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ESTA SEMANA, EN MADRID…

Todos ustedes serán bienvenidos. Y les recuerdo que Tipos Infames también vende vino, por lo que se abrirán unas botellas para brindar. Les espero.

FÍATE DE LOS CURSIS

Con la venia, señoría, yo, Sergio del Molino, que ejerzo mi propia defensa, aporto aquí la prueba número uno:

«Con ese aspecto de chico tan educado que tienes, dicho sea esto con todo el cariño del mundo, la verdad es que impacta ese sexo tan duro que hay en tu novela».

Miguel Mena, en espléndida entrevista a mi personita educada en la Cadena Ser Aragón, el pasado 1 de abril (se puede escuchar aquí, es la última media hora del podcast).

Esta es la prueba número dos:

siempre me arrepentiré de no pararte cuando te vi paseando pos Sagasta para decirte lo mucho qué me gusto El Restaurante.

pero claro esa misantropía de la que tanto alardeas, cualquiera te dice nada jajajaj….y firmadito por ti.

, hace unos días, en conversación mantenida en Twitter.

Y, finalmente, prueba número tres:

Después de leer la primera novela del escritor Sergio del Molino (…) se hace un poco complejo mirarle a la cara. Da la impresión, terrible impresión, de que cualquier cosa que se le diga va a resultar vana. Luego resulta que no: el mozo no se come a nadie. Pero asusta.

Pablo Ferrer, reportaje sobre mi novelita y mi personita en el Mondosonoro de abril, pegado aquí debajo.

Señoría, podría aportar algunas pruebas y testimonios más, pero las considero redundantes. A la vista de estos documentos, se puede concluir que existen estas creencias generalizadas:

a) Las personas educadas practican coitos educados. El sexo salvaje es propio de quienes no son educados (prueba uno).

b) Sergio del Molino alardea (mucho) de misantropía. Por tanto, sus libros no proyectan la imagen de una persona educada, sino de alguien que tiene por costumbre escupir a quienes le abordan por la calle (prueba dos).

c) Cualquier cosa que se le diga a Sergio del Molino va a resultar vana (prueba tres).

Pues vaya imbécil, el tal Sergio del Molino. En el mejor de los casos, es un pervertido reprimido bajo una máscara de simpatía y buenos modales, y en el peor, un ogro que odia a todo el mundo, está lleno de mezquindad y reza por que llegue una guerra nuclear.

Y que conste que estos documentos surgen del cariño y como muestras de tal los tomo, no son agresiones a mi persona, no me he vuelto loco. Simplemente, quiero apoyarme en estos ejemplos precisamente porque están enunciados por personas que aprecian mi trabajo (y yo los acojo con gratitud, que quede subrayado).

Estas pruebas me han hecho pensar, pero me gustaría que el jurado las valorase como la validación del prejuicio social que representan. Es decir, que las aporto no para que me juzguen a mí, sino para que interpreten cómo funcionan los arquetipos y hasta qué punto nos impiden disfrutar de una mirada razonable y franca sobre el mundo y los personajes que lo sufren.

Me remontaré bastante en el tiempo, a la época en la que sólo era o intentaba ser periodista, aunque acababa de ganar un premio literario y empezaba a balbucear cosas letraheridas fuera de las páginas del periódico (y de los cajones de mi escritorio). En aquellos primeros y atolondrados pasos por el mundillo cultureta, me ofrecieron presentar una novela de Hernán Migoya. Era su primera aparición literaria desde el escándalo de Todas putas (como recordarán, en 2003, la directora del Instituto de la Mujer fue machacada porque, antes de acceder al cargo, había publicado este librito de cuentos considerado misógino, en un delirio gritón en el que se mezclaron política, literatura, puritanismo hipócrita y una profunda estupidez). Aceptar la invitación me costó el acoso cansino e irritante de una compañera, que aprovechó que yo había escrito algún cuento con cierto aire pornográfico para insultarme constantemente y tildarme de machista y fascista y no sé cuántas cosas más terminadas en -ista. Era como algunos trolls de internet, persistente y aburrida, y me llegó a molestar mucho. Por suerte para ella, como bien sabe Miguel Mena, soy muy educado y no me gusta discutir idioteces ni gastar esfuerzos retóricos en ladrar contra un muro.

Por supuesto, esta chica ni había leído a Migoya ni sabía mucho más del asunto que lo que se había bramado en la tele: Migoya, machista, violador, capullo. Y yo, por alusiones, también. Desde entonces, cada vez que salía una polla o un coño con estas letras en un texto mío, esta chica me señalaba con el dedo y me llamaba ‘migoyo’. Es decir: violador, machista, falócrata, aprendiz de Hitler.

Como mi estilo tiende a lo directo, exploro un humor que a veces es cáustico, me gusta la literatura pornográfica y suelo expresar mis opiniones con vehemencia cuando escribo, estoy más que acostumbrado a que se me tome por un monstruo que alardea de misantropía (sic). El estilo dibuja al personaje. Algún crítico incluso ha abogado en sus reseñas por darme dos hostias porque al leerme me pintaba como un matón fascista o un petimetre provocador. Incluso instaba a los lectores a dármelas si lo creían necesario. Confieso que esas cosas me cabrean muchísimo, no hay nada que deteste más que un perdonavidas grosero.

No hay contradicción entre mi persona y mi literatura. No soy un Doctor Jeckyll que se transforma en Mister Hyde cuando se pone a teclear. No pongo por escrito lo que no me atrevo a decir en una conversación. Mi literatura soy yo, y en lo que algunos lectores identifican como salvajismos no hay más que un deseo por alcanzar cierta verdad estética, por parir páginas honestas. Y eso, señores, es ser educado. Yo tengo buenos modales en la conversación y en mis libros. Trato a mis lectores con el mismo respeto con el que trato a mis interlocutores.

Alberto Olmos (quien, además de ser un chico más educado incluso que yo, presentará mi libro en Madrid la semana que viene, junto a mi amigo Alberto de Frutos; será una presentación de Albertos) sostiene que un estilo literario cursi suele delatar a un hijo de puta. No es una norma que se cumpla siempre, pero somos muchos quienes hemos aprendido a desconfiar de los cursis. Alguien cursi y exaltado está construyendo una imagen sublime e inmaculada de sí mismo, quiere ser tomado por alguien puro, por alguien santo. La cursilería es el camino de la santidad. Por tanto, lo cursi sólo puede ser una piel de cordero. Yo he conocido a unos cuantos autores rematadamente cursis y delicados que han demostrado ser unos nazis implacables, tipos a quienes no les tiembla la mano a la hora de apuñalar a su amigo o de vender a su madre.

Todos los fascistas procuran rodearse de una corte de poetastros y bardos cursis. Nerón era un cursi. Hitler era un cursi. Franco, cineasta en Raza, era un cursi.

Fíate de los cursis.

En cambio, he conocido a unos cuantos autores considerados broncos, o cuyo estilo se vende como agresivo y afilado, y casi todos son tipos de lo más amigable, con los que da gusto beber y charlar.

Otra prueba: los escritores cursis suelen estar muy apegados al poder. De hecho, el poder es un catalizador de cursilería. Los no cursis tienden a ir por libre.

Aquella misma compañera que me afeaba mis compadreos con Migoya, tenía el verbo exaltado y cursi por lo general, y demostró con el tiempo que tampoco era de fiar, que su mano temblaba mucho menos que su pluma a la hora de guardar cadáveres en el armario.

Once again: fíate de los cursis y de los defensores de la moral y de las buenas costumbres.

Lo cursi es una falta de respeto al lector, es una forma de insulto tanto más grave cuanto que está pensada para que el insultado no se dé por aludido. Es esquinera y ladina. Yo, como lector y como persona, me siento mucho más respetado por un Henry Miller violento y pornográfico que por un Manuel Rivas bucólico y soñador. Tanto para leerlo como para tomarme unas cañas, prefiero mil veces a Miller.

Así que no se sorprendan por encontrarme tan educado y formal en las distancias cortas: en mi literatura también soy educado y trato con el debido respeto a mi lector. Por eso no le vendo humo, por eso intento darle literatura, no palabras en conserva. Que lo consiga o no es otra cuestión, pero al menos lo intento, nadie podrá acusarme de lo contrario.

LA SOLIDARIDAD HA FRACASADO

«La solidaridad ha fracasado», dice el prota de la última novela de Alberto Olmos, Ejército enemigo, en una frase que se quiere escandalosa para cierta izquierda gazmoña. «La solidaridad ha fracasado» es también la tesis contundente y sin fisuras que se maneja en un libro de título no menos provocativo: Blanco bueno busca negro pobre. El subtítulo, por si no había quedado suficientemente claro: Una crítica a los organismos de cooperación y las ONG.

Su autor se llama Gustau Nerín, un antropólogo que vive entre Guinea Ecuatorial y Barcelona de quien tuve conocimiento cuando publiqué mis Soldados en el jardín de la paz. Él acababa de sacar un relato novelado sobre el período colonial en la región continental de lo que entonces se llamaba Guinea Española y mostró interés por mi historia de alemanes, aunque le avisé de que la parte africana de mi libro era puramente circunstancial, un mero punto de partida. Fue entonces cuando sentí curiosidad por sus libros, pero este en concreto me lo recomendó el incansable Severiano Delgado.

Es difícil no compartir la tesis del libro, aunque me cuesta mucho empatizar con su forma. Y la enunciación no se puede descuidar en una argumentación. La forma puede invalidar el fondo.

La cuestión es relativamente sencilla: por más recursos que los países ricos destinen a cooperación en los países pobres, el transcurso de los años no se traduce en avances económicos para estas últimas sociedades. Al contrario, la brecha es cada vez más grande. No es un problema de cantidad de dinero, sino de concepto: los países más dependientes de la ayuda exterior son los que tienen más problemas para salir adelante. En parte, porque se ha demostrado que la cooperación exacerba los problemas económicos de las sociedades, impidiendo el desarrollo de mercados agrarios. El envío masivo e indiscriminado de alimentos gratuitos a muchas zonas provoca la ruina de los productores locales, que no pueden colocar sus alimentos.

Pero, sobre todo, la cooperación ha fracasado porque se ha asimilado a la política exterior de las antiguas metrópolis y es un instrumento más de su diplomacia o de su estrategia comercial. Por eso, España destina más recursos a aquellos países con los que tiene intereses, aunque no sean necesariamente los más pobres ni los que más reclamen la ayuda. Dice Nerín que el Estado español financia muchos programas de desarrollo en Mozambique porque le interesa mantener unas relaciones excelentes con un país del que depende la actividad de los buques pesqueros gallegos y vascos en sus aguas, y desatiende a otras naciones mucho más miserables en las que no tiene ningún interés.

Esto lo dice Nerín, y suena lógico y sensato. Su filípica contra el modelo de solidaridad es persuasiva y convincente, y se nota que se basa en un conocimiento excepcional del terreno. En este libro están condensados años de frustraciones y de amarguras vividas en la misma África. En ese sentido, es valioso porque se trata de un testimonio en primera persona enunciado sobre el terreno. Pero eso no basta para construir un alegato que se quiere totalizador.

Como saben todos los historiadores que leen mis tontadas, la historiografía distingue entre fuentes primarias y secundarias. En teoría, un libro es siempre una fuente secundaria, parte de una bibliografía que complementa una investigación —que ha de estar basada en fuentes primarias: documentos, testimonios, papelujos de archivos, chatarra de desván…—. Sin embargo, un historiador tendría muy difícil tratar este material como fuente secundaria, aunque sería valioso como fuente primaria, como las opiniones autorizadas de un testigo. Pero esas opiniones tendrían que ser corroboradas o refutadas con otros materiales. A este libro, para ser el libro potente que aspira a ser, le falta el contraste con los datos. Le falta método científico.

Es cierto que se trata de un texto divulgativo, pensado para el gran público. Pero eso no exime del rigor. En este volumen hay demasiadas historias sin documentar, demasiadas anécdotas apócrifas, demasiado c0tilleo sin mención de fecha o de lugar, demasiada malicia sin referencia.

Todos hemos sido testigos de escenas indignas e indignantes. Yo he oído a probos, doctos y muy morales caballeros elogiar los talentos sumisos y complacientes de las putas de Cuba y de Senegal. Todos conocemos cotilleos y muertos en los armarios de las alcobas más pías, pero no podemos sustentar una tesis seria con ellos. Quizá podamos diseminar una o dos anécdotas a modo de ejemplo, pero siempre que sean prescindibles, que se limiten a subrayar lo que estamos exponiendo y que vayan acompañadas por hechos fehacientes y contrastados. Pero si sólo tenemos cotilleos, no tenemos nada, aparte de resentimiento.

Y el resentimiento puede incluso estar bien, de verdad. Puede ser una fuerza poderosa y motivadora, pero no basta para convencer a nadie de nada. El resentimiento no tiene capacidad argumentativa. Sí que puede engendrar grandes novelas o grandísimas piezas literarias, porque la literatura, como tal —y la narrativa muy en particular—, no busca convencer, no es parte de un debate. Un novelista quiere compartir una mirada sobre la vida, no imponerla ni incorporarla a la discusión pública. Y esa mirada puede ser todo lo torva y maliciosa que quiera sin que su malicia destroce el mérito literario. Es más, probablemente, lo engrandecerá. Pero un ensayo, incluso un ensayo ideológico (quizá, especialmente un ensayo ideológico) necesita fundamentos y referencias en los que anclarse.

No dudo de las tesis que defiende Nerín en su libro, pero no me valen si no vienen verificadas. No hay un solo dato en todo el libro, y no sé por qué no lo hay. Una propuesta tan provocadora y tajante debe estar bien cimentada, si no, es sólo un grito, cháchara de taxista. En resumen: no se puede deslegitimar el tinglado de la cooperación diciendo que muchos cooperantes son unos pijos y unos golfos, de la misma forma que no puedo deslegitimar la literatura diciendo que casi todos los escritores son unos envidiosos peseteros y amantes de arrimarse a las braguetas de los políticos. Hay que ir más allá, hay que decir quién, dónde, cómo y por qué. Hay que dar cifras y enlazar causas con efectos. La maledicencia aliña una buena conversación entre amigos, pero no construye paradigmas.

Al menos, eso pienso yo. Y no entiendo por qué Nerín echa a perder su tesis —que considero cierta, pero más por intuición que por deducción, y porque me fío de alguien que conoce el asunto en carne propia— renunciando al trabajo intelectual y rebajando su ensayo a la categoría de panfleto.

ONCE LIBROS DE DOS MIL ONCE

Como buen desordenado que soy, me gusta hacer listas. Así me creo una ficción de orden, jerarquizo el mundo y me convenzo de que el caos que hay en mi mesa y en mi ordenador tiene un significado que sólo yo soy capaz de ver. Por eso, y porque me apetecía recapitular, que estas fechas son muy de recapitular, les ofrezco esta lista de mis once mejores libros de 2011. Con varias advertencias preliminares.

La primera es que se trata de libros editados en 2011, con el ISBN inscrito en este año. No es, por tanto, una lista de los libros que más me han gustado del 2011, pues este año he leído muchos otros publicados otros años e incluso editados en otros siglos. Y puedo decir que bastantes de esos me han gustado mucho más que la mayoría de los que están en esta lista, pero quiero ceñirme a lo que ha pasado este año, a las latest news. Lo pretérito lo guardaré para mí.

La segunda salvedad es que he procurado escoger libros que he reseñado en este blog. Hay algunos títulos editados en 2011 que me han gustado bastante pero que no he comentado aquí, porque no voy a compartir todo lo que leo, algo me tendré que guardar para mí. Esos, con una excepción que verán a su debido tiempo, se han quedado fuera de los candidatos al top-11.

La tercera salvedad tiene que ver con las editoriales. Ya saben ustedes que soy un lector escorado hacia la edición independiente y pequeñita, y que, por norma general, no me encontrarán husmeando entre los más vendidos de las librerías. He procurado que esa vocación se refleje en la lista, y eso me ha obligado a dejar fuera algunos títulos de una editorial en concreto para que la cosa quede variadita. Me refiero a Libros del Silencio. Algunas de las mejores cosas que me he llevado a los ojos en 2011 llevan su sello, y por eso, tres de los once títulos les pertenecen. Me he reprimido para no incluir dos o tres más. Lamentablemente, al final he descubierto que las editoriales majors no lo son sólo por su volumen de facturación, sino porque son capaces de atraer a los mejores y más eficaces escritores, con más oficio y veteranía. Por eso, al final, Mondadori, Tusquets —dos títulos cada uno— y Seix Barral tienen su hueco en la lista. Decencia obliga.

Y la cuarta y última advertencia tiene que ver con mis limitaciones: no he leído ni El mapa y el territorio, de Houellebecq, ni Libertad, de Franzen, consideradas por muchos críticos como lo mejorcito del año. Yo no puedo juzgarlas. Es ocioso decirlo, pero hablo de lo que leo, no de lo que otros dicen que hay que leer.

Por último, el orden sí indica preferencia. Es una jerarquía, y la cosa va de menos a más agrado. Las razones, en cada escalón. Ah, y se me olvidaba: en aras de la transparencia, añado al final una nota de mi relación con los autores, tal y como hace Vicente Luis Mora en su blog. Para que luego no digan que si mira tú qué tal y pascual.

TOP 11.

Antonio Orejudo, Un momento de descanso, Tusquets Editores (comentario en el blog, aquí).

No es la mejor novela de Orejudo, pero es un Orejudo, al fin y al cabo, y eso, en un panorama pobretón y predecible como el que sufre la literatura española, siempre es un marchamo de calidad. Me gustaría que estuviera más alto en la lista, pero se trata de un Orejudo menor, algo reiterativo con respecto a los tics de estilo que tanto éxito le han dado. Este año se ha reeditado también Ventajas de viajar en tren. Para muchos, su mejor novela (no para mí, yo prefiero Fabulosas narraciones por historias). Pero es una reedición y no cuenta como novela nueva.

Relación con el autor: absolutamente ninguna.

TOP 10.
Javier Avilés, Constatación brutal del presente, Libros del Silencio (comentario en el blog, aquí).

Inclasificable, a ratos ilegible, mareante e incluso desquiciante. Una de las cosas más originales que se han publicado en España en clave metaliteraria. Una reflexión sobre el arte y la necesidad de narrar hecha desde la narración misma. Un libro para escritores y para gente muy interesada por estas cuestiones. Javier Avilés escribe de puta madre, con mucho nervio, y compone una especie de relato de misterio en el que lo importante es seguir leyendo. Lo que quizá hubiera querido ser El nombre de la rosa si no fuera un best seller. Lo incluyo en el top-11 por original, periférico y audaz. Disfruté mucho y me hizo pensar. Y no me hace disfrutar ni me hace pensar cualquier cosa.

Relación con el autor: intercambio esporádico de mails cordiales a propósito de su libro. Ah, y nos seguimos mutuamente en Twitter, donde es un tipo gracioso.

TOP-9.

Marian Womack, Memoria de la nieve, Tropo Editores.

No he escrito de este libro en el blog por escrúpulos éticos y profesionales (es mi editorial, y no sólo me publican libros, sino que trabajo con ellos y son mis amigos, así que cualquier promoción de sus títulos por mi parte se puede malinterpretar), pero estaría siendo muy injusto si lo excluyera de esta lista. No me avergüenza confesar que he llorado leyendo esta preciosa y delicada nouvelle, escrita con una sensibilidad a caballo entre lo lisérgico y lo esotérico. Quizá fue el momento en el que la leí, pero los fantasmas que se aparecen en sillones orejeros de los fríos salones de Oxford me emocionaron muchísimo. Historias sobre el amor y la muerte, o sobre amores que se congelan tras la muerte, como esa nieve que cubre todas las tramas y todos los escenarios. Sutil, lírica, íntima y extraña. Hay quien ha acusado a la autora de inconsistencia narrativa, pero yo creo que no hay pecado sin intención, y Womack —gaditana y rusófila, por cierto; el apellido lo toma de su marido, el poeta inglés transterrado a Madrid James Womack— no ha querido escribir una novela sólida, sino un libro de sensaciones, epidérmico y, sí, por qué no decirlo, poético.

Relación con la autora: epistolar, muy simpática en el trato por email.

TOP-8.

Francisco Ferrer Lerín, Familias como la mía, Tusquets Editores (comentario en el blog, aquí).

Bruta, a ratos soez, con tendencia al salvajismo, pero escrita con la elegancia y rectitud que sólo un ex novísimo (o casi novísimo) puede conseguir. Con un humor negro que me recordaba a ratos al de Rafael Azcona y que se inserta en la mejor tradición hispana —¿por qué los escritores españoles se empeñan en ser tan serios y solemnes si venimos del Lazarillo y del Quijote, que son chiste sobre chiste?—, Ferrer Lerín presenta una obra antiintelectual que a ratos se comporta como una roman à clef. Retuerce su autobiografía y la convierte en un delirio criminal con banda sonora ibérica. A no perderse el proyecto de convertir la provincia de Teruel en un territorio para hacer desaparecer cadáveres de ajusticiados a través de los muladares. Lo que Bigas Luna podría haber hecho si tuviera talento para ello.

Relación con el autor: colgó mi reseña en su blog y nos escribimos a propósito de ciertos juicios míos sobre su novela que él no compartía. No llegamos a una entente, pero quedamos como amigos.

TOP-7.

Colin Wilson, Ritual en la oscuridad, Libros del Silencio (comentario en el blog, aquí).

Hablé de él hace muy poco, así que no voy a insistir volviendo sobre el tema. Un  descubrimiento y un autor a investigar. Esperamos que lleguen más traducciones. Por cierto, Javier Calvo vuelve a confirmar aquí que es uno de los mejores traductores del inglés: todo suena natural en los libros que él traduce y sabe recrear el registro coloquial como pocos.

Relación con el autor: ninguna, vive muy lejos, habla muy raro y dicen que le gustan los ovnis, así que tampoco tengo muchas ganas de conocerlo si se diera el caso.

TOP-6.

Alberto Olmos, Ejército enemigo, Mondadori ().

El otro día presentó Olmos este libro en Zaragoza. El presentador oficial era Manuel Vilas, pero se indispuso, y mi amigo Ángel Gracia, baranda del Fórum de la Fnac, me llamó en tono un poco suplicante pidiéndome que estuviera en la mesa. No ejercí de maestro de ceremonias, pero sí instigué una conversación con Alberto en la que me felicité, en nombre de los lectores literarios, del éxito de este libro, porque representa la emergencia de una literatura diferente a la que estamos acostumbrados y a la que hasta ahora defendían los popes en este país. Visto con cierta distancia, ahora me parece que la principal virtud de Ejército enemigo y del ruido que está haciendo es que ha sacado del armario a una generación de autores jóvenes que quizá anuncien un necesario y refrescante relevo. Porque, hablando en plata, estamos hasta los eggs de los tipos que hicieron la Transición y sus monsergas de posguerra.

Relación con el autor: moderadamente etílica, de mesa, mantel y barra de bar. Amigable y cariñosa en lo epistolar.

TOP-5.

Manuel Jabois, Irse a Madrid, Pepitas de Calabaza (comentario en el blog, aquí).

Un columnista comme il faut. Un articulista de los de antes pero con el estilo de ahora. Lo que me gustaría encontrar en los periódicos y nunca encuentro. Un escritor elegante y socarrón, un cronista con estilo, un mago de la primera persona del singular. Los artículos de Manuel Jabois son delicatessen periodística y diluyen las fronteras entre lo literario y lo gacetillero. Una patada periférica, desde la lejana y brumosa Pontevedra, al ombliguista y mediocre centralismo que practican muchos de los que escriben en los papeles. Chapó.

Relación con el autor: dejó una vez un comentario en este blog que creo que ni siquiera respondí, maleducado que soy.

TOP 4.

Art Spiegelman, Metamaus, Pantheon (comentario en el blog, aquí).

Este no lo van a encontrar en su librería, tendrán que pedirlo a los americanos, pues de momento sólo se ha publicado allá, en una editorial de Nueva York. Y si no leen inglés, olvídense de él. Metamaus es una reflexión sobre el cómic Maus en su vigésimo aniversario. Se compone, básicamente, de una larga conversación con Spiegelman en la que se explaya sobre un montón de cuestiones relativas al proceso de creación de Maus, a su repercusión y, en definitiva, a qué piensa del arte, de la literatura, de los cómics y de la fijación del discurso histórico oficial a través de los relatos de ficción narrativa. Esto suena muy intelectual, y lo es: ¿qué esperaban de un artista judío neoyorquino? Esta gente no sabe hablar sin citar a tres filósofos de la Escuela de Frankfurt. Pero, a la vez, es muy oxigenante y transpira honestidad. En estos tiempos tan dominados por intelectuales naif y por descubridores del Mediterráneo que se expresan con palabras polisilábicas que se inventan sobre la marcha, da mucho gusto dejarse seducir por la voz de un artista honesto que es capaz de pensar sobre su oficio en forma socrática, sin aspirar a auspiciar cánones o a inspirar preceptos. Un lujazo de libro, imprescindible para todos los que se quedaron fascinados por el cómic.

Relación con el autor: le amo en la distancia y oculto entre la masa, con un océano de por medio, sin aspirar siquiera a que su mirada se cruce con la mía. Ay (suspiro melancólico).

TOP-3.

Celso Castro, astillas, Libros del Silencio (comentario en el blog, aquí).

Y llegamos a la medallita de bronce. Merecidísima. Es el descubrimiento de 2011. Si estos fueran unos premios de cine, se llevaría el de actor revelación o mejor director novel, aunque astillas no sea su primera novela. Es, de hecho, la segunda de una trilogía que empieza por el afinador de habitaciones (todo en minúsculas, por favor, estamos ante un escritor minusculista que no usa nunca las mayúsculas). Una historia de fantasmas y de niños bien huerfanitos en una Coruña drogadicta y subidita de calentura sexual. Es un libro que habla de las cosas importantes de la vida: follar y… No me acuerdo de cuál era la segunda. Una Bildungsroman con resabios de Henry Miller y lamentos de poeta, pero con un sentido del humor lo bastante poderoso como para compensar el malditismo.

Relación con el autor: ninguna de las ningunísimas, ¿no les he dicho ya que vive en Galicia? Pues, ¿qué más quieren saber?. Por cierto, hay dos gallegos en esta lista. Me mosquea. ¿No estaré haciendo méritos inconscientes para el nuevo presidente de este país con burdos guiños a sus paisanos?

TOP-2.

Ignacio Martínez de Pisón, El día de mañana, Seix-Barral ().

Medallita de plata para el amigo Pisón. Por la mejor novela que ha escrito hasta la fecha, con la que creo que ha dejado definitivamente atrás su etapa de contaminación sebaldiana. Una novela redonda, de estructura muy compleja y planteamientos poco complacientes con la narrativa española al uso, que promueve una revisión del pasado en un sentido distinto al que aventura Pisón. Además, es un libro comercial en el mejor de los sentidos, que admite varios niveles de lectura y es capaz de satisfacer al lector literario más elitista y al que sólo busca entretenimiento. Un alarde de técnica y de pulso narrativos. Una novela que sólo puede escribir alguien con el oficio y el alma de artesano stajanovista de Martínez de Pisón. La leí en dos tardes.

Relación con el autor: difundió algunos elogios desproporcionados sobre mi anterior librito, Soldados en el jardín de la paz, y hemos compartido mesa, risas y mantel. Las copas, cada uno las bebía de su vaso, sin compartirlas.

TOP-1.

Edmundo Paz Soldán, Norte, Mondadori (comentario en el blog, aquí).

Quizá sea por la cercanía de su lectura, que conservo aún muy fresca, pero tengo muy buenas sensaciones en el paladar lector. Un amigo a quien se la recomendé la calificó de un must, un imprescindible. Paz Soldán es una de las voces más interesantes de la literatura en español, y este thriller ambicioso es puro nervio, una prosa llena de capas, que baila por todos los registros del idioma para componer un friso duro, sin sentimentalismos ni cursilerías. Asesinos en serie, locos, chicas colgadas de colgados… Todo mola en este libro vibrante, que avanza en torbellinos. No creo que haya muchos escritores contemporáneos a la altura de Paz Soldán, que combinen un estilo poderoso y dúctil con una técnica narrativa muy depurada y más propia de un norteamericano que de un hispano. Quizá porque vive en Estados Unidos. Maravilloso. Como escritor, ante libros así, sólo puedo sentir envidia. Y no de la buena.

Relación con el autor: qué más quisiera yo. Si tuviera amigos así, no tendría que aguantarles a ustedes (uy, ¿he dicho esto con el micro abierto?).

¿Y ustedes? ¿Han leído algo o el porno gratis online ha absorbido todo su tiempo en 2011? ¿Algo que debamos saber, algún libro que haya cambiado sus vidas en estos doce meses? Por favor, estamos deseosos de sus recomendaciones. Déjenlas en los comentarios para que podamos gozar de ellas. Eso sí: en la medida de lo posible, que sean títulos publicados en 2011, que a Valle-Inclán y a García Lorca ya los leímos en el insti.

Me gusta leer las novedades sabiendo lo menos posible de ellas. A veces, ni siquiera leo la solapa ni la contraportada, porque, en la medida de lo razonable, quiero leer lo que está escrito y no lo que otros —incluido el autor en ese otros— dicen que está escrito. La lectura siempre está condicionada por muchísimas cosas, y es imposible abstraerse de ellas. La propia editorial o el lugar que el libro ocupa en la librería ya te dan demasiada información de la que es casi imposible (y puede que no sea conveniente) prescindir como lector.

Pero hay libros que lo ponen más o menos fácil, y era muy difícil enfrentarse con Ejército enemigo, de Alberto Olmos, sin tener en cuenta las expectativas que la intensa y muy eficaz promoción a la que su editorial lo está sometiendo despierta en los cuatro o cinco raritos que estamos al tanto de las novedades libreras. He leído muchas más cosas de las que me hubiera gustado leer sobre el libro antes de leer el propio libro. Y, después de haberlo hecho, sólo he leído una crítica, inusitada, sorprendentemente dura y, a mi entender, un poco injusta e injustificada. Aunque, por supuesto, las lecturas y las opiniones, así como las filias y las fobias, son absolutamente libres y deben expresarse con libertad y sin miedo. Me refiero a la crítica que firma Patricio Pron (leer aquí).

El resultado del empacho prelectura y de la abstinencia postlectura es la sensación de haber leído un libro distinto al que la promoción editorial y algunos reseñistas defienden o denuestan.

Dicen: Ejército enemigo es una novela sobre internet, sobre la pantomima de la solidaridad oenegista, sobre el sexo y la pornografía, sobre el rencor social e, incluso —agüita, compadre, que dirían mis amigos canarios—, sobre la lucha de clases (glups). Y dicen bien. Dicen: Ejército enemigo es una novela ensayística, quizá excesivamente ensayística. Y dicen bien también. Pero estos decires no son más que obviedades que nada aclaran ni explican sobre qué cosa es realmente Ejército enemigo.

¿Es una novela ensayística? Ciertamente. La reflexión política, social y estética, introducida por medio de los pensamientos del prota-narrador, es muy importante y uno de los ejes que vertebran el libro. Lo que no entiendo es que esta circunstancia sea criticable per se, y que lo que está bien para Vila-Matas, para Sebald o para Umbral, por poner tres ejemplos extremos y contradictorios entre sí del empleo de una misma técnica, no lo esté para Alberto Olmos. A mí no me preocupa ni me molesta que haya mucho ensayo infiltrado en la narración. Cuestión distinta es que ese ensayo me interese o no.

Porque, al margen de derivas ensayísticas y de los accidentes más o menos llamativos que conforman los temas del libro, lo cierto es que Ejército enemigo es una novela policiaca de canon. Hay un crimen, hay un detective y hay una investigación que resuelve ese crimen. Y esa es la armazón básica del libro. Que el detective no sea tal strictu sensu y que el asesinato no parezca importarle a nadie es lo de menos. Lo importante es que esas coordenadas o pies forzados mínimos permiten al autor acotar la novela y construirla de forma coherente y unitaria. Le dan unas guías sobre las que trabajar y, a los lectores, nos da un marco referencial reconocible. Lo demás —que en el fondo es lo que cuenta, la chicha y la razón de ser del libro—, narrativamente, es relleno. Y esta circunstancia convierte a la novela en la más redonda y lograda de todas las que ha escrito Olmos.

Mientras la leía, pensaba en dos obras que sospecho que ni el autor ni los reseñistas tendrán en cuenta a la hora de interpretar Ejército enemigo, pero ya he avisado de que creo que en la librería me han dado un libro distinto al que ha leído el resto de la gente y al que promociona la editorial: Drácula y El tercer hombre.

De Drácula tiene la obsesión documental. Como la novela de Bram Stoker, la de Olmos se compone en buena medida de documentos: fragmentos de diario y mails en lugar de las cartas y telegramas donde se va contando la historia del vampiro. De hecho, el MacGuffin de la historia es una contraseña de correo electrónico, o la misma cuenta de correo electrónico a la que da acceso.

Las conexiones con El tercer hombre vienen dadas por la trama: como en la novela-guión-película escrita por Graham Greene, un personaje se tropieza con la muerte de un amigo y tiene la posibilidad de descubrir cómo y por qué murió, y en el transcurso de sus pesquisas, se encuentra con que la persona que creyó conocer era o se había convertido en otra.

¿Que son referencias raras? Sí. ¿Que las paternidades de Ejército enemigo están bien explícitas y citadas y recitadas en el propio libro? También. Pero ya dije que yo leo raro y que se me ocurren cosas raras mientras leo.

Me ha gustado bastante y aplaudo el tono resentido y cínico del personaje narrador. La prueba es que me he leído el libro en dos sentadas de tarde y media. La prosa está muy trabajadita y fluye ligera y sin grumos. No me sobran sus mítines ni los largos exordios político-festivos. Creo que la novela es un género lo bastante elástico como para abarcar todas las obsesiones y manías del autor sin romper el molde en el que se cocina o el plato en el que se presenta. Sin embargo, y por ponerle un pero, reconozco que me aburrí un poco bastante hacia la mitad, cuando Olmos satura el libro de citas y de transcripciones de mails durante demasiadas páginas para explicar algo que la mayoría de los lectores ya teníamos muy pero que muy claro desde mucho tiempo atrás. Por suerte, después de este ametrallamiento, la narración vuelve con fuerza y encara las que, a mi juicio, son las páginas más brillantes: una incursión en los bajos fondos de un barrio periférico, con criminal amenazante incluido, y una juerga drogadicta muy bien narrada en una buhardilla del centro. El libro alcanza ahí su clímax, y precisamente por lo logradas que están esas páginas puramente narrativas es por lo que echo de menos un poco más de acción y un poco menos de reflexión en el resto de la novela.

Y con esto no le estoy dando la razón a Pron: no digo que las incursiones ensayísticas sobren o que sean mediocres, sino que creo que funciona mucho mejor la narración que el ensayo. Por ejemplo: el prota dedica largas y agresivas parrafadas a perorar sobre su propio rencor social y sobre la puta mierda que es vivir en un barrio de mierda. Sin embargo, en la última parte, aparece ese barrio inserto en una acción —una acción propia de una novela negra—, y es entonces cuando las ideas sobre la degradación urbana expresadas en esas filípicas adquieren una dimensión redonda e incontestable. O, al menos, una dimensión mucho más redonda que la que tienen en el discurso.

¿Y el sexo, el cinismo y el alegato antisolidario? Pues muy bien, gracias. Todo me gusta, todo lo compro, especialmente la pornografía, pero me quedo con una frase que se dice hacia el final: «Uno muere y hay que tener la cortesía de darle la razón». Porque el verdadero asunto de Ejército enemigo es la identidad: la imagen que proyectamos, la que tenemos y la que finalmente queda. «No sabe uno ni ser», dice en otro momento el protagonista. Somos lo que nos permiten ser y somos muchos seres.

De eso va el libro. Más o menos, pero no me hagan mucho caso, que yo tampoco sé ser.

HIJOS DE

Alberto Olmos ha escrito un post muy interesante titulado

Es muy interesante porque dice cosas que muchos pensamos pero rara vez nos atrevemos a enunciar: porque te llaman envidioso, mediocre, insidioso, acomplejado y alguna otra cosa terminada en oso y en ado. Dice Alberto Olmos que, en el mundillo cultureta, no todos partimos del mismo sitio, que no es lo mismo ser hijo de (aunque eso suponga también un lastre que a muchos les obligue a cambiar el orden de sus apellidos y a inventarse seudónimos) que hijo de nadie. De nadie que pinte o haya pintado algo en panorama cultural alguno. Por ello, opone dos tipos de conocimiento: el activo y el pasivo. Los hijos de están llenitos de conocimientos pasivos. El hijo de un reputado filósofo no ha tenido que aprender quién es Jacques Derrida ni el hijo de un reputado escritor ha tenido que esforzarse por saber quién coño fue Thomas Mann. Son cosas que le vienen de serie, claras ventajas competitivas frente a quienes hemos tenido que descubrirlo por nuestros propios medios o con un conocimiento activo.

Yo, creo que ya lo he contado alguna vez, no fui consciente de esto hasta que entré en la universidad, y los años posteriores han sido una constatación ininterrumpida de esta convicción.

Pongo ejemplos de los amigos que tengo y he tenido, que es lo mejor para entenderlo todo.

Una amiga creció en una alegre casa forrada de libros, algunos de ellos, escritos por sus padres, y otros simplemente prologados. En su juventud, habían editado una colección de clásicos populares que estaba en la casa de mis abuelos, y yo podía entonces comer en pie de igualdad con ellos, con los que para mí sólo eran los nombres que leía al pie de los prólogos de unos volúmenes en los que leí por primera vez a Dickens o a Gógol. En esas comidas lo mismo hablábamos de la poesía de Hölderlin o del teatro de Meyerhold. Yo me tenía que esforzar, me daba la sensación de estar sometido a examen constantemente, y me costaba entender que ese era el líquido amniótico de mi amiga, que para ella Hölderlin y Meyerhold eran tan familiares como para mí la sintonía de Estudio Estadio.

Otra amiga era hija de un prestigioso realizador de TVE que estaba detrás de algunas de las mejores producciones documentales de los 80. Tenían una terraza espléndida desde la que se veía medio Madrid y yo iba mucho a fumar porros, beber mojitos y ver alguna de las miles de pelis que tenían en su filmoteca privada. En esa casa se hablaba con soltura de los planos-secuencia de Hitchcock y del significado último del Dreyer tardío. De nuevo —y, esta vez, con los porros y los mojitos, me costaba más estar a la altura—, me sentía con aquella gente como en un examen.

El padre de uno de mis mejores amigos fue uno de los refundadores del PSOE y por su casa pasaban de niño futuros y pasados ministros y en las sobremesas se contaban anécdotas de Alfonso Guerra y compañía. Pera él, esas cosas también formaban parte de su bagaje, de la normalidad cotidiana.

Lo he vuelto a ver al leer Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrente, donde narra la relación con su padre, reputado pintor. Hay algunas páginas en las que padre e hijo hablan de pintura, y Giralt Torrente demuestra en ellas una sensibilidad y unos conocimientos que no son aprendidos, que se los ha inoculado su padre con su vida y su trabajo.

Casi como ciencia infusa.

Pero algunos tuvimos que echarnos al mundo desnudos, desde el barrio. Podemos decir que todo lo que sabemos sobre literatura, periodismo y esas cosas a las que nos hemos dedicado lo hemos aprendido por nuestra cuenta porque no lo podíamos sacar de nuestras casas. No traíamos maletas. Nuestros padres nos lo decían: estudia, hijo, estudia, porque no te podemos legar nada más que la capacidad de aprender. Y muchos hemos llegado al mismo punto que esos hijos de e, incluso, les hemos superado. Por muy modesta y precaria que sea mi posición, estoy situado en un lugar mucho más avanzado del mundillo cultureta que los tres amigos a los que he aludido, a pesar de que ellos tenían el viento a favor y yo en contra.

A veces, me da la sensación de que ellos no entienden el esfuerzo que hemos hecho, las horas que hemos gastado, las dioptrías que hemos perdido. Si no se tuerce mucho la cosa, mi hijo tendrá la ventaja competitiva que yo envidiaba en esos amigos: mi hijo crecerá en una casa tapizada de libros, unos pocos de ellos, escritos por su padre, y se familiarizará desde muy pequeño con nombres y términos que otros tendrán que aprender por su cuenta. Espero que sepa apreciarlo y no lo tome como una prerrogativa o un privilegio de sangre o qué sé yo.

Porque, así como he visto a algunos especímenes hijos de brillar con un talento muchas veces superior al de sus padres, he visto a otros muchos agostarse, marchitados en su propia complacencia, creyendo que ya lo tenían todo y que sólo les quedaba esperar a que cayera la fruta del árbol (de hecho, recuerdo al hijo de un conocido filósofo tirado en un sofá a sus veinte años largos puesto de porros de la mañana a la noche y sin intención alguna de abrir un libro si no era para hacer una boquilla con las guardas).

Al final, efectivamente, cuenta lo que demuestras. Pero la ventaja competitiva es tan poderosa que muchas veces te impide incluso demostrarlo. Hay demasiados sitios que siguen midiendo el pedigrí de los aspirantes.

Es difícil entender lo que digo, por eso se recurren a categorías como la envidia o el resentimiento social. Puede ser. Pero también sé que hay muchos que saben de lo que hablo. Lo sabe, por ejemplo, mi compi de instituto que nació en Francia en medio de la vendimia a la que acudían sus padres como emigrantes, que ahora es doctor y físico teórico en una universidad alemana. Lo sabe un chaval de las callejas del sur de Madrid que ahora gestiona una revistaza. Lo sabe la respetada y muy seria periodista que comparte vida conmigo.

Lo sabemos quienes no terminamos de sentirnos partícipes de ningún mundo: somos intrusos mugrientos en las casas forradas de libros donde se habla de Hölderlin y somos pijos altivos en las calles de los barrios donde crecimos. No es un trauma, pero es una incomodidad que nos lleva a pensar que el único lugar verdaderamente nuestro es nuestra propia casa.

UNA TESIS SOBRE ALBERTO OLMOS

¿Quién dijo que no se puede leer un libro al día? Sólo hace falta tedio hospitalario, ausencia absoluta de vida social y muchas ganas de gastarse los ojos. En cuatro días me he ventilado los cuatro libros de Alberto Olmos que me quedaban por leer, y ya he cumplido mi propósito obsesivo-compulsivo de leerme todo lo de este buen hombre. Me falta un librico que publicó una caja de ahorros. En otra vida será.

Y para que esta proeza lectora no quede en saco roto, voy a redactar una tesis doctoral sobre la obra literaria de Alberto Olmos. Así, en este ratejo nocturno, en lo que tardo en beberme los tres generosos dedazos de Jim Beam que me he servido a la salud de ustedes. Me doy un sobresaliente cum laude por adelantado, porque hoy me siento espléndido. Al loro, académicos del mundo, que aquí va un doctorando en plan metralla.

De su opera prima, A bordo del naufragio, ya hablé en otra ocasión. Les remito a lo ya escrito. Pero si faltaron a clase ese día les apunto que se trata de una novelita breve cuya acción transcurre en un solo día en Madrid —como el Ullyses, pero con menos páginas y sin irlandeses—, en un Madrid muy cercano al mío, pues tiene como centro la facultad en la que el autor y yo estudiamos unos años de nuestras vidas. Es técnicamente audaz, pues está narrado en segunda persona, alternando dos planos temporales: el día de la acción propiamente dicho y la infancia del autor, narrada en cursiva. Va de la soledad, de la putada de ser joven y triste, de las ganas de suicidarse. Mola. Me moló bastante. Transmite mucha verdad.

Venga, siguiente, que no hay tiempo.

Con Trenes hacia Tokio (2006), Alberto Olmos vuelve a la escena literaria después de estar muchos años ausente de ella —no es fácil ser un niño prodigio y quedar finalista del Herralde con 23 añitos—. Vuelve maduro. Ha estado viviendo en Japón, ha perdido pelo —se ve la evolución capilar en las fotos de solapa de sus libros— y ha ganado otro premio. De menos glamour que el Herralde, pero más efectivo, porque le abrió las puertas de Lengua de Trapo, la editorial que ha apostado firme por él este último lustro.

Trenes hacia Tokio es también muy breve, compuesta de muchos capitulitos breves, como una comida japonesa, y cuenta lo que le pareció a Olmos el país en el que vivió tres años. A ratos da la impresión de ser un diario o unas notas de viaje argamasadas con una fina trama novelesca. Todo muy normal: Japón no es como Murakami lo pinta, viene a decirnos. Japón —quién lo iba a pensar— es un país urbano y moderno lleno de gente urbana y moderna. Por haber, hay hasta imbéciles. Incluso hay algunas japonesas que no se agarran a la primera polla occidental que se les planta en la cara. Acabáramos, qué pagódica desilusión.

A mí Murakami me parece un plasta insufrible y vacuo, así que todo lo que sea denigrar su literatura, me parece bien.

Me gustó. Menos que A bordo del naufragio, pero mucho también. Estilo puntilloso —en su acepción pictórica—, narración en primera persona, narratividad pura, sin basura reflexiva ni moralina. Sólo hechos, sólo personas haciendo cosas. Mola.

Creo que El talento de los demás (2007) se escribió antes que Trenes hacia Tokio, aunque se publicara después —hay una alusión en Trenes a que el prota-narrador está escribiendo una novela sobre el talento; más pistas no se pueden dar—. El título es el mejor que se le ha ocurrido. Es un título cojonudo, de los que justifican una novela. Siempre digo que, si tienes un buen título, estás obligado a escribir un libro para ponérselo, aunque luego el libro sea una mierda.

¿Es El talento de los demás una mierda —nótese mi sutil juego de palabras, qué francés me ha quedado—? No, pero creo que es una novela fallida en más de un sentido. Desde luego, es menos interesante que las dos anteriores y también es mucho más ambiciosa, y cuando algo muy ambicioso queda por debajo de algo sencillo y breve, desluce mucho más.

Esta es una novela obsesiva que a ratos se hace un pelín pesada: que si el talento nace o se hace, que si se puede sobrevivir al propio talento, que si hay talentos muy destalentados, que si la felicidad está en la simpleza y que si la búsqueda de lo sublime es una memez. Mucho ensayo camuflado de novela. Pero, entre idea obsesiva e idea obsesiva, se cuela mucha literatura buena, mucho retrato generacional, mucha verdad.

Tiene tres partes El talento de los demás. La primera cuenta la triste historia de Mario Sut, violinista superdotado que pierde su don en plena cumbre. La segunda es una amalgama de voces en primera persona que descubre a un grupito de amigos que se creen muy talentosos, pero que son penosos y, lo que es peor: llegan a ser conscientes de su penosidad. La tercera —en la que rescata su querido recurso a narrar en segunda persona— cuenta el final de Mario Sut, ya convertido en teleoperador de telemarketing, que participa en un extraño concurso rollo Gran Hermano.

La tercera parte me gustó mucho. Encuentro en ella al Olmos que más me atrae, desatado, sin mesura, atento solo al ritmo de sus palabras. La primera, interesante, y la segunda, quizá demasiado larga, tiene demasiados subrayados —o demasiados personajes, qué sé yo—: demasiadas páginas para decirnos que esos tipos son unos imbéciles.

Creo que Olmos quiso hacer algo más grande y significativo de lo que finalmente le salió. Pero la novela se deja leer con gusto y, a ratos, hasta con pasión. Aunque sigo prefiriendo al Olmos de la distancia corta.

Y en Tatami (2008) volvemos a la distancia corta. Brevedad (123 páginas de letra gorda y apta para ancianos con presbicia), acotamiento de tiempo y lugar (la acción transcurre en un vuelo Madrid-Tokio) y concreción. Los editores tienen muchos prejuicios contra los libros finitos. Está comprobado que se venden peor que los tochos gordos, por aquello de que el comprador —que no el lector— valora los volúmenes al peso: si por el mismo precio me puedo llevar un Follet de 1.000 páginas que me dura todo el verano, ¿por qué coño voy a comprar esta cosita que se lee en media tarde?

Sin embargo, los doctorandos amateur que nos empeñamos en leer un libro al día agradecemos estas piezas que se devoran en hora y media y nos dejan tiempo para mirar porno en internet. Yo siempre le estoy muy agradecido a los autores de obritas breves, siendo como soy un rollero de los malos (el Negro Fontanarrosa llegaba a decir que los libros gordos le parecían casi una agresión, una falta de respeto al lector, como si no tuviera éste otra cosa que hacer que leer nuestras chorradas).

Tatami pretende explorar en la sexualidad como provocación. Eso está bien. Todo lo que sea glorificar guarradas nos parece estupendo (¿nos? ¿hay alguien conmigo? Creo que voy a dejar de rellenarme el vaso de Jim Beam). Una chica modosita se sienta en el avión al lado de un cerdaco sexual que le cuenta su vida como voyeur de una japonesita de 13 o 14 añitos. La chica se escandaliza y se pone cachonda a la vez. Se debate, no quiere oír más y sí quiere. Y, en estas, se acaba la novela, no hay tiempo de más.

Bravo. Me hubiera gustado ponerme algo más cachondo con los pasajes lúbricos, pero hay pocos escritores con los que consigo una erección. Disfruté de Tatami, es una lectura simpática y desengrasante.

Y llegamos a la última. El estatus (2009).

La verdad por delante: es su mejor novela. Lo cual no quiere decir que sea la que más he gozado. Una trama muy cuidada, muy a lo Henry James, y una peripecia a la vez sencilla y sofisticada. Sin división por capítulos, a lo bruto, y con alternancia de tres voces: un narrador omnisciente, los pensamientos de un portero mudo que se expresan entre paréntesis y un diálogo que tiene lugar en otro plano espacio-temporal que sólo al final de la novela se desvela.

Muy chula.

Una madre y una hija se mudan a la ciudad, a un piso señorial que ha alquilado el padre —siempre ausente, siempre de negocios en las islas— con un portero mudo y con trazas de retraso mental llamado Jesualdo. Contratan a una criada que no gusta nada a la madre y sí mucho a la niña, y reciben las visitas del administrador, de nombre Ichvolz. La acción transcurre en una ciudad indeterminada de un país indeterminado de una época indeterminada. A veces parece la belle époque, a veces parece un presente próximo, a veces no parece nada… Toda la narración transcurre en el interior del edificio. Psicología y claustrofobia femenina combinadas con posibles fantasmas y una especie de Frankenstein —el portero—, que a ratos parece inofensivo y a ratos no.

Henry James modernizado, vaya.

Todo en la novela funciona. Esta vez, la ambición del autor ha estado a la altura de los resultados. Y, sin embargo, no me llega tanto como otras obras menores de Olmos. Probablemente no sea culpa suya. Los mejores polvos suelen ser los improvisados, los que surgen tras una borrachera torpe en el suelo de la cocina, mientras que los planificados, por mucho que te curres la puesta en escena y te gastes dinero en el sex-shop, suelen dejarte frío.

El estatus no me deja frío, pero me hubiera gustado que me gustara más, ya que su autor se ha esforzado tanto en poner a punto un artilugio narrativo tan sofisticado.

Bueno, y vayamos ya a la conclusión, que la tesis se acaba.

Alberto Olmos es un escritor más que interesante. Tengo un problema generacional con él, y es que sé demasiado bien de lo que habla. Cuando retrata a los imbéciles de El talento de los demás, puede que esté retratando a los mismos imbéciles que yo he tratado y más o menos en la misma época en la que yo los he tratado. A veces me parece que me identifico más con sus libros por coincidencia generacional que por su literatura en sí. Me cuesta tomar distancia, y eso me gusta, es un elemento de enganche que no tengo con otros escritores. Por lo demás, creo que es un tío consciente de sus fallas y que en El estatus ha dado un gran paso hacia eso que todos anhelamos y que muy pocos encuentran: la concreción de la propia voz.

Olmos es un escritor interesante camino de convertirse en un gran escritor.

Si no se agosta, como le pasó a Garcinúñez en Amanece que no es poco.

UNA CÁRCEL DE MUJERES

Antes que nada, focalicemos.

En el universo, hay una galaxia llamada Vía Láctea, en la que hay un sistema llamado solar, en el que orbita un planeta llamado Tierra, en el que hay un continente llamado Eurasia, con una península en su extremo occidental llamada Ibérica, con una ciudad en su centro llamada Madrid.

En esa ciudad hay otra ciudad nominal, la Ciudad Universitaria, en cuyo cuasicentro hay una construcción granítica y bunkeriana llamada Facultad de Ciencias de la Información. Es una construcción grande y amorfa, pero insignificante en comparación con la Ciudad Universitaria, con Madrid, con la Península Ibérica y con Eurasia. Lo bastante insignificante como para que haya pocas posibilidades de que dos individuos del universo coincidan en ella en algún plano temporal.

Y, sin embargo, hay que ver lo que cunde.

Y no sólo por Tesis, de Amenábar, que todo el mundo sabe que se rodó allí.

Leo A bordo del naufragio, de , autor que ando descubriendo estos días —sí, ya sé, llego tarde a todo, todavía intento ponerme al día de los años 90—, y allí me encuentro esa mole hormigonada llamada Facultad de Ciencias de la Información.

Por supuesto, Olmos no la llama así. Es un tío elegante y elude los rótulos oficiales. Pero es ese sitio. Son las escaleras que tantas veces subí y bajé, los ascensores que tantas veces esperé, la biblioteca en la que tantas horas perdí y la cafetería en la que tantos kilos gané y tantos cigarros y porros ajenos fumé.

Olmos tiene cuatro años más que yo, por lo que coincidimos al menos un año en ese sitio. Supongo que nos cruzaríamos en algún pasillo o nos molestaríamos en la biblioteca.

Su novela es contemporánea de Tesis, pero las coincidencias terminan ahí.

Decían que ese edificio con forma de búnker estaba pensado para una cárcel de mujeres, que readaptaron los planos de un presidio. De una cárcel de mujeres brasileña, apuntaban los más enterados. Podrían haber dicho que era un almacén de residuos nucleares y habría sido igual de verosímil. Cualquier cosa que sirva para producir o catalogar detritus era plausible como metáfora de ese lugar.

Porque eso es lo que era.

Y, sin embargo, de esas tripas que nunca veían el sol surgió A bordo del naufragio, de Alberto Olmos, finalista del Herralde en 1998, cuando su autor tenía 23 añitos y mostraba trazas de genio. El ganador del Herralde del 98 fue Roberto Bolaño. Qué mala suerte ser el telonero de Bolaño. Nadie recuerda a los teloneros de las superstars.

A bordo del naufragio tiene tics de primera novela, titubeos propios de la edad, pero casi todos pasan desapercibidos porque el conjunto es robusto e incandescente. Poético. En la contra, el editor la vende como “un posible maridaje de Cela y Faulkner”, pero obvia la referencia más clara, que para mí es el Umbral más lírico y brutal, el de Mortal y rosa. Y Henry Miller, por supuesto, constantemente citado sin citarlo.

A bordo del naufragio habla de tener 20 años y estar jodido. Habla de tener 20 años en Madrid y en un edificio con forma de búnker en la Ciudad Universitaria. Habla de tener 20 años y detestar e ignorar a todo el mundo. Habla de tener 20 años y no poder celebrarlo, de tener 20 años en el margen, fuera de cualquier gregarismo, en los límites del asco.

Leo A bordo del naufragio y me leo a mí mismo. Leo mis 20 años en ese edificio con forma de búnker. Y me cago en la nostalgia y en la soledad y en las camas desechas y en todas las noches que no dormí. Y pienso en dos o tres personas a quienes debo la vida —probablemente, de una forma cercana a lo literal— y que seguro que sabrán encontrarse también en las páginas de la primera novela de Alberto Olmos casi tan profundamente como nos encontramos los unos en las miradas de los otros las pocas veces al año que podemos compartir un par de abrazos y tres botellas.

PD.- Leer A bordo del naufragio es leer una novela secreta, pues no la leyó nadie, como prueba el hecho de que todavía circulen ejemplares de su primera y única edición de 1998 con el precio marcado en pesetas (1.500 pesetas ponía en el mío, comprado hace un par de días por no sé cuántos euros: estaba cubierto de polvo en uno de los estantes más altos y menos manoseados de una de mis librerías favoritas, por lo que no me extrañaría que llevara 12 años allí sin que nadie lo hojeara). Después de este más que prometedor arranque juvenil, Olmos sacó otra novelita en su Segovia natal y, luego, desapareció de la farándula literaria. Se marchó a Japón y no volvió a publicar un libro hasta que no tuvo 32 tacos (Trenes hacia Tokio, en Lengua de Trapo, su editorial hasta la fecha). Desde entonces ha publicado otras tres novelas que no he leído pero que me consta que gustan mucho entre los pequeños círculos de connoisseurs. Me las acabo de comprar todas —soy así de obsesivo, cuando empiezo a un escritor quiero chuparle la médula—, así que ya os iré contando. Acaba de ser incluido en la lista de Granta de los 22 autores menores de 35 años más importantes del mundo hispanograznante. Es decir, que ya es oficialmente un triunfador y ya podemos decir que sus libros son una mierda, que se ha vendido al sistema y bla, bla, bla. Espero poder decirlo, porque me corroe la envidia de lo bien que escribía el cabrón a sus 23 años. Debería estar prohibido escribir tan de puta madre a los 23 años. A los 23 años sólo hay que saber liar bien los porros e intercambiar fluidos en bares. A los 23 años debería ser obligatorio ser torpe y falaz. Odio a los genios precoces.