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MIL VECES MENOS QUE MIL PALABRAS

Hace tiempo que me convencí de que hay pocas formas más eficaces de mentir que con la verdad de una fotografía. A lo largo del siglo XX, pero especialmente a partir de los años 30, cuando se inaugura el reporterismo moderno -cuando las nuevas cámaras portátiles, las Leica, permiten al fotógrafo salir del estudio y captar escenas espontáneas in situ-, se fue creando el mito de que la fotografía es capaz de transmitir una realidad vedada a los relatos construidos con palabras. Si estos requieren un narrador y una estructura, la fotografía ofrece la verdad desnuda, sin manipulaciones: lo que impresionó el negativo era lo que sucedía en ese momento y en ese lugar.

Los primeros que no se tragaron eso fueron los propios fotógrafos, que aprovecharon el prestigio de esa inmediatez virginal para vender como instantes puros lo que no eran más que construcciones estéticas al gusto del consumidor. Desde los años 30 hasta hoy, la corriente dominante de la fotografía periodística tal y como la han practicado sus más reputados profesionales ha consistido en detectar el sentido de las vetas de los prejuicios del discurso dominante para serrar a favor de ellas. ¿Es casualidad que  los grandes hitos del fotoperiodismo tiendan a confirmar lo que pensamos sobre lo fotografiado? La imagen casi siempre refuerza, y rara vez refuta, el discurso construido con anterioridad a ella.

Robert Capa y Agustí Centelles, pioneros del reporterismo gráfico, lo sabían muy bien. Por eso hacían posar a sus modelos. Muchas de sus tomas espontáneas están escenificadas.

Centelles vivió los primeros tiros de la guerra en Barcelona. Cogió su Leica, una de las pocas que había en España por aquel entonces, y se pateó la ciudad de arriba abajo tomando algunas de las estampas más célebres de todo el conflicto. Entre ellas, la del guardia de asalto apostado en la esquina de las calles Diputación y Lauria, en el Ensanche:

Es bien sabido que el guardia no combatía de verdad, sino que posaba siguiendo las indicaciones de Centelles, que aprovechó las cualidades estéticas de la esquina y del sol de julio que sobre ella caía. La refriega ya había terminado cuando Centelles sacó su Leica.

Lo mismo pasó con esta otra, mucho más famosa y tomada en la misma calle Diputación:

Es otro posado. De hecho, es un recorte de un posado. La foto original es esta:

En el momento del disparo (fotográfico) se le coló este espontáneo que quería chupar cámara, y Centelles lo recortó en la copia que entregó a Newsweek y que salió finalmente publicada en Estados Unidos.

Centelles estaba allí en el momento de la batalla. Las balas le pasaron al lado, vio los combates, vio los muertos caer y sintió la mugre de la guerra en las calles de Barcelona. Pero lo que retrató en estas imágenes sucedió cuando los fusiles habían callado y no había peligro. Él mismo lo confesó muchas veces, pero no hacía falta que lo aclarara: resulta evidente que esas fotografías hubieran sido imposibles de hacer en pleno tiroteo, pues el fotógrafo está colocado en la línea de fuego. O mejor dicho: las habría podido disparar, pero habrían sido las últimas de su carrera.

No todo son posados ni construcciones a posteriori. Hay millones de fotos espontáneas que retratan momentos únicos y condensan mucho dramatismo. Las más de las veces, sin que su autor lo pretenda, por pura casualidad, como en la famosa estampa de Cerro Muriano de Capa. Pero la sospechosa cantidad de fotos ‘montadas’ para complacer cierta mirada, y la sospechosa cantidad de veces que esas fotos montadas han encontrado hueco en las portadas de la prensa llevan a pensar que lo que transmite el fotoperiodismo, muchas veces, no es más que una mentira complaciente con la verdad que dice sostener el que redacta el titular. Nos gustan y nos emocionan porque transmiten la imagen que creemos tener de la realidad. Esa barricada de carne de caballo muerta, esos guardias enclenques con camisa y tirantes y esos fusiles ya viejunos para esa época transmiten la imagen justa de brutalidad, miseria y heroísmo que el público norteamericano tenía (creía tener) de lo que estaba sucediendo en España. Por eso Centelles cortó al espontáneo trajeado de la pistolita, porque le rompía el cliché. En la guerra de España, entérense, no hay lugar para señoritos con pinta de gángster. Esta es una guerra del pueblo, obligado a parapetarse tras sus propias monturas destripadas. Por eso se elimina lo que descuadra, lo que no encaja en ese lecho de Procusto. Centelles conocía a su público y sabía darle lo que quería.

Y, en general, los grandes reporteros gráficos saben darle a su público lo que quiere, aunque para ello hayan tenido que indicar poses, buscar luces de ocaso y, ya en nuestros tiempos, ejecutar sutiles correcciones con Photoshop para intensificar el efecto dramático. Ya sabemos que un cielo rojo africano es más africano con un poquito más de rojo, y que un malvado es más malvado con un poco más de contraste.

En 2003 hubo un gran debate en torno a una foto del premio Pulitzer Javier Bauluz tomada en la playa de Tarifa en 2000.

Un inmigrante muerto al fondo y una pareja en primer plano disfrutando de un apacible día de playa, ajenos a la tragedia. El drama de la inmigración y el egoísmo frívolo de Occidente ante la muerte cercana.

Arcadi Espada acusó a Bauluz de falsear la foto, de manipular el encuadre y la profundidad de campo para fingir que el inmigrante estaba más cerca de lo que estaba, ya que lo más probable era que no pudiera ser visto por la pareja. Tras un enconado debate en el que intervino hasta Saramago (a favor de Bauluz), el Consejo de Información de Cataluña dictaminó que la foto “refleja la tragedia de la inmigración de una manera verídica y ajena a cualquier tipo de manipulación”. También consideró que Espada había infringido varios artículos del código deontológico periodístico catalán.

Supongo que Arcadi Espada se fumó un puro con los artículos.

La cuestión, para mí, va más allá de si la fotografía está “montada” o sutilmente alterada para dar a entender algo que quizá no pasó (si la pareja era capaz de pasar un tranquilo día de playa a la vista del cadáver o si estaban tranquilos porque ignoraban su existencia). La cuestión está en la frase del Consejo de Información de Cataluña donde dice que la imagen “refleja la tragedia de la inmigración”. Ni siquiera usan el verbo ‘ilustrar’, mucho más apropiado. Hace tiempo que la fotografía dejó de ser mero acompañamiento del discurso para ser su sustancia, por eso no ilustra, sino que refleja.

A mi modo de ver, la imagen de Bauluz no explica ni refleja nada. Simplemente, confirma una determinada visión de las cosas construida con anterioridad a la foto. El fotógrafo va a la playa de Tarifa buscando una realidad que conoce de antemano, y factura  su trabajo para confirmar lo que ya piensan o lo que ya creen saber quienes van a ver la imagen. No vale más que mil palabras, no vale ni una palabra: es centrípeta, no se proyecta hacia afuera, no facilita la comprensión del fenómeno ni da herramientas para profundizar en él. Simplemente, confirma un cliché. Que esa confirmación respete o no la deontología periodística es completamente irrelevante porque el problema está más allá de los usos y costumbres, es una cuestión ontológica que afecta a la fotografía como testimonio válido de la realidad.

Un último icono. En los años 30, Dorothea Lange recibió el encargo gubernamental de fotografiar los campamentos de refugiados del éxodo del Dust Bowl, los campesinos de Oklahoma (despectivamente, los okies) arruinados que huyeron a California e inspiraron la novela Las uvas de la ira. Una de las fotos que tomó se convirtió en símbolo de pobreza, marginación y desesperación. La tituló Migrant Mother y representaba a una okie con su prole.

Lange confesó más tarde que no sabía ni el nombre ni la historia de esa mujer. Que sólo le preguntó su edad, 32 años, y que le contó que se alimentaba de verduras que cogían en los huertos y de pajarillos que cazaban los niños. Sin embargo, en su cuaderno de campo oficial, Lange no recogió ninguno de estos datos.

Pasaron los años y la madre migrante se convirtió en una de las fotos más reproducidas y comentadas.

En 1979, Emmett Corrigan, un reportero del periódico local de Modesto, en California, localizó a la mujer de la foto en la caravana del trailer park del pueblo en la que vivía con sus hijas. Se acercó y las retrató de nuevo:

Corrigan no se limitó a tirar la foto, sino que entrevistó a su protagonista, y se descubrió que la hasta entonces conocida como migrant mother se llamaba Florence Owens Thompson. Además, desmintió los pocos datos que Dorothea Lange había dado de ella, pero sin llamarla mentirosa, arguyendo que probablemente confundió su historia con la de otra inmigrante. Pero sí que insistió en dos cosas: que Lange no se había molestado en anotar ni su nombre, y en que había posado para ella después de que la famosa reportera le prometiera que la foto tenía un fin puramente administrativo y que no iba a ser publicada en ningún medio.

La foto apareció poco después de ser hecha en la portada del San Francisco News y se asoció a varios reportajes de John Steinbeck. Florence, que en 1979 vivía con sus hijas no muy lejos de donde Dorothea Lange la retrató en 1936, afirmó sentirse molesta e incómoda, que nunca quiso convertirse en icono de la miseria, y que si hubiera podido elegir, no lo habría consentido. Pero ella, un ama de casa residente en un recinto de caravanas, no sabía a quién recurrir para manifestar su protesta, ni cómo expresarla.

Una última reflexión: es curioso que la práctica dudosa o, cuando menos, sospechosa de manipulación, se produzca aquí en una profesional de talla mundial y la corroboren prestigiosos medios internacionales, y que tenga que ser un modesto gacetillero de provincias quien, con un trabajo paciente de reporterismo canónico, acabe desvelando la verdad que los figurones falsearon.

A veces, mirar no es una cuestión de enfoque o de encuadre, sino de distancia.

MIL NOVECIENTOS SETENTA Y NUEVE

Escribo el año 1979 en letra para dejar claro que fui uno de los últimos españoles que cursó el Bachillerato Unificado Polivalente y el Curso de Orientación Universitaria (conocidos como bupicou, todo junto). Soy un producto anterior a la Logse, lo que me convierte en uno de los últimos españoles capaces de ganar un quesito amarillo en el Trivial, de situar Portugal en un mapa mudo de la península y de escribir numerales tanto ordinales como cardinales. Después de mí, vino la Logse. Después de mí, vino la nada (me repito para que los de la Logse puedan seguir el hilo).

1979 -ahora sí, con número- es el año en que nací. En un sarao en el que coincidimos, Carlos Castán reparó en la solapa de uno de mis libros, que empezaba con el convencional y obligado “Sergio del Molino (Madrid, 1979)”, y me dijo: “Ja, ahora es muy molón poner el año de nacimiento. Ya llegarás a mi edad y lo quitarás”. Y es cierto, hay muchos escritores que obvian ese dato cuando peinan canas o ya no peinan ninguna. Yo le respondí -y no me creyó- que pienso mantenerlo siempre, pues el lugar y la fecha de nacimiento de un autor me parecen una información básica que no se debería hurtar al lector o al potencial lector. A mí, al menos, me gusta saber la edad y el origen de los escritores que leo, no me parecen detalles menores.

Fin del excursus (para la gente de la Logse: fin de la digresión, es decir, de esa parrafada que no tiene que ver con el hilo fundamental del texto. No os preocupéis si no entendéis todo al principio, es normal que os maree ver tanta letra junta. Respirad hondo y tuitead un rato antes de seguir, os sentará bien).

1979 es el título de la exposición que acabo de ver en el Palau de la Virreina de Barcelona. Un monumento en instantes radicales es su feo subtítulo.

Como un esquizofrénico embobado porque siente que los semáforos hablan de él, me he metido en la Virreina creyendo que la fiesta era en mi honor. Qué detalle: una antológica de mi año. Y ni siquiera es un aniversario redondo ni está cerca mi cumple.

Me desengañé al poco de entrar: la cosa iba del año 1979 en serio. Los comisarios de la expo consideran -y argumentan- que esa fecha marca un punto de inflexión en la historia de Occidente, y que por eso se aproximan a ella desde una perspectiva oblicua y artistera. No se trata de exponer recortes de periódicos ni de recordarnos el careto de Margaret Thatcher. Tampoco hacen mención alguna a mi milagroso nacimiento en el hospital de La Paz de Madrid (los tíos no aportan ni un documento al respecto, y mira que mi madre podría haberles servido cosas: desde mi pulserita identificativa hasta la mantita con la que me arroparon). Partiendo de fotos, de pelis y de libros producidos en 1979, intentan dar una forma visual y fragmentaria a ese año. Al año en el que empezaron a demolerse las certezas del siglo XX y se insinuaron las grietas e incertidumbres del XXI. La postmodernidad, amigos, mucho antes de que Fernández Mallo la descubriera y la vistiera de puta.

Desigual e interesante. Me ha llamado la atención que, en asuntos nacionales, centrados prácticamente en las calles de Barcelona y su ruina postindustrial (un Poblenou lleno de fábricas cerradas o a punto de cerrar que nada sabía del Primavera Sound ni del Fórum, un Barrio Chino ruinoso y poblado por chirleros que nada sabían de cafés chill out y un puerto donde los estibadores estibaban, decían tacos y se emborrachaban como sólo sabe emborracharse un estibador), la exposición elude la tentación de tirar de hemeroteca. El relato es sutil y marginal, muy logrado, con una selección muy cuidada de piezas y de artistas. Pero, al final, hay unas salas dedicadas a asuntos internacionales (que si el ayatolá Jomeini, que si los sandinistas de Nicaragua, que si los milicos argentinos, que si Mugabe…), y en ellas sí que recurren al tópico, al documento periodístico, al relato manido, a lo que todos sabemos ya o a lo que han querido enseñarnos. Su intento por construir una versión alternativa y poliédrica de la historia se cae a pedazos en esas salas, y es una pena.

Ya fuera, camino del piso, decido ambientar la marcha con una obra musical de 1979 no mencionada en la expo: el London Calling, de The Clash. Y allí me tropiezo con mi entrañable y risible Spanish Bombs, que quiere ser una especie de homenaje solemne a los republicanos españoles del 36, pero que sólo produce vergüencica.

Tras las referencias al “black car of the Gardia Civil” (sic), a “Fredrico Lorca (sic), dead and gone” y a unas bombas españolas que estallan “in the Costa Rica” (sic), llega el glorioso estribillo:

Spanish bombs, yo te quiera y finito,
yo te cuerda, oh, ma corazón.

Y, que yo sepa, Joe Strummer no fue escolarizado bajo la Logse.

En cualquier caso, tiene mucho mérito hacer una expo de 1979 sin la colaboración de Miguel Ríos, que estará rabiando por que no le hayan llamado para interpretar Qué noche la de aquel año.

ROCK THE CASHBA

El artículo de La ciudad pixelada de esta semana iba sobre Marsella. No lo tengo aquí para colgar, lo siento, tendrás que leerlo en el HERALDO en papel. Pero como premio de consolación y complemento, cuelgo unas foticos que hice en un mercado árabe que se monta en el barrio argelino todas las tardes. Son placas de un pobre aficionado sin pretensiones con mucho respeto hacia el arte de la fotografía: no juzguen mal mis petulancias de enfoques y encuadres, uno hace lo que puede, teniendo en cuenta su escaso talento y sus numerosas dioptrías. Creo que se explican solas sin necesidad de pies.

Y esto, un reducto francés en el corazón de la cashba marsellesa: una lechería de las de antes.

Por otro lado, he escrito una cosita sobre Woody Guthrie en el blog literario de Heraldo.es. ¿Pero Woody Guthrie no era un músico folk? ¿Qué coño pinta en un blog de literatura y de pedantillos letraheridos? ¿Qué es este sindios?

Calma, no me formen grupos. Pásense por aquí y sus dudas serán resueltas.

Feliz semana, amigos.

PD.- ¿Han visto ya el final de Perdidos? Mientras escribo esto, quedan horas para el desenlace, y yo, que presumo de despegado y de enmohecerme en mi torre de falso marfil (una cosa es que me guste el endiosamiento, y otra muy distinta, que esté a favor de la caza de elefantes), me he contagiado del furor de las masas. Ahí espero estar dentro de poco, con la legaña en el ojo, cual yonqui del fast food. Por si algún imponderable me impide pegarme a la tele, no me lo cuenten, por favor se lo pido. Bueno, sí, cuéntenmelo solo en el caso de que se produzca este desenlace: ¿la cosa acaba en orgía, como he predicho vairas veces, o nos quedaremos con las ganas, después de seis temporadas de porno insinuado de baja intensidad?

PD 2.- Acabo de verlo. Utilizando una sutil perífrasis y jerga narratológica, diré: ¡menudo truño! Pero un truño de elefante, uno de esos truños que, si te los encuentras en medio del campo, son imposibles de esquivar, uno de esos truños que te obligan a hundir el pie en ellos hasta la rodilla, en los que no puedes hacer nada para acabar salpicado de mierda. Juro que no albergaba expectativa alguna sobre Perdidos, sabía de sobra que la cosa era una tomadura de pelo, pero una tomadura de pelo entretenida. Lo del final no lo ha sido, se ha quedado en simple tomadura de pelo, en una chapuza de relleno, en un videoclip con pretensiones místicas. Un truñaco, vaya.

NYC

Nuestra querida Isabel está pasando una temporada en Nueva York y lo cuenta en su blog 55 días en NY. En él se puede apreciar hasta qué punto las ciudades se abren como vulvas ante quien sabe recorrerlas con mimo, respeto y audacia.

Rescato tres estampas callejeras neoyorquinas cazadas por mi Nikon. Son todas de Brooklyn.

Calle hispana al sur de Brooklyn Heights:

Más hispanos, en el antiguo barrio judío bajo el puente de Williamsbourg:

Cosas rusas, en Little Russia-by-the-sea, en Coney Island:

SOL DE INVIERNO EN MONCAYO

A pesar de las nevadas de estos días, Moncayo sólo estaba vestido a medias. Lucía así al atardecer del domingo, con ese sol de invierno viejo y cansado.

La foto está hecha desde Tarazona, junto al solar de la Textil. La chimenea que se ve a la izquierda es un resto de la antigua fábrica, y a la derecha asoma el blanqueado cimborrio de la catedral.

Yo conocí Tarazona y la zona del Moncayo como he conocido el resto de Aragón: haciendo reportajes. Pero como da la casualidad de que mi chica es turiasonense, estos últimos años he tenido ocasión de entablar una relación bastante más íntima con esta comarca y sus parajes de brujas y de leyendas, con su Veruela, con sus calles judías, con su catedral siempre cerrada, con sus sanatorios de tuberculosos abandonados,  con sus fantásticas setas de otoño -¡ay, las setas de otoño…!- y con su vermú de domingo en el Amadeo (aunque tampoco le hago ascos a las madejas del Travesía o a los pinchitos del Visconti).

Y con Moncayo. Escrito así, sin el artículo, sin precisar “el Moncayo”, como se dice en el resto de Aragón y de España. Las gentes que viven a sus faldas se refieren a él como Moncayo a secas. Dicen: “Moncayo está nevado”. O: “Hay nubes en Moncayo”.

Los 2.314 metros de Moncayo se alzan a un lado del valle del Ebro, como un gigante prehistórico, como una exageración en una cordillera, la Ibérica, serrada por viejos, desgastados y pobres montes. Es un mojón que deslinda Aragón de Castilla, y que da sombra al sur de Navarra. Bajando desde Pamplona, la silueta de Moncayo asoma en el horizonte casi a la altura de Tafalla.

A mí cada día me gusta más Moncayo. Cada día me emociona más su soledad rugosa, su corona de nieve perpetua, su silueta encorvada y cansina.

Así lo he visto este fin de semana, desde sus pies aragoneses de Tarazona.