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SIGUEN SIN CONTESTAR

Hace unas semanas escribí esto en mi homilía dominical en Heraldo de Aragón:

No saben, no contestan

Como los antiguos ‘singles’, las noticias suelen tener una cara B que apenas se escucha y que solo alcanzan a comprender los que están afectados directamente por ella. Déjenme que les ‘pinche’ la cara B de una noticia que ha llenado unas cuantas páginas y unos cuantos minutos en periódicos y televisiones.

En septiembre de 2010, el Congreso aprobó una proposición no de ley que instaba al Gobierno a crear un permiso retribuido para padres de niños con cáncer o con alguna enfermedad muy grave que requiera largas hospitalizaciones y cuidados constantes. La proposición original, presentada por la diputada convergente Conxa Tarruella (que es enfermera de profesión, fue directora de Infancia de la Generalitat de Cataluña y ha demostrado una sensibilidad especial para estas situaciones), era clara y directa, respondiendo sin ambages a buena parte de las demandas que las asociaciones de padres de niños oncológicos llevaban años planteando. Antes de su aprobación, sufrió varias enmiendas del PP y del PSOE que, a fuerza de matizar e hilar fino, hicieron el texto ambiguo y farragoso, y quizá en estas reescrituras esté el origen de los problemas posteriores.

La proposición no de ley se tradujo en una modificación de la Ley General de la Seguridad Social y del Estatuto de los Trabajadores que se publicó en el BOE el 23 de diciembre, con entrada en vigor el pasado 1 de enero. Se suponía que a partir de entonces, los afectados podrían empezar los trámites para solicitar el permiso, pero no ha sido así, porque todavía no está redactado el reglamento que desarrolla la norma. Y, sin reglamento, nadie sabe a qué atenerse: ni siquiera se especifica qué tipo de enfermedades entran en el permiso. La Seguridad Social ha preparado unos impresos para solicitar las prestaciones, pero no sirven de nada, porque los funcionarios encargados de tramitarlas no saben cómo hacerlo. Ni las asociaciones de padres de niños oncológicos, ni las empresas —que deben tramitar una parte del papeleo y no encuentran interlocución en la Seguridad Social—, ni nadie parece saber nada del asunto.

Muchos afectados se preguntan por qué ha entrado en vigor una norma sin reglamento, por qué hay unos impresos que no se pueden presentar y por qué se juega con tanta impunidad con su sufrimiento. Si tienen la necesidad de solicitar un permiso en el trabajo, es precisamente porque no disponen de tiempo ni de capacidad para enfrentarse a una maraña burocrática de funcionarios que se encogen de hombros y musitan ‘vuelva-usted-mañana’. La buena voluntad que inspiraba la proposición original se ha visto adulterada por la insensibilidad posterior tanto de los legisladores como de los responsables de tramitar los permisos. Unos permisos que no están pensados para los padres, sino para unos niños que necesitan los cuidados constantes de sus progenitores dentro y fuera del hospital.

Cuando un niño es diagnosticado de cáncer, nada alivia el dolor de su familia. El del menor está en manos de los excelentes profesionales que, por fortuna, trabajan en nuestros hospitales públicos, pero para el dolor no físico de sus familiares no hay remedio alguno. Lo único que su entorno y la sociedad pueden hacer es facilitarles un poco la vida, despreocuparles de las pequeñas miserias ajenas a su drama. Y eso, parece que la Administración no lo ha entendido aún.

Hoy, 27 de marzo, hace un mes que tendría que haber entrado en vigor el reglamento, pero la administración sigue sin saber ni contestar. Para paliar un poco esta vergüenza, los técnicos de la Seguridad Social —funcionarios de carrera, no políticos— han elaborado unas instrucciones provisionales para empezar a tramitar esos permisos. Han tenido que ser unos trabajadores de la administración quienes, extralimitándose de sus funciones, den una respuesta, aunque sea incompleta. Pero, por lo menos, tienen voluntad de darla y no se escudan en el hispano “es que yo soy un mandao”. Son mandaos, pero intentan corregir los errores de sus mandos.

Cada año se diagnostican en España entre 700 y 1.200 casos de cáncer en menores de 15 años. Es una incidencia mínima, son unas tasas irrisorias si se comparan con las del cáncer en adultos. Es un problema que jode a un número muy reducido de personas, absolutamente insignificante. Los afectados no llenamos un auditorio mediano. Y esa es la única explicación a esta vergonzosa desidia: que aunque decidiéramos protestar en la puerta de un ministerio, ni siquiera dificultaríamos la circulación por la acera.

Y precisamente debido nuestro insignificante número es muy fácil ponerle remedio a nuestro irrisorio problema, a un coste igualmente insignificante. La solución adoptada se corresponde parcialmente con lo que proponían las asociaciones de padres, pero todo su mérito se viene abajo si luego son incapaces de ponerla en práctica, tres meses después de su entrada en vigor.

Un niño con cáncer necesita a sus padres full time. No es un beneficio para estos, sino para él. Y, actualmente, para que esto pueda hacerse realidad, dependemos de la buena voluntad de las empresas que nos contratan, de sus mutuas y de nuestros médicos de atención primaria, y esto nos deja absolutamente desprotegidos. En nuestra situación, no se nos puede dejar al albur de terceras personas que no están obligadas a ser comprensivas (quizá no legalmente, aunque es posible que sí moralmente, y que quienes no lo sean merezcan el calificativo de hijos de puta y el desprecio social). Hay padres que, al dolor inaguantable que sufren, se han tenido que enfrentar a juicios, despidos y tediosas peleas burocráticas. Lo mínimo que puede hacer el Estado por nosotros es librarnos de torturas añadidas. Y este limbo es una más, suma incomodidad a lo ya insoportable.

A todos los responsables parlamentarios y ministeriales sobre los que recae la tramitación de ese reglamento: sé que no les importamos una puta mierda, porque lo están demostrando sobradamente. Sé que nuestras voces no alcanzan el volumen suficiente para incomodar sus conciencias. Sólo les deseo que, si tienen la pésima fortuna de encontrarse en una situación como la nuestra, no se tropiecen al otro lado de la ventanilla con gente tan incompetente, chapucera e indolente como ustedes.

Porque, además, les añadiré que su incompetencia, chapucería e indolencia queda mucho más en evidencia en un terreno saturado de excelentísimos profesionales. Por suerte, en el aspecto sanitario, estamos atendidos por unos médicos entregados, voluntariosos y altamente capacitados, apoyados por un personal sensible a nuestras cuitas excepcionales, y auxiliados por una serie de profesionales (psicólogos, trabajadores sociales y gente de las asociaciones de padres) irreprochables, que trabajan con unos niveles altísimos de exigencia y que no se permiten despistes ni perezas. Frente a ellos, frente a tanta gente dando lo mejor de sí cada día, dando la batalla por esos niños que a ustedes les importan tres cojones, su incompetencia es mucho más dolorosa y sangrante. ¿Cómo se llama al tipo que por acción u omisión hace daño a alguien que ya está arrasado de dolor? Creo que en castellano existen varios epítetos para referirse a él. Escojan el que mejor les cuadre.

LAS PALABRAS MÁS BELLAS DEL CASTELLANO

De vez en cuando se organizan chorroconcursos para escoger las palabras más bonitas del castellano. En el último, que organizó la Escuela de Escritores, el top-10 de las más votadas quedó así: amor, libertad, paz, vida, azahar, esperanza, madre, mamá, amistad, libélula.

Mariconadas.

Cursis, recursis.

Yo sé cuáles son las palabras más bellas del castellano, y no están en ningún poema de Góngora, ni subrayadas en un libro de César Vallejo propiedad de una biblioteca pública. No aparecen en las Coplas a la muerte de mi padre ni en las Soledades de Machado. Tampoco las pronuncia ningún habitante de Macondo ni están en la carta que la Maga escribe a su hijo Rocamadour en Rayuela. Ni se molesten en buscar en Borges, ese patán ciego, ni en García Lorca, ese juerguista andaluz con la gracia subida. No son ningunos de los fósiles léxicos mesetarios que transcribió Delibes ni las declama el Marqués de Bradomín en Sonata de otoño.

Las palabras más bellas del castellano no están en ningún libro de literatura.

Las palabras más bellas del castellano nos las dijeron ayer, en una llamada de una extensión del hospital, cuando una voz pronunció: remisión completa.

Remisión completa.

Sí, ya sé que no es una curación, ya sé que todavía queda mucho camino y que esto no garantiza nada, pero es un paso necesario y fundamental. Es un éxito y la primera buena noticia que escuchamos en meses. El esfuerzo del equipo médico ha logrado una remisión completa de la enfermedad en el ecuador del tratamiento.

Sé que me quedan por escuchar otras palabras más bellas aún, pero en este momento no hay otra construcción morfosintáctica en cualquier idioma del mundo que me pueda sonar mejor.

FELICIDAD

Leo en el maravilloso libro Opio en las nubes, del colombiano Rafael Chaparro:

De pronto, la felicidad era ir al wc, cagar en paz, pensar en paz, amar en paz, odiar en paz.

Para el antropólogo José Antonio Jáuregui, de quien tuve el honor de ser alumno, la felicidad era poder mear después de expulsar unos cálculos biliares. Lo contaba explicando en un croquis el proceso de la expulsión de las piedras. Y concluía: “No existe el placer, como no existe la oscuridad. El placer es la ausencia de dolor o de molestia”.

No existe la felicidad, como no existe el placer. La felicidad es la ausencia de tristeza.

Hace mucho tiempo, ser felices nos parecía el colmo de la estulticia. Escribíamos idioteces torturadas, loábamos a los suicidas y pensábamos que la felicidad sólo estaba al alcance de los imbéciles. “La vida no consiste en ser feliz -decía Miguelón-, la vida sólo consiste en vivir”.

¿Cómo íbamos a perseguir una banalidad tan grande? La felicidad estaba fuera de nuestras coordenadas. O nosotros estábamos fuera. Éramos absolutamente exógenos, materia doliente.

Y como no nos dolía nada, más allá de los picores propios de la edad, buscábamos la melancolía y nos inventábamos motivos para afinar nuestra cara triste, nuestra infinita contrición.

Hay tantas cosas por las que llorar cuando no se tiene por qué llorar.

El I Congreso de la Felicidad que ha montado Coca-cola (el caballo de Espartero los tenía pequeñitos a su lado) parece darnos una razón retrospectiva. Cada vez que se banaliza sobre el tema, cada vez que sale a la venta un nuevo libro de autoayuda y cada vez que algún imbécil elogia el optimismo, los tristes que fuimos asentimos como asienten los tristes: con la mirada entornada.

La felicidad, como dice Sven, el personaje de Chaparro, era ir al wc. Lo aprendimos tarde, pero lo aprendimos. La felicidad es no aullar de dolor al mear. La felicidad es dormir de un tirón sin dolores de espalda.

Lo aprendimos tarde, pero lo aprendimos.

Hoy, para mí la felicidad ha sido una cocina. Un cuchillo deslizándose sobre una tabla de madera y un sofrito haciendo ruido sobre aceite caliente. La felicidad soy yo en la cocina y mi hijo mirándome y gritando, comiendo colines y trozos de pan. Mi hijo calvo con su cabeza brillante y lisa. Mi hijo, al que quiero tanto que no puedo mirar sin que me duelan todas las vísceras.

Cuando fuimos imbéciles renunciamos a la felicidad y la cambiamos por una intensidad impostada. Pero eso estaba bien: se puede renunciar a algo, es una opción. Ahora no renuncio, me han hecho renunciar, se ha vuelto algo inalcanzable, mucho más que lejano, un imposible.

La felicidad era cagar en un wc, y cuando te das cuenta, te arrepientes de no haber cagado más y mejor, de no haber gozado de cada rato sentado en un wc. Porque es mentira: cuando el telón cae, nada, ni cagar en un wc, ni mear sin piedras en la uretra, ni picar setas de temporada en la tabla de tu cocina, son nada parecido a la felicidad.

Nos elogian nuestra entereza, nos elogian nuestra capacidad para seguir adelante, para reír, para trabajar, para seguir soñando y escribiendo. Pero, ¿es que acaso tenemos otra opción? Estamos condenados a perseguir ese simulacro de felicidad, porque no podemos permitirnos el lujo de tirarnos por una ventana o de reventarnos el hígado o de encerrarnos en el fondo de un agujero y no comer ni beber nunca más, que es lo que realmente nos apetece. Eso son lujos. Lo nuestro es seguir y ser felices, aunque nos rompamos el alma en el empeño. Cualquier otra opción está descartada por lujosa.

Seguiremos pensando que la felicidad es cagar en el wc, aunque ya no encontremos alivio en ello.

MÁS ALLÁ DE LA LITERATURA

En las larguísimas noches del hospital, cuando Pablo duerme, yo escribo y leo. Avanzo furibundamente en mi novela, cuyas tramas se acercan al punto de reunión mientras intento no perder de vista la máxima de Chéjov: “No te pierdas creando demasiados personajes, céntrate en dos: él y ella”. En la novela hay unos cuantos personajes, pero todos sirven para explicar a él y a ella.

También leo. Devoro, más bien, a Tolstoi. Guerra y paz lo leí en una adolescencia que ahora percibo lejanísima e inencontrable, y entonces me pareció un soberano coñazo. Lo terminé por disciplina lectora, por un pundonor de letraherido que perdí hace mucho tiempo. Pero hoy, cuando no me duelen prendas abandonar los libros que me disgustan tras el segundo capítulo, encuentro en Guerra y paz una fuente inagotable de sabiduría narrativa. Qué manera de construir los personajes, qué plasticidad descriptiva, qué eficacia en los diálogos, qué sencillez tan complejamente trabajada. Qué maravilla.

Yo, pacifista que siente arcadas irreprimibles cuando las fuerzas armadas anuncian su buenrollero curro por la tele, me emociono con la desatada épica de las batallas napoleónicas.

Y entre toda esa enormidad literaria, me tropiezo con perlas filosóficas que parecen escritas en letra pequeña, como quien hace un apunte marginal, pero que resultan ser dianas certeras. Les copio este parrafito (las negritas son mías):

Rostov, poco a poco, ante la presencia de Berg, poco grata para él, adoptó de nuevo el tono anterior de húsar valentón, y animándose les contó acerca de sus andanzas en Schengraben exactamente como cuentan las batallas los que han tomado parte en ellas, es decir, como les gustaría que hubieran sucedido, como lo han oído de otros narradores, como fuera más hermoso contarlas, no exactamente como han sucedido. Rostov era un joven sincero, él no hubiera dicho nunca una mentira intencionadamente y en su intención, al comenzar el relato, estaba contarlo todo tal como había sido, pero imperceptible, involuntaria e inevitablemente para sí, cambió a la fantasía, el embuste e incluso a la vanagloria. En realidad, ¿cómo podía él contarlo? Es posible que le fuera necesario contárselo así a sus oyentes, los cuales, al igual que él mismo (lo sabía muy bien), habían escuchado ya en multitud de ocasiones relatos sobre ataques y se habían hecho una idea de lo que era un ataque y esperan exactamente ese relato. ¿Cómo podía él, destruyendo sus ideas preconcebidas, contar algo de hecho completamente diferente? O bien no le hubieran creído, o aún peor hubieran pensado que el mismo Rostov era culpable de que a él no le hubiera sucedido lo que habitualmente sucede en los relatos de los ataques de caballería. No les podía contar sencillamente que fueron todos al trote, que se cayó del caballo, se dislocó el brazo y con un acopio de fuerzas huyó de los franceses al bosque.

He aquí formulados, hace 150 años, los términos de un debate muy vivo entre los historiadores. Que se lo digan a mi amigo Javier Rodrigo, que de estas cosas sabe un porrón. Que le pregunten sobre la utilidad de las fuentes orales y de la historiografía basada en ellas. Hasta qué punto distorsionamos nuestros propios recuerdos inconscientemente. O que me lo pregunten a mí, que en mis años de reporterito me acostumbré a ver cómo la gente construye los relatos de su vida de una forma absolutamente estereotipada. ¿Es nuestra vida lo que contamos, o la que suponemos que ha sido nuestra vida? ¿O la que suponemos que debería de haber sido nuestra vida?

¿Cómo narraré yo estos días aciagos y la enfermedad de mi hijo? ¿Sabré ceñirme a lo que vivo y siento ahora, o adaptaré mi relato para que encaje en el patrón de familia-azotada-por-una-terrible-enfermedad? Creo que ya me está pasando lo segundo: cuando vamos conociendo a otros padres que están viviendo lo mismo que nosotros, nos reconocemos unos en los relatos de los otros, hasta el punto de que podemos confundir nuestras historias y crear un panrelato, una historia salpicada de tópicos comunes en la que nos reconocemos porque tiene una trama conocida y predecible.

Ya casi nadie se acuerda de Enric Marco, ese señor que se hizo pasar por superviviente de Mauthausen y que engañó a todo el mundo durante muchos años. Daba charlas, escribía artículos y contaba su experiencia en todos los foros que se encontraba, y llegó a presidir la Amical de Mauthausen. Ni los propios supervivientes sospecharon la impostura. ¿Por qué? Porque construyó sus relatos cumpliendo las expectativas de la audiencia, porque su historia encajaba con los tópicos de la vida de un superviviente.

Es uno de los leitmotivs de la obra del escritor John Banville, que tiene una novela titulada explícitamente Imposturas, y que trata de un tipo que ha usurpado la identidad de un superviviente del Holocausto (que no sobrevivió, claro) y está a punto de ser descubierto.

Pero no hace falta que el engaño sea consciente. Mentimos y nos mentimos constantemente. Relatamos nuestras historias de amor no como sucedieron, sino como variantes de algunas de las historias de amor que la literatura y el cine han codificado. La naturaleza imita al arte. Construimos el relato de nuestra vida siguiendo modelos conocidos, y por eso el cadete Rostov, de Guerra y paz, cuenta la batalla siguiendo el patrón de los relatos de batallas.

Y quizá por eso otros callan. Porque son demasiado conscientes de la distancia que hay entre lo que han vivido y lo que son capaces de contar. Mi abuelo, por ejemplo, que combatió en dos de las más cruentas batallas de la guerra civil y fue herido en una de ellas, jamás relató nada que no fueran anécdotas de retaguardia y chascarrillos sin importancia. Cuando se le preguntaba por la realidad del campo de batalla, por los muertos, por las bombas y por los tiros, siempre guardaba silencio. Y mientras callaba, iba acumulando una biblioteca de libros de la guerra civil. Libros que relataban lo que él había vivido y sobre los que no comentaba nada. Quizá, pienso yo, porque no se reconocía en ellos.

Yo sufro un síndrome contrario al de mi abuelo. Tengo una pulsión verbal desaforada, necesito dar forma escrita a lo que me sucede, pero al mismo tiempo me aterra que lo que me sucede acabe devorado por el macrorrelato codificado y comprensible para todos los públicos. Porque eso lo devaluaría. Si no hay zonas de sombra, si no hay lugares dolorosísimos donde sólo se puede entrar con metáforas y con adjetivos cuidadosamente escogidos, es que estoy relatando una mentira.

Se lo dijo a Cris la madre de otro chaval con leucemia: “¿No os sucede que, por más que halléis cariño y comprensión en vuestro entorno, por más que os quieran y que os escuchen, sentís que nadie os entiende realmente? ¿No creéis que sólo los padres que estamos viviendo lo mismo nos entendemos de verdad, comprendemos todo este dolor?”. Y sí, es cierto: en los silencios nos encontramos. En la parte no dicha del relato, en lo innecesario de la explicación. Allí nos damos la mano, más allá de las mentiras socialmente aceptables, más allá de la literatura.

P. D.- Estoy impartiendo un taller literario donde trato algunas de estas cuestiones. Intento que los alumnos utilicen su propia vida como material literario, y les llevaré este pasaje de Tolstoi para debatir en la próxima sesión.

P. D.- Estamos pendientes de los resultados de una prueba de la que prefiero no dar detalles hasta estar seguro, pero puede que tengamos pronto alguna buena noticia. Gracias por la fuerza que nos dais.

EL DOLOR

Quizá peque de falta de pudor, de frívolo, de exhibicionista y de irresponsable, pero necesito estar un rato con vosotros, y no puedo seguir con vosotros sin daros una explicación, aunque eso implique sacar a la luz algo que muchos quisieran mantener en lo más hondo de su intimidad.

Estos días sólo han tenido una cosa buena: descubrir la inabarcable cantidad y calidad de nuestros amigos. No os contesto los mails, muchas veces no puedo cogeros el teléfono, así que quiero aprovechar esta tribuna pública para daros mil millones de gracias, por querernos tanto y tan bien, por saber encontrar las palabras y las caricias adecuadas. Por ser vosotros.

Pienso en Nicolai Ogarev, un frustrado revolucionario ruso de pacotilla del siglo XIX. Sus últimos años los pasó triste y solitario en una casita de Greenwich, y aunque fue un romántico que vivió por y para el amor, que persiguió rayos de luna y se embarcó en romances homéricos, su último domicilio no guardaba rastro de esas pasiones. En las paredes y en los estantes sólo había hueco para recuerdos y fotos de sus amigos, de Alexandr Herzen, de Mijail Bakunin. Muerto uno, lejano e inaccesible el otro. No me importaría morir como él, rindiendo pleitesía a la amistad, dándome cuenta de que es una de las poquísimas cosas que importan en la vida. Dejadme ser vuestro Nicolai Ogarev.

Lo que sigue lo escribí la segunda noche de hospital con Pablo. Necesitaba escribir con una urgencia que no he sentido nunca. He escrito mucho estos días. He llorado mucho más estos días. Y cuando parecía que no me quedaban más lágrimas, volvía a llorar. Pero ahora me he puesto firme y serio, dispuesto a asumir los golpes que Pablo requiera que asuma, dispuesto a infundirle todo el valor y la fuerza que necesita. Dispuesto a secarme para que él no se marchite.

Os dejo este texto en bruto, fruto de una noche de rabia y de desesperación, esperando que no os sintáis ofendidos por él. Después de él, pretendo volver de vez en cuando a este blog. Para contar cosas absurdas, intrascendentes, volanderías que nada tengan que ver con procesos celulares. Necesito este espacio porque siempre me he sentido libre en él, lo necesito como respiradero, como tragaluz del alma, y pienso seguir usándolo. En él he compartido mis alegrías con vosotros. Espero que no os importe que comparta ahora mis dolores.

Este es el texto, sin corregir ni pulir ni recortar ni aumentar. Para eso tendría que releerlo, y no estoy dispuesto a llorar más esta noche.

La enfermedad de Pablo

No sé por qué escribo esto. Nunca he creído en el poder terapéutico de la escritura. Ni tan siquiera de la palabra. Nunca he buscado consuelo en el logos. Creo, con Fausto, que en el principio era la acción, y siempre que he necesitado un estímulo, un impulso que me sacara del abatimiento, me he confiado a la música. La música tiene la capacidad de estimular el reducto reptiliano del cerebro. Es primaria, es extática, es poderosamente radical, en el sentido de que sacude la raíz, lo más profundo de nuestra humanidad. También he recurrido a las drogas. No a los fármacos antidepresivos, sino a las drogas y al alcohol. Su potencial eufórico es más poderoso que el de la música. En el peor de los casos, tan poderoso como el de la música, y está íntimamente relacionado. Son euforias que proceden del poder de la tribu, de las noches estrelladas en el valle del Rif, de las cuevas pintadas de bisontes.

Creo que era Voltaire quien decía que no había tenido un disgusto que no se le hubiera curado con dos horas de lectura. No lo entiendo. Para mí, la lectura, con ser algo indispensable, una actividad sin la cual no puedo concebir la maquinaria de vivir, es algo demasiado elaborado, que exige poner en marcha demasiados procesos mentales conscientes como para devenir un consuelo eficaz. Lo mismo puedo decir de la escritura. Aun siendo un escritor vocacional y técnicamente muy intuitivo, que desprecia muchos de los tópicos del oficio y que tiende a sentir el texto como algo orgánico emocionalmente ligado a las vísceras, jamás he escrito buscando alivio. Siempre he abordado la literatura en frío, incapaz de trazar ficciones a partir de hechos que me duelen o que me están pasando en ese momento. Necesito tiempo y distancia para convertir una experiencia en algo siquiera tangencialmente literario.

Hasta hoy.

Hoy me he sentido acuciado por una necesidad nueva, por un impulso que jamás había sufrido antes. Hoy, por primera vez, tecleo en busca de un alivio, aunque sin esperanza ninguna de encontrarlo, sabiendo de antemano que ni un ápice del dolor que siento va a menguar cuando termine estas líneas. Pero, esta vez, la música y las drogas tampoco pueden nada. Tampoco quiero que puedan nada.

No soy ingenuo ni me agarro a ninguna esperanza vana. No le rezo a ningún dios, no suplico a ningún cielo. Con estas palabras no busco salvación. Aunque sí que busco lo mismo que el desgraciado que reza con las manos juntas. Busco un orden, un discurso, una estructura. Siempre he pensado que detrás de la oración de un hombre desesperado no hay una fe ni una religión ni una creencia sobrenatural. Hay, simplemente, un anhelo de orden frente al caos incomprensible que le devasta. Esta, por tanto, será mi oración.

O no. Eso pienso ahora, cuando he conseguido hilvanar unos párrafos y el sentido del texto se va despejando. Quizá no piense lo mismo dentro de unos párrafos más. Porque no sé qué quiero contar ni cómo contarlo. Sólo sé, con la certeza de las pesadillas, que no va a servir de nada, que no va a curar a Pablo, que no va a salvar a nadie de ningún destino y que ni siquiera me consolará. Pero, al menos, conseguiré transformar el dolor informe que crece en mí en algo gramatical, legible y evaluable. Estas palabras serán como la tintura que permitirá ver al microscopio las células de mi angustia.

Las células de mi angustia. Ya sé por qué no hay que escribir con los dedos escocidos, porque te salen expresiones que jamás escribirías con sosiego y distancia. Sintagmas vergonzantes, impropios de quien busca le mot just.

Las células de mi angustia. Vaya metáfora, qué imagen más grosera. Supongo que me ha surgido porque no dejo de pensar en las células de Pablo, en los leucocitos de Pablo, que se multiplican en su sangre provocándole fiebre y pequeños hematomas en su piel.

No sé mucho de la leucemia. No sé casi nada de nada, pero mucho menos de asuntos médicos. De pequeño, pero de mucho más mayor de lo que Pablo es ahora, mis padres me compraron Érase una vez el cuerpo humano. Era una enciclopedia ilustrada con nociones muy básicas de medicina y salud para niños. En realidad, era una de las muchas secuelas de Érase una vez el hombre, unos dibujos animados didácticos de los 80. Recuerdo que una semana se nos pasó comprar el fascículo correspondiente, o que al kiosquero se le olvidó reservarlo, y yo tenía mucho disgusto por no tener completa la colección. Al juntar todos los volúmenes en la estantería, los lomos formaban el dibujo de un cuerpo humano, y si me faltaba uno, el dibujo no se formaría, se quedaría un hueco. O peor aún, se produciría un salto, un doblez cubista. Así que, por propia iniciativa o empujado por mis padres, escribí a Planeta de Agostini, editora de la enciclopedia, reclamándoles que me enviaran contra reembolso el volumen maldito. Lo hice en una carta escrita de mi puño y letra, en la que empleé todas las fórmulas de cortesía que un niño de siete u ocho años puede aprender, y me esmeré por trazar una caligrafía elegante, marcando muy bien los rabos de las oes y las montañitas de las emes. Los de Planeta de Agostini me remitieron el volumen a los pocos días. Fríamente, acompañado de un albarán. Eché de menos que el señor Agostini hubiera agradecido mi interés correspondiendo a los halagos de mi carta con otra de su puño y letra.

En Érase una vez el cuerpo humano había leucocitos. Eran los policías del cuerpo. Patrullaban las venas y las arterias en coches voladores blancos mientras los glóbulos rojos iban a pie acarreando burbujas de oxígeno. Los leucocitos eran guapos y autoritarios. Imponían orden en las trifulcas entre las células y perseguían a los virus que se colaban en el organismo. Los glóbulos rojos eran mezquinos y resentidos. Envidiaban a los blancos.

No lo había pensado hasta ahora, pero ya en esa enciclopedia los leucocitos eran unos hijos de la gran puta. ¿Cómo tenían la desfachatez los redactores de la enciclopedia de presentar a los glóbulos rojos como morralla resentida y fea y a los altivos leucocitos como héroes bellísimos? Aquello, no me cabe duda ahora, era una expresión de lucha de clases sesgada hacia el lado equivocado: ¿por qué los leucocitos, que no tenían que trabajar físicamente, iban montados en molones coches patrulla, mientras que los glóbulos rojos tenían que acarrear el oxígeno a pie y en su propia espalda? ¿Qué era eso, un cuento de Dickens? No estaban resentidos: los leucocitos merecían perecer en una rebelión de los glóbulos rojos, explotados como esclavos. Al menos, deberían haber dejado los vehículos para los glóbulos rojos y que los leucocitos patrullasen a pie.

Ya no sé ponerle cara amable a los leucocitos. Ha quedado confirmado que son unos hijos de la gran puta. Unos psicópatas que quieren acabar con mi hijo.

Hace unas pocas horas que nos han confirmado que Pablo padece leucemia. Pablo tiene diez meses. A Pablo le gusta el yogur, el jamón de york si se lo damos poco a poco en la boca y comer trocitos de bollo. Le pirran las galletas. Al principio, se las comía él mismo sosteniéndolas con la mano y deshaciéndolas en pedacitos en su boca sin dientes. Pero ahora se ha habituado a que se las demos también en la boca y no quiere cogerlas con la mano.

Le hemos mal acostumbrado a muchas cosas. Le dormimos en nuestra cama si llora en su cuna. Le dormimos en bracitos si llora en nuestra cama. No le imponemos horarios rígidos, le cogemos en brazos mientras comemos y le dejamos que haga todo lo que le apetezca o le haga un poco feliz, desde aporrear el teclado del ordenador a tirar al suelo los mandos de las teles o arrugar las páginas de los libros. Somos absurdamente permisivos y casi siempre sacrificamos la pedagogía por unos minutos de diversión.

Pablo es nuestro hijo. Pablo lo es todo para nosotros. Sin Pablo ya no sabemos ser nosotros. Si queremos seguir siendo nosotros, necesitamos a Pablo.

Hace unas pocas horas que un grupo de médicos, casi todas mujeres, casi todas mayores, nos ha llevado a una salita del hospital y nos ha invitado a sentarnos. Hace unas pocas horas que una oncóloga cuyo nombre ignoro, pero que sospecho que se va a hacer muy familiar para mí en los próximos meses, nos ha comunicado en un tono de voz profesional y muy estudiado y seguro de sí mismo, que nuestro hijo, que lo es todo para nosotros, a quien necesitamos para seguir siendo nosotros, tiene leucemia.

Escribo en caliente, con el dolor abrasándome el pecho como nunca creí que pudiera quemarme. Con los ojos rojos de llanto como nunca los había tenido. Resistiéndome a hacerme la pregunta del “y por qué yo”. Sabedor de que la desgracia acecha siempre a la vuelta de la esquina y de que la felicidad nunca se puede dar por asentada. Siempre me fastidia que me confirmen mis propias creencias, porque son las creencias de un nihilista demasiado sentimental para aplicárselas.

Hasta hace unas horas, Pablo, Cristina y yo éramos felices. No idealizo nada si escribo que gozamos de un amor fuerte y vigoroso, lleno de humor y de risas, despreocupado y tranquilo, plácido, pero no adormecedor, extrañamente estimulante y acogedor a la vez. Cristina y yo casi nunca discutimos por nada, porque creemos que pocas cosas merecen una discusión. Porque, a pesar de lo distintos que podemos llegar a ser, coincidimos siempre en que nos lo podemos decir todo y en que no hay tabúes ni cuartos cerrados. Los dos valoramos la educación. Somos educados y aspiramos a que Pablo lo sea también. Apreciamos la cortesía y la consideramos un vehículo de convivencia esencial (un vehículo de convivencia esencial, jerga de autoayuda, no voy nada bien por este camino). Nuestra felicidad está hecha de sonrisas, de respeto y de no esperar mucho del día de mañana, centrándonos en el hic y el nunc.

Nunca he sido tan ingenuo como para pensar que esa felicidad era inquebrantable. Creo que todo puede romperse y que nada dura eternamente (otro tópico, ya van demasiados en esta escritura caliente que no sé si se dejará corregir o admitirá reescrituras). Sé que todo puede hundirse en un instante, pero cuando se hunde, tus creencias no te salvan del terror. Nada te salva del terror. Cuando llega el hundimiento, estoy tan desprotegido como el más ingenuo de los imbéciles.

Sigo sin saber por qué estoy escribiendo esto ni si se convertirá en una rutina. De pronto, todo se ha vuelto incierto y oscuro de una forma que jamás hubiera imaginado. El mañana ya no es el día que precede al actual, sino, más que nunca, una categoría metafísica, una abstracción llena de paradojas que bloquean mis circuitos.

Pienso en Javier Rodrigo. Brillante historiador, atacado por un linfoma a los veintipico años. Le recuerdo entre ciclos de quimio. Quedamos a comer. Yo me pedí algo contundente y él replicó con unas verduras y un poco de agua, despiadadamente frugal. Me sentí obsceno con mi carne roja y sangrante y mi copa de vino tinto. Frente a mí, Javi, con el pelo al cero, hablaba apocado, como imbuido de una verdad que le había sido revelada y que nosotros desconocíamos, contrapunteado por un tic que le afectaba al lado izquierdo de la cara. Le vi mal, pero no se lo dije.

Poco después de esa comida, Javi empezó a escribir un libro. Cuando lo terminó, lo tituló Hasta la raíz. Luce orgulloso en mi estantería, con una bellísima dedicatoria caligrafiada en la página de respeto. Era un denso volumen especulativo sobre la violencia política y el fascismo. Un ensayo bibliográfico audaz y poderoso, escrito con precisión. Un libro en el que había volcado el alma. Javi me dijo que lo había escrito para reafirmarse. Me dije que el cáncer no iba a poder conmigo, me contó, y una de las cosas que yo soy es un historiador. Así que me empeñé en hacer mi trabajo y en cultivar mi vocación. Para sentirme yo. Hoy Javi es él de una forma salvajemente feliz, prepara doradas al horno y pasta al pesto con su mujer, Alessandra, y goza de la playa en la que vive y se gasta mucho dinero en libros que se compra en La Central del Raval, que es una librería de Barcelona fantástica. Javi quiso ser él y ahora es más él que nunca. No se puede ser más él de lo que es él.

Pablo no tiene trabajos ni vocaciones a los que agarrarse, pero yo sí. Yo soy escritor. La víspera de la peor noticia que hemos recibido nunca, Cristina y yo habíamos ido a Heraldo de Aragón a empaquetar mis enseres de casi diez años de trabajo periodístico. Acabo de dejar el periódico para volcarme en la escritura, para terminar mi novela y arrancar de una vez mi renqueante carrera de escritor. Así que supongo que ahora estoy haciendo lo único que puedo hacer para no diluirme en el dolor: escribir. No como consuelo, no como grito desesperado, no como venganza. Simplemente, porque una de las cosas que soy es escritor. Y los escritores escriben.

No sé si esto va a tener continuidad o tan siquiera una mínima estructura. No sé si alguna vez lo leerá alguien aparte de mí. No sé si lo borraré nada más poner el punto y final, avergonzado de mi frivolidad, intentando buscar las palabras adecuadas y las frases con ritmo mientras mi hijo duerme agitado en la cuna del hospital -he oído a las enfermeras llamar corralitos a esos armazones de metal que hacen las veces de cunas-, conectado a un gotero y a una sonda. Pero he pedido que me traigan el ordenador portátil y a nadie le ha extrañado, a nadie le ha parecido inapropiado. Pensarán que un escritor escribe, que es lo normal, lo que le corresponde, lo propio de su condición.

Un escritor escribe para sentirse escritor y para seguir sintiéndose él. Para que sus átomos no se esparzan en el aire. La palabra es el único aglutinante que puede sellar mi cuerpo y mantenerlo ensamblado hasta el final de esta historia, sea cual sea.

El dolor no amaina, el consuelo no llama a ningún orificio de mi cuerpo. Si ha habido bálsamo, estoy tan arrasado que no he sentido cómo se derramaba por mi cuerpo. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, decía Borges, el ciego que tanto sabía de la condición humana y tan poco de la vida. Y yo, que creo saber mucho de la vida y muy poco de la condición humana, cada vez le siento más sabio, más amigo. Uno de esos amigos descarnados y lúgubres de los que apenas puedes esperar otra cosa que condescendencia. Pero amigo al fin.

El terror no mengua, pero las letras me ayudan a avanzar en el caos. Me esmero por utilizar una sintaxis correcta y un estilo sencillo, directo y absolutamente racional. No busco la histeria al escribir, sino el orden de las reglas gramaticales y la elegancia de la frase bien construida. No quiero reflejar el caos en la escritura, quiero defenderme de él, armarme contra él. Y eso creo que sí que puedo conseguirlo, aunque el pecho siga quemándome y no se vaya a apagar nunca.

2.903 KILÓMETROS

Ya estamos de vuelta de nuestra primera parte de las vacaciones. La parte agitada, de carretera sin manta. Ahora viene la del relajo y la holganza, aunque antes he de acometer un par de tareas que me tienen un tanto desnortado y con ganas de terminarlas.

Cuando nos hemos bajado del coche en Zaragoza, el cuentakilómetros, que habíamos puesto a cero en la salida, marcaba 2.903 kilómetros. Qué rabia no haber llegado a los 3.000 por 197.000 miserables metros. Estamos exhaustos y felices, después de una tournée automovilística que ha recalado en Montpellier, Sanremo, Florencia, La Spezia, Cinque Terre, Mónaco, Niza, Perpiñán y esta inmortal y aletargada ciudad, que nos ha parecido mucho más horizontal y despanzurrada que cuando la dejamos.

Al descargar la cámara me he dado cuenta de que apenas tenemos fotos de este viaje. Yo, que soy de gatillo fotográfico fácil, me he olvidado el equipo en el hotel muchísimos días, y he descubierto la maravillosa sensación de pasear con las manos en los bolsillos, sin la pulsión de inmortalizar cosas que no merecen más que ser fugaces. A este despiste no del todo intencionado se une que hemos viajado con Pablo. Y, cuando hay un bebé de por medio, todos los monumentos y las amenidades del camino quedan eclipsadas por tu babosidad paterna.

Así que tengo poco repertorio, y el poco que tengo está dominado por mi hijo.

Helo aquí, sentado en los escalones del pórtico de la catedral de Florencia, a punto de cantar una saeta a la cúpula de Brunelleschi:

O disfrutando de su síndrome de Stendhal particular en la atracción turística que más le emocionó de toda Florencia: un columpio de una plazuela en la orilla sur del río Arno:

O indignado por el cutrerío turistero de Pisa y maravillado a la vez ante su torre pendente, consultando con su madre si puede comprarse una camiseta que aprovecha el icono monumental italiano para hacer una sutil y refinadísima chanza sobre la disfunción eréctil:

O con su orgulloso padre, admirando el escarpado y acongojante panorama de las Cinque Terre:

O en este sugerente contraluz con su madre, que parece una Madonna del Quattrocento con una buena pátina negra encima:

Conclusión: en contra de una creencia muy extendida entre los propietarios de chalets pareados y entre los compradores de Ikea, se puede viajar con niños pequeños y disfrutar del viaje. Incluso se puede viajar con niños muy pequeños y disfrutar intensamente del viaje. Lo que no se puede es aspirar a tener fotos. Renuncien a los recuerdos. Acabo de descargar unas 400 fotos, y en casi todas ellas aparece mi hijo. Deprimente y psiquiátricamente diagnosticable.

A Pablo y a mí nos gustó mucho Italia. Muchísimo. Italia es un país muy baby friendly. Los bebés son recibidos con fiestas y risotadas en todas partes y no hay trattoria u osteria, por minúscula y apretada que sea, que no disponga de al menos una trona y de un camarero con refinadas dotes de puericultor. A mí me ha encantado por otras razones. Ya me gustaba de antes, claro, pero en este viaje he gozado tanto de sus carnes -apenas he probado la pasta-, de su vino y de sus fortísimos y deliciosos cafés, que he estado tentado de quedarme a vivir.

No queríamos volver a Francia. Francia nos parecía el infierno, el lugar donde todos los sueños son guillotinados, donde la cocina se hace haute cuisine, donde el aceite se vuelve mantequilla y donde la alegría expansiva de las nonnas se revira en la cara de vinagre de las viejas gaullistas.

Por eso, cuando dejamos atrás Ventimiglia, el último pueblo de la Riviera italiana antes de la frontera francesa, yo me enfurruñé y Pablo rompió a llorar. Un llanto bíblico que no cesó hasta que llegamos a Niza. Llorábamos por la Italia perdida.

Menos mal que el humor me reconcilió con Francia -que, a fin de cuentas, la tengo por mi segunda patria, por poderosas razones familiares y de filia-. El humor de la política francesa.

Vean ustedes qué gracia tiene la cosa.

El 7 de septiembre hubo unas grandes manifestaciones contra el plan de Sarkozy de retrasar la edad de jubilación a los 62 años, y la prensa progresista las interpretó en clave de reprobación nacional del presidente. Le Nouvel Observateur, el influyente semanario dirigido por su majestad republicana Jean Daniel, colocó un careto chungo de Sarkozy en blanco y negro en su portada con el titular: “¿Es este hombre peligroso?”.

Ante este intolerable ataque, el semanario Marianne salió en defensa de su líder con esta impagable portada, cuyo titular dice: “Señor presidente, es usted formidable”.

Es, obviamente, una coña. Una fina ironía francesa. Noten el tercer titular de los sumarios: “Il est si bien élevé”, una sutil alusión a la baja estatura de Sarko.

Qué humor, qué finura, a la altura del mejor Jueves. ¿Y lo de Le Nouvel Observateur, con esa portada que tira la piedra y esconde la mano? Veo que el periodismo está en Francia como en todas partes: para sopitas y una siesta. Demasiadas décadas de complacencia, de palmoteo lumbar y de comilonas con los ministros han anulado su capacidad de respuesta. Cuando los medios quieren recuperar cierta pose combativa, hacen el ridículo. Han perdido la costumbre: quieren declamar y sólo les sale un eructo. De hecho, la pieza fuerte del número de Le Nouvel Observateur es un tibio editorial de Jean Daniel que cuenta una comida que Sarkozy tuvo el 2 de septiembre en el Elíseo con algunos popes de la prensa francesa, en la que el director de Le Nouvel fue comensal de honor. Daniel, echando por tierra su contundente portada, compone un texto de equilibrista, que aspira a no ofender a su anfitrión pero también a dejar claro que él es insobornable. Un ni chicha ni limoná, un ni pa ti ni pa mí, un bueno sí pero no. Un rollo patatero, vaya. Francia parece que se pone en pie contra Sarkozy, pero en realidad sólo se ha estirado en el sofá para darse la vuelta y seguir roncando.

Si esta es la respuesta de la prensa, Sarkozy puede dormir a gusto con su Carla. De hecho, de la lectura somera de algunos periódicos se deduce que lo hace a pierna suelta. Y no me extraña.

Y todavía no me he puesto al día de lo que pasa en España. A ver qué se cuentan por aquí.

NOVATOS

Disculpen ustedes esta injustificable ausencia. Por un lado, he empezado a darle duro al esbozo de novela que llevo entre manos, y sólo puedo mantener el ritmo haciendo un poco más esporádicas mis apariciones por aquí. Sólo un poco, que ya saben que el vicio bloguero me mola mogollón. Por otro lado, hemos tenido al churumbel enfermo.

Nuestro primer susto de padres. Nuestra primera visita a urgencias del hospital infantil. La paternidad es una sucesión de primeras veces.

Por supuesto, cuando nuestra suprema desgracia llega a oídos de la poderosa Liga de Padres Curtidos con Hijos Talludicos, las carcajadas resuenan hasta en el Alto Karabaj. Frases escuchadas: “Mucho tradabais en estrenaros”. “Con la mayor nos pasamos un año saliendo y entrando del hospital, y mírala ahora, pentatleta y candidata al Nobel de Pornografía, además de toda una gimnasta bisexual”. “Yo ya ni me molestaba en acompañar a mi mujer a Urgencias. Me quedaba viendo capítulos de Los Simpson mientras a mi hijo le hacían traqueotomías. Los críos son muy putos”.

Y es cierto: en la sala de espera de urgencias hay padres que tienen su silla asignada con nombre y todo. Padres que acuden con tanta asiduidad que tienen una muda y gel de afeitar en el baño. Hasta hay quien se lleva hornillos de camping gas, que sale más barato y es más sano que comer en la cafetería.

Pero nosotros nos resistimos. No compramos el abono de urgencias. Ya le hemos dicho a Pablo que no coja estas malas costumbres, que al hospital se va muy de vez en cuando. Su respuesta fue cogerme el labio de abajo y estirármelo hasta más abajo de la barbilla mientras celebraba con risas su propia ocurrencia, por lo que no me ha quedado claro si ha entendido la orden.

Y mientras sufrimos las vejaciones de los padres veteranos (esto de la paternidad es como la mili: los novatos son puteados por los expertos constantemente), intentamos quitarnos el susto del cuerpo.

A falta de contenidos nuevos en el blog, os invito a pasaros este jueves a las 18.00 por la carpa de la Feria del Libro de Zaragoza, donde participo en un coloquio que se anuncia aquí. Después, sobre las 19.30 o así, estaré en la caseta de Los Portadores de Sueños con mis soldadicos (no sexual reference).

Si se animan, allí estaré, para lo que gusten.

CAZAR BISONTES

Me vi envuelto el otro día en una conversación sobre papillas y biberones con una madre reciente. Por supuesto, mi niño es el que mejor come y tal y cual, y así lo manifesté con vehemencia agresiva. El episodio me valió el amargo reproche de una amiga:

—Sergio, por dios: macho que se respeta no entiende de papillas.

Era broma (¿o no?), pero contenía una buena parte de verdad.

Es cierto: mi papel de padre debería permanecer aletargado hasta que mi retoño fuera capaz de correr pegando patadas a un balón o de empuñar un rifle de caza. Entonces, le transmitiría los valores ancestrales de nuestro orgulloso y fiero pueblo en una serie de crueles pero imprescindibles ritos iniciáticos. Hasta ese momento, debería desentenderme de pañales y proporciones de leche-cereal en los biberones.

Bueno, quizá la sociedad no me pida eso, pero, desde luego, sí que me insta a guardarme esas cosas ñoñas para mí. De hecho, incluso en esa conversación sobre alimentos infantiles, la compañera dudó un momento y dijo: “Me tienes que decir qué frutas le dais… O, bueno, ya se lo preguntaré a Cris”.

“Ya se lo preguntaré a Cris”. Claro. Porque yo, como machorro barbudo acostumbrado a rascarse los genitales en público, no tendré ni zorra idea de qué come mi hijo. No son cosas que me incumban.

Cuando Cris regresó de su baja maternal, todo el mundo (sí, tooooodo el mundo) se interesó por su futuro laboral. Muchos preguntaron directamente si pensaba seguir trabajando, si se había planteado pillarse una excedencia o despedirse directamente. Casi todos presupusieron que se acogería a un régimen de jornada reducida y hasta hubo quien le sugirió que cambiara de ocupación para poder atender mejor a su chaval (y, bueno, algo de razón tienen: el periodismo no es el trabajo más compatible que hay con la crianza de un churumbel).

No pocos de extrañaron cuando Cris explicó que pensaba retomar su actividad laboral donde la había dejado y que intentaríamos apañarnos, como tantos y tantos otros padres.

Cuando yo volví (bastante tiempo antes) de mi permiso de paternidad, ¿os creéis que alguien se interesó por mi futuro laboral? Nadie me preguntó si pensaba despedirme o acortar mi jornada (cuando el derecho a la reducción de jornada asiste a ambos progenitores por igual). Nadie me planteó alternativas. Nadie, absolutamente nadie, presupuso que yo podría plantearme algunos cambios laborales -e incluso el abandono, momentáneo o no, de mi vida laboral- para atender debidamente a mi chaval. Sin embargo, que lo haga la madre suena a lo más natural del mundo. De hecho, se me preguntó sutilmente si pensaba cogerme los 13 miserables días del permiso de paternidad completos. No, pensaba regalar la mitad a alguien menos afortunado, no te jode.

El padre no hace esas cosas. El padre sale a cazar, como es su obligación, mientras la hembra cuida de la camada. Lástima que yo, como cazador, sea pésimo: apenas he apresado un par de palomas urbanas y un gato cojo en mis incursiones en busca de carne.

No sé dónde leí un reportaje de un padre que había dejado de trabajar mientras la madre seguía su carrera. Y pensé: ¿esto es llamativo a estas alturas de la peli? ¿Todavía estamos así? Llamadme rarito, pero creo que cada pareja y cada familia tiene unas circunstancias distintas que pueden llevar a que, en caso de que se plantee una renuncia al trabajo, puedan hacerlo cualquiera de los dos. Supongo que el miembro de la pareja que menos gane o el que tenga un curro más espantoso o más insoportable tiene más papeletas para quedarse en casa. Es una cuestión socioeconómica, no genital.

Pues qué le voy a hacer si me gusta estar con Pablo y si le echo de menos cuando las circunstancias de la vida me obligan a separarme de él, por muy bien atendido que sepa que está. Qué le voy a hacer si me gusta incluso lo que no debería gustarme: cambiarle pañales, darle de comer y hasta despertarme a las cinco de la madrugada. Y estoy seguro de que no soy el único padre que se siente así. Ni siquiera creo que seamos una minoría. No me da la gana acorazarme tras una barrera autocomplaciente, fingiendo que me desarrollo (¿lo qué?) en el laburo o que me enriquezco por estos mundos de ahí fuera. Los minutos que no paso con mi hijo los vivo como una renuncia. Una renuncia que puedo asumir y cuyo coste puedo pagar sin arruinarme emocionalmente (dios, ya escribo como uno de esos libros de autoayuda, qué asco), pero una renuncia al fin y al cabo. Porque para eso decidí tenerlo: para estar con él, no para aparcarlo en un rincón mientras yo cazo bisontes.

NIÑOS OLVIDADOS

¿Os acordáis de esta ilustración?

Hoy, como todos los domingos, ha salido publicada La ciudad pixelada en HERALDO con el texto que inspiró este dibujo. Se titula Cuentos sin malos para niños olvidados. Helo aquí:

¿Y los niños? ¿Es que nadie piensa en los niños?”. La frase es una de las coletillas de ‘Los Simpson’, una guasa para burlarse de un cierto tipo de mojigato y, si hace tanta gracia -a mí me hace mucha gracia- es porque caricaturiza muy bien un estado de ánimo y un lugar común del debate público.

Pocas épocas ha habido tan preocupadas por la infancia como la nuestra. Y, probablemente, pocas épocas ha habido en las que los niños cuenten tan poco. La infancia es para nosotros un territorio que debe ser preservado, salvado, redimido, cuidado, limpiado con esmero. En el pasado, la infancia ha sido territorio indómito, de exploración, experimentos, aventuras y, sí, fracasos y sinsabores. Hoy proliferan los ‘defensores del menor’, asociaciones con nombre apocalíptico (Protégeles), leyes restrictivas, columpios acolchados y psicólogos infantiles.

La industria del videojuego, señalada como principal corruptora de la infancia, se ve obligada a seguir un estricto código de conducta que al cine dejó de exigírsele hace tiempo. Y entre los delirios más aberrantes está la reescritura de los cuentos infantiles para obviar personajes y episodios crueles o perversos. Hace unos años, el escritor James Finn Garner se burló de estos desvelos en una obra muy divertida, ‘Cuentos políticamente correctos’, en la que reescribía los clásicos a la luz de las exigencias pedagógicas más en boga. Garner -y yo también- lo tiene claro: la supresión de los malos de los cuentos desactiva su mecanismo moral, pues es la presencia del malvado y de la crueldad lo que permite transmitir la moraleja. Si todo es ideal, no hay conflicto; sin conflicto, no hay historia, y sin historia, el cuento es una pérdida de tiempo que ni enseña ni entretiene.

Es paradójico que toda esta paranoia hiperprotectora venga acompañada de un resurgir de la pedagogía de garrota. Se proclama el fracaso de la llamada ‘pedagogía del 68′, basada en un ‘buenismo’ (sic) que ha llenado los colegios de matones y las calles de adolescentes guarros adictos al botellón. Hace falta, dicen, un cirujano de hierro, alguien que meta en vereda a estos monstruos descontrolados, frutos de un mimo ingenuo y pernicioso. Los Gobiernos, siempre atentos al murmullo de sus votantes, se aprestan a dar gusto: en el Reino Unido se van a reimplantar los castigos corporales en las escuelas, y el presidente Sarkozy intenta reformar el sistema educativo francés en clave ‘hard’.

Ayer mismo, mientras paseaba a mi chaval, anduve un rato por detrás de una madre y un niño de unos seis años al que acababan de recoger del cole. El pequeño iba contándole a su progenitora, con lengua de trapo y profusión de aspavientos, muchas anécdotas de su día, atropellándose en su entusiasmo. Mientras, la madre ojeaba unos panfletos de propaganda y revisaba unos papeles, sin dirigir ni una mirada a su chico, sin asentir ni una sola vez, sin fingir que le estaba prestando algo de atención.

En las secciones de autoayuda de las librerías proliferan los manuales para que los niños duerman y obedezcan pronto, para que no molesten a unos padres ansiosos por librarse de ellos, por ir de vacaciones sin ellos, por aparcarlos y descansar de su parlanchina y agotadora presencia.

A lo mejor no haría falta tanta protección si les hiciéramos un poco más de caso. A lo mejor, de lo que tenemos que protegerles es de nuestra indiferencia y de unos adultos que los ven -y les hacen sentir- como un estorbo.

Hasta aquí mi articulito. El miércoles, en el mismo periódico que me soporta, Cristina Delgado publicó una columna titulada Educar a bofetones. Hela aquí:

Los maestros británicos podrán usar la fuerza en situaciones problemáticas. Podrán hacerlo para detener peleas o controlar a los alumnos que se porten mal. La noticia aparece solo unos días después de que una adolescente de 14 años haya acabado, presuntamente, con la vida de una compañera de instituto en la localidad toledana de Seseña, y todo, según parece, tras una pelea por un chico. Ante comportamientos así, hay quien defiende que la mano dura es la única respuesta posible para frenar la violencia en las aulas. Y, sin embargo, educación y violencia casan muy mal. Educar significa, según la RAE, «desarrollar o perfeccionar las facultades intelectuales y morales del niño», y mal se consigue eso a base de golpes. Los profesores se quejan de que la agresividad de los adolescentes se ha disparado en los últimos tiempos, y que se ha pasado de los regímenes del terror que imperaban hace unos años en los colegios a una libertad mal entendida que ha acabado con el respeto hacia los docentes. Pero el respeto no se recupera a bofetones. Y la mayoría de los chicos, cuyo comportamiento no tiene nada de violento, no merecen volver a un sistema educativo donde el miedo sea el protagonista. Son adolescentes, tienen la rebeldía tan disparada como las hormonas, pero deben ser tratados con ese respeto que se les exige a ellos. Y eso lo saben los profesores que, día tras día, se esfuerzan por ganarse el cariño de sus alumnos con imaginación y mucho esfuerzo. Ellos son de verdad educadores, y no aquellos que reclaman el uso de la fuerza. El tortazo que acaban de aprobar en los colegios británicos es la salida fácil, pero quienes necesitan aplicarlo solo demuestran su propia incapacidad como docentes. Educar es mucho más que mantener a los alumnos a raya.

Ambos textos tienen un mismo aire, ¿no? Será porque dos que duermen en el mismo colchón, ya se sabe. También tienen en común que se escribieron pensando en el mismo chaval, que no sabe que a sus cinco meses ya sale en los periódicos por partida doble, de madre y de padre.

La condescendencia, mirar por encima del hombro a la infancia, mostrar una incapacidad absoluta para ponerse en el lugar de tu chaval, cuando-seas-padre-comerás-huevos, son-cosas-de-críos, a-ti-lo-que-te-pasa-es-que-no-te-dieron-un-bofetón-a-tiempo, tú-te-callas-que-están-hablando-los-mayores,  a los niños hay que imponerles límites, bla, bla, bla. ¿Les suena?

Según los informes de la Asociación Española de Pediatría, en 2008 murieron en España 77 menores a consecuencia del maltrato infantil, la inmensísima mayoría de las veces ejercido por sus propios padres. Vuelvan a leer la cifra: 77 niños. Imaginen una fila de 77 niños. Casi cuatro aulas de colegio enteras muertas. Una masacre, vaya. Miles más sufren palizas, golpes y un régimen de terror psicológico del que nadie sabe nada y que probablemente condicionen las habilidades sociales del futuro adulto e hipotequen gravemente sus posibilidades de ser un poco feliz.

En el mismo año, las mujeres muertas a manos de sus parejas fueron 113. Sin embargo, no hay un escándalo proporcional por las muertes de los pequeños. El maltrato infantil no tiene la mala prensa de otras violencias hogareñas, y no dispone de un grupo de activistas que ejerza presión social para erradicarlo, ni de un ministerio. Hay una fiscalía de menores, pero creo que es más bien una “fiscalía contra menores”, diseñada para castigar a los que no han alcanzado la edad penal, no para protegerles.

Recuerdo la noche del día siguiente al que nació Pablo, en el hospital. En la habitación de al lado había un bebé que no paraba de llorar y no había forma de calmarle. Lo normal en un recién nacido. Una de las veces en que me estaba quedando dormido en la butaca, me despertaron unos gritos salvajes. Una voz masculina, llena de ira, clamaba: “¡Cállate! ¡Que te calles!”. Ese bebé no llevaba ni 24 horas en el mundo y ya se había comido una bronca violentísima de su padre. Por supuesto, ninguna enfermera entró a quitarle el niño de los brazos, nadie llamó a seguridad, ningún trabajador social apareció para retirarle la custodia a ese energúmeno descontrolado. Ni siquiera yo protesté. Me limité a estremecerme y a buscar la mirada de Cris, igual de espantada que la mía, sin comprender nada de la condición humana.

Nadie reprenderá a un padre que vea darle un guantazo a su hijo en el parque. Es más: en los pocos casos en que los jueces actúan y condenan a los progenitores por lo que estos consideran un simple correctivo, la sociedad se escandaliza en sentido contrario: “¡Qué barbaridad, a ver si no se va a poder tocar a los niños!”.

Pues claro que no. A ver si nos vamos enterando.

Sin embargo, sí que hay una opinión generalizada que condena los videojuegos y el ocio dirigido a los niños y púberes. Por lo visto, los niños no pueden ver la violencia, pero no pasa nada porque la sufran. Es lo que les toca.

Cris y yo nos equivocaremos millones de veces. Ni somos ni queremos ser infalibles. Tenemos un montón de dudas y demasiados consejeros contradictorios. A lo mejor, incluso nos equivocamos gravemente, y confiamos en saber hacernos perdonar. Pero a lo que no estamos dispuestos es a tomar el camino fácil y cómodo. El terror es la herramienta más efectiva y asequible para moldear hijos obedientes y que no molesten a las visitas.

Sé que mi hijo no me debe nada. Ni siquiera está obligado a quererme. Su amor y su respeto me los tendré que ganar, y mi objetivo es que, cuando yo sea una pasa arrugada en una mecedora a la que le recriminen que siempre está contando batallitas de cuando había libros (“¿qué son los libros?”, preguntarán los nietos. “Nada, cosas de viejo chocho, aberraciones que le daba por escribir a tu abuelo”, le explicará Pablo), mi hijo pueda sentir una leve chispa de orgullo sincero, sin condicionar. Eso, por fuerza, ha de costar, me lo tendré que ganar, no viene de serie en el paquete. Y, desde luego, los gritos y los golpes puntúan negativo en esta carrera. Quien piense lo contrario, que se lo haga mirar.

SENTIDO COMÚN

Aviso para gente razonable: voy a escribir de niños. Voy a escribir de paternidades. Voy a escribir de mi niño. Voy a escribir de mi paternidad. Avisados quedan. Si siguen leyendo, es bajo su responsabilidad, luego no me vengan a decir que si soy un plasta o el típico padre coñazo. Yo no les obligué a seguirme el rollo.

Mi compi Nuria Casas entrevistó hace unos días a Carlos González, un pediatra que ha escrito un libro que suena muy sensato y cuerdo. Al menos, así suena en la entrevista. Y eso es algo a tener muy en cuenta, porque me estoy dando cuenta que en todo este tinglado de la infancia, la paternidad y la pediatría, la sensatez es un bien muy escaso.

Pablo, Cris y yo hemos tenido la suerte de caer en las manos de un pediatra curtido y lleno de sentido común, con el que estamos muy contentos, pero estoy viendo que esto no es lo normal por ahí.

Aquí está Pablo, leyendo una revista sobre animales de granja en la sala de espera del doctor César. La tiene abierta por un artículo sobre cría intensiva de cerdos:

Hace treinta años, todo era más fácil. Uno hacía hijos sin plantearse mucho la historia, y lo llevaba lo mejor que sabía o podía sin pararse a pensar ni adentrarse en los arcanos de la pedagogía ni de la psicología infantil. Pero los padres del siglo XXI nos lo pensamos y repensamos, tomamos la decisión de tener hijos después de mil vueltas y revueltas, y cuando lo hacemos, tenemos a nuestra disposición una cantidad ingente de documentos de los que bebemos con ansia. Tenemos nueve meses por delante para estudiar, formarnos y planear el futuro. Como si no hubiéramos aprendido ya por experiencia propia que el futuro es imposible de planear. Por definición, porque el futuro es así.

Al fin y al cabo -pensamos en los momentos más bajos, cuando más nos abruman los dimes y diretes de pediatras, psicólogos, matronas, activistas de la lactancia, directores de marketing de Imaginarium y un señor de Murcia que pasa por allí y te da consejos de crianza (todo quisqui te da consejos de crianza, es una de esas cosas en las que hay veda abierta para opinar)-, el homo sapiens lleva reproduciéndose 250.000 años con bastante éxito, y hasta hace dos o tres generaciones lo hacía sin la ayuda de pediatras, psicólogos infantiles o best-sellers de autoayuda. Pero no hay caso: lo malo de tener a mano la información es que acabas usándola.

Una de las obsesiones más recurrentes de los padres postmodernos es el sueño. No en plan onírico. No en plan: analicemos el subconsciente o estimulemos la imaginación a través de los sueños. Lo que preocupa a los padres postmodernos es su propio sueño. Poder dormir en paz siete u ocho horas seguidas.

Esto, por supuesto, en nada afecta a su hijo. Ni le beneficia ni le perjudica. Pero como está feo mostrarse tan egoísta, hay que camuflar el tema en un problema del niño. Te dicen que si el chaval no duerme le van a pasar cosas horribles: se sentará en el banquillo en el equipo de fútbol del cole y te traerá amiguicos moros y rumanos a casa. A lo mejor, hasta le nombran picha de oro de una primavera en Chueca. Cosas espantosas que acaban con cualquier persona. Así que, para ponerle remedio, los ‘expertos’ nos ofrecen varios ‘métodos’.

El más popular es el llamado ‘método del doctor Estivill’: un pequeño libro rojo que enseña una fórmula filonazi y rayana con la tortura para conseguir que los niños duerman y dejen de tocar los genitales a sus padres cada madrugada. Por supuesto, la declaración de intenciones dice que es por el bien de los niños, para que crezcan sanos y fuertes, sin sombra de interés por la homosexualidad o por las pinturas de Jackson Pollock, pero el doctor Estivill y yo sabemos que su receta es para mejorar la vida de los progenitores, no de los vástagos.

Yo tuve algunas discusiones con Cris a propósito del librito. Lo leí a instancia suya, y me quedé completamente horrorizado: no entiendo por qué hay que maltratar a los niños para que los padres duerman a pierna suelta. No entiendo qué da derecho a los padres a reclamar una pizca de comodidad. Hay niños que duermen mejor y otros peor. Hay niños que duermen fatal por culpa de unos padres negligentes y otros que no pegan ojo por razones completamente ajenas a los desvelos de sus papás. El ‘método Estivill’ les dice a los padres de todos ellos que si su hijo no ronca como un bendito en un mes es porque son demasiado blandos, porque no han aplicado la receta con el rigor estalinista y tajante que se exige en ella.

Es una frase que he puesto en la novela que estoy escribiendo: la crueldad siempre es eficaz. La brutalidad siempre funciona. Se puede domeñar a cualquiera con coacciones y amenazas. Hitler no fue vencido por el pacifismo ni por la sensatez. Esos fracasaron estrepitosamente, no pudieron hacer nada contra él. Si Ghandi hubiera nacido alemán, habría acabado en un horno crematorio antes de terminar su primera frase: sólo una fuerza más brutal puede derrotar a la brutalidad primera. El dominio es el camino fácil. La cuestión es si es esa la paternidad que buscamos.

En un nivel parecido están los padres que reclaman que el calendario y el horario escolares se adapten a sus necesidades laborales, como si la escuela fuera un aparcadero de niños. ¿Esa es su preocupación por el sistema educativo? ¿Esa es la preocupación que tienen por sus hijos?

Otro topos, muy de abuela, pero que algunos pediatras arropan con argumentos más o menos científicos: no cojan a los niños en brazos, que se acostumbran.

¿Y qué? Mejor para ellos.

Como dice una amiga mía, todas estas cosas se podrían resumir en esta máxima: sobre todo, que no noten que les quieres, que luego se acostumbran al amor.

Ser padre es puto. Y supongo que empeora con los años. Pero, salvo casos aislados, es una elección completamente libre. Si nadie te obliga, ¿por qué te sientes obligado? Tú sabrás si las alegrías de ser padre compensan sus hipotecas -en mi caso, estoy mucho más que convencido-, pero, en cualquier caso, debes asumir esas hipotecas. Y putear a tu niño para que tú pases mejor el trago es, como poco, indecente. Es cierto: es difícil llevar la misma vida que se llevaba antes, hay que hacer renuncias, incluso hay que renunciar a parte de tu sueño, y ningún doctor Estivill tiene derecho a aligerarte de esa carga. Los únicos métodos que pueden librarte de ella son los anticonceptivos. Y esos hay que usarlos antes.

Me da la impresión de que para cierta literatura de autoayuda la paternidad es como un cáncer, como una enfermedad que hay que sobrellevar con amargura.

Tengo demasiado cerca el caso de un padre que renunció a ejercer como tal en cuanto se le puso la cosa un poco cuesta arriba como para reblar en estas convicciones. Lo tengo clarísimo: no quiero atajos ni trucos ni recetas. Sólo quiero un poco de sentido común y de amor.

Yo soy incapaz de ver esta cara que me sonríe como una rémora ni como una molestia que debo atenuar. ¿Y tú? ¿Serías capaz?

DOS MIL NUEVE

Se acaba 2009. Han pasado cosas nefastas en el mundo, y el turbio futuro parece un poco más ennegrecido. Quizá acabemos todos en la indigencia (bueno, todos, menos Díaz Ferrán). Quizá acabemos a medio plazo repartidos en bandas por los Monegros, luchando entre nosotros como en la película Mad Max por la poca gasolina que quede en el planeta, entre las ruinas a medio hacer de Gran Scala, donde una esfinge con la cara de José Ángel Biel aguantará a duras penas la erosión del cierzo. No descarto ninguna desgracia en el porvenir porque soy cenizo de mi natural y estoy convencido de que cualquier situación puede empeorar siempre. Y precisamente por eso creo que sé valorar las cosas buenas cuando suceden.

El año 2009 va a quedar subrayado y en negritas en mi memoria personal. Ha sido un año intenso, y si tuviera tierras o rentas, en 2010 me retiraría a descansar a un pueblo de Surinam o a una casa colonial con patio en San Cristóbal de las Casas, a escribir cuentos melancólicos en los que llueva mucho y donde los personajes se miren de reojo. Pero como ni tengo tierras ni rentas, seguiré currando a lo bestia -si tienen a bien seguir pagándome por lo que hago- y afrontando un año que por fuerza ha de ser de transición. Lo de 2009 no puede mejorarse fácilmente y yo no avisto mejoras en lontananza.

En 2009 me he plantado en la treintena. Ya puedo decir oficialmente que no soy un chaval. Hay hasta quien me trata de usted y me confunde con un señor, pero tampoco conviene exagerar. Nunca le he dado importancia a cumplir años, pero esta vez no he podido evitar ponerme un poquito trascendente y malencónico, que dirían los amantes corteses. Empiezo a recordar con nitidez absoluta cosas que ocurrieron hace veinte años, y eso, quieras que no, da pavor. Ves las imágenes del Muro de Berlín siendo destrozado por esa gente con gafas de montura de plástico, hombreras y melenas cardadas y piensas: dios mío, mi madre era como esa gente, me acuerdo perfectamente de toda la familia mirando alelada el telediario, y hasta yo tuve un trocito de muro que regalaban con no sé qué revista que yo mismo me compré.

En fin, tontadas.

En 2009 han salido mis dos primeros libros. Aunque llevo publicando bastantes años -quizá demasiados para alguien de mi edad: mis pinitos amateurs fueron a los 17, y mis pinitos profesionales, a los 21; no creo que sea sano, debería haberme guardado algo para mí y ahora no tendría tantos textos en las hemerotecas de los que avergonzarme, pero lo hecho, hecho está-, ver por fin mi nombre en la portada de un libro encuadernado y solapeado ha sido muy importante para mí. No sé muy bien describir la emoción que siento -o no quiero, porque me da pudor-, pero es muy distinta a como la imaginaba en mi letraherida adolescencia. Quizá porque ha llegado un poco tarde y he tenido tiempo de endurecerme y de volverme un poco cínico. Quizá a los 20 o a los 25, la emoción de publicar un libro se hubiera parecido más a la idea platónica de la emoción de publicar un libro que mi demiurgo sentimental había macerado en aquellas noches púberes en las que descubría con rabia y con envidia los cuentos de Cortázar (dolorosamente consciente de que jamás escribiría nada que le llegase a la sombra de la uña del dedo gordo, qué argentino tan hijo de puta). Pero a los 30 el panorama ha cambiado y ahora sé que incluso Cortázar tiene truco, aunque a veces sea imposible pillarlo.

No sé si me explico.

Aquí estoy, este verano, firmando ejemplares de 'Malas influencias' con mi boli de propaganda de una funeraria. (El perpetrador de la foto es Mario de los Santos, y la que se esconde detrás de mí es Cris).

En cualquier caso, tengo relativamente presente que estos dos libros me han abierto nuevos caminos y que son la primera fase de una ¿carrera? Si lo son, no sé por quién corro ni hacia dónde, pero espero averiguarlo mientras echo a andar. Mi panorama ha cambiado sustancialmente.

Pero la principal fuente de alegría de este 2009 no es un libro, sino Pablo, mi hijo Pablo.

Estamos los dos solos en casa, y en lo que llevo escrito me ha interrumpido tres veces. Me reclama, no soporta que emprenda ninguna actividad que no consista en hacerle caso y contemplarle en exclusiva. Se acaba de quedar dormido en mis brazos y ahora tecleo bajito para no despertarle.

Sé que casi todo el mundo tiene hijos, que son más las personas que acaban teniéndolos que las que no, que es un hecho de lo más natural y un proceso de lo más previsible y plano. Por eso los juntaletras tenemos bastante pudor -o yo tengo bastante pudor- a la hora de escribir sobre él. Porque pensamos que, en el fondo, nos van a tomar por gilipollas al literaturizar unos sentimientos tan comunes y tan poco interesantes para quien no tiene hijos, y tan poco exclusivos para quienes sí los tienen. Suponemos, probablemente no sin razón, que nos van a tomar por tíos engreídos que creen que su paternidad vale más que la de los demás.

O peor: nos contenemos porque lo que escribimos como padres nos suena tan ñoño, hortera y vacuo como una felicitación navideña en la que pones una foto de tu churumbel con un gorrito de Papá Noel.

Por eso no damos la barrila con nuestros cachorros. Nos atamos en corto, por más que deseemos soltar a lo grande el torrente de palabras y de emociones que se nos amontonan en la punta de los dedos cada vez que tocamos, besamos, olemos y miramos a nuestros hijos. Por suerte para el mundo, sentimos pudor y nos guardamos esos sentimientos -por eso, y porque en estos estadios de amor paterno no hay conflicto, y sin conflicto, no hay literatura, eso es una norma básica. Si acaso, hay poesía, pero todo el mundo detesta a los poetas, ¿no?-.

Sin embargo, si algo enseña la literatura es que las emociones y sentimientos no son exclusivas ni excluyentes. Nos enseña que no siente más ni mejor el noble que el vasallo (“¿Acaso si me pincháis, no sangro?”, que decía el judío de El mercader de Venecia) y si algo hemos aprendido de ella es que nada es más universal que la experiencia individual. Nos reconocemos en las historias y en los personajes, y así reconocemos y atisbamos destellos de nuestra condición humana.

Por eso hoy no siento pudor al hablar del amor que siento por Pablo. Es cierto que no hemos hecho más que empezar el camino, que nos queda toda una vida difícil y llena de asperezas, y sé también que nuestra relación actual es profundamente asimétrica: él me da muchísimo más de lo que yo le puedo dar a él. Mientras que de mí sólo recibe abrigo y atención a sus necesidades básicas, yo obtengo de él una amalgama inabarcable de emociones que me transforman en lo más profundo. Ya no soy la misma persona que era antes de Pablo. Ya no vivo como vivía antes de Pablo. Y no sólo porque mis hábitos han cambiado sustancialmente: me refiero a la vida en sí misma. Ya no la miro ni la siento ni la huelo igual. Y me gusta cómo la veo, cómo la siento y cómo la huelo ahora.

Después de tenerle en brazos, no puedo concebir que haya padres que repudien a sus hijos, o padres que detesten a sus hijos hasta el punto de no querer verlos. No puedo concebirlo, y espero no tener que concebirlo nunca, por muy cuesta arriba que se ponga todo. No entiendo cómo alguien que ha sentido lo que estoy sintiendo yo ahora mismo puede un buen día dar un portazo y no mirar atrás. Entiendo que un hijo renuncie a un padre. Entiendo que un hijo se sienta decepcionado con el padre que le ha tocado. Lo contrario se me antoja de todo punto inconcebible.

En fin, quería escribir una cosa breve y me ha salido un chorreo larguísimo, como siempre. Si habéis llegado hasta aquí, gracias por la lectura. Por esta y por todas las anteriores. Muchas gracias por acompañarme y espero que nos sigamos haciendo compañía en este 2010 que, aunque en mi caso no va a ser tan bueno como 2009, seguro que es cojonudo. Nos lo trabajaremos para que así sea.

Feliz año, amiguetes.

ACCIDENTES DE NACIMIENTO

Tengo muchas manías lingüísticas, y cuanto más crezco, más tengo. Una de las menos comprendidas es mi odio visceral a la expresión nacer accidentalmente, que los hagiógrafos de solapas y contraportadas de libros emplean con alegría y profusión, como si les pagaran más por ello.

Sí que me gusta mucho una expresión inglesa muy parecida y que los traductores a la violeta suelen confundir con la de nacer accidentalmente: accident of birth. Literalmente, accidente de nacimiento. Coloquialmente, hace alusión a atributos o desgracias que le vienen de serie a la persona por razón de nacimiento: la religión, los idiomas maternos, una mentalidad puritana, habilidad para las matemáticas si tu padre es un premio Nobel… También la he visto usada, en un ámbito todavía más coloquial, como sinónimo de trasto o bala perdida: This kid is an accident of birth, puede decir una abuela ante un chaval que siempre está castigado en el cole, lo que podría traducirse por “Este chico no tiene remedio”.

Me gusta accident of birth porque emplea un símil geográfico. Presupone que nuestra persona es un territorio por explorar, y en él puede haber ciudades, carreteras y puentes (que construimos nosotros artificialmente), pero también fallas, simas, cordilleras y mares (que son accidentes geográficos de nacimiento). Es bonito, no me lo negarán.

La expresión nacer accidentalmente, en cambio, no sólo no es evocadora, sino que muestra cierto cerrilismo y mucho aldeanismo. Accident of birth es una expresión que se abre y despierta a muchas posibilidades literarias. Nacer accidentalmente es cerrada, restringe y pretende imponer una visión de la historia.

Me explico.

Las biografías de Julio Cortázar empiezan: “Nació accidentalmente en Bruselas”. Las de Edgar Allan Poe: “Nació accidentalmente en Boston”. Las de Ramón y Cajal escritas en Aragón dicen: “Nació accidentalmente en un pueblo de Navarra”. Las que se escriben en Navarra, en cambio, empiezan: “Nació en un pueblo de Navarra”. Las de Picasso arrancan: “Nació en Málaga”, sin accidentalidades ambas.

¿Qué hace que un nacimiento sea accidental? Puede ser accidentado: en un parto pueden ocurrir mil cosas, y no todas buenas. Pero que el nacimiento sea totalmente accidental suena extraño.

¿Qué tiene de accidental que tu madre se ponga de parto y nazcas tú? Nada, es un hecho biológico de lo más normal, el final esperable de todo embarazo. Por circunstancias que no creo tener que explicar, lo habitual es que nosotros nazcamos en el mismo lugar en el que se encuentra nuestra madre en el momento del parto. Quizá un físico, agujeros negros y curvaturas del espacio-tiempo mediante, podría explicar que la madre estuviera en una ciudad en el momento del alumbramiento y el niño naciera en otra, pero yo no conozco casos de esos. Iker Jiménez a lo mejor sabe de alguno.

El adverbio accidentalmente no se emplea con inocencia. Pretende demostrar algo. Pretende demostrar que Cortázar, pese a haber nacido en Bruselas (que era donde se encontraba su madre, con su útero y su vagina incluidas, en el momento en el que al chico le dio por nacer), es argentino de toda argentinidad. Sin duda ninguna. Pretende demostrar que Edgar Allan Poe, pese a haber nacido en la más estirada  ciudad del norte yankee, fue un caballero sureño de apostura sureña. Pretende demostrar que Ramón y Cajal fue aragonés hasta más allá del tuétano. Y cuando, en el caso de Picasso, no se añade el accidentalmente, pretende demostrar que, pese a haber vivido casi toda su vida en Francia -e incluso haber hecho trámites para obtener la nacionalidad francesa- fue más malagueño que ir en Vespino sin casco.

El uso implica apropiación, y es muy importante para quienes escriben las historias mirando el terruño. El adverbio accidentalmente busca reducir la complejidad y servir a la idea del destino. Cortázar estaba destinado a nacer en Argentina, y sólo un accidente coyuntural y mezquino pudo desviarlo de su glorioso destino. Pero lo cierto es que, bien mirados, esos accidentes nunca son tales, sino el fruto de decisiones y elecciones tomadas por sus padres. Uno no vive en Bruselas por accidente: vivirá por necesidad, por obligación, por querencia a la buena cerveza o por ganas de aprender la lengua de los valones. Siempre habrá un motivo o una razón.

Por accidente se pueden concebir hijos. Basta un alfiler, un poco de alcohol y unas buenas dosis de inconsciencia y calentura adolescentes. Parirlos por accidente resulta ya bastante más complicado.

De mí, por ejemplo, podrían decir que nací accidentalmente en Madrid, pero que canto jotas como José Oto y me como los bocatas de ternasco de Aragón a pares. O podrían decir lo contrario: pese a vivir buena parte de su vida en Aragón, siempre aspiró las eses antes de consonante y fue incorregiblemente laísta, rasgos ambos del habla madrileña heredados de su malhablada madre, que también fue accidentalmente madrileña (como su abuela y sus bisabuelos). Si añadimos al cuadro que el catalán es mi segunda lengua materna debido a una infancia de mar y playa en Valencia, el galimatías se complica muchísimo más. Sería divertido, si alguna vez hago algo digno de ser enciclopediado, ver cómo se pelean por mí los hagiógrafos madrileños, aragoneses y valencianos. A ver quién se llevaba el gato al agua.

ROSAS Y COCAÍNA

Estoy escuchando mi último pequeño cuelgue musical, una moza canadiense llamada Carolyn Mark que hace ese country rock americano tan grato al oído (a mi rústico oído, al menos). Su último disco lo ha hecho a medias con un colega de Toronto llamado NQ Arbuckle, que tiene una voz levemente rasgada, como de rockero viejo de bar de carretera, y una de las que canta él, Too Sober To Sleep, empieza así:

God blessed those girls from Barcelona
Who smelled the roses and cocaine.
I hope they know their parents missed them,
So did the sunny shores of Spain.

Es decir, más o menos:

Dios bendiga a esas chicas de Barcelona
que olían/esnifaban rosas y cocaína.
Espero que sepan que sus padres las echaban de menos,
las soleadas costas de España también (las echaban de menos).

¿Dónde estarán esas chicas? En Barcelona, no, ya lo dice la canción. Quizás en Toronto, haciendo un postgrado en Filología Inuit. Y por Toronto andan desmelenadas dándole a las rosas y a la farlopa. Es muy tierno el paternalismo del rockero, que piensa en los padres de las criaturas. Esos mecánicos de la Renfe o esos prejubilados de la Seat que, en un piso mal iluminado del barrio de Sants, se meten en el Facebook de sus hijas y les preguntan si necesitan que les envíen más dinero por Western Union para pasar el mes. Si supieran que estas mocitas se están puliendo los ahorros familiares en rosas y cocaína…

¿Dónde han quedado los rockeros que, cuando ven a una chica de Barcelona en Toronto a las cuatro de la mañana puesta hasta las trancas de cocaína, en lo último que piensan es en sus padres? ¿Qué le está pasando al rock? ¿Están todos viejos chochos y cuando ven a una chica ya no ven una vagina a la que hay que tomar al asalto, sino a la hija que nunca tuvieron? Que se pare el mundo, que me bajo, que yo con unos rockeros así de tiernos no quiero saber nada.

MÁS PADRES E HIJOS

Hace unos días hablé aquí de Maus y de otras obras que exploran la difícil y dolorosa relación entre padres e hijos desde la perspectiva del hijo. Y aquí estoy, emocionado perdido de nuevo, después de ver el pase que La 2 ha emitido de Bucarest: la memoria perdida. Ya no me arrepiento de haberme quedado en casa y no haber ido a un concierto que me apetecía mucho ver (me remordía la conciencia aparcar al cachorro con su madre, qué le voy a hacer, y además, me ha fallado el colega con el que iba a ir). El documental ha hecho que mereciera la pena el muermo hogareño.

No sé por qué no lo vi en su día. Hoy, recién muerto Jordi Solé Tura, era obligada su emisión. Albert Solé, periodista e hijo de Jordi, decidió rodarlo cuando a su padre le diagnosticaron Alzheimer. Es un sencillo, honesto y dolorosísimo buceo en la vida de su padre, cuyos recuerdos se van descomponiendo. Hablan sus viejos camaradas, sus enemigos, las mujeres que le amaron y los tipos que le detestaron políticamente. Es una obra muy extraña en estos lares. Los españoles, tan aparentemente expansivos, somos muy pudorosos al explorar nuestros sentimientos y nuestros conflictos más punzantes. La desnudez con la que Albert se muestra y a la que expone a su familia es rara en una sociedad acostumbrada a encerrar el dolor en casa.

Es precioso, una declaración de amor devastadora e incondicional. Una catarsis que no sé si habrá ayudado a Albert a pasar el trance de la desintegración de su padre con menos dolor, pero que seguro que le ha servido para entender, con una clarividencia nunca antes sentida, el verdadero e invisible cordón umbilical que le ha unido a su padre. Supongo que el dolor será el mismo, no creo que haya consuelo alguno en estos casos, pero al tratar de comprender quién fue su padre, ha estado más cerca de él de lo que nunca estuvo en los momentos de expansión y lucidez.

Muy cercano al entorno de Solé Tura, el de esa clase media universitaria barcelonesa del tardofranquismo, me viene a la cabeza el libro de memorias de Pepe Rivas, Los 70 a destajo. Es una crónica del primer Ajoblanco, y, con la excusa, aparece retratada la Barcelona de la transición, con un montón de personajes entre los que aparecen también Jordi y Albert Solé. En ese libro, Rivas se desata y se confiesa sin ningún pudor, conflictos sexuales incluidos, y creo que algunas de las páginas más emocionantes de la obra son las que dedica a la relación con su padre, viejo burgués de la vieja Barcelona ligado al franquismo. Partiendo del desacuerdo más radical, del desencuentro más absoluto, Rivas va narrando cómo, poco a poco, las líneas divergentes de la brecha generacional fueron convergiendo hasta el entendimiento mutuo. Ambos se admiraban y se reconocían, y para Pepe, ese reconocimiento tuvo mucha importancia.

Los padres dan para mucha literatura (como narración, incluyo Bucarest: la memoria perdida en la categoría de literatura). Y, cuando se traza con sencillez y honestidad, generalmente es buena literatura. Intensa, de altísima carga emocional, una de las más terribles exploraciones de nuestra condición humana: desmontar y volver a montar a esos personajes siempre oscuros, que siempre guardan algún secreto, a los que a veces odiamos y con los que casi nunca estamos de acuerdo nos tiene que enseñar por fuerza muchas cosas de nosotros mismos. Y todo aprendizaje, si se hace bien y hasta sus últimas consecuencias, es doloroso.