública no simpatizan con ella, insinúan que era una guarra que iba provocando y acaba despertándose cierta corriente de empatía hacia los animales que la atacaron. El planteamiento es sugerente y creo que no faltarán víctimas de violación que se sientan identificadas con ese sentimiento de indefensión y de vapuleo social («algo habrá hecho», «las visten como putas», etc.). Pero, para expresarlo, Oates dibuja unas situaciones demasiado burdas. No me creo ese linchamiento, especialmente con la mala reputación que tienen los delincuentes sexuales. Parece que está hablando de una aldea de Arabia Saudí. El machismo institucional, en las sociedades occidentales, se manifiesta de maneras mucho más sutiles. Oates crea monstruos que no existen o que no se atreverían a vilipendiar a una víctima de violación. Sencillamente, porque, diga lo que diga Oates, las víctimas tienen un carácter sagrado en nuestras sociedades. Quien las mancilla, sufre el repudio social. Y eso no se refleja en la novela.

Pero incluso eso podría tener un pase —o no molestar tanto— si el presunto mensaje o moraleja de la historia no se pareciese tanto a un episodio de El equipo A: la justicia no funciona, no protege a las víctimas, así que hay que tomarse la venganza por la mano. Lo hace un policía que se va cargando uno a uno a los violadores. Lo que empieza siendo un alegato feminista acaba sonando a un reclamo fascista. Y no es la primera vez que, bajo un maquillaje progresista, los novelistas realmente existentes nos cuelan discursos reaccionarios de populismo subido de tono que dejan los argumentos de Harry el Sucio a la altura de una diatriba socialdemócrata.

Hay, a pesar de todo, muchos aciertos, especialmente en cómo narra la destrucción psíquica de la protagonista y cómo se recluye y rechaza el mundo, pero el empeño por politizar el relato lo enfría mucho y acaba rompiendo su hechizo. Además, sucumbe al happyending de la forma más cursi que imaginarse pueda (¡con campanas de boda! Para que las sufragistas se retuerzan en sus tumbas: doscientos años de lucha para acabar de tul ilusión. Hay que joderse), lo que confirma que los escritores más aficionados a la violencia son finalmente los más tiernos.

(Alberto Olmos dijo el otro día cuando estuvo por este pueblo que los escritores cursis suelen ser unos hijos de puta, y los duros, bellísimas y amables personas. Lo suscribo y brindo de nuevo por ello, hics. Al menos, en lo que a Olmos se refiere, es verdad, un tipo encantador).

Ritual en la oscuridad es, ya desde el título, otra cosa. Para mí, mejor, más genuinamente literaria, más parecida a lo que yo pienso que debe ser la buena literatura.

El principal vicio de los que aludía al principio en el que incurre esta obra inglesa tiene que ver con el prejuicio dialógico que padecemos muchos lectores: sospechamos de las novelas que tienen páginas y páginas de diálogos. Y esta, queridos míos, es un diálogo de 600 páginas.

¿Por qué somos muchos —bueno, quizá no tantos, a la vista de los cosos que se publican hoy en día— los que creemos que un exceso de diálogo es síntoma de una escritura mala? Porque el diálogo, cuando no se utiliza en sus dosis adecuadas, deviene relleno o, lo que es peor, sustitutivo de la narración. Las malas novelas policíacas están llenas de diálogos informativos, cuya única finalidad es facilitar datos al lector; y las malas novelas en general están llenas de diálogos café con leche, del tipo:

—Buenos días.
—Buenos días.
—¿Descansó el señor?
—Divinamente.
—Y yo que me alegro. ¿Tomará café o té?
—Té, por favor, con una nubecita de leche.
—¿Limón también?
—No, sólo la leche, gracias.
—¿Querrá tostadas o pastas?
—No sé decidirme… A ver…

Y así, hasta que el lector, desesperado, empieza a pasar páginas gritando: «¡Cómete las putas pastas y métete el té por el culo!». Ante los diálogos café con leche que se prolongan páginas y páginas, el lector agudo e intelectual se pregunta, irritado: «Pero, vamos a ver, ¿aquí cuándo dejan de hablar y se ponen a follar?».

Pues eso. Espero que haya quedado clara la cuestión del prejuicio dialógico.

Sin embargo, en esta novela, aunque hay algunos ejemplos de esas conversaciones café con leche, por lo general, es muy interesante la estructura dialógica, pues aquí funciona en clave platónica (de diálogo socrático-platónico, vaya: repasen el BUP si no saben de qué hablo). En las conversaciones se intercambian ideas. Ideas muy interesantes. Básicamente dos. A saber:

a) ¿Merece la pena el esfuerzo de follarse a todas las mujeres del mundo, o el sexo no es tan la hostia como nos lo han vendido y con un polvo de vez en cuando vamos servidos?

b) Si te enamoras de alguien que resulta ser un asesino destripador de prostitutas, ¿le ríes las gracias o acudes a la policía?

La respuesta a la pregunta a) es: con un polvo de vez en cuando vamos servidos, pero con todas las mujeres del mundo. O, al menos, con todas las apetecibles que se crucen por nuestro camino. Y a la pregunta b) es: le ríes las gracias, faltaría más, ¿para qué están los amigos-amantes, si no?

A diferencia del librito de Oates, este no quiere moralizar, no busca enseñarnos lo perverso y machista que es el mundo, sino que juega con la amoralidad para hacer aflorar nuestras contradicciones éticas. Al final de la novela se plantea: ¿qué diferencia hay entre un funcionario del Tercer Reich, por muy segundón e ignorante del genocidio que fuera, y un encubridor de un asesino en serie? ¿Son mejores las razones de uno que las del otro?

¿Por qué me ha parecido mejor la novela de Wilson que la de Oates? Básicamente, porque, aun siendo aproximaciones al mismo problema desde enfoques contrapuestos, la de Wilson quiere hacerme pensar. Pensar a secas, sin complemento circunstancial. En cambio, Oates quiere hacerme pensar de una determinada forma, la suya: aspira a convencerme de que su elección moral equivale a una verdad ontológica. Quiere señalarme la divisoria entre buenos y malos y busca una forma de que los malos paguen su maldad. Ésa es la diferencia entre la literatura y el editorial de un periódico.

La buena literatura, la que me interesa, la que me enseña algo de la vida y de mí mismo, no diagnostica sociedades ni postula remedios. Para eso ya está el ensayo y el periodismo. Y una narradora como Joyce Carol Oates debería saberlo. Confío en que no lo sepa, porque si retuerce las cosas a sabiendas, está cometiendo un fraude literario, y a mí me gusta creer en la honestidad de los buenos escritores. Aunque, si no lo sabe, mejor que no lo descubra, porque el día que abandone su vocación panfletera y de denuncia y se ponga a escribir literatura al servicio de la literatura, la borrarán de la lista de candidatos al Nobel.

SÁDICOS

No lo he terminado aún, así que no dictaré sentencia sobre el libro —aunque me está gustando mucho—, pero no me resisto a citar esta porción de galante diálogo british (toda la novela es en realidad un galante diálogo british).

Austin Nunne, decadente y millonario alcohólico, acaba de confesar a Gerard Sorme, prota de Ritual en la oscuridad, su filiación sádica, además de homosexual. Estamos en los años cincuenta, aclaro. Sorme reacciona con naturalidad y dice:

—Disculpa mi ignorancia, ¿pero qué te impide satisfacer tus necesidades? Debe de haber gente que…, bueno, lo haga de forma profesional.
—Tú no lo entiendes, Gerard. La hay, es cierto. Pero… No sé como explicarlo. A ver: si tú sientes deseo sexual puedes contar con el hecho de que vas a encontrar a una mujer que quiera lo que tú tienes. Pero el sentido mismo del sadismo es… desear lo que alguien no quiere dar. Si la otra persona quiere darlo, ya no es lo mismo.

He aquí magistralmente refutadas varias décadas de educación sexual.

En Plataforma, de Michel Houellebecq, hay un momento muy desagradable en que los protas descubren un club de sado y deciden, tras ver una sesión de latigazos y cosas con cuero, que eso no es sexo. Los dos personajes, pervertidos hasta el extremo de montar una red mundial de turismo sexual, comprueban que el sadismo es algo inasumible en términos liberales. El autor francés lo enuncia en plan metafísico (para eso es francés), pero Colin Wilson lo expresa con un empirismo diáfano: si hay consentimiento, no puede haber sadismo. Será otra cosa, una pantomima, un teatrillo. No basta que se junten un sádico y un masoquista: el masoquista no puede ser una víctima legítima de un sádico.

La paradoja es clara y, por supuesto, irresoluble. Integrar el sadismo en un repertorio de juegos sexuales supone descargarlo de todo significado: un sádico no juega a hacer daño, sino que lo hace en serio.

La novela de Wilson es una sugerente aproximación a esta paradoja y a cómo puede dinamitar una concepción liberal de las relaciones humanas. Siguiendo la estela de Thomas de Quincey y de Oscar Wilde, Wilson fabula sobre su convicción de que la condición humana es inexpugnable y no consiente simplificaciones de contrato social o de otras teleologías democráticas. Hay aspectos de algunas personalidades que sólo admiten la represión o la liberación criminal.

Mola este Colin Wilson. Ya contaré más cosas cuando me acabe la novela. Está en Libros del Silencio, por cierto, es una de sus novedades de este final de 2011.

PD.- Quizá guarde un poco de silencio estos días por aquí, pero será porque estoy haciendo ruido en otros foros. Esta semana es un poco dura, con la presentación del libro y la promo y esas cosas. Ya les anunciaré dónde podrán verme/leerme/escucharme estos días, que tengo alguna entrevistilla que otra. Esta mañana he ido a la peluquería. No les digo más.

MAGDALENAS A PUÑADOS

Supongo que habrá una explicación psicológica o similar para ese fenómeno por el cual, en los momentos críticos de nuestra vida, nos ponemos hasta arriba de magdalenas de Proust, como una adolescente americana se pondría hasta arriba de helado Ben & Jerry después de que su novio le pusiera los cuernos. Hay una pulsión por volver al vientre, por volver a visitar los lugares donde intuiste ser feliz o, más bien, donde no era concebible el dolor de ahora.

Yo no muerdo la magdalena: me zampo bolsas enteras y las mojo en un café con leche proustiano, de puchero, de cuando no había cafeteras Nespresso y la leche no se apellidaba “entera” porque no había otra. A ratos, sólo a ratos, cuando la soledad y la holganza lo permiten, intento rememorar lo que fui, y la epifanía no siempre se forma.

Escucho a Leño y a Barricada mientras pateo Barcelona. Me compro libros que leí a mis 15 años, como el Don Juan de Torrente-Ballester, donde encontré una verdad que me ha acompañado siempre: el ángel le dice a Don Juan que cada cual es la música que escuchó en su juventud, y que algunos tienen suerte y crecen con coros celestiales -como el ángel que habla-, y que otros, como el prota, se tienen que conformar con boleros y cancioncillas de tercera. Y no hay educación que cambie eso. Por mucho que uno se intente cultivar después, por mucho que se refine y se reinvente, esa música le acompañará siempre.

Creo que Flaubert venía a decir algo parecido en La educación sentimental.

Yo soy Leño y Barricada. Y aunque ya apenas los escuche y mi iPod esté lleno de tipos con tupé de Los Ángeles y de virtuosos del folk rock de la América profunda, vuelvo a ellos cuando quiero tener algo sólido en lo que reconocerme.

Así que camino por Barcelona y escucho música antibarcelonesa. Como un infiltrado: camino entre los modernos del barrio de Gracia sin que ellos sospechen que lo que suena en mis oídos tiene aliento de litrona y garrulez proletaria satisfecha.

Y también pienso en Celso Castro, un escritor del que hace tiempo que quería hablar aquí. Un escritor con dos obras en prosa sensacionales, ambas en Libros del Silencio y primera y segunda parte de una trilogía, tituladas El afinador de habitacones y Astillas. Debería escribir el afinador de habitaciones y astillas, pues Celso Castro es minusculista, no usa las mayúsculas y maneja los signos de puntuación con un sentido puramente estético, sin atenerse a norma o costumbre alguna.

Pero lo importante de su literatura, y la razón por la que me viene a la cabeza, es que son historias de adolescencia, de formación. Es decir, historias de descerebrados, en el sentido de que su protagonista tiene el cerebro a medio hacer y lo maltrata con drogas, como todo adolescente que no pertenezca a las Juventudes Socialistas. Es un relato en primera persona de la vida cotidiana de un chaval de 17 años de La Coruña. Un chaval que vive en la casa de su abuela con el fantasma de su madre suicida y empeñado en mezclar sus primeros escarceos sexuales con un alcoholismo desatado, una creciente afición por las anfetaminas y una soledad a la que intenta poner coto a base de poemas que anota en un cuaderno que él llama escombrera.

En uno de los talleres literarios que imparto llevé unos pasajes de el afinador de habitaciones con la ilusión de que los talleristas lo disfrutasen como yo. Y no les moló nada. Lo percibieron embolicado y extraño. Aunque luego alguno me confesó que había sacado el libro de la biblioteca (Marx nos libre de comprar libros) y le había gustado mucho. Supongo que a Celso Castro hay que degustarlo en soledad.

Yo no tenía afición por las anfetas y mi letraheridismo se ha expresado siempre en prosa, pero, en líneas generales, me identifico bastante con ese chaval coruñés que convive con fantasmas.

Y quién no.

Es fácil identificarse con la literatura de Celso Castro porque está escrita con las entrañas, con un estilo depuradísimo que destila verdad, que se aproxima de forma intangible a la oralidad más beoda y delirante.

Los leí en el hospital, como todo lo que leo últimamente, y pensaba en ese yo que ya no es más yo, pero que es capaz de sostener todavía a este yo que apenas se mantiene, especialmente si enchufa una de Barricada o de Leño.

Lo de Celso Castro, me temo, también es zamparse magdalenas proustianas a puñados. Magdalenas con forma de anfeta y coñac, pero magdalenas al fin.

PD.- Las cosas marchan bien: mi hijo Pablo ya tiene en su cuerpo su nueva médula. Ahora sólo nos queda esperar que injerte y que empiece a trabajar. Cruzar los dedos por que funcione y, en el ínterin, no surjan complicaciones. Son semanas chungas las que nos quedan por delante, pero mientras tenga mi música, creo que podré sobrellevarlas.

EL MEDIO ES EL MENSAJE

Si eres un escritor/letraherido, vives en Calahorra y te da por hacer un blog, escribirás sobre los atardeceres de los campanarios, el sonido que hacen las cigüeñas (como se llame lo que hagan las cigüeñas, aparte de cagar zurullos del tamaño de un niño) y el rumoroso rumor que rumorea en los rumores rumorosísimos que rumisquean en la rumorosa mañana.

Sin embargo, si eres un escritor/letraherido, vives en Barcelona y te da por hacer un blog, escribirás sobre paradojas semióticas, intertextualidad, fusión de géneros, postmodernidad narrativa, metaficción y autoficción.

Ya lo dijo Marshall McLuhan: «El medio es el mensaje». La mayoría de la gente piensa que ese «medio» de la frase mcluhaniana era un medio o soporte de comunicación, pero yo creo que se refería al medio natural. El medio del primer escritor/letraherido es Calahorra, luego su mensaje es Calahorra. El medio del segundo escritor/letraherido es Barcelona, luego su mensaje es Barcelona.

¿Por qué no hay escritores/letraheridos en Calahorra que escriban sobre paradojas semióticas, intertextualidad, fusión de géneros, postmodernidad narrativa, metaficción y autoficción? Porque, en el mejor de los casos, acabarían en el pilón. Y, en el peor, colgados junto a los galgos.

¿Y por qué no hay escritores/letraheridos en Barcelona que escriban sobre los atardeceres de los campanarios, el sonido que hacen las cigüeñas (como se llame lo que hagan las cigüeñas, aparte de cagar zurullos del tamaño de un niño) y el rumoroso rumor que rumorea en los rumores rumorosísimos que rumisquean en la rumorosa mañana? Porque acabarían en un sitio mucho peor que el pilón: la casa de la cultura de Castelldefels o el salón de actos del Centro Gallego de L’Hospitalet. En cualquier caso, muy lejos de la programación cultural de la librería La Central y vetado en los saraos del CCCB.

Javier Avilés, digámoslo ya, tiene un nombre que podría pasar por el de un escritor/letraherido de Calahorra, pero es un escritor/letraherido de Barcelona. Y esto es meritorio: en Barcelona tienes que tener un apellido compuesto y con guión o dos k en el nombre para ser un escritor/letraherido de ley. Llamarse Javier Avilés es un handicap grande: los del CCCB saben que un nombre así no luce bien en su cartelería. Javier, ni siquiera Xavi, y Avilés, con esa hiriente tilde aguda que suena como un portazo asturiano, como un martillazo en un astillero, proletaria y ruda.

Pero nada es imposible en la ciudad de Gaudí (Gaudí, eso sí que es un nombre para Barcelona, suena casi extranjero, casi francés, se puede vender en Nueva York sin que parezca mexicano), y hasta un Javier Avilés puede llegar a lo más alto del parnaso si se lo propone.

Avilés tiene un blog, llamado . Y resulta que ese blog lo lee Vila-Matas. Eso no es noticia: Vila-Matas lee todos los textos donde le citan. De hecho, está leyendo éste ahora mismo: hola, Enrique, muy buena Dublinesca, insuperable, magistral. ¡Y la compré con mi dinero y todo! 19 eurazos me costó, que ya os vale, con lo mal encuadernada que está. Esto… que soy un joven escritor que busca padrino y tal. Si te interesa, consumo poco y no tengo muchos kilómetros. Te hago un precio.

En fin, que Vila-Matas lee . Pero no sólo lo lee. Vila-Matas va y comenta. Y se enreda en discusiones meta y autoficcionales con Javier Avilés. Y Javier Avilés dale que te pego a la postmodernidad literaria y a la imposibilidad de narrar y a que si Cervantes esto y a que si Pessoa lo otro y a que si Kafka lo de más allá. Y así, discute que te discute, Javier Avilés acabó componiendo un libro que no tenía título. ¿Pero quién quiere un título teniendo a un Vila-Matas? Don Enrique acudió al rescate y le sugirió que lo titulase Constatación brutal del presente (Libros del Silencio).

Es una frase del libro. El problema es que la frase aparece en las primeras páginas, muy al principio. Coño, Vila-Matas, escoge una frase que esté en la página 82. O en la 103. Que parezca que te lo has leído entero.

En fin, no importa: Vila-Matas acierta siempre, es infalible. Y con la elección del título no ha hecho una excepción. Es un título perfecto para mantener alejado al vulgo, un título para hablar entre mayores. Entre escritores mayores.

Lo diré para despejar dudas: Constatación brutal del presente me ha gustado. Mucho incluso. Pero dudo que sea literatura. ¿La reflexión sobre la literatura es literatura? ¿La metaliteratura es literatura? No sé dónde está el límite, la verdad. Sé que en el libro hay una trama lo bastante dibujada y unos personajes lo suficientemente redondos para etiquetarlo en el epígrafe de ficción narrativa, pero no sé si lo bastante dibujada ni lo suficientemente redondos como para merecer el calificativo de novela.

No voy de purista ni de pureta. No es eso. Simplemente, me pregunto si los artefactos narrativos postmodernos suponen la tan anunciada muerte de la novela o, simplemente, son un género narrativo nuevo (relativamente nuevo) que debe ser juzgado con otros baremos. En este caso, no supondrían amenaza alguna para la novela, pues discurrirían por un camino paralelo.

Porque estos libros empiezan a ir más allá de la mezcla de géneros y de la confusión del ensayo, la novela y el cuento. Tienen algo de tratado filosófico y algo de juguete intelectual y puede atisbarse en ellos algo parecido a un canon: tienen modelos que imitan (en España, Vila-Matas es referente) y una poética cada vez más definida.

Constatación brutal del presente es un libro para escritores y para chalados de la literatura. Es droga dura para iniciados, para quienes gustan de marear la perdiz y se preguntan qué sentido tiene esto de narrar historias, a quién puede interesarle, por qué las narramos como las narramos y si son útiles para comprender la realidad. Y aún más: si eso que llamamos realidad lo es de verdad, y si hay alguna forma literaria de aproximarse a ella, no ya de aprehenderla o de interpretarla o de transformarla. Simplemente, de aproximarse, de constatarla.

Todo el libro está atravesado por una referencia insoslayable: Stanley Kubrick, que en 2001 también se planteó (nos planteó) muchas de estas cuestiones. Rodrigo Fresán, en su última novela, El fondo del cielo, también se refiere mucho a Kubrick.

Con lo olvidado que parecía el pobre Stanley.

Pero yo, mientras lo leía —y con todos mis respetos a Kubrick, cuyo cine sigo defendiendo ante el desprecio miserable de mi señora: a mí me sigue emocionando ese astronauta atrapado en Júpiter o más allá del infinito— pensaba en F For Fake, un falso documental de Orson Welles sobre el mayor falsificador de la historia del arte. Un juego de espejos, un juguete intelectual sobre el concepto de verdad en el arte. Especialmente, porque uno de los hilos (más que leitmotivs) de Constatación… es un documental titulado Sigma 2, que denuncia un fraude masivo y demuestra que algo que todo el mundo cree que sucedió no pasó en realidad.

En definitiva, un artefacto literario propio de Barcelona. Si a alguien de Calahorra se le ocurre escribir algo así lo tiran del campanario.

DOG SOLDIERS Y KNOCKEMSTIFF

Hoy damos dos por uno, como en el Carrefour. O como si en el Carrefour hicieran ofertas de dos por uno con el jamón cinco jotas. Porque estos libros, que me han tenido entretenido las últimas cuatro madrugadas, no son de liquidación.

Como ya habrán adivinado los lectores con pocas dioptrías, ambos tienen en común la editorial, cuyo nombre, para hacer honor al ídem, no aparece en la cubierta. Son productos de Libros del Silencio, un sello barcelonés al que me estoy enganchando y que, según le he dicho a una amiga librera que también es entusiasta, me parece la versión mejorada de Libros del Asteroide. “Muy mejorada”, ha matizado ella: “Arriesgan mucho más”.

Los lectores literarios, esos cuatro bichos mal contados que no llenaríamos ni una plaza mediana (suponiendo que acudiéramos a una convocatoria, pues tenemos tendencia al escaqueo), tendemos a fijarnos mucho en las editoriales. El lector casual o el comprador de libros no suele hacerlo, y por eso los productos que van dirigidos a él tienden a no distinguirse. ¿No se han fijado en que las portadas de todos los best-seller se parecen un montón unas a otras? Sin embargo, los editores que se dirigen a esa pequeñísima masa asocial que gusta de la literatura no sólo cuando hay que regalarle algo a una madre, tienden a diferenciarse, buscan conmover nuestro corazoncito, demostrar que no se han limitado a hacer control c y control v y a encuadernar la paginada con un cuadro del catálogo del Louvre en portada. Y hacen bien: según un estudio del gremio de libreros, el diseño del libro es un factor de compra más importante que una buena crítica en un periódico de prestigio.

No hacía falta ese estudio: una buena crítica puede ser un factor disuasorio. A mí me recomienda un libro Juan Cruz y no me atrevo ni a tocarlo en la librería.

Qué digresión más tonta y más larga para decir que me molan los Libros del Silencio y que muchos lectores nos relacionamos con las editoriales como los forofos del fútbol con sus equipos. Al fin y al cabo, un catálogo no deja de ser una alineación y una filosofía de juego. Hay editoriales que siempre ganan, pero su juego es conservador y previsible y se basa exclusivamente en las estrellas que pagan a golpe de cheque (Real Madrid Anagrama); otras que confían en la belleza del juego y no sólo quieren vencer, sino convencer (Barça Mondadori), o las que siempre han estado arriba, pero les gusta dárselas de exquisitas perdedoras y un punto outsiders (Atlético de Madrid Tusquets). Pero las que molan al aficionado de verdad son las que sudan la camiseta, las que lo fían todo al talento y a las ganas, sin presupuestos millonarios, sin maletines y sin estrellitas con  Ferrari. Equipos que miman su cantera y se mantienen con honestidad y tesón, aunque los grandes les utilicen de muladares y rapiñen a todos los jugadores que despuntan en ellos, y aunque esos jugadores luego no se acuerden de la primera camiseta que vistieron y de quién les dio la alternativa.

Las indies. Esas son las que nos gustan, las que han refrescado el panorama librero de la última década en España, las que han aireado un ambiente pútrido de viejos editores divinos que vivían de unas rentas ya vencidas.

¿Sin las indies no tendríamos Dog soldiers, de Robert Stone, ni Knockemstiff, de Donald Ray Pollock? El segundo, quizás sí, pero el primero no, puesto que su primera edición en Estados Unidos es de 1973 y su primera edición en España es de 2010. Y no se trata de un libro oscuro ni underground: es un National Book Award, fue elegido por la revista Time como una de las cien mejores novelas del siglo XX y su santidad Harold Bloom lo incluyó en su muy poco inclusivo canon occidental.

Pero ningún editor en España se había enterado de esto. Como en 1973 no había Facebook…

Dog soldiers tiene otros avales, como el hecho de que su autor fue alumno destacado de Wallace Stegner (otro nombre imprescindible de la narrativa americana del siglo XX que los españoles hemos descubierto hace menos de dos años gracias a Libros del Asteroide), pero no necesita ninguno, porque es uno de esos libros que se defienden solos. Un libro honesto, violento, directo, fiero y febril.

Resumen: Converse es un periodista y escritor fracasadísimo que se marcha a Vietnam en plena guerra en busca de no se sabe qué. Allí consigue tres kilos de heroína pura que logra pasar a Estados Unidos con ayuda de un amigo. Pero colocar la droga no es tan fácil como piensa, y su mujer y su amigo Hicks se van a ver enredados en un problemón, con polis corruptos y asesinos de por medio que les persiguen por California. Mientras huyen de ellos, se van pinchando el caballo. La prosa, que empieza clara y cristalina, se va embruteciendo y atontando conforme los protas se van drogando, y termina en un delirio alucinatorio angustioso, fantástico, salvaje y descarnado.

La palabra es magistral.

A mí me suena todo el rato a Sam Peckinpah. Algo entre Grupo salvaje y La balada de Cable Hogue con metrallas de Perros de paja. Algo puramente setentero, de cuando se follaba sin condón y se compartía jeringuilla en los picos.

¿Quieren ejemplos? Página 245:

La tripa se le calentó, la polla se le puso dura; aquello estaba más allá de la perversidad. Estaba ahí sentado, deseando a aquella chica: una azafata yonqui, curtida y pelopaja, una luterana augustana echada a perder, combinación de hilo musical de aeropuerto y academia de peluquería. Tenía los ojos nublados por el aire contaminado y los espráis de propano.

Knockemstiff es otra cosa, aunque coincide con Dog soldiers en transmitir una misma desesperanza y en exponer sin hacer explícita (sólo narrando, que es como moraliza la literatura) una misma compasión por las miserias humanas.

Knockemstiff es un pueblo de Ohio donde creció el autor del libro, Donald Ray Pollock, un escritor muy tardío que se metió a estudiar en la universidad con 50 tacos, después de pasar 30 currando en una fábrica de papel. Knockemstiff es un conjunto de cuentos conectados entre sí que pretenden construir la imagen del pueblo homónimo, una hondonada perdida y asquerosa, el verdadero culo del mundo que Lobo Antunes situó en Angola.

Knockemstiff está lleno de padres alcohólicos que dan palizas a sus hijos, de drogadictos que sueñan con vender un alijo de anfetas pero se lo comen entero antes de pasar ni una pastilla, de hermanos incestuosos que follan en el río y de niños salvajes que coleccionan serpientes muertas. También hay retrasados mentales enamorados de una foto de Nancy Sinatra, obsesos sexuales que violan a niñas malolientes y adolescentes que se hacen pajas sobre las muñecas de sus hermanas.

Pero mi favorita es una madre que obliga a su hijo cada noche a que entre en su dormitorio armado con un cuchillo y finja ser un serial killer. ¿Quién serás esta noche, cariño?, pregunta. Esta noche seré el verdadero estrangulador de Boston, mamá.

No creo que haya en todo Sade —y creo haber leído todos los libros del marqués disponibles en España— algo tan refinadamente sádico.

Un pueblo encantador, perfecto para instalar una casa rural.

En mi opinión, un pueblo como cualquier otro. Hace tiempo que tengo la convicción de que el único encanto de la vida rural es el paisaje que se ve desde la ventana.

Al fin y al cabo, ¿qué se puede hacer en un villorrio perdido donde no hay trabajo ni diversión ni nada remotamente digno de ocupar el tiempo de una persona? Drogarse, follar y matarse unos a otros. Donald Ray Pollock lo sabe bien. Donald Ray Pollock vivió en Knockemstiff, recuérdenlo. Sabe de lo que escribe.

¿Ejemplo? Uno al azar, del cuento titulado Manteca. Duane, el prota, es un chico raro que no se ha follado a ninguna chica, y por eso su padre le desprecia, porque le considera un maricón, y los amigos de su padre también lo piensan:

Todos los días esperaban a que este entrara en el comedor para ventilar a voz en grito que habían encontrado el asiento trasero de los coches deportivos de sus hijos cubierto de semen seco y reluciente como glaseado de rosquilla y los caminos de sus casas abarrotados de condones usados tirados como babosas gordas y muertas. No paraban de suministrarle nuevos insultos para soltar a Duane: “mariconazo”, “sarasa”, “muerdealmohadas”.

¿De qué se escandalizan? Las ratas y Los santos inocentes no son más bonitos que Knockemstiff, y eso que su autor era un entusiasta de la vida campestre (pero vivía en una ciudad, el jodido, porsiaca).

Knockemstiff es un libro honesto y densamente humano.

En España, ninguno de estos dos libros jugará nunca en primera división, ninguno será libro de la semana en Babelia ni saldrá recomendado en el programa cultural de La 2. Porque en estos libros no hay buenos ni malos, nadie se redime, nadie aprende nada, no hay moraleja ni guía de lectura al final. Son libros que nos dejan a la intemperie de un mundo puto, y eso no se consiente en España, donde las novelas tienen que dejar claros quiénes son los buenos y quiénes los malos, y que las mujeres no sean violadas impunemente, y que los hermanos no follen con alegría fraternal.

Dog soldiers ganó un premio nacional en Estados Unidos, ese país cuya cultura algunos quieren hacer pasar por pacata y reaccionaria. Aquí no ganaría ni los juegos florales de una asociación de vecinos. La prueba es que ha tardado 37 años en publicarse, que ya son años. Estábamos demasiado ocupados plagiando a Sartre y a Camus y no nos enterábamos de que los americanos del norte también escribían. Y mucho mejor que nosotros.