Archivo de la etiqueta: Apocalipsis

EL FIN DEL MUNDO

Dejemos por un momento de hablar de mi librico.

Hablemos, por ejemplo, del apocalipsis. O de milienarismo, cojones ya. El milienarismo va a llegarrrrr.

¿No se han dado cuenta? ¿No han percibido las atronadoras señales que lo anuncian? Las trompetas de Jericó son una tontería al lado de estos glaciares que se derriten, de esos gobiernos que se hunden, de esas selvas que se deforestan, de esas bolsas que rojean, de esas hipotecas que no se pagan y de esos periódicos que no se leen. Is this the end of the world as we know it?, que cantaban aquellos.

Con la que está cayendo, que dicen los otros.

Todo pinta mal, ciertamente, especialmente para los europeos. Es posible que las antiguas colonias asiáticas estén haciendo planes para repartirse los despojos de su vieja metrópolis, comprando su deuda y prestándole dinero a intereses de usura, pero la histeria colectiva —o la histeria mediática, más bien— fatiga muchísimo. El discurso se parece demasiado a una admonición bíblica como para no ser una, y tan inocua y fabulosa como cualquiera de las contenidas en el Apocalipsis o en los delirios babeantes del más senil de los profetas barbiblanquecinos. Falta poco para que el gallinero público se parezca al Speakers Corner, con sus locuelos subidos en cajones anunciando el fin de los días.

No niego la veracidad del discurso, pero no me digan que no es sospechosa la coincidencia estructural y estilística del Libro de Daniel, por ejemplo, con buena parte de las cosas que están pasando ahora.

Una de las historias principales de ese libro es la del pobrecico Nabucodonosor, emperador de Babilonia. Básicamente, dice que los babilonios eran una gente muy juerguista y viciosa, y el tal Nabucodonosor era el más malo malote de todos. Los babilonios estaban todo el día que si ahora te sodomizo, que si ahora cometo adulterio, que si ahora me cepillo a mi madre… Y lo que más odiaban en el mundo era a los judíos, en el papel de hormiguitas en esta protoversión porno de La cigarra y la hormiga. Nabucodonosor persiguió y aniquiló al pueblo elegido, tocando las gónadas de un tal Yahvé. El Innombrable fue y le dijo: mira, Nabuco, pase que tu gente esté todo el día fornicio que te fornicio; vale que quieras construir una torre soberbia que toque los cielos y se me clave en el culo; vale que estéis todo el día amorraos a la litrona y al porramen y ni siquiera abráis las ventanas para ventilar, pero lo de que me toquéis a mis judíos, no, eso sí que no. Hartito me tienes, Nabuco, hartito.

Y entonces vino lo de la Torre de Babel y su confusión de lenguas y todas las desgracias que cayeron sobre Nabucodonosor y su pueblo por malos y salidorros.

Hay toda una corriente teológica en ciertos ámbitos rabínicos que trata de dilucidar quién fue más pernicioso para los judíos, si Hitler o Nabucodonosor. Y aún no lo tienen claro. Ni siquiera les ayuda saber que el Nabucodonosor del Libro de Daniel fue un personaje de ficción y Hitler, no.

La arqueología y la investigación histórica han demostrado sobradamente que el Nabucodonosor real (el segundo de ese nombre), que existió y gobernó sobre Babilonia —lo que hoy sería, Irak, Siria y parte de Irán— en el siglo VII a. d. C. no fue de los peores sátrapas que han visto la tierra. De hecho, fue un gran constructor de infraestructuras básicas para el desarrollo de su país (incluidas escuelas), y su reinado se describe como un periodo de estabilidad y prosperidad, no sólo económica, sino cultural, pues era lo contrario a un bruto. Fue algo parecido a un déspota ilustrado, un Carlos III de la Antigüedad, vaya, o un Médici. En cualquier caso, nada que ver con lo que dice de él la Biblia. Sin embargo, al señor que escribió el Libro de Daniel no le caía simpático, y lo convirtió en uno de los malos más malosos de la historia. Pésima suerte, habiendo tantos malos para elegir, que escogiera a uno que no lo era especialmente o no en un grado mayor que otros tiranos de la época.

La cuestión es que los babilonios fueron castigados por su forma de vida, porque estaban corruptos. Y la corrupción, en la Biblia, siempre se paga con fuego y destrucción. Ya sea en Babilonia, ya sea en Sodoma, ya sea en Gomorra. Hasta que no llegó Jesús y dijo aquello de tirar la primera piedra, a las putas y a sus clientes se les quemaba con alegría.

¿No les resulta familiar el esquema de descomposición moral-castigo? ¿No están casi todos los discursos políticos y sociales —incluso culturales— construidos sobre él? ¿No estamos repitiendo una y otra vez la historia de Nabucodonosor? Hasta la arqueología se empeña en dar la razón: quien ha visitado las ruinas de Pompeya ha visto el lupanar y sus frescos, que se guardan en el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles. Pues algún beatillo sumó dos y dos y dijo que los pompeyanos habían sido barridos por el Vesuvio por estar todo el día folla que te folla. El castigo divino, again.

El cambio climático se presenta como un castigo por nuestros excesos. Hemos sido malos y lo vamos a pagar. La crisis financiara, ídem de ídem: no sólo se echa la culpa a los banqueros y a sus amigos, sino que se extiende a toda una población laxa y permisiva, que no ha ahorrado, que ha gastado lo que tenía, que se ha dejado arrastrar a una orgía de codicia y despilfarro, y así nos va. Recibimos el justo castigo por nuestra corrupción. A Yahvé se le han hinchado las pelotas y nos va a mandar uno de sus tormentos ejemplares. Nos lo merecemos, por sodomitas y por adorar al becerro de oro en vez de apretarnos el cilicio y ayunar como es debido.

A mí, personalmente, me repele mucho que la realidad se encuadre en ese esquema apocalíptico tan evidente y ramplón. Estoy cansado de escuchar admoniciones y, la verdad, me dan mucho miedo quienes, armados de una fregona justiciera y un bote de aguarrás moral, se presentan con la intención de limpiar toda nuestra mierda y atacar los males de raíz. Siempre que han surgido limpiadores semejantes han acabado dejándolo todo hecho un asco, llenito de cabezas guillotinadas o de humo de horno crematorio alemán o de prisioneros arrastrando piedras por Siberia. Yo prefiero seguir viviendo en la inmundicia que sufrir o apuntarme a la limpieza que se propone.

Porque me gustaría saber cuál es el estado virginal que se quiere restaurar. Me alucina que tengan tan claro en qué momento se torció todo y cómo se puede volver a esa edad de la inocencia donde éramos felices y virtuosos. ¿Cuándo fue eso? ¿Qué tiempo fue aquel, sin corruptos ni corruptores, sin señores que gritaban y con niños bien peinados?

Quizá ustedes se sientan sucios, mezquinos y merecedores de un castigo. Fustíguense si quieren, pero déjennos a los demás en paz, que estábamos muy calentitos en nuestra Sodoma. Lo siento mucho, pero no puedo sentirme responsable de los males del mundo, no puedo vivir pidiendo perdón, no estoy dispuesto a asumir culpas que no creo tener. Y tampoco quiero que me las echen ustedes. ¿Puedo hacer algo por cambiar las cosas a mejor? Seguramente, pero si no lo hago, no merezco ninguna furia divina. Y si la sufro, si el Apocalipsis sobreviene al fin, moriré sin arrepentimiento y sin confesión: asesíneme, dios del cambio climático y de las finanzas internacionales, pero no espere que le suplique clemencia ni que le ofrezca mi bondad ni mi alma manchada a cambio.

Puestos a elegir una muerte, prefiero ahogarme en un lodazal de corrupción que fenecer a manos de uno de los purificadores del mundo.

Puestos a hablar de fines del mundo, prefiero hablar del milienarismo de Arrabal que del milenarismo santurrón.