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CUIDADO CON LOS ESTÍNJERS

La prensa se empeñaba en llamarlos skin heads, pero las madres del barrio los conocían como estínjers. Quizá no por desconocimiento del inglés, sino por una sofisticada metonimia: una cabeza afeitada semeja un culo, y en el centro del culo hay un esfínter. De esfínter a estínjer va un paso. Quiero creer que es por eso y no porque no entendieran el inglés, que en mi barrio todo el mundo hablaba inglés.

«¡Cuidado con los estínjers!», advertían las madres antes de cualquier salida vespertino-nocturna. O: «No te vistas así, que vas a provocar a los estínjers».

Era tal la paranoia que abundaban las confusiones. Cualquier cráneo pelado devenía un estínjer en potencia a ojos de una madre protectora. «¿Pues no se habrá hecho estínjer el hijo de la Dolores?». «Joder, mamá, no, que le están dando quimioterapia, si estuviste ayer en el hospital visitándole y todo». «Bueno, tú, por si acaso, cuando le veas, te cruzas de acera, y si te grita jailjilter, tú sigues caminando como si nada».

Los estínjers actuaban en manada, porque, por separado, eran unos mierdas. Eso se decía: tú coges a un estínjer a solas y se caga del susto, pero en pandilla son muy gallitos.

Gallitos: jerga viejuna. Tópicos de West Side Story.

Había debates: ¿se puede rehabilitar un estínjer? ¿Es un estínjer un nazi de verdad o un típico producto del lumpenproletariado sin conciencia política? ¿Acaso si a un estínjer le pinchan, no sangra? ¿Qué hacer si su hijo se convierte en un estínjer?, se preguntaba Mercedes Milá con un lejano brillo de suspicacia en los ojos.

Luego vino una peli en blanco y negro que no se parecía nada a West Side Story. Se titulaba American History X, e iba de un estínjer arrepentido que intentaba salvar a su hermano de ser un estínjer. Gustó mucho, la película. Retrataba muy bien la génesis de la violencia, decían los críticos.

La génesis de la violencia. Casi nada.

Yo, como no he visto la génesis de la violencia, no les sé decir si la retrataba bien o mal. Sí que sé que era un tanto aburrida, muy pretenciosa y muy simplona. Los estínjers que salían en ella se parecían demasiado a los estínjers que imaginaban las madres de mi barrio, y las madres de mi barrio siempre imaginaban muy mal las cosas porque tendían a imaginar lo que Matías Prats les decía que imaginaran, así que yo no me creía mucho a los estínjers de American History X. Además, la peli la pasaban en las clases de Ética del insti y tal, y todas las pelis que pasaban en la clase de Ética eran un coñazo. Bueno, mejor una peli que aguantar un rollo profesoral, pensábamos, pero aun así.

El caso es que yo nunca fui atacado por un estínjer. Y eso que hice muchos méritos. Llevaba el pelo largo y volvía a casa solo por la noche, cautivo y desarmado cual ejército rojo. Una vez, un amigo me regaló una camiseta muy chula con una hoz y un martillo y las siglas CCCP, que son las siglas de la URSS en ruso. Otro amigo llevaba otra camiseta con la leyenda: KGB, Still Watching You!. Pero él conservó la suya y a mí me tiraron la mía. A mi madre le parecía muy peligroso que me paseara por ahí provocando de esa manera a los estínjers. «La semana pasada —siempre era la semana pasada— cogieron a un chaval en el metro de Madrid con un pin del Che Guevara —siempre era el metro de Madrid con el pin del Che Guevara— y ahora está en la UCI de un hospital sin determinar, pero muy bueno en eso de curar heridas de estínjers». Pues vaya. Manzanas traigo, solía responder yo.

Qué casualidad, a un amigo, los estínjers le dieron una paliza o le quisieron pegar y él les devolvió las hostias o algo así. Pero es que a ese amigo siempre le estaban pasando cosas raras que nadie podía comprobar, pues nunca sucedían delante de testigos. Él fue el único conocido que dijo ser atacado por un grupo de estínjers que recorrían el barrio en misión de caza. Yo, la verdad, no me lo creí. Pensé que le resultaba más cómodo inventar una historia verosímil para su madre, escenificando uno de sus terrores de barrio más recurrentes, que contar alguna cruda verdad probablemente relacionada con el tráfico de estupefacientes al menudeo y con un camello que quería dar una lección a un niñato que estaba vendiendo demasiada mierda en su zona.

Pero qué sabía yo de violencia urbana y juvenil. Qué sabía yo de estínjers. En cambio, de tráfico de estupefacientes en mi barrio y de la mala hostia que gastaban los camellos sí que sabía un poco. También estaba al corriente de la estupidez intrínseca de mi amigo, que nunca se postuló a ningún Nobel.

Un periodista muy intrépido se infiltró entre los estínjers. Y escribió un libro que se vendió mucho, y tuvo que cambiar de identidad y esconderse, el periodista. Fue muy impactante todo. Muy valiente, el periodista. El libro gustó mucho.

A mí me pareció que estaba muy mal escrito, pero lo que más me molestó fue que la mitad de sus páginas eran experiencias sin contraste ni verificación posible, y la otra mitad eran pasajes fusilados de libros de sociología y de historia reciente de los movimientos juveniles. Y como yo ya me sabía cómo nació el rollo oi! y no soy hombre de fe —y, por tanto, no puedo creer el testimonio de alguien que no aporta sustento ninguno de su credibilidad, ya que oculta hasta su propio nombre y ni siquiera responde de sus afirmaciones con su cara y su DNI—, el impactante y valiente libro me pareció un bluff.

Vamos, que yo también escribía un libro de esos de infiltrado entre los estínjers. Con recopilar las leyendas que circulaban entre las madres del barrio y narrarlas en primera persona diciendo que las he visto, está hecho. A ver quién tiene huevos de rebatirme a mí nada. A mí, cuidadín, que he estado con los estínjers y sé cómo las gastan. A mí, que he visto el horror, tío, el fucking horror. A mí, que me fumo un puro con el coronel Kurtz todas las mañanas mientras huelo el napalm y soy el novio de la muerte.

Los estínjers eran las meigas de nuestro barrio. Haberlos, húbolos, pero, ¿quién los había visto? Yo no, desde luego, y nunca me sentí amenazado por ellos.

Los estínjers existían, y hacían de las suyas, claro. De vez en cuando, hasta mataban a alguien. El chaval ese de Donosti que fue a ver un partido de la Real Sociedad al Vicente Calderón, por ejemplo. Pero ni mi barrio ni otros estaban sojuzgados por sus pasotes violentos. Había más miedo que realidades a las que temer, y muchas más leyendas que noticias. Leyendas que envalentonaban y hacían fuertes a los cuatro o cinco engendros que conformaban aquella especie de avanzadilla neofascista.

Hoy, sin embargo, parece que ya no hay estínjers. No se oye hablar de ellos, desaparecieron sin dejar rastro. ¿Qué pasó? ¿Terminaron la FP y se montaron un taller de tunning? ¿Acabaron Derecho y consiguieron un escaño de eurodiputado por Falange Auténtica? ¿Se rehabilitaron, como el estínjer de American History X, y ahora se dedican a dar charlas sobre control de la ira en institutos públicos y escuelas de negocios?

No lo sé, el caso es que desaparecieron, como tantas otras cosas de los años noventa, como los pantalones con muchos bolsillos y como Lydia Bosch. A los pantalones con muchos bolsillos los sustituyeron los chinos del H&M; a Lydia Bosch, Carmen Machi, y a los estínjers, nadie. Hay un vacío en la violencia juvenil que urge rellenar. Hay millones de madres en toda España deseando algo que temer: no pueden quedarse tan tranquilas mientras sus hijos se van por ahí de botellón. Tienen que estar aterrorizadas por algo, démosles motivos, inventemos unos nuevos estínjers. Estínjers reloaded.

¿Es que estamos tan idiotizados por Belén Esteban que no somos capaces de inventar ni una sola amenaza urbana?