DECONSTRUCCIÓN X

Parodia sobre parodia. Esa es la marca de la so-called postmodernidad que nos ha tocado vivir. Me gusta decir, con los ya viejunos Def con Dos, que la culpa de todo la tiene Yoko Ono, pero esta vez hay que señalar a un gabacho: Jacques Derrida. Él fue quien se inventó el término deconstrucción. En realidad, se lo copió a Heidegger (ya saben que los franceses no hacen más que copiar a los alemanes: hasta el chucrut les han robado. Una vez discutí varias horas con un francés que defiende que el chucrut es alsaciano y, por tanto, francesísimo, y que los alemanes no tienen ningún derecho a reclamarlo), pero llevándolo al límite de su potencia significativa, atiborrándolo semánticamente hasta que reventó.

La deconstrucción, el mantra del postestructuralismo, se ha tomado como coartada intelectual para demasiadas parodias. Lo que muchos cachondos y chistosos llevan décadas haciendo no es más que deconstruir los géneros, destriparlos para ponerlos en evidencia y dejar a la vista su inanidad —y, a la vez, y paradójicamente, proclamar su grandeza—. Como esos gays estetas (tan deconstruidos ellos, por otra parte) capaces de calificar de divina y horrorosa una misma canción, película o camisa de lentejuelas en la misma frase.

Deconstruir es un ejercicio intelectualmente muy agradecido, que requiere poco esfuerzo mental y cosecha grandes aplausos. Los deconstructores burdos son el alma de cualquier fiesta y se parecen a esos monologuistas que evidencian el absurdo de la vida cotidiana con solo enunciarlo. Sin embargo, deconstruir con sutileza es más complicado. Y utilizar la deconstrucción como herramienta para construir un relato que vaya más allá de la deconstrucción misma es un trabajo digno de genios. Cualquiera sabe desarmar los resortes de un género literario manido y cualquier chistoso puede armar un par de bromas ingeniosas con ellos. Pero no todo el mundo sabe ir más allá y adentrarse en otras sintaxis y semánticas que parten de los códigos viejos, obsoletos y destripados. Es la diferencia entre escribir el Quijote y hacer un monólogo del Club de la Comedia sobre novelas de caballerías.

Ahora que todo el mundo ve y alaba las series de la tele parece difícil recordar que hubo un tiempo en que nadie escribía ensayos filosóficos sobre ellas y que nadie que aspirase a una mínima solvencia intelectual defendía ese producto menor, hijo bastardo, deforme y baboso del cine —esa sí, pasión de almas refinadas que se podía gozar sin culpa—. Por eso, los grandes títulos anteriores a la legitimación literaria de las series han quedado desatendidos, sin premios Nobel que les ladren. Sin embargo, hay una que, a mi juicio, supo dar el salto de la deconstrucción a la construcción, erigiéndose en obra seminal. Una serie que, desde las más obvias y trilladas convenciones de género, supo desguazarlas primero para abrir una brecha después y desbrozar el camino para otros que no están dispuestos a reconocerle su talante pionero.

Esta serie se llamaba Expediente X.

La evolución de las aventuras de Mulder y Scully es magistral. Expediente X empezó siendo una propuesta del montón, incluso bastante mala, tirando a pésima. Una mezcla de género policial con terror y con una ambientación de road-movie. Agatha Christie reescrita por Stephen King y unos cuantos plagios de Ridley Scott en el tono y unas cuantas referencias apagadas al universo de Dashiell Hammet (Mulder es un héroe típico de novela negra). Lo tenía todo para ser un divertimento de usar y tirar, con unos hilos argumentales de lo más endebles y unos personajes de escaso recorrido dramático. Las dos primeras temporadas, y en especial la primera, son basura de sobremesa no mucho mejor que Amar en tiempos revueltos. Con una producción más digna y unos actores más resultones, pero detritus de subgénero, perfectamente olvidable. Y lo que es peor: inane, sin un componente kitsch o trash lo bastante acentuado como para despertar interés en los decodificadores aberrantes. Esto era porque estaba pensada para todos los públicos. Por tanto, los aspectos más disparatados del aparataje sobrenatural —que podían atraer a un sector del público marginal y onanista, aunque muy rentable— estaban muy moderados.

En consecuencia, era un coñazo que, en el mejor de los casos, se dejaba ver.

Sin embargo, a partir de la tercera temporada, la cosa cambió. Ayudó mucho la enorme química de los dos actores protagonistas, que destilaba un morbo salvaje y permitía a los guionistas jugar con dobles intenciones y con unas muy agradecidas y lubricantes (para la trama) tensiones sexuales no resueltas. Pero lo fundamental fue el afinado sentido de la ironía de los creadores, que trabajaron bien sus intuiciones y supieron moldear algo sugerente. Sabían que tenían una historia fascinante entre manos y que disponían de los elementos dramáticos y narrativos necesarios para construir algo grande. Sólo tenían que atreverse y seguir su instinto.

Nunca vimos así a Scully, pero así nos la imaginábamos siempre.

Por suerte, lo siguieron. A partir de esa temporada, Expediente X se convierte en otra cosa. Los episodios empiezan a explotar el imaginario tanto de la ciencia-ficción y del terror como de los conspiranoicos y de los locos por los misterios siderales y fantasmagóricos. Se ríen de ellos. Cada trama se llena de elementos humorísticos cada vez más evidentes y agresivos, hasta el punto de que, pasadas las temporadas, uno ya no sabe si alguien se está tomando en serio a los ovnis o a los chupacabras. ¿Esto no iba de misterios y así? ¿Esto no iba dirigido a los que graban psicofonías y ven espectros de fantasmas victorianos asomados en cada ventana de cada foto que sacan? Pues no. Esto es otra cosa. O se ha ido convirtiendo en otra cosa.

Los misterios que se proponen son cada vez más audaces y delirantes. Algunos parecen cuentos de Cortázar, y otros pueden incluirse en el repertorio de lo real maravilloso. Ayuda mucho la atmósfera escogida: Expediente X es una serie de escenarios marginales. A veces, de no man’s land. Pueblos perdidos en mitad de la llanura, casetas polvorientas aisladas junto a una carretera comarcal, gasolineras y moteles, sobre todo, moteles. Expediente X es una serie de moteles y de sheriffs de pueblo. Nunca se presenta un misterio urbano, nunca hay nada que investigar en el centro de Nueva York o de Chicago. El terror, nos dicen, está ahí fuera, en el campo, entre los paletos. De hecho, el terror es el campo: la barbarie está allí, donde la ciudad no llega. Es una vuelta de tuerca al mito argentino de civilización o barbarie, que en Estados Unidos se expresó en la doctrina político-mística del destino manifiesto. Mulder y Scully son civilizadores, las fronteras de la razón y de la gente bien vestida ante la barbarie que crece en el agro salvaje y sin escolarizar.

Al poetizar y politizar el paisaje, los guionistas podían jugar con otro mito, listo para ser deconstruido: la imagen que los americanos tienen de sí mismos. Se retrata una América arruinada y apolillada, absolutamente vencida. Recurriendo al imaginario rural y de carretera, tan explotado por los escritores sureños (Faulkner, Dorothy Parker) y por los beat (hay mucho Kerouac en Expediente X), levantan una poderosa metáfora de la decadencia del imperio. Deconstruyen un tópico para abrir una nueva posibilidad de significados. La América que recorren Mulder y Scully es una nación de palurdos enloquecidos por terrores abominables que ellos mismos han creado desde su propia putrefacción.

Pero lo importante es la evolución de las tramas de los episodios. Cuando ya han ridiculizado todo el repertorio clásico de misterios ufológicos, fantasmagóricos, criptozoológicos, vampirescos y licántropos, se inventan unos de nuevo cuño, inspirados, como he escrito más arriba, en lo real maravilloso. Esto alcanza su cénit en la temporada sexta, cuyo segundo episodio se titula Drive, y es uno de los más extraños y hermosos.

El misterio de ese capítulo consiste en un hombre que no puede dejar de conducir hacia el oeste. Su familia ha sido afectada por algo (¿un virus, un algo alienígena? No se sabe) que provoca unos dolores de cabeza horribles que sólo se alivian cuando viajan hacia el oeste a gran velocidad. Si se detienen, el dolor se vuelve insoportable, hasta que la cabeza estalla. Ya ha muerto su mujer, y él intenta salvarse conduciendo a toda tralla. Secuestra a Mulder para que conduzca por él. Hasta que se le acaba el país y tiene que parar ante el océano.

Mulder conduce hacia el oeste para que a su secuestrador no le estalle la cabeza.

¿No es hermoso? Si Borges hubiera escrito algo así, ahora se estudiaría en todas las universidades. Pero, claro, es una puta serie de ovnis. Si los prejuicios dejaran ver la historia con la nitidez adecuada, a un espectador avisado no le costaría intuir aquí una alegoría de la mitología estadounidense, de ese mito fundacional construido hacia el oeste (to the West, to the West, que cantaban los colonos), con una obsesión tan ruda y molesta como ese dolor de cabeza. Una nación empeñada en ir cada vez más deprisa hacia una meta desconocida, sin conciencia de sus propios límites, víctima de su propia ambición.

En esa misma temporada hay un episodio doble titulado Dreamland en el que las conciencias o cerebros de Mulder y de un hombre de negro del Área 51 (los temibles men in black, no tan temibles después de Will Smith) se intercambian por no se sabe qué extraña grieta en el continuo espacio-tiempo (tienen el buen gusto de no explicarlo). El hombre de negro es un burócrata gris, cincuentón y entrado en carnes casado con una mujer a la que odia y con una hija insoportable. Viven en una casa enorme cuya hipoteca le asfixia y el banco no deja de achucharles. Y, de repente, este desgraciado al borde del colapso nervioso se encuentra metido en el cuerpo y en la vida de Mulder. Y le mola mogollón. De pronto, es joven, resultón, soltero y con un apartamento superguay de renta asequible. Así que lucha por quedarse en ese cuerpo nuevo, mientras Mulder sufre la mierda de vida del hombre de negro. La ironía, el humor, la vuelta de tuerca a todos los tópicos de los conspiranoicos (eso de presentar a los terribles hombres de negro como burócratas aburridos y plastas sin ningún misterio es genial) y la habilidad para manejar el ritmo de la historia hacen que estos dos episodios sean magistrales. Una cumbre en la escalada autoparódica y paródica de la serie. La mejor deconstrucción.

Unos capítulos después hay uno que se titula The Rain King, que funciona directamente como un cuento. Mulder y Scully investigan un pueblo donde suceden los fenómenos meteorológicos más raros de Estados Unidos. El tiempo es mucho más que inestable: en un mismo día nieva, sufren huracanes y olas de calor tropical. Al final, resulta que el hombre del tiempo de la televisión local está enamorado de una chica que está casada con un tipo muy turbio y ridículo, y es la frustración por ese amor no correspondido la que provoca todos esos desajustes. Así que Mulder ejerce de casamentero.

¿No es maravilloso? La mezcla de ternura, humor y absurdo está muy bien planteada en estos episodios, que para mí son el culmen de la obra.

Con esto, Expediente X descubrió una forma de superar las barreras de los géneros y de plantear la sutileza como estrategia de seducción hacia el espectador. Fue muy pedagógico: enseñó al televidente medio, consumidor de esparto prefabricado, que no era necesario explicarlo todo, que hay universos de significados no explícitos que una buena historia puede invitar a explorar y que verlo todo es no ver nada en realidad. Con su audacia, permitió a otras series abrir camino y trasladar unas cortesías y unas formas de acercarse al espectador absolutamente inéditas en la tele. Expediente X nos trató como a adultos, y puede que fuera una de las primeras veces que la tele nos trataba como a tales. Partió de la deconstrucción para inaugurar una nueva forma de mirar desde el mainstream. Experimentó en carne viva, y todavía no se lo ha agradecido nadie.

4 Respuestas a DECONSTRUCCIÓN X

  1. Qué bien lo paso con posts así. Gracias.

    Mi pregunta es: ¿hasta qué punto puedo ver capítulos sueltos? Dice usted que hay una trama entre los personajes que se desenvuelve durante toda la serie, pero ahora estoy muy curioso por ver (por lo menos) los capítulos que comenta. ¿Me recomienda ver temporadas enteras para no perderme (entiendo que la 1a y la 2a no hacen falta en absoluto)?

  2. Artur: Puede ver todos los capítulos sueltos que quiera. Como todas las series, tiene una trama global que recorre toda la historia y que a su vez encierra unas tramas generales que se desarrollan en cada temporada. Pero cada capítulo es autónomo y contiene un misterio único. No se perderá por verlos sueltos.

  3. viajeroaitaca

    Hace tiempo pensé en bajarme la serie pero todavía no conocía el adsl y desistí. Me has tentado. Aunque creo que empezaré por la tercera temporada.

    Por cierto, la Scully ha empeorado mucho… http://www.google.es/search?hl=es&safe=off&q=Mrs.+Castaway&gs_sm=3&gs_upl=1135l1135l0l1527l1l1l0l0l0l0l78l78l1l1l0&bav=on.2,or.r_gc.r_pw.r_cp.,cf.osb&biw=1366&bih=681&um=1&ie=UTF-8&tbm=isch&source=og&sa=N&tab=wi&ei=mIo6T-7lFs6E8gOP3K2FCw

  4. Expediente X ha sido una serie magistral que ha permitido que la ciencia ficción llegue a ser lo que es hoy día especialmente a nivel de producciones televisivas. Empezó con un presupuesto pobre y la desconfianza del público y de la Fox (por no hablar del mal trato que en España siempre le dió Teleci(r)co) pero con un equipo sensacional que aún hoy están creando series novedosas (como Vince Gilligan con Breaking Bad, por ejemplo).
    No termino de compartir tu opinión de las dos primeras temporadas, pues si es cierto que no han sido las mejores, ya destilaban una “sub-trama” profunda que a lo largo de los años culminó con todo el asunto de La Conspiración y la manipulación gubernamental de un país, no olvidemos, patriótico como pocos.

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