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Me gusta leer las novedades sabiendo lo menos posible de ellas. A veces, ni siquiera leo la solapa ni la contraportada, porque, en la medida de lo razonable, quiero leer lo que está escrito y no lo que otros —incluido el autor en ese otros— dicen que está escrito. La lectura siempre está condicionada por muchísimas cosas, y es imposible abstraerse de ellas. La propia editorial o el lugar que el libro ocupa en la librería ya te dan demasiada información de la que es casi imposible (y puede que no sea conveniente) prescindir como lector.

Pero hay libros que lo ponen más o menos fácil, y era muy difícil enfrentarse con Ejército enemigo, de Alberto Olmos, sin tener en cuenta las expectativas que la intensa y muy eficaz promoción a la que su editorial lo está sometiendo despierta en los cuatro o cinco raritos que estamos al tanto de las novedades libreras. He leído muchas más cosas de las que me hubiera gustado leer sobre el libro antes de leer el propio libro. Y, después de haberlo hecho, sólo he leído una crítica, inusitada, sorprendentemente dura y, a mi entender, un poco injusta e injustificada. Aunque, por supuesto, las lecturas y las opiniones, así como las filias y las fobias, son absolutamente libres y deben expresarse con libertad y sin miedo. Me refiero a la crítica que firma Patricio Pron (leer aquí).

El resultado del empacho prelectura y de la abstinencia postlectura es la sensación de haber leído un libro distinto al que la promoción editorial y algunos reseñistas defienden o denuestan.

Dicen: Ejército enemigo es una novela sobre internet, sobre la pantomima de la solidaridad oenegista, sobre el sexo y la pornografía, sobre el rencor social e, incluso —agüita, compadre, que dirían mis amigos canarios—, sobre la lucha de clases (glups). Y dicen bien. Dicen: Ejército enemigo es una novela ensayística, quizá excesivamente ensayística. Y dicen bien también. Pero estos decires no son más que obviedades que nada aclaran ni explican sobre qué cosa es realmente Ejército enemigo.

¿Es una novela ensayística? Ciertamente. La reflexión política, social y estética, introducida por medio de los pensamientos del prota-narrador, es muy importante y uno de los ejes que vertebran el libro. Lo que no entiendo es que esta circunstancia sea criticable per se, y que lo que está bien para Vila-Matas, para Sebald o para Umbral, por poner tres ejemplos extremos y contradictorios entre sí del empleo de una misma técnica, no lo esté para Alberto Olmos. A mí no me preocupa ni me molesta que haya mucho ensayo infiltrado en la narración. Cuestión distinta es que ese ensayo me interese o no.

Porque, al margen de derivas ensayísticas y de los accidentes más o menos llamativos que conforman los temas del libro, lo cierto es que Ejército enemigo es una novela policiaca de canon. Hay un crimen, hay un detective y hay una investigación que resuelve ese crimen. Y esa es la armazón básica del libro. Que el detective no sea tal strictu sensu y que el asesinato no parezca importarle a nadie es lo de menos. Lo importante es que esas coordenadas o pies forzados mínimos permiten al autor acotar la novela y construirla de forma coherente y unitaria. Le dan unas guías sobre las que trabajar y, a los lectores, nos da un marco referencial reconocible. Lo demás —que en el fondo es lo que cuenta, la chicha y la razón de ser del libro—, narrativamente, es relleno. Y esta circunstancia convierte a la novela en la más redonda y lograda de todas las que ha escrito Olmos.

Mientras la leía, pensaba en dos obras que sospecho que ni el autor ni los reseñistas tendrán en cuenta a la hora de interpretar Ejército enemigo, pero ya he avisado de que creo que en la librería me han dado un libro distinto al que ha leído el resto de la gente y al que promociona la editorial: Drácula y El tercer hombre.

De Drácula tiene la obsesión documental. Como la novela de Bram Stoker, la de Olmos se compone en buena medida de documentos: fragmentos de diario y mails en lugar de las cartas y telegramas donde se va contando la historia del vampiro. De hecho, el MacGuffin de la historia es una contraseña de correo electrónico, o la misma cuenta de correo electrónico a la que da acceso.

Las conexiones con El tercer hombre vienen dadas por la trama: como en la novela-guión-película escrita por Graham Greene, un personaje se tropieza con la muerte de un amigo y tiene la posibilidad de descubrir cómo y por qué murió, y en el transcurso de sus pesquisas, se encuentra con que la persona que creyó conocer era o se había convertido en otra.

¿Que son referencias raras? Sí. ¿Que las paternidades de Ejército enemigo están bien explícitas y citadas y recitadas en el propio libro? También. Pero ya dije que yo leo raro y que se me ocurren cosas raras mientras leo.

Me ha gustado bastante y aplaudo el tono resentido y cínico del personaje narrador. La prueba es que me he leído el libro en dos sentadas de tarde y media. La prosa está muy trabajadita y fluye ligera y sin grumos. No me sobran sus mítines ni los largos exordios político-festivos. Creo que la novela es un género lo bastante elástico como para abarcar todas las obsesiones y manías del autor sin romper el molde en el que se cocina o el plato en el que se presenta. Sin embargo, y por ponerle un pero, reconozco que me aburrí un poco bastante hacia la mitad, cuando Olmos satura el libro de citas y de transcripciones de mails durante demasiadas páginas para explicar algo que la mayoría de los lectores ya teníamos muy pero que muy claro desde mucho tiempo atrás. Por suerte, después de este ametrallamiento, la narración vuelve con fuerza y encara las que, a mi juicio, son las páginas más brillantes: una incursión en los bajos fondos de un barrio periférico, con criminal amenazante incluido, y una juerga drogadicta muy bien narrada en una buhardilla del centro. El libro alcanza ahí su clímax, y precisamente por lo logradas que están esas páginas puramente narrativas es por lo que echo de menos un poco más de acción y un poco menos de reflexión en el resto de la novela.

Y con esto no le estoy dando la razón a Pron: no digo que las incursiones ensayísticas sobren o que sean mediocres, sino que creo que funciona mucho mejor la narración que el ensayo. Por ejemplo: el prota dedica largas y agresivas parrafadas a perorar sobre su propio rencor social y sobre la puta mierda que es vivir en un barrio de mierda. Sin embargo, en la última parte, aparece ese barrio inserto en una acción —una acción propia de una novela negra—, y es entonces cuando las ideas sobre la degradación urbana expresadas en esas filípicas adquieren una dimensión redonda e incontestable. O, al menos, una dimensión mucho más redonda que la que tienen en el discurso.

¿Y el sexo, el cinismo y el alegato antisolidario? Pues muy bien, gracias. Todo me gusta, todo lo compro, especialmente la pornografía, pero me quedo con una frase que se dice hacia el final: «Uno muere y hay que tener la cortesía de darle la razón». Porque el verdadero asunto de Ejército enemigo es la identidad: la imagen que proyectamos, la que tenemos y la que finalmente queda. «No sabe uno ni ser», dice en otro momento el protagonista. Somos lo que nos permiten ser y somos muchos seres.

De eso va el libro. Más o menos, pero no me hagan mucho caso, que yo tampoco sé ser.

MIENTRAS HAYA CREYENTES

“Soy un embustero, pero no un falsario”
Enric Marco, en un reportaje publicado este domingo en El País

El caso de Enric Marco no ha sido suficientemente explotado, por eso es fácil volver sobre él, como hacía El País este domingo. El impostor, el tipo que se hizo pasar por superviviente de Mauthausen y abochornó a tanta gente, empezando por el so called movimiento de recuperación de la memoria histórica. Y no se ha explotado ni se ha hecho toda la sangre que podría hacerse porque a nadie le gusta reconocer que ha sido engañado. Todos los que se emocionaron con los relatos de Enric Marco, y entre los emocionados figuraban hasta ministros y presidentes del gobierno, eluden expresar su indignación porque equivaldría a reconocer su credulidad y su condición de pichones.

La reflexión ha quedado reducida a los petits comités de los historiadores. El ruido mediático de su momento no fue tal, y en cualquier caso fue exculpatorio para con los oídos que durante años habían escuchado complacidos las mentiras de este —sí— falsario.

Al fin y al cabo se trataba de un pobre viejo buscando un cariño y una atención que probablemente le habían sido negadas toda su vida. No era un infiltrado, sólo un loco con ansias de protagonismo.

La historia da para inspirar una novela —¿a qué estamos esperando?—: la identidad, la proyección de esa identidad hacia los demás, la política como liturgia y la historia como guión de esa liturgia. La literatura de Francisco Casavella habla de eso: la trilogía de El día del Watusi es una historia de falsarios, farsantes y de construcciones interesadas de las farsas. Todo se sustenta en imposturas interesadas que sirven a alguien para justificar su dominio o su mera existencia en el mundo. Héroes míticos cuya mitología se construye a posteriori con leyendas urbanas y evangelios más o menos autorizados.

Las víctimas se convirtieron en héroes en algún momento de la historia reciente. Alguien decidió que era rentable y conveniente que así fuera. Hasta hace bien poco, hasta tiempos que cualquiera de nosotros puede recordar sin esfuerzo, las víctimas eran seres dignos de conmiseración y de piedad. A lo máximo que podían aspirar era a nuestra pena, pero en ningún caso podían atribuirse una autoridad moral ni mucho menos un ascendente político o social.

Cuando Primo Levi regresó a Turín después de pasar por Auschwitz y de vagabundear por media Europa como un apestado —porque eso es lo que era: alguien que podía considerarse afortunado por seguir vivo y que no podía exigir ni reclamar ningún otro privilegio ni trato especial en un continente que todavía humeaba y tenía a los muertos sin enterrar—, empezó a escribir sus recuerdos de superviviente.  Los terminó en 1946 y se los publicaron en 1947 bajo el título Se questo é un uomo. Si esto es un hombre. Se tiraron 2.000 ejemplares. Más de veinte años después, la mayoría seguían almacenados en la editorial, sin vender.

Hasta mediados de los 60, a Primo Levi no le conoció nadie. Fue entonces cuando su obra se reeditó y fue traducida a todos los idiomas de Europa (incluido el alemán), convirtiéndose en el testimonio fundamental de las víctimas del Holocausto. Tuvieron que pasar dos décadas para que las palabras de Levi interesaran a la gente, tuvo que crecer una nueva generación que no había vivido la guerra de sus padres para que el relato de las víctimas del nazismo encontrara un eco social y humano, desligado del debate político.

Si Levi acabó suicidándose o su muerte fue un accidente es lo de menos y puede que nunca lleguemos a saberlo. Pero lo que está fuera de toda duda es que jamás disfrutó de su papel de víctima ni del de presunto portavoz de los supervivientes. De hecho, tuvo palabras muy duras para consigo mismo y estaba convencido de que los que habían sobrevivido a los campos de exterminio no merecían el calificativo de víctimas, que las víctimas no podían hablar porque estaban muertas y que si ellos se habían salvado era porque eran moralmente inferiores a los muertos. Levi estaba convencido de que un prisionero sólo podía salir vivo del Lager si era mezquino, y que una buena persona no duraba ni un día en el campo de exterminio. Sólo rebajándote y convirtiéndote en un hijo de puta podías salir de allí por tu propio pie. Y él mismo no se corta en presentarse como una persona despreciable en algunos momentos del libro, y relata cómo maniobró para librarse de los trabajos forzados (que sufrían otros en su lugar) o cómo hacía para que las palizas del Kapo se las llevaran otros huesos que no fueran los suyos. Si esto es un hombre no es una idealización exculpatoria. De hecho, es muy distinto a otros testimonios de supervivientes, y quizá por eso, todavía hoy, sigue siendo una lectura incómoda: en su simpleza y desnudez vemos mucho de lo que somos y no queremos saber que somos. Primo Levi nos cuenta en qué pueden convertirse nuestras relaciones de poder —en el trabajo, en nuestra familia— si un sistema totalitario las condiciona.

Poco a poco, desde los años 60 hasta hoy, y a pesar del presunto suicidio de Primo Levi, las víctimas se han ido convirtiendo en referentes morales y, por tanto, en personas de prestigio. Al convertir su estigma en insignia, allanaron el camino para que los Enric Marco del mundo les parasitaran. La farsa de Marco no dice mucho del farsante, sino de las víctimas, de cómo la sociedad las ha convertido en heroínas y, al hacerlo, las ha encajado en un molde mitológico, estereotipándolas en un relato que complace y emociona a todo buen burgués.

Porque, al fin y al cabo, fingir lo que no se es no supone gran cosa. Francisco Umbral (un gran fingidor) dio muchas pistas de sí mismo en un ensayo literario que escribió sobre Valle-Inclán titulado Los botines blancos de piqué. Si bien era pobre en materia literaria e incluso biográfica, era rico en especulaciones, y la principal, el eje de todo el libro, era que Valle-Inclán se construyó su propia cabeza, que toda su obra —su Opera Omnia— era un dandismo llevado al paroxismo, que todo en Valle-Inclán era una sofisticada mentira. Pero, como era una mentira que no escondía ninguna verdad, acabó convirtiéndose en la única verdad. Valle-Inclán sólo era la máscara de Valle-Inclán: era un personaje inventado, pero tras él no había persona alguna.

Una vez discutí con un amigo escritor sobre este tema. Él defendía que el tan polémico carlismo de Valle-Inclán era una postura política sincera, que en absoluto era esa impostura estética que muchos han querido ver. Era carlista de verdad, le molaban los fueros y los reyes viejunos. La historia oficial dice que su carlismo era más una boutade para escandalizar a las señoritas de los salones que otra cosa. Yo le respondía a mi amigo: ¿y qué más da? ¿Boutade o militancia sincera, esnobismo o fanatismo? ¿Qué cambia las cosas? ¿De verdad se distingue tanto una pasión estética de una supuesta verdad moral?

Yo creo que no. Tanto si creía en el regreso de Don Carlos como si era una provocación, se trataba de algo que Valle-Inclán consideraba parte imprescindible de su personaje, algo que todos debíamos saber y que se esforzaba por comunicar. Lo que cuenta es la máscara, el personaje. La persona sólo es un soporte sin alma.

Todo es fingimiento, todos tenemos una cabeza por construir, todos intentamos encajar en alguno de los moldes que la sociedad nos ofrece. Y para ello no nos queda más remedio que adecuar nuestros relatos a las exigencias de ese molde. Algunos, como Enric Marco, han descubierto que un buen talento narrativo basta para triunfar en cualquier molde, mientras al otro lado haya gente dispuesta a creer. Y de creyentes está lleno el mundo.