PARA CATEDRÁTICOS Y MARUJAS

Espero que no me tachen de frívolo si dejo que el resto de la vida siga y hable aquí de cosas no cancerígenas.

Como el libro que me acabo de terminar: El día de mañana, de Ignacio Martínez de Pisón.

No hace mucho, en una reputada librería, un editor me elogió a Martínez de Pisón como “ese escritor que encuentra siempre la frase exacta, la forma de decir precisa, que no puede ser dicha de otra forma”. La conversación viró en ese momento a otros temas y me quedé con las ganas de expresar mi desacuerdo. Si lo que el editor quería decir era que Martínez de Pisón es un esteta del lenguaje, un proustiano colocador de mots justs, nada más lejos de la realidad: Pisón es prosista (y no proustista) en toda la extensión del término. Sí que es -y quizá a esa virtud aludía el editor-, en cambio, un narrador despiadadamente eficaz, que sabe subordinar el efectismo del lenguaje a la estructura del relato y a la comprensión de la acción narrada.

Por eso parece que las novelas de Pisón son tan fáciles, que fluyen tan risueñamente, cuando en realidad son artefactos literarios complejísimos y muy bien engrasados, en los que cada tuerca y cada rosca cuenta.

A mí Pisón me gusta cada vez más. Es un escritor que crece sin salirse de su forma de entender la literatura -que, en su caso, no creo que pueda desgranarse en una poética- y, a la vez, sin anquilosarse en una fórmula que ha demostrado que conecta con el público. No se repite y, a la vez, sigue haciendo lo mismo. Y en El día de mañana ha alcanzado una cumbre: ha escrito una de sus mejores obras, si no la mejor hasta la fecha. Es un narrador en estado de gracia, en la plenitud de su oficio, y da gusto disfrutarlo.

Alguna vez he dicho que Pisón es un escritor transversal, en el sentido de que es capaz de satisfacer a los paladares literarios más refinados, como el de Vila-Matas, y de colmar las ansias pequeñoburguesas de las abonadas al Círculo de Lectores. En ese sentido, es una rara avis, es casi un escritor francés, una especie de Houellebecq recatado -a veces, porque cuando le da por ponerse guarro, sabe hacerlo bien-. En esta novela combina una estructura muy compleja con una narración muy fluida. No se le ven las tramoyas: el relato avanza sin dificultad por un laberinto de voces y narradores que alteran el punto de vista cada pocas páginas hasta formar un caleidoscopio que, en otras manos, sonaría a barullo, pero que en las suyas aparece claro y ordenado.

El día de mañana cuenta la historia de Justo Gil Tello, un emigrante aragonés que llega a Barcelona en los 60 y acaba convirtiéndose en chivato de la brigada Político Social de la policía franquista y en cabecilla ultraderechista en la transición, y lo hace a través del testimonio de las personas que le conocieron y trataron desde su llegada a la ciudad hasta su muerte. Justo, por tanto, es una ausencia, un fantasma del pasado en las vidas de todos ellos: toda la novela está armada sobre algo que no es y que para algunos fue a medias o de una forma muy difusa. El resultado es una especie de documental en el que se trata de desentrañar el enigma de la vida de Justo.

Porque Justo es un misterio para todos los que le conocieron: la multiplicidad de los puntos de vista hace que el personaje tenga varias caras, todas incompletas, todas interesadas. Para unos es un hijo de puta; para otros, un hijo ejemplar; para algunos, un vivillo, un paleto o un trepa. Cada narrador atisba un poquito de la verdad, y sólo el lector, al disponer de todos los puntos de vista, puede comprender y juzgar al personaje. Nos ahorramos, así, la molesta moraleja tan cara a la literatura que trata del pasado reciende de España.

Temáticamente, El día de mañana es un descenso a los infiernos, una caída progresiva del personaje que, al final, se redime en cierta forma, dando una forma canónica al relato. Pero su redención no basta: el mal que ha hecho es demasiado grande y él mismo facilita su castigo.

Hay una cosa que me ha gustado mucho, y que me suele gustar mucho de Pisón en general: la presencia de la ciudad, que acaba convertida en un personaje más. La relación y descripción de lugares reales dan vida a Barcelona, que palpita como algo más que como un escenario. Sin tensiones ni remansos poéticos, por el puro frenesí del relato, la ciudad acapara buena parte de la atención y va mutando, de territorio hostil en los años de la llegada del emigrante, a territorio de conquista y escondite en los tiempos posteriores.

Una obra mayor de un escritor en racha. Y transversal, no lo olviden: pocos escritores pueden presumir de gustar por igual a un catedrático de Epistemología y a una maruja de Parla.

3 Respuestas a PARA CATEDRÁTICOS Y MARUJAS

  1. viajeroaitaca

    Llevo 100 páginas de la novela, y coincido con tu tesis. Martínez de Pisón sabe contar muy bien una historia.

    Fue la estructura de la novela la que me animó a leerla. Una estructura compleja en la que, sin embargo, no sobresalen las costuras.

    Hace más de una década me obligaron a leer su libro de relatos. Quizá por eso, no me he vuelto a acercar a Pisón. Una laguna que no creo que tarde en llenar

  2. Estoy terminando este libro y me gusta cada vez más. Has dado en el clavo con tu crítica. Te lo dice esta maruja del Gancho.

  3. Pingback: ONCE LIBROS DE DOS MIL ONCE | El Blog de Sergio del Molino

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