Archivo mensual: noviembre 2010

LO QUE NOS PONE

A ustedes y a mí, lo que nos pone bien puestos puede ser algo como esto:

O algo como esto:

Incluso, no voy a juzgar los gustos inguinales de nadie, puede que le ponga esto:

Si está en uno de esos tres grupos es porque usted no es periodista. Porque, si usted es un periodista de verdad, lo que le pone palote sin remedio es esto:

Para un periodista de verdad no hay nada más erótico que la corbata de un diputado o ministro.

Dicen que los periodistas son esos tipos que corren hacia el lugar del que huye la gente. Ja.

Dicen también que descubren los abusos de los poderosos, que desafían al establishment, que son el cuarto poder o asín. Ja y rejá.

¿Saben cuál es el problema de las definiciones y metáforas sobre los periodistas? Que las han escrito los propios periodistas. Por eso nunca les oirán decir que un periodista es ese bulto que asoma tras el culo de todo político.

A los periodistas de verdad les pone palote el poder. Un secretario de Estado se las ponen morcillonas. Un ministro consigue una erección viágrica, y un vicepresi como Rubalcaba hace que se corran antes de bajarse los pantalones. De presis ya no hablamos. Eso son amores platónicos. Con ellos sólo pueden hacerse pajas: los presis sólo admiten en su cama a unos poquitos periodistas. Tan poquitos, que los periodistas de verdad renuncian a estar entre ellos. No merece la pena el esfuerzo.

La poderfilia es una desviación muy guarra y obscena, absolutamente incomprensible para los que no somos periodistas de verdad. Porque el poder, como sabemos todos los que no somos periodistas de verdad, se compone de señores con bigote, dientes de oro y aerofagia. El poder se compone de caciques que firman con una X y dicen “me se fue la mano” y “¿ande está el cagódromo, que me vengo jiñando ende Albacete?”. El poder es un sitio lleno de pedos, analfabetos y sobres de antiácido.

El poder, amigos, es un sitio muy desagradable poblado por gente abyecta. El poder huele mal a pesar de los perfumes de mil euros el frasco que gastan los políticos.

Pero a los periodistas de verdad les pone. Les encanta sentirse dentro de esa cochiquera, oler los sobacos de los concejales y ver de cerca los pelillos de las narices de los consejeros autonómicos.

Por eso se explica que lo flipen con cosas que a ustedes y a mí nos dejan fríos. Lo de Wikileaks, por ejemplo.

Lo flipan con que un embajador de Estados Unidos mande informes a Washington sobre políticos españoles. Califican esos informes de “demoledores”. Un ejemplo de demolición contenido en un informe diplomático de Estados Unidos:

“Zapatero juega mirando a una base electoral izquierdista y pacifista, y usa la política exterior para ganar puntos en la política española, más que para atender las prioridades básicas de la política exterior u objetivos estratégicos más amplios (…) Esto ha derivado en una relación bilateral errática y en zigzag”.

¿Qué cuerpo se les ha quedado? ¿Se tambalean sus principios, se desvanece su visión del mundo? ¿Les tiemblan las canillas? ¿La tienen tiesa, caballeros? ¿No? Entonces, es que no son periodistas de verdad. Porque donde un periodista de verdad ve un informe demoledor, ustedes y yo vemos una valoración política normalucha, una opinión que podía expresarse en cualquier bar de España. Yo les puedo hacer un informe mucho más demoledor sobre Zapatero si quieren. En Intereconomía, también.

Para demoledores, los dos garrulos de esta temporada de Pekín Exprés, Manolo y Engracia, preguntando a unas chicas tailandesas si estaban dispuestas a meterse pelotas de ping pong en el coño para expulsarlas a gran distancia luego. Eso sí que es demoledor.

Más cosas que excitan a los periodistas de verdad: conocer listas de gente mencionadas en los telegramas oficiales de Estados Unidos. Dice El País:

En esta agenda figuran el Rey (mencionado en 145 cables, incluidos los de otras embajadas), José Luis Rodríguez Zapatero (111), Mariano Rajoy (129), Felipe González (76), José María Aznar (53), ministros, jueces, fiscales, empresarios y representantes de las más altas instituciones del Estado.

¡No me diga! ¡Madre de dios! O sea, que un embajador de Estados Unidos se dedica a informar sobre las actividades del rey, de Zapatero, de Rajoy, de Felipe González y de Aznar, además de las de ministros, jueces, fiscales y empresarios.

Jamás lo hubiera pensado.

¿Dónde está la noticia? Siguiendo las normas del periodismo, lo noticioso aquí sería que los informes estuvieran repletos de referencias a Los Del Río, de pinchazos telefónicos a Cañita Brava y de sinopsis de las reposiciones de Paco Martínez Soria en Cine de Barrio. Eso sí que serían unos informes demoledores y escandalosos, absolutamente inesperados. Pero que el embajador informe a sus jefes de que el rey anda duro de oído y que conviene hablarle por el izquierdo, porque por el derecho no se entera de nada, entra dentro del trabajo rutinario de un embajador.

Al menos, de lo que yo pensaba que era un embajador, que viene a ser un señor muy aburrido que sabe quedarse despierto en los discursos oficiales.

Que sí, que será todo muy excitante. Los entresijos de la diplomacia. Guau. Qué superimportante, tío. Mola mazo.

A mí, ya me perdonarán, me parece un coñazo. Informes por triplicado, sellos oficiales, señores que se apellidan Rajoy… Creo que Hitchcock no tenía ni para hacer un corto con todos esos documentos filtrados.

Pero, claro, yo no soy un periodista de verdad. Yo no entiendo la erótica del poder. Yo sólo soy un desgraciado adicto al hentai.

LA CULTURA COMO RELIGIÓN

Un comentarista que firma como Javier subraya en el anterior post el carácter religioso de los lamentos de CAM sobre los que volqué las miasmas de mi resaca. Yo calificaba el artículo de CAM de homilía y de sermón, pues está lleno de lamentos sobre el inminente apocalipsis y de llamamientos a la salvación.

No se insiste lo bastante en el carácter religioso de la cultura, pero es obvio que lo que en Occidente conocemos como cultura cuenta con todos los atributos de una religión: tiene sacerdotes, inquisidores que mantienen a los ortodoxos en el buen camino y queman a los heterodoxos —los cuales, a su vez, pueden crear sus propias sectas marginales fuera de la pompa oficial, pero con idéntico fanatismo— y fieles creyentes. También dispone de un aparato estatal que se legitima en ella y sostiene sus ritos y sus jerarquías a cambio de la pleitesía cortesana. Con reales academias, con premios nacionales, cátedras y ediciones conmemorativas.

Tomemos como ejemplo clásico la presentación de un libro. Su liturgia es calcada de una misa: hay un oficiante, un objeto que se reverencia —el propio libro, forma sagrada— y unos fieles que comulgan con él. Y, con muchísima frecuencia, hay un representante del poder terrenal (un concejal, un alcalde, un ministro, un decano de Filología Románica o un académico de la RAE) que legitima la celebración como parte nuclear del statu quo.

Y, como en toda religión, la liturgia es hueca, hace mucho tiempo que sus oficiantes dejaron de creer en ella (que levante la mano el obispo que cree de verdad en dios). Se escenifica por costumbre y porque se considera necesaria para conservar el poder que otorga el carácter sagrado de la cultura, pero ni el autor, ni el presentador, ni los concejales, ni buena parte del público se creen una mierda de lo que está pasando.

Para que una religión funcione, es imprescindible que sus responsables no crean en ella. Cuando cae en manos de los fanáticos, se convierte en un poder en sí mismo, no en lo que debe ser sociológicamente una religión: una garantía, un instrumento de dominación al servicio del poder, pero no la dominación misma.

Esa es la cultura cuya extinción lamenta CAM, aunque está por ver que vaya a extinguirse. La corte necesita cortesanos. El poder sin su representación no existe, porque no tiene capacidad de imponerse más que por la fuerza. Y la cultura ha demostrado tener la suficiente potencia sagrada como para fomentar el respeto del vulgo, mientras que sus responsables han demostrado ser lo suficientemente mansos y cumplidores con las exigencias del poder. Pero si llega el día en que las novelas, las canciones y los cuadros se escriben, se componen y se pintan porque sí y no por el prestigio y el aura sacerdotal que imponen a sus hacedores, a la gente como CAM se le acabará el chollo. Ese día está lejos. De momento, quien escribe una novela, compone una canción o pinta un cuadro simplemente por la pulsión de escribir una novela, componer una canción o pintar un cuadro, sigue siendo un hereje, alguien forzado a vivir en los márgenes de la cultura. Como Céline. Como Genet. O como todos esos artistas suicidas que nunca llamaron a la puerta de ningún ministerio.

EMPANADA AÑOS 30

Anoche volví a las cinco de la mañana de un sarao en Madrid, así que reconozco que no tengo la cabeza muy ligera. Además, cené con dos grandísimos amigos (qué bien hacen los amigos cuando vives en el horror), y entre los tres liquidamos tres botellas de rosado-de-la-casa en lo de las crepes de Malasaña, así que, a la falta de sueño, añádanle una buena resaca. Por tanto, estoy investido de esa lucidez que sólo el mal humor matutino puede proporcionar y que me faculta para reconocer las gilipolleces al instante, sin la cesura de la civilización que nos obliga a contemporizar con las tontadas que se emiten públicamente.

Abro El País y leo La cultura sin cultura, homilía a cargo de César Antonio Molina, gallego, ex ministro y cultivador de canas en el coco.

Abro El País, leo La cultura sin cultura y vuelvo a la portada. Miro debajo de la mancheta. Pone: jueves, 25 de noviembre de 2010. Vuelvo al sermón del ex ministro, me froto los ojos y constato la fecha en el ordenador: thursday, nov. 25th.

Pues no he viajado en el tiempo.

Por un momento me parecía estar en 1930. Porque fue por esas fechas cuando Ortega y Gasset publicó La rebelión de las masas. Y cuando la Escuela de Fráncfort empezó a regar sus lamentos sobre lo que poco después se conocería como industria cultural. Y cuando Ilya Ehremburg, que era la versión soviética de baratillo de Ernest Hemingway, escribió su opúsculo Fábrica de sueños, en el que nos alertaba de lo peligrosísimo que era Hollywood con sus galanes engominados y sus divas pechugonas.

De eso escribe César Antonio Molina, que se acaba de leer un libro de Gilles Lipovetsky y Jean Serroy titulado La cultura-mundo, cuyas páginas le han causado una honda impresión. No me extraña. Es un libro -según el ex ministro, porque es obvio que yo no me lo he leído- repleto de revelaciones, con más ideas útiles que un catálogo de Ikea. Lipovetsky y Serroy nos informan, por ejemplo, de que “hoy se escucha más a un cantante, a un deportista, o a una estrella del star-system que a un intelectual”. O: “La cultura humanista está hoy abandonada por jóvenes entregados al becerro de oro de las redes de comunicación”. O: “La cultura se convierte en industria, en la forma de un complejo mediático-comercial que es el motor del crecimiento de las naciones desarrolladas”.

Madre mía, qué panorama. ¿Esto lo saben en Madrid? ¿Está el presidente al tanto de estos desastres? ¿Sabían ustedes algo de todo esto? Qué horror, qué espanto y, sobre todo, vaya novedad.

Pero no se crean ustedes que los autores de La cultura-mundo se detienen ante tan magnas revelaciones. Su intelecto va mucho más allá. Han observado a sus hijos adolescentes y, en lugar de decirles, como haríamos ustedes y yo: “Niño, sal a la calle un rato y ventila la habitación, que huele a mamut con diarrea. Qué barbaridad, hijo, 48 horas seguidas con el feisbuk, el guor of gourcraf y el puto porno, que se te van a caer los ojos en el teclado. Anda, vete por ahí a los Sanfermines, a ver si ligas con una australiana y te pierdo de vista unos años”.

En cambio, ellos, que son filósofos, aprovechan la circunstancia para filosofar, y nos regalan esta filosofada: “Internet es un peligro para el vínculo social, añaden los autores de La cultura-mundo, en la medida en que, en el ciberespacio, los individuos se comunican continuamente, pero se ven cada vez menos. En esta era digital los individuos llevan una vida abstracta e informatizada, en vez de tener experiencias juntos quedan enclaustrados por las nuevas tecnologías”.

Yo creía que el Mediterráneo era un mar muy conocido y cartografiado desde la más remota antigüedad, pero parece que hay gente que en el siglo XXI todavía no ha oído hablar de los fenicios ni de los piratas de Orán y se sienta en la playa de Benidorm elucubrando un nombre para esa sorprendente masa de agua que se extiende ante sus ojos y que nadie antes que ellos ha descubierto.

Así está César Antonio Molina, con su cuaderno moleskine en la playita de Benidorm, pensando: “Lo llamaré Mare Nostrum, que es latín y quedará bien en mis poemas”.

Es cansino leer una y otra vez las mismas bobadas quejosas y curiles. Especialmente, cuando no se aporta ni un solo dato empírico, ni un sólo retazo de realidad, ni un sólo ejemplo. Todo elucubración, todo también tú, Bruto, hijo mío, todo in hac lacrimarum valle (sí, yo también estudié latín y leí La Celestina en el insti, pero ni siquiera eso me vacunó contra la escritura de blogs).

“Internet es un peligro para el vínculo social”. ¿En qué se basa esa afirmación? ¿En que los intelectuales lo sienten como un peligro? ¿Desde cuando los sentimientos se aceptan como axiomas?

Pero no hagamos más sangre y vayamos a las conclusiones, que se me está pasando la resaca y corro el riesgo de escribir algo decente. Desesperado, el poeta-ministro (toma oxímoron de los buenos) se pregunta:

En una civilización así, ¿qué queda de los ideales humanistas sobre los que se levantó la cultura occidental? ¿Qué clase de ser humano producirá esta nueva civilización?

Leamos de nuevo: los ideales humanistas sobre los que se levantó la cultura occidental. ¿Qué ideales fueron esos? ¿El ideal de la expulsión de los judíos y moriscos? ¿El de llevar el virus de la viruela al Caribe? ¿El que movía el timón de los barcos negreros? ¿El de los niños de las inclusas británicas que retrató Charles Dickens? ¿El de los irlandeses criados en granjas para alimentar a los ingleses, como quería Malthus? ¿O quizá se refiere al ideal de ese pedazo de humanista llamado Adolf Hitler y su afición a jugar al Risk sobre un tablero real? ¿O al que motivó el crimen de Puerto Hurraco?

No sé qué historia de la civilización occidental le enseñaron a César Antonio Molina en su Galicia natal, pero difiere considerablemente de la que aprendí yo, que estaba llena de matanzas, sádicos, ricos que se orinan sobre pobres, pobres que muy de vez en cuando se orinan sobre los ricos, deportaciones, fuego y torturas. Pero si a César Antonio Molina le dijeron que la historia de Occidente (¿se refiere a Europa?) fue algo así como una velada de caballeros filósofos que intercambiaban versos alejandrinos mientras fumaban en pipa en las butacas del Reform Club de Londres, no le llevaré la contraria. Pero si mira por las ventanas del salón en el que departen Sócrates, Martín Lutero y Voltaire, verá las bombas caer y a los soldados de las SS violando a judías de seis años. Pero tendrá que mirar él, porque ni a Sócrates, ni a Martín Lutero ni a Voltaire le importan una mierda la suerte de las niñas judías de seis años.

No soy ni quiero ser un optimista, pero cualquier persona que no viva encerrada en su siglo XIX particular puede refutar fácilmente los lugares comunes esnobs y demodés que fundamentan artículos como este. Cualquiera puede ver que esas ideas (nacidas con Spengler, con Heidegger, con el propio Thomas Mann, con Ortega y Gasset y con Adorno y Horkheimer) han sido periclitadas por la fuerza de los acontecimientos.

Este discurso elitista obvia capciosamente una serie de hechos que contribuyen a dibujar un panorama muy distinto: en los años 30, el analfabetismo aún no estaba erradicado en Europa (y era una lacra en países como España o Italia, tan cultos, con sus cervantes y sus dantes) y la enseñanza superior era coto exclusivo de una reducidísima élite, que era la misma que leía, iba a conciertos y se paseaba por las pinacotecas. Hoy vivimos en una sociedad sin analfabetos y con un gran porcentaje de la población que ha pasado por la universidad. Los receptores y emisores culturales se han ampliado no sólo cuantitativa, sino cualitativamente. Hoy hay más novelistas, más músicos, más editoriales y más artistas que en los años 20, 30 y 40. Y, lo que es más importante: hoy hay más gente interesada por sus obras, y capaces de entenderlas y de gozarlas, que en los años 20, 30 o 40.

En los años 20, 30 y 40 yo no habría tenido ninguna posibilidad de escribir y publicar un libro, y mucho menos de trabajar en un periódico. Y sólo con mucha suerte, esfuerzo y sangre habría podido llegar a la universidad. Muchos de mis amigos que hoy son escritores proceden de familias que eran analfabetas hace dos o tres generaciones.

Lo que ha cambiado es que el público y los creadores han dejado de ser actores políticos. Es normal que así sea, puesto que ya no se identifican con una élite. Hoy, los novelistas, los músicos y los artistas se reclutan de entre todas las clases sociales y su interés no puede estar unido al destino de una burguesía rectora y poderosa. Su discurso, por tanto, se ha vuelto menos público -se ha atomizado, que dirían los sociólogos listillos- y mucho más heterogéneo. La esfera política no les interesa, ellos están a otras cosas. No quieren transformar ni perpetuar ningún mundo: sólo quieren escribir, cantar, pintar, hacer sus cosas. Y su público quiere eso de ellos: no les pide que sean referentes morales ni que les guíen en el camino a la salvación.

Y eso es cojonudo: la cultura se ha democratizado y ha perdido su carácter sagrado. Además, internet ha multiplicado exponencialmente las voces, dinamitando la hegemonía de la que disfrutaban los intelectuales como únicos actores de la esfera pública.

Lo que echan de menos César Antonio Molina y los filósofos franceses no es la cultura como tal, sino su cultura. Echan de menos los tiempos en los que ellos hablaban y los demás escuchaban. Echan de menos los tiempos en los que ellos escribían una tribuna en El País y un bloguero de tres al cuarto no tenía posibilidad alguna de rebatirle ni de debatir con él.

Echan de menos el poder, que es la droga más pegajosa que existe, por eso andan con estas empanadas mentales que suenan a los años 30.

POLLOS AL A’ST

Hace un tiempo dimos una noticia en el periódico donde echaba las tardes: la última casa de Goya que quedaba en Zaragoza, amenazada de ruina.

Tachán, tachán.

Se nos puso a todos esta cara:

¡No puede ser, cobarde de la pradera! ¡Hay que salvar esa casa in-me-dia-ta-men-te! Qué pérdida para el patrimonio, para nuestra cultura, para nuestros niños. ¿Es que queremos que nuestros hijos vivan en un mundo sin casas que fueron habitadas por Francisco de Goya y Lucientes? ¿En qué nos hemos convertido?

Así estábamos todos, rasgándonos las vestiduras (de H&M, pero compradas con cariño) y pidiendo la cabeza del director de Patrimonio y de Zapatero si no se ponía remedio en el acto, cuando una compañera —y, sin embargo, amiga— gritó:

—Mecagüenlaleche. ¿Es esa casa de la plaza de San Miguel? ¿La que tiene un garito de pollos a l’ast en los bajos? Mecagüenlahostiaputaenvinagre. Mira, como me cierren el sitio de los pollos por culpa de la mierda de Goya, me voy a cagar en las pinturas negras. Con lo que me gustan a mí los pollos de ese sitio.

Efectivamente: en la última casa de Goya que queda en pie en Zaragoza hay una tienda de pollos a l’ast. Perdón: de pollos al a’st, pues así lo anuncia el letrero, con la diéresis puesta cual brochazo goyesco allí donde buenamente ha caído. Esta circunstancia escandaliza a muchos prebostes y a muchos escandalizados profesionales. Qué infamia para la memoria de don Francisco tener toda la casa apestada a base de pollo asado y patatas panadera (y croquetas de cocido los martes).

Pero yo, claro está, estoy con mi amiga: como le quiten el sitio de los pollos al a’st para poner una tienda de recuerdos goyescos en una casa-museo ad hoc, también me cagaré en el retrato de la familia de Carlos IV.

Me encanta que hayan desaparecido las casas de Goya en Zaragoza y que la que queda en pie huela a pollo. Una de las cosas que más me gustan de esta tierra es que no está llena de reliquias, que aquí no se venera nada, que se puede ir por la calle sin pisar tumbas ni hacer reverencias.

La sociedad aragonesa tiene una sana aversión a lo sagrado de la historia. Eso redunda en un patrimonio magro, arruinado o malvendido, pero propicia un ambiente agradable y desintoxicado, poco proclive a la bronca y a la procesión.

Aquí no se venera nada. Los santuarios se construyen fuera. Y eso, a pesar de la machacona insistencia por crear santos culturales, agudizada por la candidatura de Zaragoza 2016. A mí me enferma. Cada vez que oigo mencionar a Buñuel, Goya, Ramón y Cajal, Ramón J. Sender, Gracián y los Hermanos Argensola, me entra hambre de pollo al a’st.

¿Que los aragoneses no valoran su pasado, que lo ignoran y desprecian? Afortunados ellos. Afortunados nosotros. Los hay que no pueden caminar de tan cargado de historia que llevan el petate.

Vivan los pollos al a’st.

NEW NEW LEFT

Hace mil millones de años (todo lo que pasó antes del hundimiento, de nuestro hundimiento, sucedió hace mil millones de años), cenando en una terraza con un amigo, se acercó un chaval negro vendiendo sus deuvedeses. Rechazamos su oferta cortésmente y, cuando el tipo se marchó, mi amigo dijo:

—Lo que todavía no entiendo es cómo nos tratan con respeto y no salen con machetes para cortarnos la cabeza a todos.

Ciertamente. Es una de las muchas cosas inexplicables que suceden últimamente en el mundo (otra de ellas es que yo me siga manteniendo razonablemente en pie sin recurrir a las drogas). Que unos cuantos imbéciles con sobrepeso sigamos paseándonos impunemente por las calles y que nos den los buenos días y las gracias es de todo punto incomprensible.

A Tony Judt también se lo debía parecer, pero lo disimulaba. Él no cree —hablo de él en presente por comodidad, no por ignorancia de su óbito— que las cosas se solucionen a machetazos (yo tampoco creo que se solucionen a machetazos, pero por lo menos desfogan al macheteador, y algo es algo), por lo que aboga por una especie de resignación responsable. Nos insta a elegir el mal menor, por si en un futuro puede ser germen de algo bueno y justo.

Aboga por la socialdemocracia.

Acabáramos.

La socialdemocracia, que es como sacar del arcón un jersey que te hizo tu madre hace treinta años.

Es razonable, pero indica lo mal que estamos. Quizá tan mal como para sacar los machetes (o que nos los saquen), pero eso no queda bonito en un libro. Y menos en un libro cuasipóstumo como Algo va mal.

El núcleo principal de este más que recomendable opúsculo es una paradoja en la que nadie parecía haber reparado y cuyo descubrimiento, al que se llega aplicando el simple sentido común y el razonamiento humanístico más clásico, es casi una epifanía política.

Judt repasa la doctrina neoliberal y su aplicación política desde mediados de los 80 en Occidente, que ha consistido básicamente en una reducción del Estado-nación y sus instituciones a una mínima expresión en favor de la iniciativa privada.

Dice Judt: de acuerdo. En principio, el argumento parece plausible. O, al menos debatible. El Estado asumía la gestión y la propiedad de un montón de servicios que hoy llevan empresas privadas. Según la doctrina neoliberal esto repercute en una mayor libertad para el ciudadano y una mayor eficiencia y rentabilidad en la prestación de los servicios. Puede ser, pero también desliga al ciudadano del Estado.

En un Estado del bienestar de inspiración socialdemócrata, el Estado no es una abstracción ni un concepto jurídico: está en las oficinas de correos, en la compañía eléctrica, en los ferrocarriles, en el metro y hasta en la televisión pública. Si el Estado se desentiende de todo lo que supone prestar un servicio a los ciudadanos, el sentido de pertenencia de estos a una misma sociedad se diluye. La relación entre un prestador privado de servicios y sus clientes no es ni siquiera un remedo de los lazos sociales y su consecuente sentido comunitario regido por el principio del bien común. Y si un Estado no tiene posibilidad de hacerse notar y respetar a través de instituciones y servicios que transmitan esa idea de bien común, sólo le queda un recurso: la fuerza y la coacción.

Si al Estado le quitamos todo lo que es útil y vertebra una sociedad, sólo quedan los policías. Es decir: que al desmantelar el Estado en nombre del Estado mínimo, se acaba generando un Estado Leviatán mucho más intrusivo y agresivo que el modelo que se pretendía combatir. Esa es la paradoja: al intentar eliminar la pesadilla orwelliana, se llega a ella por un atajo imprevisto.

Eso se ve en los Estados que más han avanzado en la destrucción de los logros socialdemócratas. El departamento de Homeland Security en Estados Unidos y las cámaras de vigilancia del Reino Unido -donde hace poco que se instauró la obligatoriedad del DNI, el instrumento de control político más eficaz que se conoce y al que eran radicalmente contrarios en el mundo anglosajón- son muestras de ello: los estadounidenses y los británicos viven más vigilados y más constreñidos. La policía tiene un poder que no tenía antes, y se aceptan ahora unas intrusiones en la vida privada que hace sólo quince años hubieran resultado inconcebibles.

Cabe pensar si esto es una paradoja o una estrategia deliberada: se adelgaza el Estado sólo en la parte de servicios a la comunidad, pero se engorda en el aparato represivo. Ni ejércitos ni policías han visto sus futuros cuestionados ni amenazados bajo gobiernos neoliberales. Pero la sanidad, el transporte y la educación están siempre en el punto de mira.

Judt propone un repliegue táctico: que reconozcamos los méritos de la socialdemocracia y luchemos por mantenerlos. Que perseveremos en una actitud conservadora hasta que escampe el chaparrón y podamos pasar al ataque.

No es una idea audaz, pero es una idea.

Hay una frase atribuida a Paco de Lucía que dice que la política es como tocar la guitarra: la izquierda piensa y la derecha ejecuta.

Mentira. La izquierda dejó de pensar hace mucho.

La so called izquierda ha dado sobradas muestras de parálisis cerebral en estos últimos veinte años. Una ineptitud tan grande como su complacencia y su injustificada superioridad moral. Estamos hartos de tópicos resobados que han demostrado su incorrección. Estamos hartos de supuestos pensadores que no alcanzan ni a ordenar por escrito una lista de la compra. Estamos hartos de iluminados, de jetas, de Almudena Grandes y de descubridores del Mediterráneo. Estamos hartos de los galopes de Paco Ibáñez y de las mierdas de playas llenas de pis que había bajo los adoquines de París.

Estamos hartos.

La propuesta moribunda de Tony Judt no inflamará los corazones, no invitará a ninguna Libertad a sacarse una teta para que Delacroix le haga un retrato y no inspirará a las masas para que tomen al asalto el Palacio de Invierno.

Ni falta que hace.

Pero, por lo menos, es una propuesta esforzada, honesta e intelectualmente irreprochable, que combina la realidad, el deseo y la capacidad argumentativa como pocas veces se ve en la so called izquierda. Es un punto de partida para empezar a debatir mientras los negros que venden deuvedeses afilan los machetes y nos dan al fin nuestro merecido.

BERLANGA, EL ÚLTIMO AUSTROHÚNGARO

Se ha muerto Luis García Berlanga. Ahora sí que podemos dar por desaparecido para siempre el siglo XX en España.

Qué grande Berlanga. Ya no se hacen tipos como aquellos: geniales, cáusticos, capaces de trascender la parodia de un país de mierda y construir algo grande e inmortal.

Porque ya saben ustedes que en el Imperio Austrohúngaro…

Se hablará mucho de su primera etapa en los 50, de los americanos que recibimos con alegría, de Plácido, de El verdugo y de Los jueves, milagro, que se rodó en Alhama de Aragón y en Bubierca, en la Comunidad de Calatayud. Pero yo me quedaré con el Berlanga maduro y crápula, incurablemente enfermo de su propio vitriolo. Un Berlanga que se proyecta en el marqués de Leguineche y su colección de pelos de coño. Me quedo con la trilogía nacional, especialmente con la primera parte, que es lo más parecido a un Lo que el viento se llevó del franquismo. En una literatura y un cine sin grandes relatos nacionales y de época, Berlanga atrapó, codificó y amplificó el Zeitgeist de la España de la segunda mitad del siglo XX, que todavía pervive porque los que mandaban entonces siguen mandando ahora.

Salve, maestro. Espero que tus exequias sean dignas de un emperador austrohúngaro.

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LAS PALABRAS MÁS BELLAS DEL CASTELLANO

De vez en cuando se organizan chorroconcursos para escoger las palabras más bonitas del castellano. En el último, que organizó la Escuela de Escritores, el top-10 de las más votadas quedó así: amor, libertad, paz, vida, azahar, esperanza, madre, mamá, amistad, libélula.

Mariconadas.

Cursis, recursis.

Yo sé cuáles son las palabras más bellas del castellano, y no están en ningún poema de Góngora, ni subrayadas en un libro de César Vallejo propiedad de una biblioteca pública. No aparecen en las Coplas a la muerte de mi padre ni en las Soledades de Machado. Tampoco las pronuncia ningún habitante de Macondo ni están en la carta que la Maga escribe a su hijo Rocamadour en Rayuela. Ni se molesten en buscar en Borges, ese patán ciego, ni en García Lorca, ese juerguista andaluz con la gracia subida. No son ningunos de los fósiles léxicos mesetarios que transcribió Delibes ni las declama el Marqués de Bradomín en Sonata de otoño.

Las palabras más bellas del castellano no están en ningún libro de literatura.

Las palabras más bellas del castellano nos las dijeron ayer, en una llamada de una extensión del hospital, cuando una voz pronunció: remisión completa.

Remisión completa.

Sí, ya sé que no es una curación, ya sé que todavía queda mucho camino y que esto no garantiza nada, pero es un paso necesario y fundamental. Es un éxito y la primera buena noticia que escuchamos en meses. El esfuerzo del equipo médico ha logrado una remisión completa de la enfermedad en el ecuador del tratamiento.

Sé que me quedan por escuchar otras palabras más bellas aún, pero en este momento no hay otra construcción morfosintáctica en cualquier idioma del mundo que me pueda sonar mejor.

PREMIO VOLKSWAGEN

Recibo las bases del IV Premio Literario Volkswagen – Qué Leer. Como tengo una novela en fase de últimas correcciones, le echo un vistazo a estas cosas cuando me llegan por mail, y esta es particularmente interesante (lo interesante son los 10.000 eurillos del premio, la verdad).

Para ajustarme a las bases, tendría que hacer unas leves modificaciones en mi obra, pero estoy dispuesto a venderme a la primera multinacional automovilística que pase. Soy una zorra muy sucia y barata.

El reclamo dice que premiarán novelas “que nos contagien las ganas de vivir y nos dejen pegados al asiento” (del Volkswagen, claro. No sé qué pensará la DGT de conducir y leer novelas al mismo tiempo).

Uf, ganas de vivir. Casi nada. En fin, voy a seguir leyendo, a ver si tengo alguna posibilidad:

Recordamos a los autores que el ideario de este premio defiende valores como la amistad y el optimismo, en definitiva, obras que aporten una mirada positiva y en las que el automóvil Volkwagen tenga una presencia significativa.

Amistad, optimismo y coches Volkswagen. A ver cómo reapañamos el texto para ir a por esos 10.000 euracos.

Lo de los coches Volkswagen es fácil. El programa Word me permite sustituir de una tacada unas palabras por otras. Le digo que sustituya “coche” y “vehículo” por Volkswagen. Listo. Todos los coches que aparecen en la novela tienen una marca que se ajusta a las bases del concurso.

¿Le importará al patrocinador del premio que algunos de esos Volkswagen se utilicen en la trama de mi novela para atropellar a ositos panda mientras una niña de menos de 13 años es sodomizada en el asiento trasero por un personaje que casualmente se llama Sanchezdragó (es pura coincidencia: yo escribí la escena antes de saber nada del asunto)? Confío en que no: los ositos panda gustan a todo el mundo, y no se me ocurre mejor forma que un atropello para ligarlos en la acción con los coches de la marca que apoquina los 10.000 eurípidos.

Para cumplir con el requisito de transmitir optimismo y ganas de vivir, dejaré que uno de los ositos panda sobreviva al atropello, aunque con graves laceraciones que hacen que sólo siga siendo adorable por el lado derecho, mientras que el perfil izquierdo es una masa sanguinolenta y gangrenada. Una veterinaria rubia de 18 años y 140 de talla de sostén (lo de la talla de sostén es un detalle revelador para comprender la dimensión humana del personaje) recoge al osito y lo cura. Ahí tenemos la amistad.

Pero si me quedara en la amistad estaría escribiendo una buena novela, no una novela magistral. Necesito más para llevarme los 10.000 eurazos. La veterinaria y el osito panda se enamoran.

Y follan, claro. La obra necesita su poquito de sexo. Follan, por supuesto, en un Volkswagen Passat 1.6 TDI 105 Bluemotion Basic, que sólo emite 118 gramos de CO2 por kilómetro con llantas de acero 16″ con embellecedores, neumáticos 205/55 R 16, BAS, ABS, ESP y fijaciones Isofix en plazas exteriores traseras por sólo 22.990 euros.

Gracias a sus excelentes amortiguadores, el salvaje polvo con cueros y látigos que echan la veterinaria y el osito panda apenas hace vibrar el coche, proporcionando un confort orgasmil sensacional al que contribuyen sin duda los excelentes acabados de la tapicería, cuyos tejidos son fáciles de limpiar, por lo que los personajes no se preocupan por las manchas de sangre que salpican todo el interior. Y por eso están tan optimistas (el otro requisito de las bases, transmitir optimismo).

Me queda por resolver lo de las ganas de vivir. Para ello necesito un par de asesinatos, ya que no hay nada que dé más ganas de vivir que un tipo con una motosierra a punto de descuartizarte. Para mis crímenes elijo un nuevo Volkswagen Sharan 150 CV 1.4 TSI, que con su maletero con capacidad para más de 2.000 litros es perfecto para transportar hasta tres cadáveres de adultos sin descuartizar (cinco si están desmembrados), y permite limpiar y ocultar las pruebas pasando un simple paño húmedo.

Observen qué pedazo de maletero, la de fiambres que caben aquí.

De nuevo, si me limitara a cargarme a cuatro o cinco tipos, me estaría quedando corto. No estaría resolviendo de forma brillante el precepto de transmitir las ganas de vivir. Por lo que los cadáveres, mientras son transportados en el nuevo Volkswagen Sharan 150 CV 1.4 TSI, resucitan convertidos en zombis y devoran al conductor y a un señor que estaba trabajando en una garita de peaje de una autopista. ¿Qué puede transmitir más ganas de vivir que un zombi, que vive después de muerto?

Y también he resuelto el requisito de aportar una mirada positiva: si la diñas asesinado, siempre puedes comerte el cerebro de tu asesino cuando resucites convertido en zombi.

Creo que con estos pequeños retoques estoy listo para ir a por los 10.000 euros. Juan Manuel de Prada, ni te molestes en presentarte, que te voy a barrer.

EL CONFORMISMO REVOLUCIONARIO

Félix me informa de las novedades del otoño literario, del que ando un poco descolgado por razones ajenas a esta empresa, y mientras, Eva me prepara un lote de cuentos para Pablo que casi me hace llorar. Los amigos de la librería Los Portadores de Sueños son magníficos. A Pablo le gusta especialmente el cuento de Maisy, en el que el cocodrilo Rodrigo y los demás amigos de la panda de Maisy ensayan una función, y bailan y hacen trucos de magia y acrobacias en las páginas animadas del libro. Gracias, Eva, de verdad, no sabes las risas que le has arrancado a Pablete.

Para mí, para las largas vigilias que me esperan, me llevo unos cuantos tochetes que me recomienda Félix y el nuevo de Adam Zagajewski que ha traducido Acantilado: Solidaridad y soledad.

De Zagajewski, poeta y ensayista polaco, había leído tiempo ha Dos ciudades, que me gustó mucho, y En defensa del fervor, que me gustó un poco menos. Este es un conjunto de artículos y reflexiones que publicó en los años 80, cuando Polonia se deshacía para volverse a hacer, y él lo miraba todo desde la distancia de su exilio parisino.

Zagajewski quiere ser un Orwell polaco, pero se queda a medias. Esto no importaría mucho si no dejara caer cada tres líneas su pretensión de ser un Orwell polaco. No erraba en la comparación: Zagajewski fue relegado a una incómoda tierra de nadie en la intelectualidad polaca. En su juventud universitaria siguió los pasos de Adam Michnik y de la oposición renovadora del régimen, pero más tarde se distanció. Como a Orwell, a Zagajewski le repele la vida cuartelera de partido y tiene el intolerable vicio de decir lo que piensa. Por tanto, no se sentía cómodo ni entre los intelectuales ni entre los obreros encuadrados en Solidaridad. De ahí el título de este libro, que no es más que la descarga de una frustración y, quizá, la justificación de una cobardía: la de la incapacidad de negar la individualidad en pos de un objetivo común supuestamente superior. Le gusta definirse como disidente de los disidentes.

Sobre los opositores de los años 70 dice:

Ciertamente había mucha vanidad en aquellas posturas y mucho conformismo en aquel inconformismo, ya que el premio por los actos valientes y útiles era la admiración.

Es difícil no pensar en ciertos héroes antifranquistas españoles.

De acuerdo: Zagajwski no tiene la grandeza de Orwell, ni ha sufrido la soledad y el destierro auténticos que padeció el autor de Rebelión en la granja -detestado por la izquierda, que le consideraba un traidor derechista, y detestado por la derecha, que le consideraba un comunista asqueroso-, pero al menos Polonia ha tenido un remedo de Orwell. Es decir, ha tenido un pensador-literato honesto, limpio y capaz de expresar su propio pensamiento sin afán por agradar a unos ni miedo por incomodar a otros. ¿Quién puede ser el escritor equivalente en España? ¿Quién está libre de pecado en este país?

SALVATION ARMY

Aún no me he recuperado del susto, la congoja me impide tragar saliva. Lean, si tienen redaños, este párrafo aterrador:

El 64% de los adolescentes cuelga imágenes privadas (tanto propias como ajenas) en Internet, sin ninguna protección. El 14% asegura haber recibido proposiciones sexuales; y el 11%, insultos y amenazas a través de la Red. Además, reconocen que sus padres apenas controlan el uso que hacen de la Red. Seis de cada 10 menores navegan sin que ningún adulto se meta con el tiempo que permanecen conectados ni con lo que hacen en Internet.

¡No, no, no y mil veces no! ¡Rayos, truenos y centellas!

Resulta que seis de cada 10 menores navegan sin que ningún adulto se meta con el tiempo que permanecen conectados ni con lo que hacen en internet.

¿Sabían ustedes esto? Qué cosa tan terrible. Espero que aún estemos a tiempo, con un plan de evangelización intensiva, de salvar a un número suficiente de ovejas descarriadas, marcharnos con ellas al oeste y fundar una Nueva Jerusalén basada en el trabajo duro, los pantalones con tirantes y los matrimonios entre primos hermanos que se dediquen a procrear muchos hijos para repoblar la tierra de jóvenes sanos y santos que no naveguen sin que ningún adulto se meta con el tiempo que permanecen conectados ni con lo que hacen en internet.

Para la Defensora del Pueblo, la situación es de emergencia, debido a la preocupante “exposición de los menores a contenidos nocivos” (literal), y por ello pide que se cree una “autoridad audiovisual independiente para proteger los derechos de los menores” (de nuevo, literal).

¿Los derechos a qué? ¿El derecho a navegar por internet sin que la jeta de su progenitor asome por encima de su hombro, por ejemplo?

El informe del Defensor del Pueblo y Unicef hace otra revelación apocalíptica: dice que los menores “han interiorizado tanto el uso de las nuevas tecnologías que ya no podrían prescindir de ellas”.

Cáspita, eso sí que es grave. Si hay un apagón masivo y fallan todas las centrales eléctricas del mundo, estos pobres chicos no sabrán defenderse en la vida. ¿Cómo van a ir por allí sin saber utilizar un ábaco, un compás con cartabón, una brújula o un sextante? Se perderán sin dominar el sagrado arte de la caligrafía inglesa, la correcta redacción de una misiva comercial o el uso de una cámara de fotos analógica con carrete. Qué desastre. ¿Cómo hemos llegado a una situación en la que ya no podemos prescindir de las nuevas tecnologías?

Porque, por supuesto, es necesario saber prescindir de ellas. Como a buen seguro la Defensora del Pueblo sabría prescindir de la calefacción, el agua caliente, la cocina de vitrocerámica, la olla exprés, el ascensor y el automóvil. ¿O es que la Defensora del Pueblo ha interiorizado tanto el uso de esas tecnologías que ya no puede prescindir de ellas? Por dios, señora, hágaselo mirar, váyase a una clínica o pase un tiempo viviendo con los indios hopi en una casa de excrementos de ñu para curarse de su dependencia enferma.

¿Por qué habrían de prescindir los jóvenes y los no jóvenes del uso de las nuevas tecnologías? No nos lo dicen. Sólo aseguran que nuestra dependencia de ellas es nociva. Sin embargo, la luz eléctrica, la ropa fabricada en grandes cadenas textiles, las freidoras y las autopistas de peaje no suponen ningún problema. Sólo internet y la tele son el mal. Por lo visto, hay tecnologías buenas y tecnologías malas. Y son los nuevos sacerdotes quienes discriminan unas de las otras. The road to hell and the road to heaven.

Nunca entenderé esta obsesión por salvar y evangelizar a los jóvenes, inventando para ellos todo tipo de peligros imaginarios y obviando que la mayoría tiene el enemigo en casa en forma de progenitores culones, defraudadores de impuestos, autoritarios, malcarados, beatones, hipócritas, infantiles, analfabetos sentimentales y egoístas.

Cuando empezó a funcionar el ferrocarril, se publicaron informes muy científicos que decían que a la grandísima velocidad a la que circulaba el nuevo transporte (unos 25 kilómetros por hora), los átomos del cuerpo se disgregaban. Era un invento del demonio.

Cuando se popularizó el cine, muchas voces clamaron contra su inmoralidad y lamentaron que los jóvenes, que antes pasaban el tiempo en la calle torturando a reptiles y masturbándose en sana comunidad, prefiriesen encerrarse en un lugar enmoquetado e insalubre a llenarse la cabeza de distracciones funestas e imbéciles.

Y cuando llegó la tele… And so on and on and on.

¿Nos tenemos que resignar a escuchar las quejas engoladas de este Salvation Army cada vez que aparece un nuevo invento en el mercado?

Jóvenes del mundo, desde el púlpito de mi vejez prematura os digo: no hagáis caso a los neopredicadores. Procurad estar bien hidratados, encended una luz indirecta para proteger los ojos, tened a mano un paquete de kleenex para después y, tras estas precauciones mínimas, dadle sin tasa al placer manual y disfrutar de la inagotable y gratuita oferta pornográfica que tenéis a vuestra disposición. Y si sentís que esta adicción os hace enfermar socialmente, acudid a la consulta de esta enfermera, que os curará:

ATENCIÓN AL CLIENTE

Voy a llamar al Hablar por hablar para contarles mis penas burocráticas. O mejor, las cuento aquí, que no tengo que esperar a que me cojan la llamada.

En mi nueva condición de trabajador por cuenta propia, escucho los cantos de sirena de los anuncios de la tele y, desasido del mástil, corro hacia ellas. Me voy a una tienda de mi compañía telefónica (no escribiré su nombre para que no salga perjudicada. Sólo diré que empieza por Movi y termina por Star) y pido que me pasen mi contrato a uno de profesionales autónomos, a ver si de paso me regalan un movilico de esos muy pijos. Miro con cara tierna la vitrina de los iPods, pero ya me anticipan que esos no los regalan.

En fin, que hago la solicitud, relleno los papeles, entrego todos los documentos que me piden y consigo que me regalen una Blackberry molona. Stupendo, les digo. Stupendo, me responden. Ahora no la tenemos aquí, te llamamos en un par de días cuando esté todo listo.

Contento y confiado, dejo pasar un par de días. Y luego tres. Y luego cuatro. Y luego toda una semana. Y al octavo sol, con humildad perruna, regreso a la tienda. Una chica se acuerda súbitamente de mí y saca de un cajón todos los papeles que les había entregado:

-No hemos podido hacerlo porque nos dicen que tienes que llamar al 1004, que en la tienda no podemos hacerte el cambio este.

-¿Y por qué no me han llamado? -inquiero, sin ánimo de molestar. La chica se encoge de hombros y esboza un escupitajo. Precavido, para no recibir el esputo, me marcho y marco el 1004.

Espero.

Sigo esperando.

Más espera.

Por favor, marque su número.

Marco y espero.

Sigo esperando.

Me ofrecen un menú en el que no puedo escoger ninguna de las opciones. Me dicen que me pasan con una operadora.

Espero.

Sigo esperando.

Espero un poco más.

-Hola, buenos días, soy Churry Velópez, ¿en qué puedo ayudarle?

Explico largo y tendido mi problema.

-No le habrán dicho que llame al 1004, le habrán dicho que llame al (número que no retengo).

-Sabré yo lo que me han dicho, señorita Velópez.

-Bueno, espero un momento, que le paso con el departamento correspondiente.

Espero.

Sigo esperando.

Vuelvo a esperar.

-Hola, buenos días, le atiende Jeriberto Geraniez, ¿en qué puedo ayudarle?

Reitero mi explicación de nuevo.

-No, pero le han pasado mal. Espere un momento, que le remito al departamento que gestiona sus tontadas.

Espero.

Vuelvo a esperar.

Sigo esperando.

Un poco más.

-Un momento, no se retire.

Espero.

Sigo esperando.

Descuelgan.

-Hola, buenos días -digo.

-¿Cómo que buenos días? -me responden-. Este no es el departamento de buenos días. Aquí sólo damos las buenas tardes. Espere, que voy a intentar pasarle.

(espera bis)

-Hola, buenos días, soy Adán Carpetovénez, ¿en qué puedo ayudarle?

-Sí, mire…

-No, para mirar se ha equivocado. Espere, que le paso.

(espera bis)

-Hola, buenos días, soy Poncio Castillalamanchez, ¿en qué puedo ayudarle?

-Si, oiga…

-Ay, qué lástima. Este es el departamento de escuche, aquí no oímos. Espere, que voy a intentar pasarle.

(espera bis)

-Hola, buenos días, soy Churry Velópez, ¿en qué puedo ayudarle?

-¿Churry Velópez? Pero si con usted ya he hablado. ¿Cómo le va la vida?

-Bien, gracias a dios, padre estuvo enfermo, pero las tías dicen que ya sanó. Así que hemos vuelto al principio.

-Eso parece. Bueno, voy a intentar pasarle de nuevo.

-Gracias.

(espera bis)

-Hola, buenos días, soy Caius Lucius, ¿en qué puedo ayudarle?

Le cuento mi problema sin usar imperativos.

-Pero es que eso que usted pide no se puede hacer aquí, tendrá que ir a una tienda.

-¡Pero si ya fui a una tienda y me han remitido aquí!

-Cuánto lo siento, capullo de mierden. ¿Quiere dejar una reclamación? Espere, que voy a por papel higiénico para tomar nota de ella.

Dejo una reclamación y me voy a otra tienda. Por suerte, en ella hay una chica simpática y eficiente. Tan eficiente, que creo que quiere ligar conmigo. Ella me da la clave del asunto:

-Lo mejor es que llames al 1004, digas que te quieres dar de baja, y entonces te harán una oferta chula. Y con esa oferta, vienes aquí, y te la tramito.

Eso hago. Llamo de nuevo al 1004, con todo el dolor de mi corazón.

Espero.

Sigo esperando.

Más espera.

Por favor, marque su número.

Marco y espero.

Sigo esperando.

Me ofrecen un menú en el que no puedo escoger ninguna de las opciones. Me dicen que me pasan con una operadora.

Espero.

Sigo esperando.

Espero un poco más.

-Hola, buenos días, soy Macías Homologuez, ¿en qué puedo ayudarle?

-¡Baja, baja, quiero darme de baja, no me líe!

-Disculpe, señor, ¿podría decirme los motivos por los que quiere abandonarnos?

-¡Ya no lo sé, estoy perdiendo la noción de mi mismo! ¿Cuántos son 400 dracmas?

-Cálmese, señor Sermio do Piolino. ¿Qué ofertas podemos ofrecerle?

-Joder, y yo qué sé. Háganme una oferta y ya veré.

-No se retire, que voy a consultar.

Espero.

Sigo esperando.

Más espera.

Por favor, marque su número.

Marco y espero.

Sigo esperando.

Sigo esperando.

Espero un poco más.

-Disculpe, pero para poder negociar las ofertas necesitamos que envíe esta documentación a una dirección de correo electrónico, y al final del camino de baldosas amarillas encontrará un buzón donde se depositan todos los sueños de los niños del país de Nuncajamás. Si el suyo coincide con el de ellos, podrá franquear la puerta mágica y, en un plazo de seis a siete meses obtendrá una respuesta a sus deseos más ocultos.

Colgué, aterrado, bañado en sudor frío.

Enciendo la tele. Un anuncio: “Pásate a nuestra tarifa de autónomos de Movistar”.

AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHH. ¡Pero si es lo que llevo intentando hacer nueve días, capullos de mierden!

Cinco minutos después llamé a Vodafone, y ahora tengo un pedazo de smartphone último modelo que me han regalado por esquirol. Tenía que haber hecho eso desde el principio.

PERRO COME PERRO

La serie de El País sobre el periodismo que se hace caquitas (y caquitas acuosas, que zurullos gordotes siempre ha deposicionado con alegría) ha tenido un momento de gloria en la entrevista a Giovanni di Lorenzo, director del semanario alemán Die Zeit. Ha sido el triunfo del sentido común en un terreno donde escasea mucho.

Resulta que, en un momento de pánico cagaleroso, cuando las tiradas de los periódicos han caído tanto que ya no pueden disimular su bajada con ninguna de las triquiñuelas habituales (suscripciones masivas de la administración pública a cargo del gobierno amigo y a cambio de algún favor en forma de entrevísteme-usted-a-este-ministro-y-que-salga-muy-guapo, regalos de ejemplares en las puertas de las universidades -como hace El Mundo, sin lograr que los estudiantes se lleven un producto que no quieren ni gratis- y otras ayuditas gubernamentales), hay un semanario alemán llamado Die Zeit que presume de haber incrementado su difusión en un 60% y su facturación empresarial, en un 70%. Maravillados, los atribulados señores de El País, que cada año ven menguados sus otrora magníficos sueldos, le preguntan el secreto de su éxito. Y Di Lorenzo les responde esto:

¿Cómo lo hemos conseguido? Desoyendo todo lo que nos aconsejaron los asesores de medios. Seguimos haciendo textos muy largos, no nos adaptamos a las modas y continuamos haciendo un periódico bastante difícil. Creo que esta fue una de las razones de nuestro éxito. En un momento en el que la gente necesita orientación, se dirige a medios que no han cedido ante compromisos.

In others words: haciendo periodismo, que es lo que han dejado de hacer los periódicos. Mientras los demás se dedicaban a vender vajillas, cafeteras Nespresso y pelis de Paco Martínez Soria, Die Zeit hacía periodismo. Periodismo: ¿se acuerdan de cómo se hacía eso?

Subrayo la expresión “desoyendo todo lo que nos aconsejaron los asesores de medios”. Algo que resultará ajeno al público en general, pero que es muy familiar para los que hemos pasado buena parte de nuestra vida en la redacción de algún periódico.

Los asesores de medios son una versión sofisticada de los vendedores de enciclopedias. Llaman a la puerta de un anciano asustado y parapetado en un brasero y les convencen de la necesidad de gastar el importe íntegro de su pensión en una estupenda colección de cuarenta volúmenes ilustrados con las vidas de los mil botánicos más influyentes de la Grecia clásica. El anciano acaba arruinado, pero sintiéndose muy culto y preparado para afrontar los retos del futuro, y el asesor de medios busca otro domicilio con otro anciano asustado al que colocarle otros tochos.

En los periódicos pasa más o menos lo mismo. La empresa, asustadísima por el descenso de la tirada y de la publicidad, recibe la visita de unos señores muy bien vestidos que exhiben unas titulaciones muy rimbombantes obtenidas en una universidad privada (imprescindible que sea privada). En su maletín llevan un ordenador Apple (pero es atrezo, en realidad, no funciona), y unas magníficas presentaciones en Powerpoint. Estos señores, cuyos nombres no suenan a nadie porque jamás han estampado su firma en periódico alguno y nunca jamás han hecho una entrevista o asistido a una rueda de prensa o entregado un artículo al cierre de una edición, reúnen a jefes, jefecillos y plumillas y les dicen, con grandes sonrisas de dientes de oro, todo lo que hacen mal. No mal, rematadamente mal. Fíjense: su trabajo es un desastre, son ustedes unos mierdas, no me extraña que su medio se vea como se ve.

Pero no se preocupen -proclaman cambiando súbitamente el tono-: por suerte, estamos aquí para solucionar sus problemas. Y entonces proponen cuatro o cinco sandeces, que suelen resumirse en la fórmula: “Textos corticos, foticos grandes y no usar palabras de más de dos sílabas, y si no se usan palabras, mejor”.

Y, tras preguntar dónde queda el departamento de contabilidad para cobrar la factura y las dietas -incluida la comilona que se han zampado en el mejor restaurante de la ciudad-, salen por la puerta en busca de otro periódico asustado y en apuros.

¿Realmente es tan extraño que un periódico que no ha hecho caso a estos timadores con alta en la seguridad social le vayan las cosas bien?

El futuro de la prensa está muy negro, pero no se crean nada de lo que dicen los plañideros: el periodismo ha muerto a manos de los periodistas. No ha hecho falta ninguna ayuda externa. Ellos solos (nosotros solos, debería incluirme en el mea culpa) se han bastado para aniquilar su negocio, convirtiéndolo en hojas de promoción de los políticos arribistas, infantilizando a los lectores, estafándoles al ofrecerles como información lo que no es más que burda promoción y autobombo, y, finalmente, renunciando a fabricar un producto periodístico y dedicándose a vender sartenes y estufas rústicas de colección.

Luego dirán que si internet y que si el público les ha dado la espalda porque ya no lee. No señores: son ustedes los que hace mucho tiempo que dieron la espalda al público.

Y ahora, si me disculpan, me voy a matricular en la escuela de idiomas, a ver si aprendo alemán rapidito y puedo remitir un currículum a Die Zeit.